Cuando se despertó de madrugada en la sombría casa de seguridad, Percey Clay se levantó de la cama y se acercó a la ventana. Corrió la cortina y miró el cielo gris y monótono. Había una leve neblina.
Casi las condiciones mínimas, estimó. El viento cero noventa a cinco nudos. Visibilidad a cuatrocientos metros. Esperó que el tiempo aclarara para el vuelo de esa noche. Oh, ella podía volar con cualquier clima, lo había hecho muchas veces. Cualquiera que poseyera una licencia IFR[40] podía despegar, volar y aterrizar con cielo muy encapotado. (De hecho, con sus ordenadores, transpondedores, radar y sistemas para evitar colisiones, la mayoría de los aviones comerciales podían volar solos: hasta se podía conseguir un aterrizaje perfecto con las manos libres). Pero a Percey le gustaba volar con el cielo despejado. Le gustaba ver pasar la hierba debajo. Las luces por las noches. Las nubes. Y por encima, las estrellas.
Todas las estrellas de la noche…
Pensó nuevamente en Ed y en la llamada la noche pasada a su madre, a Nueva Jersey. Habían hecho planes para el funeral. Quería pensar un poco más en ello, preparar la lista de invitados, organizar la recepción.
Pero no podía. Su mente estaba ocupada con Lincoln Rhyme.
Recordó la conversación que habían mantenido el día anterior tras las puertas cerradas en su dormitorio, después de la pelea con esa oficial, Amelia Sachs.
Se había sentado cerca de Rhyme en un viejo sillón. Él la había estudiado durante un momento, mirándola de arriba abajo. Una curiosa sensación la invadió. No se trataba de un examen personal, no la contemplaba de la forma que los hombres miran a ciertas mujeres (no a ella, por supuesto) en los bares o en la calle. Era más bien la manera en que un piloto veterano podría estudiarla antes de su primer vuelo juntos. Sopesando su autoridad, su porte, su rapidez de pensamiento. Su valor.
Había sacado la petaca del bolsillo pero Rhyme sacudió la cabeza y sugirió que tomaran un whisky de dieciocho años.
—Thom piensa que bebo demasiado —había dicho—. Y es así. Pero qué es una vida sin vicios, ¿verdad?
—Mi padre es un proveedor —dijo ella con una sonrisa.
—¿De bebida? ¿O de vicios en general?
—Cigarrillos. Es un ejecutivo de U.S. Tobacco en Richmond. Disculpa. Ya no se llama de esta forma. Ahora es U.S. Consumer Products o algo así.
Se oyó un batir de alas en el exterior de la ventana.
—Oh —se había reído—, es un halcón.
Rhyme había seguido su mirada fuera de la ventana.
—¿Un qué?
—Un peregrino macho. ¿Por qué habrá hecho su nido ahí? En la ciudad los hacen más altos.
—No lo sé. Me desperté una mañana y allí estaban. ¿Sabes algo de halcones?
—Claro que sí.
—¿Has cazado con ellos?
—Solía hacerlo. Tenía un halcón que utilizaba para cazar perdices. Lo crié desde que era pichón.
—¿Cómo fue?
—Era todavía pequeño y estaba en el nido. Son más fáciles de entrenar. —Había examinado el nido con cuidado, con una leve sonrisa en su rostro—. Pero mi mejor cazador fue un azor adulto. Hembra. Son más grandes que los machos y mejores cazadores. Es difícil trabajar con ellas. Pero cazaba cualquier cosa: conejos, liebres, faisanes.
—¿Todavía lo tienes?
—Oh, no. Un día estaba al acecho, planeaba buscando una presa. Luego le dio por cambiar de idea. Dejó que escapara un gran faisán. Voló hasta una corriente cálida que la llevó cientos de metros hacia arriba. Desapareció hacia el sol. Le puse un cebo durante un mes pero nunca regresó.
—¿Desapareció así como así?
—A veces sucede —había dicho Percey y se había encogido de hombros sin emoción—. Son animales salvajes. Pero pasamos juntas unos buenos seis meses. —Era el halcón que inspiró el logo de Hudson Air. Señaló la ventana con la cabeza—. Tienes suerte con su compañía. ¿Les has puesto nombre?
—No es la clase de cosas que hago —se rió Rhyme desdeñoso—. Thom lo intentó. Me reí tanto que se tuvo que salir del cuarto.
—¿Esa oficial Sachs va a arrestarme de verdad?
—Oh, creo que puedo convencerla de que no lo haga. Escucha, debo decirte algo.
—Adelante.
—Tenéis que tomar una decisión, tú y Hale. Sobre eso quería hablarte.
