Estaban en medio de una acalorada discusión.
—Creo que te equivocas, Lincoln —dijo Lon Sellitto—. Tenemos que trasladarlos. El Bailarín volverá a atacar la casa de seguridad si los dejamos allí.
No eran ellos los únicos que se planteaban aquel dilema. El fiscal Reg Eliopolos no se había presentado todavía, pero Thomas Perkins, el agente especial del FBI a cargo de la oficina de Manhattan, había ido en persona, en representación de la jurisdicción federal para mediar en el debate. Rhyme deseó que Dellray estuviera también, lo mismo que Sachs, que se hallaba con la Fuerza Táctica Conjunta, compuesta por policías urbanos y federales, registrando las instalaciones abandonadas del metro. Hasta aquel momento no habían encontrado ningún rastro del Bailarín o de su acompañante.
—Tras haber evaluado la situación, opino que lo mejor es que hagamos algo —dijo Perkins con ansiedad—. Tenemos otras instalaciones.
Le horrorizaba que el Bailarín hubiera tardado sólo ocho horas en encontrar el lugar donde escondían a los testigos y acercarse a cinco metros de la puerta de incendios falsa de la casa de seguridad.
—Otras instalaciones mejores —añadió rápidamente—. Creo que tendríamos que acelerar un traslado inmediato. He recibido una advertencia de los altos mandos. Del propio Washington. Quieren protección total para los testigos.
Lo que quería decir, supuso Rhyme, que había que trasladarlos y hacerlo ya.
—No —dijo el criminalista, inflexible—. Tenemos que dejarlos donde están.
—Teniendo en cuenta que es una cuestión de prioridades —dijo Perkins—, creo que la opción que tenemos está muy clara. Trasladarlos.
—El Bailarín los buscará donde sea —insistió Rhyme—, una nueva casa de seguridad o en la que ya conoce. Aquí conocemos la zona, sabemos algo de su forma de aproximarse, nos podemos proteger bien de las emboscadas.
—Esa es una buena razón —concedió Sellitto.
—También le hará perder los papeles.
—¿Qué quieres decir?
—En este momento, el Bailarín también está sopesando sus posibilidades, ya lo sabéis.
—¿Sí?
—Oh, puedes apostar por ello —dijo Rhyme—. Trata de imaginar lo que nosotros haremos. Si decidimos mantenerlos donde están, hará una cosa. Si los trasladamos, y creo que supone que haremos eso, intentará un golpe durante el transporte. Y aunque haya muy buena seguridad en la ruta, siempre será peor que en una ubicación fija. No, debemos mantenerlos en el mismo lugar y prepararnos para el nuevo intento. Anticiparnos y estar listos para intervenir. La última vez…
—La última vez mató a un agente.
—Si Innelman hubiese contado con apoyo —le reprochó Rhyme al agente de cargo—, las cosas hubieran salido de otra manera.
Perkins, embutido en su impecable traje, era un burócrata que se protegía a sí mismo, pero también era razonable. Asintió con la cabeza.
Pero ¿tengo razón?, se preguntó Rhyme.
¿Qué piensa el Bailarín? ¿Lo sé realmente?
Oh, puedo observar un dormitorio silencioso o un callejón mugriento y leer perfectamente la historia que los convirtió en escenas de crímenes. Puedo ver, en el charco de sangre, como un test de Rorschach dibujado en la alfombra y las baldosas, las pocas posibilidades de escapar que tuvo la víctima y la clase de muerte que sufrió. Puedo examinar el polvo que el asesino deja a su paso y saber inmediatamente de dónde vino.
Puedo responder quién, puedo responder por qué.
Pero ¿qué va a hacer el Bailarín?
Eso lo puedo adivinar, pero no lo puedo decir con seguridad.
Una figura apareció en el umbral, era uno de los oficiales que estaba en la puerta principal. Le entregó a Thom un sobre y volvió a su puesto de guardia.
—¿Qué es eso? —Rhyme lo examinó con cuidado. No esperaba ningún informe de laboratorio y tenía muy presente la predilección del Bailarín por las bombas. El paquete no era más grueso que una hoja de papel y provenía del FBI.
