—¿Y bien? —preguntó Rhyme.
Lon Sellitto cerró su teléfono móvil.
—Todavía no saben nada.
Se quedó mirando por la ventana de la casa de Rhyme y sus dedos golpeaban compulsivamente los cristales. Los halcones habían vuelto a la cornisa, pero seguían vigilando Central Park y prestaban poca atención al ruido, lo que no era característico de estas aves.
Rhyme nunca había visto al detective tan conmocionado. Su rostro rechoncho, cubierto de sudor, estaba muy pálido. Como el legendario investigador de homicidios, Sellitto habitualmente no se conmovía con nada. Tanto si estaba consolando a las familias de las víctimas o destruyendo sin piedad las coartadas de un sospechoso, siempre se concentraba en su trabajo. Pero en aquel momento sus pensamientos se hallaban muy lejos, con Jerry Banks, en la sala de operaciones de un hospital de Westchester, donde quizá se estuviera muriendo. Eran las tres de la tarde y hacía una hora Banks que había ingresado en la sala de cirugía.
Sellitto, Sachs, Rhyme y Cooper se encontraban en el laboratorio, en la planta baja del domicilio del criminalista. Dellray se había ido para asegurarse de que la casa para los testigos estuviese lista y para controlar al nuevo guardaespaldas que proporcionaba el NYPD para remplazar a Banks.
En el aeropuerto habían metido al detective herido en una ambulancia, la misma que contenía el cadáver, sin manos, del pintor. Earl, el asistente sanitario, había dejado de hacer el gilipollas durante un rato y trabajó esforzadamente para detener la torrencial hemorragia de Banks. Luego llevó al detective, pálido e inconsciente, al centro asistencial, distante varios kilómetros.
Unos agentes del FBI de White Plains condujeron en un vehículo blindado a Percey y a Hale hacia el sur, a Manhattan, utilizando técnicas de conducción evasivas. Sachs examinó las nuevas escenas de crimen: el nido del francotirador, la furgoneta del pintor y el vehículo usado por el Bailarín para huir, una furgoneta para el transporte de productos alimenticios. La encontraron cerca del lugar en el que mató al pintor y donde suponían que había ocultado el coche en que había llegado a Westchester.
Luego Sachs se apresuró a volver a Manhattan con las pruebas.
—¿Qué tenemos? —le preguntó Rhyme a ella y a Cooper—. ¿Algunos proyectiles de fusil?
Mientras jugueteaba con una uña deteriorada y sangrienta, Sachs explicó:
—No quedó nada de ellos. Eran balas explosivas.
Parecía muy asustada y sus ojos se movían como los de un pájaro.
—Ese es el Bailarín. No solo es mortal sino que sus pruebas materiales se autodestruyen.
Sachs señaló una bolsa plástica:
—Aquí está lo que queda de una bala. Lo raspé de un muro.
Cooper desparramó el contenido en una cubeta de examen de porcelana y lo movió.
—Tienen la punta de cerámica. Los chalecos antibala no sirven.
—Es un gilipollas de mucho cuidado —comentó Sellitto.
—Oh, el Bailarín conoce sus herramientas —dijo Rhyme.
Se produjo un movimiento en la puerta y Thom hizo pasar al laboratorio a dos agentes del FBI. Detrás de ellos venían Percey Clay y Brit Hale.
—¿Cómo está? —preguntó Percey a Sellitto. Sus ojos oscuros vagaron por el cuarto, percibieron la frialdad con que se la recibía. No pareció inquieta—. Me refiero a Jerry.
Sellitto no contestó.
—Todavía está en la sala de operaciones —dijo Rhyme.
La cara de Percey mostró preocupación. Su pelo estaba más enmarañado que por la mañana.
—Espero que se ponga bien.
Amelia Sachs se volvió hacia Percey y dijo fríamente:
—¿Cómo?
—Dije que espero que se ponga bien.
—¿Que tú esperas qué? —La policía la dominó con su altura y se le acercó. La mujer más baja se mantuvo firme. Sachs continuó—: Un poco tarde para eso, ¿verdad?
—¿Cuál es tu problema?
—Eso es lo que yo debo preguntarte a ti. Tú hiciste que lo hirieran.
—Vamos, oficial —dijo Sellitto.
—Yo no le pedí que corriera detrás de mí —replicó Percey muy tranquila.
—Estarías muerta si no fuera por él.
—Quizá. No lo sabemos. Lo siento si lo hirieron. Yo…
—¿Y cuánto lo sientes?
—Amelia —dijo Rhyme con aspereza.
—No, quiero saber cuánto lo sientes. ¿Lo sientes suficientemente como para dar sangre? ¿Para llevarlo en una silla de ruedas si no puede caminar? ¿Para pronunciar el discurso del día de su funeral si muere?
—Sachs, sosiégate —le espetó Rhyme—. No es culpa suya.
Sachs se golpeó la cadera con las manos, que terminaban en unas uñas comidas:
—¿No lo es?
—El Bailarín se nos anticipó.
