Capítulo 19: Hora 23 de 45

De cañón corto, probablemente un Colt, Smittie o una Dago falsificada, sin disparar en los últimos tiempos. O sin engrasar.

Huelo a orín.

¿Y qué nos dice una pistola oxidada, soldado?

Mucho, señor.

Stephen Kall levantó las manos.

—Tira tu arma al suelo —la voz sonaba nerviosa, trémula—. Y tu walkie-talkie.

¿Walkie-talkie?

—Vamos, hazlo. Te volaré los sesos —la voz crepitaba con desesperación. Se sorbió los mocos.

Soldado, ¿los profesionales amenazan?

Señor, no lo hacen. Este hombre es un aficionado. ¿Lo inmovilizamos?

Todavía no. Todavía representa una amenaza.

Señor, sí, señor.

Stephen dejó caer su arma en una caja de cartón.

—¿Dónde…? Vamos, ¿dónde está tu radio?

—No tengo ninguna radio —dijo Stephen.

—Date la vuelta. Y no intentes nada.

Stephen giró y se encontró mirando a un hombre flaco de ojos penetrantes. Estaba muy sucio y parecía enfermo. Su nariz moqueaba y sus ojos tenían un alarmante color rojizo. Su espeso pelo castaño estaba enmarañado. Olía mal. Un sin hogar, probablemente. Su padrastro le hubiera llamado borrachín. O drogata.

El viejo y baqueteado Colt, de cañón corto, se apoyaba en el vientre de Stephen y el percutor estaba gatillado. Sería fácil que el engranaje se deslizara, en especial si el arma era vieja. Stephen esbozó una sonrisa benévola. No movió un músculo.

—Mira —le dijo— no quiero problemas.

—¡¿Dónde está tu radio?! —soltó el hombre.

—No tengo una radio.

El hombre palmeó nerviosamente el pecho de su cautivo. Stephen podría haberlo matado con facilidad, ya que desviaba su atención con frecuencia. Sintió los ágiles dedos que recorrían su cuerpo, examinándolo. Al fin, el hombre retrocedió.

—¿Dónde está tu compañero?

—¿Quién?

—No me jodas. Ya sabes.

De repente Stephen se sintió atemorizado nuevamente. Lleno de gusanos… Algo no encajaba.

—Realmente no sé lo que quieres decir.

—El poli que estuvo antes aquí.

—¿Poli? —Susurró Stephen—. ¿En este edificio?

Los ojos lacrimosos del hombre brillaron con incertidumbre.

—Sí. ¿No eres tú su compañero?

Stephen se acercó a la ventana y miró hacia fuera.

—Detente. Te dispararé.

—Apunta a otro lugar —ordenó Stephen, mirando sobre su hombro. Ya no estaba preocupado por los engranajes de la pistola. Estaba comenzando a darse cuenta de la gravedad de su error. Sintió náuseas.

La voz cascada del hombre lo amenazó:

—Para. Ya mismo. Te lo digo en serio.

—¿Están en el callejón, también? —preguntó Stephen, tranquilo.

Un momento de confuso silencio.

—¿De verdad no eres policía?

—¿Están también en el callejón? —repitió Stephen con firmeza.

El hombre miró nerviosamente alrededor del cuarto.

—Un grupo estuvo aquí hace un rato. Son los que pusieron esas bolsas de basura allí afuera. No sé dónde estarán ahora.

Stephen observó el callejón. Las bolsas de basura… Las dejaron allí para hacerme salir. Un escondite falso.

—Si haces una señal a alguien, te juro…

—Oh, cállate —Stephen escudriñó lentamente el callejón, paciente como una boa, y al final vio una débil sombra sobre los adoquines, detrás de un contenedor. Se movió cinco o seis centímetros.

Y en la parte superior del edificio de atrás de la casa de seguridad, en la torre del ascensor, vio asomar otra sombra. Eran demasiado buenos como para dejar que se viera la boca de sus fusiles, pero no lo suficientemente buenos como para pensar en bloquear la luz que se reflejaba hacia arriba desde el agua estancada que cubría el techo del edificio.

Jesús, Dios… De alguna manera, Lincoln el Gusano de mierda había sabido que Stephen no se tragaría el anzuelo de la comisaría Veinte. Todo el tiempo lo habían estado esperando aquí. Lincoln hasta se había imaginado su estrategia, sabía que Stephen trataría de entrar a través del callejón desde aquel mismo edificio.

El rostro en la ventana…

De repente, a Stephen se le ocurrió la idea absurda de que había sido Lincoln el Gusano el que estuvo en Alexandria, Virginia, de pie ante la ventana, iluminado por la luz rosada y mirándolo. Por supuesto que no podía haber sido él. Sin embargo, esa imposibilidad no le quitó las náuseas que sentía en el estómago.