Thom lo abrió y leyó.
—Viene de PERT[46]. Encontraron un experto en arena.
—No es para este caso —le explicó Rhyme a Perkins—. Es acerca del agente que desapareció la otra noche.
—¿Tony? —preguntó el agente de cargo—. Hasta ahora no tenemos ninguna pista.
Rhyme examinó el informe.
La sustancia sometida a análisis técnicamente no era arena. Consistía en fragmentos de coral provenientes de arrecifes y contenía espículas, secciones transversales de tubos de gusanos marinos, conchas de gasterópodos y foraminíferos. Su origen más probable era el norte del Caribe: Cuba y las Bahamas.
El Caribe… Interesante. Bueno, tendría que dejar las pruebas en espera por el momento. Después de que atraparan al Bailarín y lo encerraran, él y Sachs volverían…
Su aparato transmisor sonó.
—Rhyme, ¿estás allí? —se oyó la voz de Sachs.
—¡Sí! ¿Dónde estás, Sachs? ¿Qué tienes?
—Estamos en el exterior de una vieja estación cerca del Ayuntamiento. Toda cerrada con planchas de madera. Los de S&S dicen que hay alguien dentro. Al menos uno, quizá dos.
—Vale, Sachs —contestó, mientras su corazón palpitaba ante la idea de que podían estar más cerca del Bailarín—. Mantennos informados. —Luego miró a Sellitto y Perkins—. Parece que, después de todo, no tendremos que decidir si los trasladamos de la casa de seguridad.
—¿Lo han encontrado? —preguntó el detective.
Pero el criminalista, antes que nada un científico, rehusó compartir su esperanza. Tenía miedo de que eso diera mala suerte a la operación, o mejor dicho, darle mala suerte a Sachs, pensó.
—Crucemos los dedos —murmuró.
*****
Silenciosamente, las tropas ESU rodearon la estación de metro.
Aquel era probablemente el lugar donde vivía el nuevo socio del Bailarín, dedujo Amelia Sachs. Los de S&S habían encontrado algunos residentes que les informaron sobre un drogadicto que vendía pildoras por los alrededores. Era un hombre no muy alto, lo que coincidía con el número ocho de los zapatos.
La estación era, en la práctica, un agujero en el muro; había sido remplazada años atrás por la parada más moderna de City Hall, a unas calles de distancia.
El grupo 32E se puso en posición, mientras los de S&S comenzaban a instalar micrófonos y cámaras de infrarrojos, y otros oficiales despejaban la calle de tráfico y de vagabundos que se sentaban en las esquinas o las entradas de los edificios.
El comandante alejó a Sachs de la puerta principal y la situó fuera de la línea de fuego. Le dieron la degradante tarea de custodiar la salida del metro que había permanecido cerrada durante años con planchas de madera y un candado. Se preguntó si Rhyme había hecho un trato con Haumann para mantenerla apartada. Su cólera por lo sucedido la noche pasada, que había olvidado por la búsqueda del Bailarín, reapareció con fuerza.
Sachs señaló con la cabeza el candado oxidado.
—Hum. Probablemente no saldrá por aquí —comentó entusiasmada.
—Tenemos que vigilar todas las entradas —musitó el encapuchado oficial de ESU, que sin captar o ignorando deliberadamente su sarcasmo, volvió junto a sus compañeros.
La lluvia caía a su alrededor. Era una lluvia helada que se descolgaba del cielo gris y sucio, y golpeaba con fuerza sobre los residuos depositados frente a las rejas de hierro.
¿Estaría dentro el Bailarín? Si era así, con toda seguridad habría un tiroteo. Sachs no podía imaginar que el asesino se entregara sin una violenta pelea.
Y le irritaba no poder participar en ella.
Eres un tipo hábil cuando tienes tu fusil y quinientos metros para protegerte, le dijo mentalmente. Pero dime, gilipollas, ¿cómo eres con una pistola y a corta distancia? ¿Cómo te gustaría enfrentarte conmigo? Sobre la repisa de su chimenea tenía una docena de trofeos dorados que representaban a un tirador apuntando con su pistola. (Las figuras doradas eran todas de hombres, lo que divertía muchísimo a Sachs).
