—¡Maldita sea! —exclamó Rhyme y se salpicó de saliva el mentón. Thom se acercó a la silla y lo limpió, pero Lincoln, enfadado, le hizo señas para que se fuera—. ¿Bo? —llamó por el micrófono.
—Adelante —dijo Haumann, desde la furgoneta de mando.
—Creo que nos ha engañado y va a pelear para poder salir. Di a tus agentes que formen grupos de defensa. No quiero que nadie esté solo. Haz que todos entren al edificio. Pienso…
—Espera… Espera. Oh, no…
—¿Bo? ¿Sachs?… ¿Hay alguien?
Pero nadie contestó.
Rhyme escuchó por la radio voces que gritaban. La transmisión cesó. Luego exclamaciones intermitentes:
—…ayuda. Tenemos un rastro de sangre… En el edificio de oficinas. Correcto, correcto… no… escaleras abajo… Sótano. Innelman no contesta. Estaba… sótano. Todas las unidades, moveos, moveos. ¡Vamos, moveos!…
—¿Bell, me escuchas? —gritó Rhyme—. Pon doble guardia a los testigos. No, repito, no los dejes sin custodia. El Bailarín anda suelto y no sabemos dónde está.
De la línea surgió la voz calma de Roland Bell:
—Los tenemos bajo nuestras alas. Nadie puede entrar.
Una espera irritante. Insoportable. Rhyme quería aullar de frustración.
¿Dónde estaba?
Una víbora en un cuarto oscuro…
Luego, uno a uno, los policías y agentes se reportaron, informando a Haumann y Dellray que habían registrado una planta tras otra.
Por fin, Rhyme escuchó:
—El sótano está limpio. Pero por Dios, hay mucha sangre en el lugar. E Innelman desapareció. ¡No lo podemos encontrar! ¡Dios, cuánta sangre!
*****
—¿Rhyme, puedes oírme?
—Adelante.
—Estoy en el sótano del edificio de oficinas —dijo Amelia Sachs al micrófono, mirando a su alrededor.
Las paredes eran de un sucio hormigón amarillo y el suelo estaba pintado de color gris, como los barcos de guerra. Pero era difícil prestar atención al decorado de ese lugar tan húmedo y oscuro; había sangre por todas partes, como en una horrorosa pintura de Jason Pollock.
Pobre agente, pensó. Innelman. Mejor que lo encontremos enseguida. Alguien que pierde tanta sangre no puede durar más de quince minutos.
—¿Tienes el equipo? —preguntó Rhyme.
—¡No tenemos tiempo! ¡Con toda esta sangre, tenemos que encontrarlo!
—Cálmate, Sachs. El equipo. Abre el equipo.
—¡Está bien! —suspiró ella—. Lo tengo.
El equipo para examinar la sangre en una escena de crimen contenía una regla, un transportador con cordón incluido, una cinta métrica y el presuntivo análisis de campo Kastle–Meyer Reagent. También había Luminol, que detecta el residuo de óxido ferroso de la sangre aun cuando el criminal haya lavado toda huella visual.
—Esto es un desastre, Rhyme —dijo Sachs—. No voy a poder estudiar nada.
—Oh, la escena nos dirá más de lo que crees, Sachs. Nos dirá muchas cosas.
Bueno. Si alguien podía hallar alguna pista en aquel decorado macabro, ése era Rhyme; Sachs sabía que él y Mel Cooper eran miembros veteranos de la Asociación Internacional de Analistas de Grupos Sanguíneos. (No sabía qué podía ser más perturbador: las espantosas salpicaduras de sangre en las escenas de crimen o el hecho de que hubiera un grupo de personas especializadas en el tema). Pero ahora se sentía desmoralizada.
—Tenemos que encontrarlo…
—Sachs, cálmate… ¿Estás conmigo?
—Bueno —dijo ella, después de un momento.
—Todo lo que necesitas por ahora es la regla —dijo Rhyme—. Primero, dime lo que ves.
—Hay gotas salpicadas por todos lados.
—Las salpicaduras de sangre son muy reveladoras. Pero no tienen sentido a menos que la superficie en que se encuentren sea uniforme. ¿Cómo es el suelo?
