Capítulo 15: Hora 8 de 45

—Ron. Soy Percey. ¿Cómo están todos?

—Afectados —respondió—. Mandé a Sally a su casa. No podía…

—¿Cómo está?

—No lo puede asumir. Carol tampoco. Y Lauren. Lauren no se podía controlar. Nunca he visto a nadie tan trastornado. ¿Cómo estáis tú y Brit?

—Brit está volviéndose loco. Yo estoy volviéndome loca. Qué lío es todo esto. Oh, Ron…

—¿Y el agente, el policía al que dispararon?

—No creo que sepan nada todavía. ¿Cómo está el Foxtrot Bravo?

—No tan mal como parecía. Ya he cambiado la ventanilla de la cabina. No hay brechas en el fuselaje. El motor número dos… es un problema. Tenemos que remplazar gran parte del revestimiento. Estamos tratando de encontrar un nuevo cartucho para el extinguidor. Creo que lo lograremos…

—¿Pero?

—Pero hay que remplazar la camisa.

—¿De la cámara de combustión? ¿Remplazarla? Oh, Dios.

—Ya llamé al distribuidor Garrett de Connecticut. Acordaron entregar una mañana, aunque sea domingo. La puedo tener instalada en dos o tres horas.

—Diablos —murmuró Percey—, debería estar allí… Les prometí que me quedaría tranquila pero, maldición, debería estar allí.

—¿Dónde estás, Percey?

Y Stephen Kall, que escuchaba aquella conversación mientras permanecía sentado en el oscuro piso de Sheila Horowitz, se dispuso a escribir. Apretó el auricular contra la oreja.

Pero la Mujer sólo dijo:

—En Manhattan. Hay casi mil policías a nuestro alrededor. Me siento como si fuera el papa o el presidente.

Stephen había escuchado en su receptor informes sobre una curiosa actividad alrededor de la comisaría Veinte, que estaba en el Upper West Side. Se iba a cerrar el edificio policial y reubicar a los delincuentes custodiados. Se preguntó si sería allí dónde ahora estaba la Mujer, en el edificio de la comisaría.

—¿Van a parar a este tipo? —preguntó Ron—. ¿Tienen algunas pistas?

Sí, ¿las tienen? se preguntó Stephen.

—No lo sé —respondió Percey.

—Esos disparos —dijo Ron—. Cómo me asusté. Me hizo acordar del servicio militar. Sabes, el sonido de los fusiles.

Stephen reflexionó otra vez sobre aquel tipo, Ron. ¿Podría ser de utilidad?

Infíltrate, evalúa… interroga.

Stephen pensó en atraparlo y torturarlo para obligarle a llamar a Percey y preguntarle dónde quedaba la casa de seguridad…

Pero aunque podría volver a pasar por los controles del aeropuerto, constituía un riesgo. Y le llevaría demasiado tiempo.

Mientras escuchaba la conversación, Stephen miró la pantalla del ordenador portátil que tenía delante. Seguía destellando un mensaje que decía: Por favor, espere. El micrófono remoto estaba conectado a una caja repetidora NYNEX situada cerca del aeropuerto y había estado transmitiendo al grabador de Stephen sus conversaciones durante la semana anterior. A Stephen le sorprendía que la policía no lo hubiera descubierto todavía.

Un gato, Esmeralda, Essie, ese saco de gusanos, saltó sobre la mesa y arqueó el lomo. Stephen podía oír su irritante ronroneo. Empezó a ponérsele la carne de gallina.

Dio un fuerte codazo al gato, que cayó al suelo, y se alegró al oír el maullido de dolor.

—He estado buscando otros pilotos —dijo Ron, inquieto—. Tengo…

—Solo necesitamos uno. Como acompañante.

—¿Qué? —preguntó Ron tras una pausa.

—Voy a hacer el vuelo mañana. Todo lo que necesito es un FO[36].

—¿Tú? No me parece una buena idea, Percey.

—¿Tienes a alguien? —preguntó ella con brusquedad.

—Bueno, el caso es…

—¿Tienes a alguien?

—Brad Torgeson está en la lista de reemplazos. Dijo que no le importaba echarnos una mano. Conoce nuestra situación.

—Bien. Un piloto con cojones. ¿Ha volado en Lear?

—Mucho… Percey, pensé que seguirías escondida hasta testificar ante el gran jurado.

—Lincoln estuvo de acuerdo en dejarme volar. Si me quedo aquí hasta entonces.

—¿Quién es Lincoln?

Sí, pensó Stephen. ¿Quién es Lincoln?

—Bueno, es un hombre extraordinario… —La Mujer vaciló, como si quisiera hablar de él pero no estuviera segura de qué decir. A Stephen le disgustó que se limitara a comentar:

—Está trabajando con la policía, trata de encontrar al asesino. Le dije que me quedaría aquí hasta mañana, pero que estoy decidida a hacer ese vuelo. Estuvo de acuerdo.