—¿Un decisión?
—Podemos sacaros de la ciudad. Alojaros en un centro para la protección de testigos. Si seguimos maniobras evasivas correctas, estoy completamente seguro de que podemos deshacernos del Bailarín y manteneros seguros hasta la reunión del gran jurado.
—¿Pero? —había preguntado ella.
—Pero él seguirá buscándonos. Y aun después de vuestra comparecencia ante el gran jurado, todavía constituiréis una amenaza contra Phillip Hansen porque tendréis que testificar en el juicio. Eso podría ser dentro de meses.
—El gran jurado quizá no lo acuse, digamos lo que digamos —señaló Percey—. Entonces no tiene sentido que nos mate.
—No tiene importancia. Una vez que el Bailarín ha sido contratado para matar a alguien no se detiene hasta haberlo conseguido. Además, los fiscales acusarán a Hansen de la muerte de tu marido, y también serás testigo en ese caso. Hansen necesita que desaparezcas.
—Me parece que entiendo adónde quieres ir a parar.
Rhyme levantó una ceja.
—Me siento como una lombriz en el anzuelo —comentó Percey.
Los ojos de Rhyme se entrecerraron y rió:
—Bueno, no te voy a hacer desfilar en público, sólo te alojaré en una casa de seguridad aquí en la ciudad. Completamente custodiada. Con una seguridad de última generación. Pero nos atrincheraremos y te mantendremos allí. El Bailarín aparecerá y lo detendremos, de una vez por todas. Es una idea algo loca, pero no creo que tengamos otra opción.
Otro trago de whisky. No era malo para ser un producto no embotellado en Kentucky.
—¿Loca? —había repetido—. Déjame hacerte una pregunta. ¿Tienes modelos en tu profesión, detective? ¿Hay alguien a quien admires?
—Claro. Criminalistas… August Vollmer, Edmond Locard.
—¿Conoces a Beryl Markham?
—No.
—Era una aviadora de los años treinta y cuarenta. Ella —y no Amelia Earhart— fue uno de mis ídolos. Llevó una vida muy arriesgada. Pertenecía a la clase alta británica. Gente como la que sale en Memorias de África. Fue la primera persona —no la primera mujer sino la primera persona— que voló en solitario a través del Atlántico por la ruta difícil, del este al oeste. Lindbergh utilizó los vientos de cola —se rió—. Todos pensaron que estaba loca. Los periódicos publicaban editoriales suplicándole que no intentara ese vuelo. Lo hizo igual, por supuesto.
—¿Logró llegar?
—Se estrelló cerca del aeropuerto, pero sí, lo logró. Bueno, no sé si su acción fue valiente o alocada. A veces pienso que no hay mucha diferencia.
—Estarás muy segura, pero no completamente segura —continuó Rhyme.
—Déjame decirte algo, tiene que ver con ese nombre que le habéis puesto al asesino…
—El Bailarín.
—El Bailarín de la Muerte. Bueno, hay una frase que usamos en los aviones a reacción. La «esquina de la muerte».
—¿Qué es?
—Es el margen entre la velocidad en que tu avión entra en pérdida de baja velocidad y la velocidad en que entra en pérdida de alta velocidad, cuando te acercas a la velocidad del sonido. A nivel del mar tienes trescientos kilómetros para maniobrar, pero a diez mil quinientos metros de altura, tu pérdida de velocidad es quizá de quinientos nudos por hora y tu límite Mach es de cerca de quinientos cuarenta. Si no te quedas dentro de ese margen de cuarenta nudos por hora, doblas «la esquina de la muerte» y te estrellas. Todos los aviones que vuelan a esa altura tienen que llevar pilotos automáticos que mantengan la velocidad dentro de ese margen. Bueno, quería decirte que vuelo a esa altura todo el tiempo y que pocas veces uso el piloto automático. Seguridad completa es un concepto con el cual no estoy familiarizada.
—Entonces lo harás.
Pero Percey no contestó enseguida. Lo escudriñó durante un momento.
—¿Hay algo más en esto, verdad?
—¿Más? —había preguntado Rhyme, pero la inocencia de su voz era una leve pátina.
—Leo la sección local del Times. Vosotros los policías no os empeñáis tanto por capturar a cualquier asesino. ¿Qué hizo Hansen? Mató a un par de soldados y a mi marido, pero lo perseguís como si fuera Al Capone.
—Me importa un bledo Hansen —replicó tranquilo Lincoln Rhyme, sentado en su trono motorizado, con un cuerpo que no podía mover y ojos que brillaban como oscuras llamas, exactamente como los de un halcón. Percey no le había dicho que ella, como él, nunca le ponía nombre a las aves de caza y que había llamado a su ave de presa simplemente «el halcón».