—Liso, de hormigón.
—Bien. ¿Qué tamaño tienen las gotas? Mídelas.
—Se está muriendo, Rhyme.
—¿Qué tamaño? —aulló.
—Todos son distintas. Hay cientos de gotas de cerca de dos centímetros. Algunas son más grandes. Tienen cerca de tres centímetros. Hay miles de otras más pequeñas. Como pulverizadas.
—Olvida las pequeñas. Son gotas «proyectadas», satélites de las otras. Describe las más grandes. ¿Qué forma tienen?
—La mayoría son redondas.
—¿Con bordes festoneados?
—Sí —murmuró Sachs—. Pero hay algunas que tienen los bordes lisos. Tengo frente a mí algunas de estas. Sin embargo, son más pequeñas.
¿Dónde está? se preguntó la chica. Innelman. Un hombre que no conocía. Desaparecido y sangrando como un grifo.
—¿Sachs?
—¿Qué? —exclamó.
—¿Qué me dices de las gotas más pequeñas? Cuéntame.
—¡No tenemos tiempo para hacerlo!
—No tenemos tiempo para no hacerlo —dijo Rhyme, tranquilo.
Maldito seas, Rhyme, pensó Sachs, y luego respondió:
—Muy bien.
Midió.
—Tienen alrededor de un centímetro. Son perfectamente redondas. No tienen bordes festoneados…
—¿Dónde están? —preguntó Rhyme, con urgencia—. ¿En un extremo del pasillo o en el otro?
—La mayoría en el medio. Hay un almacén al final del vestíbulo. Dentro y cerca de él son más grandes y tienen bordes festoneados o deshilachados. En el otro extremo del pasillo son más pequeñas.
—Bien, bien —dijo Rhyme, distraído y luego anunció—. He aquí lo sucedido… ¿Cómo se llama el agente?
—Innelman. John Innelman. Es un amigo de Dellray.
—El Bailarín metió a Innelman en el depósito y lo acuchilló una vez, en la parte superior del cuerpo. Lo debilitó, quizá fuera en un brazo o en el cuello. Esas son las gotas grandes y desparejas. Luego lo llevó por el pasillo y lo acuchilló otra vez, más abajo. Esas son las gotas más pequeñas y redondas. Cuanto más corta es la distancia a la que cae la sangre, más lisos son los bordes.
—¿Por qué lo haría?
—Para entretenernos. Sabe que buscaríamos a un agente herido antes de correr tras él.
Tiene razón, pensó Sachs, ¡pero no lo buscamos con suficiente rapidez!
—¿Cuánto mide el pasillo?
Sachs suspiró y lo observó.
—Cerca de quince metros, más o menos, y el rastro de sangre cubre toda su extensión.
—¿Algunas marcas de pisadas en la sangre?
—Docenas. Van a todas partes. Espera… Aquí hay un ascensor de servicio. No lo vi al principio. ¡El rastro lleva hacia él! El agente debe estar dentro. Tenemos que…
—No, Sachs, espera. Resulta demasiado obvio.
—Tenemos que hacer que abran la puerta del ascensor. Voy a llamar al departamento de bomberos para que manden a alguien con una Halligan[41] o con una llave de ascensor. Pueden…
—Escúchame —la interrumpió Rhyme con calma—. ¿Las gotas que llevan al ascensor tienen la forma de lágrimas? ¿Con extremos que apuntan a todas direcciones?
—¡Tiene que estar en el ascensor! Hay manchas en la puerta. ¡Está muriendo, Rhyme! ¡Me quieres escuchar!
—¿Cómo lágrimas, Sachs? —le preguntó él, tratando de tranquilizarla—. ¿Parecen renacuajos?
Sachs miró hacia abajo. Eran como decía Rhyme. Perfectos renacuajos, con sus colas apuntando a una docena de direcciones diferentes.
—Sí, Rhyme, como renacuajos.
—Vuelve hacia atrás hasta que desaparezcan.
Era una locura. Innelman se desangraba en la caja del ascensor. Sachs miró un instante la puerta de metal, pensó en no hacer caso a Rhyme, pero luego se dirigió al trote al extremo del pasillo.
Al lugar en que desaparecían.