Bajó unos escalones más, hacia las rejas, y se aplastó contra el muro.
Sachs, la criminalista, examinó con cuidado el miserable lugar, que olía a basura, a podredumbre, a orina y que tenía el olor salado del metro. Revisó las rejas, la cadena y el candado. Escudriñó el oscuro túnel y no pudo ver ni oír nada.
¿Dónde está?
¿Qué hacen los policías y los agentes? ¿Por qué tardan tanto?
Escuchó la respuesta instantes después por los auriculares: esperaban tropas de apoyo. Haumann había decidido convocar a otros veinte oficiales de ESU y el segundo equipo 32E.
No, no, no, pensó. ¡Están totalmente equivocados! Todo lo que el Bailarín tenía que hacer era echar un vistazo hacia el exterior y ver que no pasaba ni un coche, taxi o peatón para saber al instante que se estaba realizando una operación táctica. Habría un baño de sangre… ¿No se daban cuenta?
Sachs dejó el equipo de análisis de la escena del crimen en la base de la escalera. Subió nuevamente al nivel de la calle. Unos metros más allá se encontraba una farmacia. Entró y compró dos botes grandes de butano y pidió prestada la barra para subir el toldo, una pieza de acero de metro y medio de largo.
Al volver, en la salida enrejada del metro, Sachs deslizó la barra del toldo por uno de los eslabones de la cadena, que ya estaba medio desvencijado, y la giró hasta que la cadena se puso tensa. Se puso un guante Nomex y vació el contenido de los botes de butano sobre el metal, que enseguida se escarchó por el efecto del gas congelante. (Amelia no había hecho en vano la ronda en Times Square y la calle Cuarenta y dos; sabía lo suficiente sobre las formas de asaltar una vivienda como para tener una segunda profesión).
Cuando el segundo bote estuvo vacío, cogió la barra con ambas manos y comenzó a darle vueltas. El gas congelante había debilitado mucho el metal. Con un suave chasquido el eslabón se partió en dos. Sachs cogió la cadena antes de que cayera al suelo y la colocó con cuidado sobre un montón de hojas.
Las bisagras estaban mojadas por la lluvia, pero escupió sobre ellas para evitar que crujieran. Se introdujo en la estación y sacó el Glock de la funda. Pensó: fallé a trescientos metros, pero no fallaré a treinta.
Rhyme no lo hubiera aprobado, por supuesto, de momento no lo sabía. Sachs pensó por un instante en él, en la noche pasada, cuando subió a su cama. Pero la imagen de su rostro se desvaneció enseguida. Como le pasaba cuando conducía a doscientos cuarenta kilómetros por hora, su misión no le dejaba tiempo para lamentarse por el desastre que era su vida privada.
Desapareció por el tenebroso pasillo, saltó por encima del viejo torniquete de madera y caminó a lo largo de la plataforma hacia la estación.
Escuchó las voces antes de haber recorrido seis metros.
—Tengo que irme… ¿comprende… lo que digo? Vete ya.
Blanco, varón.
¿Era el Bailarín?
El corazón le saltaba en el pecho.
Respira lentamente, se dijo. Disparar es respirar.
(Pero no había respirado lentamente en el aeropuerto, había jadeado de miedo).
—¿Tu, qué dices? —era otra voz. Varón negro. Algo en ella la asustaba. Algo peligroso—. Puedo traer el dinero, puedo. Puedo conseguir un jodido montón de dinero. Tengo sesenta, ¿te lo dije? Pero puedo conseguir más. Puedo conseguir todo el que quieras. Tengo un buen trabajo. Los cabrones me lo quitaron. Sabía demasiado.
El arma es sólo la extensión de tu brazo. Apunta con todo tu ser y no con el arma solamente.
(Pero no había apuntado en absoluto cuando estuvo en el aeropuerto. Se agachó boca abajo como un conejo asustado y tiró al voleo, la cosa más insensata y más peligrosa que se puede hacer con un arma de fuego).
—¿Me comprendes? Cambié de opinión, ¿vale? Déjame… y vete ya. Te daré… «demmies».