Rhyme continuó diciendo:
—Quiero atrapar al Bailarín. Ha matado policías, incluyendo a dos que trabajaban para mí. Voy a atraparlo.
Sin embargo, ella percibía que había algo más. Pero no insistió.
—Debes preguntarle también a Brit.
—Por supuesto.
—Está bien —concedió ella finalmente—. Lo haré.
—Gracias. Yo…
—Pero… —interrumpió Percey.
—¿Qué?
—Hay una condición.
—¿Cuál es? —Rhyme levantó una ceja y a Percey le asaltó este pensamiento: cuando te olvidas de que es un minusválido resulta un hombre atractivo. Y sí, sí, al verlo de este modo, sintió a su viejo enemigo, el temor familiar de estar en presencia de un hombre guapo. Oye, Cara de Enana, Cara Chata, Enana, Enanita, Niña Sapo, ¿tienes una cita para el sábado a la noche? Apuesto que no…
Percey había dicho:
—Quiero pilotar el vuelo charter de U.S. Medical mañana a la noche.
—Oh, no creo que sea una buena idea.
—Es una condición ineludible —continuó Percey, recordando una frase que Ron y Ed usaban en ocasiones.
—¿Por qué tienes que volar?
—Hudson Air necesita este contrato. Desesperadamente. Es un vuelo con un margen muy estrecho, y necesitamos el mejor piloto de la compañía. Que da la casualidad de que soy yo.
—¿Qué quieres decir con un margen estrecho?
—Todo está planificado hasta el mínimo detalle. Vamos con el combustible mínimo. No puedo permitir que un piloto esté dando vueltas porque se equivocó al acercarse al aeropuerto o que busque alternativas porque las condiciones sean mínimas. —Hizo una pausa y luego añadió—: No permitiré que mi compañía desaparezca.
Percey lo expresó con una intensidad muy parecida a la de él, pero se sorprendió cuando Rhyme asintió sin protestar.
—Está bien —dijo—. Acepto.
—Entonces cerramos trato. —Instintivamente Percey se inclinó para estrecharle la mano, pero se contuvo.
Rhyme se echó a reír:
—Ahora sólo firmo acuerdos puramente verbales. —Bebieron whisky para sellar el trato.
Entonces, a primera hora de la mañana del domingo, Percey apoyó la cabeza contra el cristal de la casa de seguridad. Había tanto que hacer. Ordenar la reparación del Foxtrot Bravo. Preparar la planilla de navegación y el plan de vuelo, lo que le llevaría horas. A pesar del nerviosismo y la pena por Ed, experimentó aquella indescriptible sensación de placer: volaría esa noche.
—Hola —le saludó una voz amistosa.
Se dio la vuelta y vio a Roland Bell en la puerta.
—Buenos días —lo saludó.
Caminó con rapidez hacia ella.
—Si quieres tener abiertas las cortinas, entonces mantente agachada —dijo y corrió las cortinas.
—Oh, creo que el detective Rhyme le ha preparado una trampa. Está seguro de atraparlo.
—Bueno, todos saben que Lincoln Rhyme hace siempre lo correcto. Pero yo no confiaría para nada en este asesino. ¿Dormiste bien?
—No —dijo Percey— ¿y tú?
—Dormité durante un par de horas —continuó Bell, mientras echaba un vistazo por una abertura entre las cortinas—. Pero no necesito dormir mucho. Casi siempre me levanto con mucha energía. Es lo que sucede cuando tienes hijos. Ahora, deja cerradas las cortinas. Recuerda que estamos en Nueva York, y piensa qué pasaría con mi carrera si te hiriera algún bribón que dispara tiros al aire. Tendría una semana muy difícil si eso sucediera. ¿Qué te parece si tomamos un café?
*****
Aquella mañana de domingo se veían una docena de enormes nubes reflejadas en la vieja casa. Había amenaza de lluvia.
Allí estaba la Mujer, de pie frente a la ventana envuelta en su albornoz, con la cara blanca rodeada por su pelo negro y rizado, despeinada, ya que acababa de levantarse.
Y allí estaba Stephen Kall, a una calle de la casa de seguridad del Departamento de Justicia, ubicada en la calle Treinta y tres. Se confundía con las sombras que proyectaba un tanque de agua que estaba sobre un antiguo edificio de departamentos. La observaba a través de sus prismáticos Leica, y el reflejo de las nubes pasaba sobre su delgado cuerpo.