—Aquí, Rhyme. Se detienen aquí.
—¿Hay un armario o una puerta?
—Sí, ¿cómo lo sabes?
—¿Y tiene echado el cerrojo por afuera?
—Así es.
¿Cómo diablos lo hace?
—De manera que el grupo de rescate vería el cerrojo echado y pasaría de largo, ya que de ninguna manera podría el Bailarín cerrar desde dentro. Bueno, Innelman está allí. Abre la puerta, Sachs. Usa los alicates con la manija, no el pomo. Hay una posibilidad que obtengamos alguna huella dactilar. Y, ¿Sachs?
—¿Sí?
—No creo que haya puesto una bomba. No tuvo tiempo. Pero cualquiera sea el estado del agente, no será bueno, ignóralo durante un minuto y busca primero si hay alguna trampa.
—Vale.
—¿Lo prometes?
—Sí.
Sacó los alicates… corrió el cerrojo… giró el pomo.
Arriba el Glock. Tira con fuerza. ¡Ahora!
La puerta se abrió.
Pero no había ninguna bomba ni otra trampa. Solo el pálido y exangüe cuerpo de John Innelman, inconsciente, que cayó a sus pies.
Sachs emitió una exclamación ahogada.
—Está aquí. ¡Necesita asistencia médica! Tiene unas heridas muy graves.
Se inclinó sobre él. Dos técnicos del EMS[42] y más agentes aparecieron corriendo. Dellray estaba con ellos, con cara apesadumbrada.
—¿Qué te hizo, John? Oh, amigo. —El agente larguirucho retrocedió mientras los médicos trabajaban. Cortaron gran parte de sus ropas y examinaron las heridas. Los ojos de Innelman estaban entreabiertos, vidriosos.
—¿Está …? —preguntó Dellray.
—Vivo, apenas.
Los médicos pusieron comprensas en las heridas, hicieron un torniquete en la pierna y el brazo y luego le pusieron una unidad de plasma.
—Llevadlo a la ambulancia. Tenemos que darnos prisa. ¡Vamos!
Colocaron al agente en una camilla y corrieron por el pasillo. Dellray iba con ellos, cabizbajo, murmurando para sí y apretando un cigarrillo apagado entre sus dedos.
—¿Puede hablar? —preguntó Rhyme—. ¿Alguna pista para saber dónde fue el Bailarín?
—No. Está inconsciente. No sé si lo podrán salvar. Dios.
—No pierdas la calma, Sachs. Tenemos una escena de crimen para analizar. Tenemos que encontrar dónde está el Bailarín, si todavía anda por allí. Vuelve al depósito. Mira si hay puertas o ventanas al exterior.
Mientras caminaba hacia el lugar, Sachs preguntó:
—¿Cómo sabías lo del armario?
—A causa de la dirección de las gotas. Introdujo a Innelman dentro y empapó un trapo con la sangre del policía. Caminó hacia el ascensor, moviendo el trapo con un balanceo. Las gotas se movían en diferentes direcciones cuando cayeron. Por eso tenían el aspecto de lágrimas. Y ya que trató de conducirnos hacia el ascensor, deberíamos mirar en la dirección opuesta para encontrar su ruta de escape. El depósito. ¿Estás ahí?
—Sí.
—Descríbelo.
—Hay una ventana que da al callejón. Parece que empezó a abrirla. Pero está cerrada con masilla. No hay puertas. —Miró por la ventana—. No puedo ver ninguno de los policías apostados. No sé cómo hizo el Bailarín para verlos.
—Tú no puedes ver ningún policía —dijo Rhyme con cinismo—. Él pudo. Ahora, camina por la cuadrícula y veamos lo que encuentras.
Sachs examinó cuidadosamente la escena de crimen, caminó la cuadrícula y luego pasó la aspiradora para recoger cualquier vestigio. Guardó con cuidado los filtros en bolsas.
—¿Qué ves? ¿Algo?
Sachs iluminó los muros con su linterna y encontró dos bloques desparejos. Era un pasaje estrecho, pero alguien delgado podría pasar por él.
—He encontrado su camino de salida, Rhyme. Atravesó la pared por unos bloques de hormigón sueltos.