—Percey, lo podemos posponer. Hablaré con U.S. Medical. Saben que estamos pasando por un…

—No —dijo ella con firmeza—. No quieren excusas. Quieren que despeguemos a la hora convenida. Y si no podemos hacerlo encontrarán a otro. ¿Cuándo nos entregan la carga?

—A las seis o siete.

—Estaré allí al caer la tarde. Te ayudaré a terminar lo de la camisa.

—Percey —resopló Ron—, todo saldrá bien.

—Si ese motor está reparado a tiempo, todo será magnífico.

—Debes estar pasando por un calvario.

—A decir verdad, no —dijo Percey.

Todavía no, la corrigió Stephen en silencio.

*****

Sachs patinó con la camioneta RRV al doblar la esquina a ochenta kilómetros por hora. Vio una docena de agentes tácticos que trotaban por la acera.

Los grupos de Fred Dellray estaban rodeando el edificio donde vivía Sheila Horowitz. Una típica casa de piedra marrón del Upper East Side, al lado de una tienda coreana de alimentación, un empleado estaba en frente de cuclillas sobre un cajón de embalaje de leche y pelaba zanahorias para el bufet de ensaladas mientras miraba sin demasiada curiosidad a los hombres y mujeres armados con ametralladoras que rodeaban el edificio.

Sachs encontró a Dellray en el vestíbulo, con el arma desenfundada y examinando los buzones.

S. Horowitz. 204.

Conectó su radio:

—Estamos en cuatro ocho tres punto cuatro.

La frecuencia protegida de las operaciones tácticas federales. Sachs sintonizó su radio mientras Dellray curioseaba en el buzón de Horowitz con una pequeña linterna negra.

—No se recogió nada hoy. Tengo la impresión de que la chica no está. —Luego añadió—: Tenemos a nuestra gente en la escalera de incendios y en la planta de arriba y de abajo, con una cámara SWAT y micrófonos. No han visto a nadie dentro. Pero se detectan arañazos y ronroneos. Nada que suene humano, no obstante. La chica tiene gatos, recordad. Acertó al pensar en los veterinarios. Me refiero a nuestro hombre, Rhyme.

Sé a quién te refieres, pensó Sachs.

Fuera el viento aullaba y otra línea de nubes negras cruzaba la ciudad. Grandes jirones de color violeta.

—Todos los grupos —gritó Dellray en su radio—. ¿Estado?

—Grupo rojo. Estamos en la escalera de incendios.

—Grupo azul. Primera planta.

—Roger —musitó Dellray—. Búsqueda y Vigilancia. Informe.

—Todavía no estamos seguros. Tenemos débiles señales infrarrojas. Si hay algo o alguien en el interior no hay movimientos. Podría tratarse de un gato durmiendo. O una víctima herida. O quizá una luz piloto o una bombilla que ha estado un tiempo encendida. Sin embargo podría ser el sujeto. En una parte interna del piso.

—Bueno, ¿qué piensas? —preguntó Sachs.

—¿Quién habla? —preguntó el agente por la radio.

—NYPD. Patrullero Cinco Ocho Ocho Cinco —respondió Sachs, dando su número de placa—. Quiero saber cuál es tu opinión. ¿Piensas que el sospechoso está adentro?

—¿Por qué lo preguntas? —quiso saber Dellray.

—Quiero una escena que no esté contaminada. Me gustaría entrar sola si piensan que el Bailarín no está allí.

La violenta entrada de una docena de oficiales tácticos probablemente constituía la manera más eficaz de arruinar por completo una escena de crimen.

Dellray la miró un momento frunciendo el ceño, y luego dijo a su micrófono:

—¿Cuál es tu opinión, S&S?

—No lo podemos decir con seguridad, señor —informó el etéreo agente.

—Sé que no puedes, Billy. Sólo dime lo que te dicta tu instinto.

—Pienso que huyó —replicó tras pensárselo un segundo—. Creo que el piso está limpio.

—Bien, pero lleva un oficial contigo —le dijo a Sachs—. Es una orden.

—Yo entraré primero. Me puede cubrir desde la puerta. Mira, este tipo no deja ningún rastro en ninguna parte. Necesitaré algo más de tiempo.

—Está bien, oficial —Dellray hizo una seña con la cabeza a los agentes federales de SWAT—. Entrada aprobada —musitó, olvidando por un momento su lenguaje habitual para adoptar los términos policiales consagrados.

Uno de los agentes tácticos desarmó en treinta segundos el cerrojo de la puerta.

—Esperad —dijo Dellray, irguiendo la cabeza—. Es una llamada desde la Central. —Habló por la radio—: Dadles la frecuencia —le indicó a Sachs—. Lincoln te llama.