—No me has dicho dónde vamos. ¿Dónde está ese lugar que tenemos que reconocer? Dímelo primero. ¿Dónde? ¡Dime!
—No vas a ninguna parte. Quiero que desaparezcas.
Sachs empezó a subir los escalones lentamente.
Pensó: encuentra tu objetivo, examina el entorno, tira tres veces. Ponte a cubierto. Apunta, tira tres veces más si tienes que hacerlo. Cúbrete. No pierdas la calma.
(Pero en el aeropuerto había perdido la calma. Aquella terrible bala que pasó tan cerca de su cara…).
Olvídalo. Concéntrate.
Unos pocos escalones más.
—Y ahora me dices que no me los das gratis, ¿verdad? Ahora me dices que tengo que pagar. ¡Hijo de puta!
Los escalones eran lo peor. Las rodillas, su punto débil. Jodida artritis…
—Aquí tienes. Una docena de «demmies». ¡Tómalos y vete!
—Una docena. ¿Y no tengo que pagarte? —lanzó una carcajada—. ¿Una docena?
Llegaba al final de la escalera.
Casi podía divisar la estación. Estaba lista para disparar. Si se mueve en cualquier dirección, más de quince centímetros, chica, dispárale. Olvida las reglas. Tres disparos a la cabeza. Pum, pum, pum. Olvida el pecho. Olvida…
De repente los escalones desaparecieron.
Emitió un quejido desde lo profundo de la garganta mientras caía.
El escalón donde había colocado el pie era una trampa. Habían sacado la contrahuella y el escalón se apoyaba sólo en dos cajas de zapatos que se hundieron bajo su peso y se precipitó hacia abajo, con lo cual cayó de espaldas, hasta el comienzo de la escalera. El Glock voló de su mano y empezó a gritar:
—¡Diez-trece!
Pero se dio cuenta de que el cable que conectaba el micrófono al Motorola se había desprendido de la radio.
Sachs cayó con un golpe seco contra el rellano de hormigón y acero. Su cabeza chocó contra la barra que sostenía el pasamanos. Rodó hasta quedar boca abajo, atontada.
—Oh, estupendo —musitó la voz del hombre blanco desde lo alto de la escalera.
—¿Quién mierda es? —preguntó la voz del negro.
Sachs levantó la cabeza y vislumbró dos hombres que de pie, en lo alto de la escalera, la observaban.
—Mierda —susurró el negro—. Joder. ¿Qué mierda pasa aquí?
El hombre blanco cogió un bate de béisbol y empezó a bajar la escalera.
Estoy muerta, pensó Sachs. Estoy muerta.
Tenía una navaja de resorte en el bolsillo. Tuvo que emplear las pocas fuerzas que le quedaban para liberar su brazo derecho, aprisionado bajo su cuerpo. Se dio la vuelta y buscó el cuchillo. Pero fue demasiado tarde. El hombre le pisó el brazo, inmovilizándolo contra el suelo y la miró.
Oh, tío, Rhyme, cómo la he pifiado. Ojalá hubiéramos tenido una noche de despedida mejor… Lo lamento… Lo lamento…
Levantó las manos a la defensiva para desviar el golpe de la cabeza. Buscó el Glock. Estaba demasiado lejos.
Con una mano huesuda, dura como las garras de un ave, el hombrecillo le sacó la navaja del bolsillo y la tiró.
Luego se puso de pie y cogió el bate.
Papá, le dijo Sachs a su difunto padre, ¿cuál ha sido mi error? ¿Cuántas reglas me he saltado? Recordó que él le había dicho que la diferencia entre morir o no en la calle, muchas veces no es mayor que un segundo.
—Ahora me vas a decir qué haces aquí —murmuró el hombre, balanceando el bate con indiferencia, como si no pudiera decidir qué romper primero—. ¿Quién diablos eres?
—Su nombre es Amelia Sachs —dijo el vagabundo negro, que, de repente, le pareció muy distinto. Dejó el escalón inferior y se acercó al hombrecillo blanco con rapidez, quitándole el bate—. Y a menos que esté muy equivocado, está aquí para romper tu pequeño culo, amigo. Justo como yo.