La puerta bloqueada, la ventana abierta y la cortina ondeando… una forma de darle una bienvenida de mierda. Y el callejón: una zona perfecta de muerte.

Lo único que le había salvado era su instinto.

Lincoln el Gusano le había tendido una trampa.

¿Quién diablos es?

Hervía de rabia. Una ola de calor envolvió su cuerpo. Si lo estaban esperando, seguirían los procedimientos de las fuerzas de Investigación y Vigilancia (S&S). Lo que significaba que el policía que aquel tipejo había visto estaría pronto de regreso para examinar el cuarto. Stephen giró y se enfrentó al hombre.

—¿Cuándo fue la última vez que estuvo el poli aquí?

Los ojos aprensivos del hombre parpadearon y luego se abrieron con temor.

—Contéstame —le espetó Stephen, a pesar del agujero negro del Colt que le apuntaba.

—Hace diez minutos.

—¿Qué clase de arma tiene?

—No lo sé. Me parece que una muy sofisticada. Como una ametralladora.

—¿Quién eres tú? —le preguntó Stephen.

—No tengo que contestar tus malditas preguntas —dijo el hombre, desafiante. Se limpió la mocosa nariz con la manga. Y cometió el error de hacerlo con el brazo que sostenía el arma. En un segundo Stephen se la quitó y tiró el hombre al suelo.

—¡No! No me hagas daño.

—Cállate —ladró Stephen. Instintivamente abrió el pequeño Colt para ver cuantas balas había en el tambor. No había ninguna—. ¿Está vacío? —preguntó incrédulo.

El hombre se encogió de hombros.

—Yo…

—¿Me amenazabas con un arma descargada?

—Bueno… verás, si te capturan y no está cargada, no te encarcelan por mucho tiempo.

Stephen no entendía nada. Pensó que podía limitarse a matarle por la estupidez de llevar un arma descargada.

—¿Qué haces aquí?

—Vete y déjame en paz —gimoteó el hombre, esforzándose por ponerse de pie.

Stephen dejó caer el Colt en su bolsillo, luego cogió su Beretta y la apoyó en la cabeza del hombre.

—¿Qué haces aquí?

Él se enjugó de nuevo la cara.

—Arriba hay unas consultas de médicos. Y no hay nadie por aquí los domingos de manera que busco, ya sabes, muestras.

—¿Muestras?

—Los médicos tienen todas esas muestras gratis de drogas y porquerías y no hay registros, de manera que puedo robar todas las que quiera y nadie lo sabe. Percodan, Fiorinol, pildoras dietéticas, cosas como esas.

Pero Stephen no lo escuchaba. Sentía nuevamente el escalofrío del Gusano. Lincoln estaba muy cerca.

—Oye, ¿estás bien? —le preguntó el hombre, mirando la cara de Stephen.

Curiosamente, los gusanos desaparecieron.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Stephen.

—Jodie. Bueno, Joe D'Oforio. Pero todos me llaman Jodie. ¿Cómo te llamas tú?

Stephen no contestó. Miró por la ventana. Otra sombra se movió en la parte superior del edificio, detrás de la casa de seguridad.

—Bien, Jodie. Escucha. ¿Quieres ganar algún dinero?

*****

—¿Bueno? —preguntó Rhyme con impaciencia—. ¿Qué pasa?

—Todavía está en el edificio en la zona este de la casa de seguridad. Aún no ha salido al callejón —le informó Sellitto.

—¿Por qué no? Tiene que hacerlo. No hay razón para que no lo haga. ¿Cuál es el problema?

—Están examinando todas las plantas. No está en la oficina por donde pensamos que entraría.

La que tenía la ventana abierta. ¡Maldita sea! Rhyme había considerado cuidadosamente si dejarla abierta, con una cortina que entrara y saliera, tentándolo. Pero resultó demasiado obvio. El Bailarín había sospechado.

—¿Todos están listos y armados? —preguntó Rhyme.

—Por supuesto. Relájate.

Pero no podía hacerlo. Rhyme no tenía la exacta certeza de cómo accedería el Bailarín a la casa de seguridad. Estaba seguro, sin embargo, de que lo intentaría por el callejón. Tuvo la esperanza de que las bolsas de basura y los contenedores lo impulsaran a pensar que tenía bastantes escondites como para acercarse por esa dirección. Los agentes de Dellray y los grupos 32E de Haumann vigilaban el callejón, desde el propio edificio de oficinas y desde los edificios que rodeaban la casa de seguridad. Sachs estaba con Haumann, Sellitto y Dellray en una falsa furgoneta UPS aparcada a una manzana de la casa.