—No abras el pasaje. Llama a los de SWAT.
Ella llamó a varios agentes al cuarto y sacaron los bloques. Luego iluminaron con sus linternas montadas en los cañones de sus metralletas H&K el pasaje y la habitación adyacente.
—Limpio —exclamó un agente. Sachs sacó su arma y se deslizó al recinto fresco, oscuro y húmedo.
Era una rampa en declive llena de escombros que pasaba por un agujero en los cimientos. Caía agua. Sachs tuvo el cuidado de pisar sobre grandes pedazos de hormigón y evitar la tierra empapada.
—¿Qué ves, Sachs? ¡Dime!
Barrió con la PoliLight los lugares donde el Bailarín podría haberse asido con las manos o puesto los pies.
—Vaya, Rhyme.
—¿Qué?
—Huellas dactilares. Latentes, recientes… Espera. Pero aquí están las huellas de los guantes también. Con sangre. Por el trapo. No lo entiendo. Es como una cueva… Quizá se quitó los guantes por alguna razón. Quizá pensó que estaba seguro en el túnel.
Luego miró hacia abajo e iluminó sus pies con el resplandor extraño de la luz amarillo-verdosa.
—Oh.
—¿Qué?
—No son sus huellas. Está con alguien más.
—¿Alguien más? ¿Cómo lo sabes?
—También hay otro conjunto de huellas de pies. Todas son frescas. Unas más grandes que las otras. Van en la misma dirección, corriendo. Dios, Rhyme.
—¿Qué pasa?
—Significa que tiene un socio.
—Vamos, Sachs. El vaso está medio lleno —agregó Rhyme con alegría—. Significa que tenemos el doble de pruebas para atraparlo.
—Yo pensaba —dijo Sachs sombríamente— que significaba que sería el doble de peligroso.
*****
—¿Qué traes? —preguntó Lincoln Rhyme.
Sachs había regresado a la casa del criminalista. Ella y Mel Cooper observaban las pruebas recogidas en la escena. Sachs y los SWAT habían seguido las huellas de pies hasta un túnel de acceso al metro, allí perdieron la pista tanto del Bailarín como de su compañero. Parecía que los hombres subieron hasta la calle, escapando a través de una boca de alcantarillado.
Sachs dio a Cooper la huella que había encontrado en la entrada del túnel, él la escaneó en el ordenador y la envió a los federales para una investigación AFIS.
Luego Sachs sostuvo dos huellas electrostáticas para que Rhyme las examinara.
—Estas son las huellas de pies del túnel. Esta es la del Bailarín —levantó una de las huellas, transparente, como una radiografía—. Concuerda con una huella encontrada en la consulta del psiquiatra de la primera planta, donde entró.
—Lleva zapatos comunes de obrero —comentó Rhyme.
—Creería que usaba calzado de combate —musitó Sellitto.
—No, sería demasiado obvio. El calzado de trabajo tiene suela de caucho antideslizante y punteras de acero. Es tan bueno como las botas si no se necesita una protección para el tobillo. Acércame la otra, Sachs.
Los zapatos más pequeños estaban muy gastados en los talones y en el pulpejo. Había un gran agujero en el zapato derecho, a través del cual se podía observar una red de arrugas dérmicas.
—No lleva calcetines. Puede que su amigo sea un vagabundo.
—¿Por qué lleva a alguien con él? —preguntó Cooper.
—No lo sé —dijo Sellitto—. Se sabe que siempre trabaja solo. Utiliza a la gente pero no confía en ella.
Justo lo mismo de lo que me acusan a mí, pensó Rhyme y dijo:
—¿Y lo de dejar huellas dactilares en la escena? Este tipo no es un profesional. Debe tener algo que el Bailarín necesita.
—Una salida del edificio, quizá —sugirió Sachs.
—Podría ser.
—Y en este momento debe estar muerto —comentó la chica.
Probablemente, acordó Rhyme en silencio.
—Las huellas son muy pequeñas —dijo Cooper—. Supongo que corresponden a una talla ocho, masculina.
El tamaño de la suela no se corresponde necesariamente con el tamaño del zapato y proporciona un indicio todavía más incierto sobre la estatura de la persona que los usa, aun así resultaba razonable deducir que el socio del Bailarín tenía una estructura corporal pequeña.