Un momento después irrumpió la voz del criminalista:

—Sachs —dijo—, ¿qué estás haciendo?

—Estoy a punto de…

—Escucha —le dijo con urgencia—. No vayas sola. Déjales que primero examinen la escena. Conoces las reglas.

—Tengo un apoyo…

—No. Deja que SWAT la examine primero.

—Están seguros de que no está dentro —mintió Sachs.

—No es suficiente —replicó Rhyme—. No con el Bailarín. Nadie está seguro con él.

Otra vez con esa monserga. Exasperada, dijo:

—Es la clase de escena que él no espera que encontremos. Probablemente no la limpió. Podríamos encontrar una huella digital, el casquillo de un proyectil. Diablos, si hasta podríamos encontrar su tarjeta de crédito.

Sin respuesta. No era muy frecuente que Rhyme se quedara callado.

—Deja de asustarme, Rhyme. ¿Vale?

Él no contestó y ella tuvo la extraña sensación de que quería que se asustara.

—¿Sachs?

—¿Qué?

—Sólo te pido que tengas cuidado —fue su único consejo.

Entonces aparecieron de repente cinco agentes tácticos, con guantes y capuchas Nomex, chaquetas antibalas azules y armados con negros fusiles H&K.

—Te llamaré desde dentro —dijo Sachs.

Comenzó a subir las escaleras tras los policías, más concentrada en el peso de la maleta con útiles para la escena de crimen que llevaba en su frágil mano que en la negra pistola de su mano derecha.

*****

En los viejos tiempos, en los días anteriores al accidente, a Rhyme le gustaba mucho andar.

Había algo en el movimiento que lo calmaba. Un paseo por Central Park o Washington Square, una enérgica caminata. Solía hacer pausas para recoger trozos de materiales para las bases de datos del laboratorio de IRD, pero una vez que los pedazos de tierra o las plantas o las muestras de materiales de construcción estaban bien guardados y anotada su precedencia en su cuaderno, Rhyme seguía su camino. Solía caminar kilómetros y kilómetros.

Una de las cosas más frustrantes de su estado actual consistía en su incapacidad de descargar las tensiones. En aquel momento tenía los ojos cerrados y se frotó la nuca contra el cabecero de la Storm Arrow, haciendo rechinar los dientes. Le pidió a Thom un poco de whisky.

—¿No necesitas estar lúcido?

—No.

—Yo creo que sí.

Vete al diablo, pensó Rhyme, y rechinó los dientes con más fuerza. Thom tendrá que limpiar una encía ensangrentada. Y me portaré como un gilipollas con él también.

A la distancia retumbaron los truenos y la luz disminuyó.

Se imaginó a Sachs frente a la fuerza táctica. Ella tenía razón, por supuesto: un grupo ESU que hiciera un examen completo del piso lo contaminaría mucho. No obstante, ella le preocupaba seriamente. Era tan imprudente. Había visto cómo se rascaba la piel, cómo se pellizcaba las cejas, cómo se comía las uñas. Rhyme, siempre escéptico ante las artimañas de los psicólogos, sabía reconocer sin embargo una conducta auto-destructiva cuando la veía. También había salido en coche con Sachs en su deportivo trucado; había llegado a velocidades de más de 300 kilómetros por hora, y pareció decepcionada porque los malos caminos de Long Island no le habían permitido duplicar esa velocidad.

Se sobresaltó al escuchar su voz susurrante:

—¿Rhyme, estás ahí?

—Adelante, Amelia.

—Sin nombres, Rhyme —le pidió ella—. Trae mala suerte.

Él trató de reír. Deseó no haber pronunciado su nombre y se preguntó por qué lo había hecho.

—Adelante.

—No creen que esté allí dentro.

—¿Tienes puesto el blindaje?

—Le robé a un agente federal su chaqueta antibalas. Mira, parece que llevo como sostén unas cajas negras de cereales.

—A la de tres —Rhyme escuchó la voz de Dellray— atención a todos los grupos, tomad las puertas y ventanas, cubrid todas las zonas, pero deteneos en la puerta. Una…

Rhyme se sentía morir. Quería con ansia atrapar al Bailarín, podía saborear su captura, pero qué asustado estaba por ella.

—Dos…

Maldición —pensó Rhyme—, no quiero preocuparme por ti…

—Tres…

Escuchó un sonido suave, como el chasquido de unos nudillos y se encontró inclinado hacia delante. Le dio un enorme calambre en el cuello y se recostó. Thom apareció y comenzó a darle un masaje.

—Ya está bien —murmuró—. Gracias. ¿Podrías limpiarme el sudor? Por favor.

Thom lo miró suspicaz y luego le enjugó la frente.

¿Qué estás haciendo, Sachs?

Quería preguntárselo, pero ni se le ocurría distraerla en aquel momento.