Rhyme había sido temporalmente engañado por la treta de la supuesta bomba en el camión cisterna. Que el Bailarín olvidara una herramienta en una escena de crimen era improbable, pero de alguna manera creíble. Pero luego Rhyme empezó a sospechar gracias a la cantidad de residuos de mecha detonadora encontrada en el corta alambres. Sugería que el Bailarín había untado el filo con explosivo para asegurarse de que la policía pensara que intentaría un ataque con una bomba contra la comisaría. Rhyme decidió que no, que el Bailarín no se estaba distrayendo, como él y Sachs habían pensado al principio. Dejarse ver cuando examinaba la pretendida vía de ataque y luego dejar vivo a un guardia de manera que el hombre pudiera llamar a la policía y contarles el robo del camión, habían sido cosas que el Bailarín hizo intencionadamente.

El peso final que inclinó la balanza, sin embargo, fue la prueba física. El amonio ligado a fibra de papel. Había sólo dos orígenes posibles de esa combinación: las viejas heliografías arquitectónicas y los mapas catastrales, que se reproducen en fotocopiadoras para grandes pliegos con amonio. Rhyme hizo que Sellitto llamara a la Central y preguntara sobre robos en firmas de arquitectos o en oficinas inmobiliarias del condado. Le contestaron que había habido un robo en el Registro Municipal. Rhyme les pidió que buscaran los planos de la calle Treinta y cinco, y los sorprendidos agentes informaron que sí, que faltaban esos planos.

Sin embargo, seguía siendo un misterio la forma en que el Bailarín llegó a saber que Percey y Brit estaban en la casa de seguridad y cuál era la dirección de ésta.

Cinco minutos antes, dos oficiales ESU habían encontrado una ventana rota en la primera planta del edificio de oficinas. El Bailarín había evitado la puerta principal abierta, pero, sin embargo, todavía pensaba en acceder a la casa a través del callejón. No obstante, algo le había asustado. Andaba por el edificio y no tenían idea de por dónde. Una víbora venenosa en un cuarto oscuro. ¿Dónde estaba, qué planeaba?

Demasiadas formas de morir…

—No puede esperar —murmuró Rhyme—. Es demasiado arriesgado.

Se estaba poniendo frenético.

—Nada en la primera planta —informó un agente—. Seguimos haciendo las rondas.

Pasaron cinco minutos. Los guardias se iban llamando y daban informes negativos, pero todo lo que Rhyme podía oír eran los ruidos de electricidad estática de sus auriculares.

*****

—¿Quién no querría dinero? —contestó Jodie—. Pero no sé qué tengo que hacer.

—Ayúdame a salir de aquí.

—Quiero decir, ¿qué haces aquí? ¿Te están buscando?

Stephen miró de arriba abajo al hombrecillo triste. Un perdedor, pero no un loco ni un estúpido. Stephen decidió que por razones tácticas era mejor ser sincero. De todas formas, el hombre estaría muerto en unas horas.

—Vine aquí a matar a alguien —dijo.

—¡Vaya! ¿Quieres decir que estás en la Mafia o algo así? ¿A quién vas a matar?

—Jodie, cálmate. Estamos en una situación difícil.

—¿Nosotros? Yo no he hecho nada.

—Salvo que estás en el lugar equivocado en el momento equivocado —dijo Stephen—. Y es una lástima, pero estás en la misma situación que yo: me buscan y no creerán que no estás conmigo. Bien, ¿me ayudas o no? Sólo tengo tiempo para un sí o un no.

Jodie trató de no parecer asustado, pero sus ojos lo traicionaron.

—Sí o no.

—No quiero que me hagas daño.

—Si estás de mi lado nadie te hará daño. Soy muy bueno decidiendo quién resultará lastimado y quién no.

—¿Y me pagarás? ¿En efectivo? No quiero cheques.

—Con un talón, no —Stephen se echó a reír—. En efectivo.

Los ojos brillantes parecían reflexionar.

—¿Cuánto?

El tipejo negociaba.

—Cinco mil.

El miedo permaneció en los ojos pero fue desplazado por la conmoción.

—¿De veras? ¿No me estás jodiendo?

—No.

—¿Qué pasa si te a ayudo a salir y me matas para no tener que pagarme?

Stephen rió nuevamente.

—A mí me pagan mucho más que eso. Cinco mil no son nada para mí. De todos modos, si salimos de aquí, me podrías ayudar en otra ocasión.

—Yo…

Un sonido a la distancia. Pisadas que se acercaban.