Volviendo a las pruebas, Cooper montó muestras en un portaobjetos y las puso bajo el microscopio de luz polarizada. Envió la imagen al ordenador de Rhyme.
—Línea de comandos, cursor a la izquierda —ordenó Rhyme con su micrófono—. Stop. Doble clic —examinó el monitor del ordenador—. Más argamasa del bloque de hormigón. Tierra y polvo… ¿De dónde sacaste esto, Sachs?
—Lo raspé de alrededor de los bloques de hormigón y aspiré el suelo del túnel. También encontré un nido detrás de unas cajas donde parecía que alguien se había escondido.
—Bien. Vale. Mel, pásalo por el cromatógrafo. Hay muchos elementos aquí que no reconozco.
El cromatógrafo retumbó al separar los compuestos, y envió los vapores resultantes al espectómetro para que los identificase. Cooper examinó la pantalla y silbó sorprendido.
—Me admira que este tío sea capaz de andar.
—Sé un poco más específico, Mel.
—Es una farmacia ambulante, Lincoln. Tenemos secobarbital, fenobarbital, Dexedrina, amobarbital, meprobamato, clorodiazepóxido, diazepam.
—Dios —murmuró Sellitto—. Pastillas de todo tipo…
—También lactosa y sacarosa —continuó Cooper—. Calcio, vitaminas, enzimas que se encuentran en productos lácteos.
—Alimentos para bebés —murmuró Rhyme—. Los camellos las utilizan para cortar drogas.
—De manera que el Bailarín se buscó un idiota como secuaz. Quién iba a decir.
—Todas esas consultas médicas… —dijo Sachs—. Este tipo debe haber estado robando píldoras.
—Conéctate con FINEST —dijo Rhyme—. Consigue una lista de todos los piratas de farmacias que tengan.
—Será tan larga como las Páginas Blancas, Lincoln —rió Sellito.
—Nadie dice que sea fácil, Lon.
Pero antes que pudiera hacer la llamada, Cooper recibió un e-mail.
—No hace falta que nos entretengamos con esto.
—¿Por qué?
—El informe AFIS sobre las huellas dactilares —el técnico miró la pantalla—. Sea quien sea este tipo no está registrado ni en la ciudad, ni en el estado de Nueva York y no figura en el NCIC[43].
—¡Diablos! —exclamó Rhyme. Se sentía víctima de una maldición. ¿No podría ser un poco más fácil?—. ¿Algún otro vestigio? —musitó.
—Hay algo aquí —dijo Cooper—. Un trozo de azulejo azul, lechado al dorso, unido a lo que parece ser hormigón.
—Veamos.
Cooper montó la muestra en la platina del microscopio.
Con calambres en el cuello y casi al borde de un espasmo, Rhyme se inclinó hacia delante y lo estudió con cuidado.
—Bien. Un antiguo azulejo tipo mosaico. Porcelana con un acabado agrietado y con base de plomo. Tiene sesenta o setenta años, me parece. —Pero no pudo sacar ninguna conclusión de la muestra—. ¿Algo más? —murmuró.
—Unos pelos —Cooper los montó para verlos. Se inclinó sobre el microscopio.
Rhyme también examinó las finas hebras.
—Animales —anunció.
—¿Más gatos? —preguntó Sachs.
—Veamos —dijo Cooper, con la cabeza inclinada.
Pero estos pelos no eran de felino. Eran de roedor.
—Rata —anunció Rhyme—. Rattus norvegicus. La común rata de alcantarilla.
—Sigamos. ¿Qué hay en esa bolsa, Sachs? —preguntó Rhyme como un niño hambriento frente al escaparate de una tienda de golosinas—. No, no. Allí. Sí, esa misma.
Dentro de la bolsa de pruebas había un trozo de servilleta de papel manchada con algo de color marrón claro.
—La encontré en el bloque de hormigón, el que quitaron para entrar al túnel. Pienso que la tenía en la mano. No hay huellas pero la mancha podría corresponder a la palma de una mano.
—¿Por qué lo piensas?
—Porque me froté la mano con un poco de tierra y la apoyé en otro bloque. La marca que dejó es la misma.