Sabía que los cristales serían a prueba de balas y que seguramente desviarían el primer disparo. Podría colocar otro cartucho en cuatro segundos, pero ella se tiraría hacia atrás como reacción ante la rotura del cristal, aun cuando no se diera cuenta de que le estaban disparando. Lo más probable era que no pudiera infligirle una herida mortal.
Señor, me atendré a mi plan original, señor.
Un hombre apareció al lado de la Mujer y cerró las cortinas. Luego echó un vistazo por la rendija y examinó los tejados donde podría apostarse un francotirador.
Parecía eficiente y peligroso. Stephen memorizó su apariencia.
Luego se ocultó detrás de la fachada del edificio antes de que lo vieran.
La treta de la policía, Stephen supuso que sería una idea de Lincoln el Gusano, consistente en hacerle pensar que habían llevado a la Mujer y al Amigo al edificio de una comisaría del West Side, no le había engañado más de diez minutos. Después de escuchar a la Mujer y a Ron por la línea pinchada, se había limitado a ejecutar un programa de software ilegal que descargó de un grupo de noticias de Internet. Le informó de que se trataba del prefijo telefónico 212 de Manhattan.
Lo que hizo a continuación podría o no resultar.
Pero ¿cómo se obtienen las victorias, soldado?
Considerando todas las posibilidades, aunque sean improbables, señor.
Se conectó a Internet y tecleó el número de teléfono a una guía telefónica inversa, que le proporcionó la dirección y el nombre del abonado. El programa no funcionaba con los números que no figuraban en la guía y Stephen estaba seguro de que nadie del gobierno federal sería tan estúpido como para usar un número registrado para una casa de seguridad.
Estaba equivocado.
El nombre James L. Johnson, 258 East 35th Street apareció en la pantalla.
Imposible…
Luego llamó al Edificio Federal de Manhattan y pidió hablar con el señor Johnson.
—Con el señor James Johnson.
—Un minuto, por favor. Lo comunicaré.
—Discúlpeme —lo interrumpió Stephen—. ¿En qué departamento trabaja ahora?
—En el Departamento de Justicia. En la Oficina de Administración de Instalaciones.
Stephen colgó cuando transferían la llamada.
Cuando supo que la Mujer y el Amigo estaban en una casa de seguridad en la calle Treinta y Cinco, robó unos mapas oficiales de la ciudad donde figuraba esa manzana para preparar su ataque. Después había hecho el paseo alrededor de la comisaría Veinte y había dejado que lo vieran observando el surtidor de gasolina. Luego robó el camión de transporte de combustible y dejó muchas pruebas de su paso, de manera que pensaran que iba a utilizar el camión como una bomba gigante para eliminar a los testigos.
Y allí se encontraba Stephen Kall entonces, a corta distancia de la Mujer y el Amigo.
Pensó en la tarea que le aguardaba para evitar pensar en el obvio paralelismo: el rostro en la ventana, que lo buscaba.
Estaba un poco crispado, pero no demasiado. Un poco nervioso.
Las cortinas corridas. Examinó la casa nuevamente.
Era un edificio de tres plantas, no adosado a edificios adyacentes, con un callejón que era como un hilo oscuro alrededor de la estructura. Los muros eran de piedra caliza de color rojizo, después del granito o el mármol el material de construcción más duro, y las ventanas estaban cerradas con vigas que parecían de hierro viejo pero que Stephen sabía que en realidad eran de acero cementado, conectadas con sensores de movimiento o sonido o de los dos tipos.
La escalera de incendios era auténtica, pero si se miraba con atención podía ver que detrás de las ventanas con cortinas estaba oscuro. Probablemente había planchas de acero atornilladas al marco interior. Había encontrado la verdadera puerta de incendios, detrás de un enorme cartel de teatro pegado a los ladrillos. (¿Por qué pondría alguien un cartel publicitario en un callejón si no era para disfrazar una puerta?). El callejón se parecía a cualquier otro de esa parte de la ciudad, adoquines y asfalto, pero podía ver los ojos de cristal de las cámaras de seguridad ubicadas dentro de los muros. Sin embargo, había bolsas de basura y contenedores en el callejón que podían proporcionar un buen escondite. Podía saltar al callejón desde la ventana del edificio de oficinas de al lado y usar los contenedores como escondite para llegar a la puerta de incendios.
En efecto, existía una ventana abierta en la primera planta del edificio de oficinas, con una cortina que se movía hacia adentro y hacia fuera por el viento. La persona que estuviera controlando las pantallas de seguridad debía haber visto ese movimiento y se habría acostumbrado a él. Podía dejarse caer de la ventana, a dos metros de altura, y luego correr hacia la parte posterior del contenedor y arrastrarse hasta la puerta de incendios.