Era el policía de S&S que lo andaba buscando.

Sólo uno, supuso Stephen, al oír las pisadas. Tenía sentido. Estarían esperando que fuera a la oficina de la primera planta, la que tenía la ventana abierta y donde Lincoln el Gusano habría apostado a la mayoría de los guardias.

Stephen volvió a colocar la pistola en su bolsa de libros y sacó su cuchillo.

—¿Me vas a ayudar?

Una pregunta estúpida, por supuesto. Si Jodie no lo ayudaba estaría muerto en sesenta segundos. Y lo sabía.

—Vale —y le tendió la mano.

Stephen la ignoró y preguntó:

—¿Cómo salimos?

—Mira esos bloques de hormigón. Se pueden sacar. ¿Ves, allí? La abertura que queda conduce a un túnel antiguo. Estos túneles de distribución corren por debajo de la ciudad. Nadie los conoce.

—¿Ah, sí? —Stephen deseó haberlo sabido antes.

—Nos llevará hasta el metro. Allí es donde vivo. En una vieja estación de metro.

Habían pasado dos años desde que Stephen trabajara con un socio. A veces deseaba no haberlo asesinado.

Jodie se encaminó a los bloques de hormigón.

—No —murmuró Stephen—. Quiero que hagas lo siguiente. Te pones contra esa pared. Allí —señaló un muro en el lado opuesto a la puerta.

—Pero me verá. Entra con su linterna e ilumina el cuarto. ¡Seré lo primero que vea!

—Limítate a ponerte contra la pared y levanta los brazos.

—Me disparará —gimoteó Jodie.

—No. No lo hará. Debes confiar en mí.

—Pero… —Sus ojos se dirigieron hacia la puerta. Se limpió la cara.

¿Se echará atrás este hombre, soldado?

Es un riesgo, señor, pero he considerado las posibilidades y pienso que no lo hará. Es un hombre muy necesitado de dinero.

—Debes confiar en mí.

—Vale, vale… —suspiró Jodie.

—Acuérdate de levantar bien los brazos o te disparará.

—¿Así? —levantó los brazos.

—Retrocede, así tu cara queda en la sombra. Así. No quiero que te vea la cara… Bien. Perfecto.

Ahora las pisadas estaban más cerca. El policía caminaba sin hacer mucho ruido. Vacilaba.

Stephen se llevó los dedos a los labios y se tiró boca abajo. Desapareció en las sombras.

Las pisadas se hicieron inaudibles y luego se detuvieron. Una figura apareció en la puerta. Tenía el uniforme antibalas y llevaba una cazadora del FBI.

Entró en el cuarto y lo examinó con la linterna que estaba unida al extremo de su H&K. Cuando la luz iluminó el torso de Jodie, hizo algo que asombró a Stephen.

Comenzó a apretar el gatillo.

Era un movimiento muy sutil. Pero Stephen había disparado a tantos animales y personas que conocía el estremecimiento de los músculos, la tensión de la postura, en el momento anterior al disparo.

Stephen se movió con rapidez. Saltó hacia arriba, alejó la ametralladora y desconectó el micrófono del agente. Luego hundió el cuchillo en el tríceps del policía y paralizó su brazo derecho. El hombre aulló de dolor.

¡Tienen luz verde para matar!, pensó Stephen. No existe la opción de la rendición. Si me ven, disparan. Esté armado o no.

Jodie gritó.

—¡Oh, Dios! —Se dirigió hacia delante, inseguro, con los brazos todavía levantados, con un gesto casi cómico.

Stephen hizo caer al agente de rodillas, le colocó el casco Kevlar sobre los ojos y lo amordazó con un pedazo de tela.

—Oh, Dios, lo acuchillaste —dijo Jodie, bajando los brazos y acercándose.

—Cállate —dijo Stephen—. Haz lo que dijimos. La salida.

—Pero…

—Ahora.

Jodie se limitó a mirarlo fijamente.

—¡Ahora! —dijo Stephen con furia.

Jodie corrió hacia el agujero en la pared mientras Stephen ponía de pie al agente y lo llevaba por el pasillo.

Luz verde para matar…

Lincoln el Gusano había decidido que tenía que morir. Stephen estaba furioso.

—Espera allí —le ordenó a Jodie.

Stephen enchufó nuevamente los auriculares al receptor del hombre y escuchó. Estaban en el canal de Operaciones Especiales y debería haber una docena o más de policías, que pasaban informes a medida que registraban el edificio.

No tenía mucho tiempo, pero tenía que entretenerlos.

Stephen condujo al aturdido agente por el pasillo amarillo.

Sacó de nuevo el cuchillo.