Esa es mi Amelia, pensó Rhyme. Por un instante se acordó de lo ocurrido la noche anterior, cuando los dos estaban acostados en su cama. Descartó ese recuerdo.
—¿Qué pasa, Mel?
—Parece grasa. Impregnada de polvo, tierra, fragmentos de madera, trozos de material orgánico. Carne animal, me parece. Todo muy antiguo. Y mira allí en el ángulo superior.
Rhyme examinó unas motas plateadas en la pantalla de su ordenador.
—Metal. Molido o raspado de algo. Pásalo por el cromatógrafo. Asegurémonos de lo que es.
Cooper hizo lo que le indicó.
—Petroquímico —contestó—. Con una refinación rudimentaria, sin aditivos… Hay hierro con vestigios de manganeso, silicona y carbono.
—Espera —exclamó Rhyme—. ¿Algún otro elemento, cromo, cobalto, cobre, níquel, tungsteno?
—No.
Rhyme miró al techo.
—¿El metal? Es acero viejo, hecho con hierro en lingotes en un horno Bessemer. Si fuera moderno tendría alguno de esos otros materiales en su composición.
—Y aquí hay algo más. Alquitrán mineral.
—¡Creosota! —gritó Rhyme—. Ya lo tengo. Es el primer gran error del Bailarín. Su socio es un mapa vial viviente.
—¿Hacia dónde?
—Hacia el metro. Esa grasa es antigua, el acero procede de antiguas instalaciones y extremos de traviesas, la creosota es de las traviesas. Oh, y el fragmento de azulejo es de un mosaico. Muchas estaciones antiguas estaban alicatadas, tenían imágenes de algo relacionado con el vecindario.
—Claro —dijo Sachs—, la estación de Astor Place tiene mosaicos de los animales que vendía John Jacob Astor.
—Azulejo agrietado de porcelana. De manera que el bailarín lo quería para eso. Un escondite. El amigo del Bailarín es probablemente un drogata sin hogar que vive en una vía secundaria, túnel o estación abandonados.
Rhyme se dio cuenta de que todos estaban mirando la sombra de un hombre en la puerta. Dejó de hablar.
—¿Dellray? —dijo Sellitto, dudoso.
La cara sombría y oscura de Dellray apareció en el umbral.
—¿Qué pasa? —preguntó Rhyme.
—Es Innelman. Lo cosieron. Le dieron trescientos puntos de sutura. Pero fue demasiado tarde. Perdió demasiada sangre. Acaba de morir.
—Lo siento —dijo Sachs.
El agente levantó las manos, con sus largos dedos alzados como escarpias.
Todos los que estaban en el cuarto sabían lo que le sucedió al compañero más antiguo de Dellray: murió en la bomba del edificio federal de Oklahoma City. Rhyme recordó también a Tony Panelli, secuestrado en el centro de la ciudad pocos días antes. Probablemente en aquellos momentos estaría muerto y la única pista de su paradero eran los misteriosos granos de arena.
Y ahora otro de los amigos de Dellray estaba muerto.
El agente caminó con grandes zancadas amenazantes y preguntó:
—Sabéis por qué acuchilló a Innelman, ¿verdad?
Todos lo sabían, nadie contestó.
—Para distraernos. Es la única razón en el mundo. Para mantenernos lejos de su rastro. ¿Podéis creerlo? Una maldita distracción.
Abruptamente dejó de caminar. Miró a Rhyme con sus atemorizadores ojos oscuros.
—¿Tienes alguna pista, Lincoln?
—Apenas —le explicó lo del socio vagabundo del Bailarín, las drogas, el escondite en el metro. En algún lugar.
—¿Eso es todo?
—Me temo que sí. Pero todavía nos quedan más pruebas que examinar.
—Pruebas —susurró Dellray con desdén. Caminó hacia la puerta y se detuvo—. Una distracción. No es una maldita razón para que muera un hombre bueno. En absoluto una razón.
—Fred, espera… te necesitamos.
Pero el agente no oyó, o si lo hizo ignoró a Rhyme. Salió con paso airado del cuarto.
Un momento después la puerta de abajo se cerró de un buen golpe.