También sabía que no lo esperarían por allí, había escuchado las noticias de una evacuación de todos los edificios cercanos a la comisaría Veinte, de manera que creían realmente que trataría de llevar un camión de combustible, convertido en bomba, hacia ese lugar.
Evalúe, soldado.
Señor, mi evaluación es que el enemigo confía tanto en la estructura física como en el anonimato de las instalaciones para defenderse. Noto la ausencia de grandes cantidades de personal táctico y saco en conclusión que el ataque de una sola persona a las instalaciones tiene una buena probabilidad de éxito de eliminar uno o ambos objetivos, señor.
No obstante, a pesar de su confianza, se sintió momentáneamente temeroso.
Se imaginó a Lincoln que lo buscaba. Lincoln el Gusano. Una gran cosa grumosa, una larva, húmeda por los fluidos del gusano, mirando por todas partes, viendo a través de las paredes, fluyendo por las rendijas.
Mirando por las ventanas…
Subiendo por su pierna.
Mordiendo su carne.
¡Lávate! ¡Elimínalos con el lavado!
¿Qué quiere eliminar, soldado? ¿Todavía insiste con esos malditos gusanos?
Señor, yo… Señor, no, señor.
¿Te estás ablandando, soldado? ¿Te sientes como una niñita que va a la escuela?
Señor, no, señor. Soy como la hoja de un cuchillo, señor. Soy pura muerte. ¡Tengo ansias de matar, señor!
Respiró profundamente. Se calmó enseguida.
Escondió el estuche de guitarra que contenía el Model 40 en el tejado, bajo un tanque de agua. Guardó el resto del equipo en una gran bolsa de libros, y luego se puso la cazadora de la Universidad de Columbia y su gorra de béisbol.
Bajó por la escalera de incendios y desapareció en el callejón, sintiéndose avergonzado, hasta atemorizado, pero no de las balas de su enemigo sino de la mirada ardiente y penetrante de Lincoln el Gusano, que se acercaba y se movía lenta pero implacablemente por la ciudad, en su búsqueda.
*****
Stephen había planeado una entrada agresiva, pero no tuvo que matar a nadie. El edificio de oficinas al lado de la casa de seguridad estaba vacío.
El vestíbulo se encontraba desierto y dentro no había cámaras de seguridad. La puerta de entrada estaba parcialmente abierta con una cuña de goma. Vio carretillas y embalajes de muebles amontonados a su lado. Resultaba tentador, pero no quería encontrarse con operarios ni inquilinos, de manera que salió nuevamente y se deslizó por la esquina, lejos de la casa de seguridad. Se escondió detrás de macetero, que lo ocultaba de la acera. Con el codo rompió la ventana estrecha que daba a una oficina en penumbras y que resultó ser la consulta de un psiquiatra, y se coló por ella. Se quedó completamente inmóvil durante cinco minutos, con la pistola en la mano. Nada. Salió en silencio por la puerta y caminó hacia el pasillo de la primera planta del edificio.
Se detuvo fuera de la oficina que creía que era la que tenía la ventana abierta al callejón, con la cortina flameando. Stephen alargó la mano hacia el pomo de la puerta.
Pero su instinto le indicó que cambiara de planes. Decidió probar con el sótano. Encontró los escalones y descendió hacia el laberinto de cuartos del sótano, donde se notaba un fuerte olor a humedad.
Se movió en silencio hacia el lado del edificio que estaba más cerca de la casa de seguridad y abrió de un empujón una puerta de acero. Entró en un cuarto débilmente iluminado de seis por seis metros, lleno de cajas y cachivaches. Encontró una ventana a la altura de su cabeza que se abría hacia el callejón.
Pasaría con dificultad. Tendría que quitar el cristal y el marco. Pero una vez fuera se podría ocultar directamente detrás de una pila de bolsas de basura, y arrastrándose contra el suelo como los francotiradores llegaría a la puerta de incendios de la casa de seguridad. Con más tranquilidad que si utilizara la ventana de la primera planta.
Stephen pensó: lo logré.
Había engañado a todos.
¡Engañó a Lincoln el Gusano! Aquella idea le dio tanto placer como haber matado a las dos víctimas.
Cogió un destornillador de su bolsa de libros y comenzó a quitar la masilla del cristal de la ventana. Los trozos grises salían con lentitud; estaba tan absorto en su tarea que cuando dejó caer el destornillador y se llevó la mano a la culata de su Beretta ya tenía al hombre encima, poniéndole una pistola en el cuello y diciéndole en un susurro:
—Te mueves un centímetro y eres hombre muerto.