Entonces oyó un grito ahogado. Se le erizaron los pelos de la nuca.

—Dios, Rhyme.

—¿Qué? Dime.

—La mujer…, Sheila Horowitz. La puerta de la nevera está abierta. Ella está dentro. Está muerta pero parece que… Oh, Dios, sus ojos.

—Sachs…

—Parece que la metió dentro cuando todavía estaba viva. Por qué diablos…

—No lo pienses mucho, Sachs. Vamos. Puedes hacerlo.

—Jesús.

Rhyme sabía que Sachs era claustrofóbica. Imaginó el terror que debería sentir al encontrarse frente a aquella horrible forma de morir.

—¿Le puso una cinta adhesiva o la ató?

—Cinta. Una clase de cinta de embalaje transparente en la boca. Sus ojos, Rhyme, sus ojos…

—No pierdas el control, Sachs. La cinta es una buena superficie para dejar huellas. ¿Qué recubre el suelo?

—Una alfombra en el salón. Y linóleo en la cocina. Y…

Un grito.

—¡Oh, Dios!

—¿Qué?

—Uno de los gatos. Saltó frente a mí. ¡Qué tonto!… ¿Rhyme?

—¿Qué?

—Huelo algo. Algo curioso.

—Bien. —Le había enseñado a oler siempre el aire en la escena de crimen. Era el primer indicio que debía percibir un oficial de EC—. ¿Pero qué significa «curioso»?

—Un olor agrio. Químico. No puedo identificarlo.

Luego Rhyme se dio cuenta de que había algo que no encajaba.

—¿Sachs —preguntó abruptamente— abriste la puerta de la nevera?

—No. La encontré así. Estaba sujeta con una silla para que no se cerrara, creo.

¿Por qué? se preguntó Rhyme. ¿Por qué lo haría? Trató furiosamente de encontrar una respuesta.

—Ese olor. Es más fuerte. A humo.

¡La mujer estaba a la vista para distraerles!, se le ocurrió a Rhyme de repente. ¡Dejó la puerta abierta para asegurarse de que el equipo de rescate se centraría en ella! ¡Oh, no, otra vez no!

—¡Sachs! Lo que hueles es una mecha. Una mecha de efecto retardado. ¡Hay otra bomba! ¡Sal ya! Dejó la puerta de la nevera abierta a propósito.

—¿Qué?

—¡Es una mecha! Ha puesto una bomba. Tienes segundos. ¡Sal! ¡Corre!

—Le puedo quitar la cinta de la boca.

—¡Por todos los demonios, vete!

—Puedo quitársela…

Rhyme oyó un crujido, un grito ahogado y, segundos más tarde, el resonante ruido de la explosión, como un martillo pilón sobre una caldera.

Lo dejó sordo.

—¡No! —gritó—. ¡Oh, no!

Miró a Sellitto, que observaba su rostro aterrorizado.

—¿Qué ha pasado, qué ha pasado? —gritó el detective.

Un momento más tarde, Rhyme oyó a través de un auricular la voz de un hombre que, presa del pánico, gritaba:

—Tenemos un incendio. Segunda planta. Los muros se han derrumbado. Tenemos heridos… Oh, Dios. ¿Dónde está la chica? Mirad la sangre. ¡Toda esa sangre! Necesitamos ayuda. ¡Segunda planta! Segunda planta…

*****

Stephen Kall hizo un círculo caminando alrededor de la comisaría veinte, en el Upper East Side.

El edificio no estaba lejos del Central Park y pudo vislumbrar sus árboles.

La calle transversal de la comisaría estaba custodiada, pero las medidas de seguridad no era muy buenas. Había tres policías delante del bajo edificio, que miraban nerviosamente a su alrededor, pero no había ninguno en el lado este del recinto policial, donde una gruesa verja de acero cubría las ventanas. Stephen supuso que allí estarían los calabozos.

Siguió y dobló en la esquina. Luego caminó hacia el norte hacia la siguiente calle transversal. No había caballetes azules que cortaran el paso, pero había guardias, otros dos policías. Examinaban todo coche o peatón que pasara. Stephen estudió brevemente el edificio y continuó la marcha hacia el sur. Completó el círculo en el lado oeste de la comisaría. Se deslizó por un callejón desierto, sacó los binoculares de la mochila y observó el edificio.

¿Te puede valer esto, soldado?

Señor, sí, puedo, señor.

En un aparcamiento al lado de la comisaría había un surtidor de gasolina. Un oficial estaba llenando de combustible el tanque de su coche patrulla. Nunca se le había ocurrido a Stephen que los coches policiales no se surtían en las gasolineras Amoco o Shell.

Durante un largo momento miró hacia los surtidores con sus pesados binoculares Leica, luego los puso de nuevo en el bolso y se dirigió apresuradamente al oeste, consciente, como siempre, de la gente que andaba en su búsqueda.