Sachs entrecerró los ojos y vio cómo el vagabundo se erguía y se convertía en Fred Dellray. Apuntaba con una pistola automática muy grande Sig-Sauer al hombre.
—¿Eres un poli? —tartamudeó.
—FBI.
—¡Mierda! —escupió, cerrando los ojos con asco—. ¡Qué jodida suerte tengo!
—No —dijo Dellray—. La suerte no tiene nada que ver. Bueno, te pondré las esposas y me vas a dejar hacerlo. Si no es así, te dolerá meses y meses. ¿Estamos de acuerdo?
*****
—¿Cómo lo haces, Fred?
—Fácil —le dijo el delgado agente a Sachs; estaban frente a la desierta estación y todavía iba vestido como un vagabundo, sucio, con la cara y las manos manchadas de barro para simular semanas de vida en la calle—. Rhyme me contó que el amigo del Bailarín era un drogata que vivía en el metro, en el centro de la ciudad, y enseguida supe dónde tenía que venir. Compré una bolsa de botes vacíos y hablé con quienes debía. Me dieron la dirección de esta pocilga —señaló la estación con la cabeza.
Observaron el coche patrulla en cuyo asiento trasero iba sentado Jodie, esposado y abatido.
—¿Por qué no nos dijiste lo que ibas a hacer?
Por toda respuesta, Dellray soltó una carcajada y Sachs se dio cuenta de que la pregunta no tenía sentido; los policías secretos difícilmente le dicen a alguien, incluso a sus colegas, y en especial los supervisores, lo que están a punto de hacer. Nick, su ex, también había sido agente secreto y hubo muchísimas cosas que no le dijo.
Sachs se masajeó el dolorido costado. Los asistentes sanitarios le dijeron que tendría que hacerse una radiografía. Se adelantó y apretó el bíceps de Dellray; aunque se sentía incómoda cuando recibía muestras de gratitud (en esto era una aventajada discípula de Lincoln Rhyme) no tuvo ningún problema en declarar:
—Me salvaste la vida. Me hubieran roto el culo de no ser por ti. ¿Qué puedo decirte?
Dellray se encogió de hombros, haciendo caso omiso del agradecimiento, y gorroneó un cigarrillo a un policía uniformado que estaba frente a la estación. Olisqueó el Marlboro y se lo colocó detrás de la oreja. Se quedó mirando una ventana clausurada de la estación.
—Por favor —dijo para sí, con un suspiro—. Ya es hora de que tengamos un poco de suerte.
Cuando arrestaron a Joe D'Oforio, el vagabundo les dijo que el Bailarín se había ido hacía sólo diez minutos: bajó las escaleras y se perdió en un ramal secundario. Jodie no sabía en qué dirección se había marchado, sólo que desapareció de repente con su pistola y su mochila. Haumann y Dellray enviaron a sus hombres a registrar la estación, las vías y la cercana estación de City Hall. En aquellos momentos esperaban los resultados de la batida.
—Vamos…
Diez minutos más tarde, un oficial SWAT apareció en la puerta. Tanto Sachs como Dellray le miraron expectantes, pero el policía sacudió la cabeza.
—Perdimos la pista a trescientos metros por las vías. No tenemos ni idea de hacia dónde fue.
Sachs suspiró y, desanimada, transmitió con pocas ganas el mensaje a Rhyme. Le preguntó si podía hacer un registro de las vías y la estación cercana.
Rhyme recibió la noticia con amargura, tal como ella esperaba.
—Maldita sea —musitó el criminalista—. No, registra sólo la estación. No tiene sentido recorrer la cuadrícula en los otros lugares. Mierda, ¿cómo lo hace? Es como si tuviera algún tipo de jodida intuición.
—Bueno —dijo Sachs—, al menos tenemos un testigo.
Pero lamentó inmediatamente haberlo dicho.
—¿Testigo? —escupió Rhyme—. ¿Un testigo? No necesito testigos. ¡Necesito pruebas! Bueno, traedlo aquí de todos modos. Oigamos lo que tiene que decir. Pero, Sachs, quiero que examines esa estación como nunca lo has hecho antes. ¿Me escuchas? ¿Estás ahí, Sachs? ¿Me escuchas?