Sachs siguió mirando los ojos oscuros de Percey:
—Jerry te custodiaba. Cuándo corriste hacia la línea de fuego, ¿qué esperabas que hiciera?
—Bueno, no lo pensé, ¿vale? Sólo reaccioné.
—Dios.
—Eh, oficial —dijo Hale—, quizá tú reacciones con mucha más frialdad cuando estás bajo presión que nosotros. Pero no estamos acostumbrados a que se nos dispare.
—Entonces ella se debería haber quedado agachada en la oficina. Donde le dije que se quedara.
En la voz de Percey apareció un leve temblor cuando explicó:
—Vi que mi avión estaba en peligro. Reaccioné. Quizá para ti eso sería como ver que hieren a tu compañero.
—Hizo lo que cualquier piloto hubiera hecho —dijo Hale.
—Exactamente —proclamó Rhyme—. Es lo que estoy diciendo, Sachs. Es la forma en que trabaja el Bailarín.
Pero Amelia Sachs no iba a abandonar su presa.
—En primer lugar, deberías haber estado en la casa de seguridad. Nunca deberías haber ido al aeropuerto.
—Eso fue culpa de Jerry —dijo Rhyme, más enfadado—. No tenía autoridad para cambiar la ruta.
Sachs miró a Sellitto, que había sido el compañero de Banks durante dos años. Pero aparentemente no iba a decir nada para defenderlo.
—Ha sido un placer —respondió secamente Percey Clay, dirigiéndose a la puerta—. Pero tengo que volver al aeropuerto.
—¿Qué? —Sachs casi se ahoga—. ¿Estás loca?
—Eso es imposible —dijo Sellitto, saliendo de su melancolía.
—Ya iba a ser muy difícil tratar de que mi avión estuviera equipado para el vuelo de mañana. Ahora tengo también que reparar los daños. Y ya que parece que todos los mecánicos titulados de Westchester son unos malditos cobardes, tendré que hacer el trabajo yo misma.
—Señora Clay —comenzó Sellitto—, no es una buena idea. Estará muy bien en la casa que le estamos preparando pero no hay manera de que podamos garantizar su seguridad en ningún otro lado. Quédese hasta el lunes y…
—Lunes —bramó Percey—. Oh, no. Usted no lo entiende. Voy a conducir ese avión mañana por la noche con el encargo de U.S. Medical.
—Usted no puede…
—Una pregunta —intervino la voz helada de Amelia Sachs—. ¿Podrías decirme exactamente a quién más quieres matar?
Percey dio un paso al frente.
—Maldición —exclamó—, perdí a mi marido y a uno de mis mejores hombres anoche. No voy a perder mi compañía también. No puedes decirme dónde puedo ir. No a menos que esté bajo arresto.
—Bien —dijo Sachs y en un instante colocó las esposas en las frágiles muñecas de la mujer—. Estás bajo arresto.
—Sachs —gritó Rhyme, enfurecido—. ¿Qué estás haciendo? Quítale las esposas. ¡Ahora!
Sachs se dio la vuelta para hacerle frente y le contestó:
—Eres un civil. ¡No me puedes ordenar que haga nada!
—Yo sí puedo —dijo Sellitto.
—No, no —dijo ella, inflexible—. Yo soy la que hago el arresto, detective. No puede obligarme a dejar de hacer una detención. Sólo el fiscal de distrito puede rechazar un caso.
—¿Qué estupideces son estas? —soltó Percey, en un tono bastante alto esta vez—. ¿Por qué me arrestas? ¿Por ser una testigo?
—La acusación es de imprudencia temeraria y si Jerry muere será de homicidio por negligencia. O quizá de asesinato.
Hale logró juntar un poco de valor y dijo:
—Mira. No me gusta la forma en que le has estado hablando todo el día. Si la arrestas, entonces vas a tener que arrestarme a mí también…
—Muy bien —dijo Sachs y luego le pidió a Sellitto—: Teniente, necesito sus esposas.
—Oficial, termine con esta tontería —gruñó Sellitto.
—Sachs. —Gritó Rhyme—. ¡No tenemos tiempo para esto! El Bailarín está allí afuera, planeando otro ataque ahora mismo.
—Si me arrestas —dijo Percey—, estaré afuera en dos horas.
—Entonces estarás muerta en dos horas y diez minutos. Y ése sería tu problema…
—Oficial —saltó Sellitto—, estás caminando al borde de un precipicio.
—Si no fuera por esa costumbre que tienes de llevar a otra gente contigo.
—Amelia —dijo Rhyme fríamente.
Ella giró para mirarlo. La mayoría de las veces la llamaba «Sachs»; y que usara en aquel momento precisamente su nombre de pila equivalía a una bofetada.
Las cadenas tintinearon en las muñecas huesudas de Percey. En la ventana el halcón movió las alas. Nadie dijo una palabra.
Por fin, con una voz serena, Rhyme le pidió:
—Por favor, sácale las esposas y déjame unos minutos a solas con Percey.
Sachs vaciló. Su rostro era una máscara inexpresiva.
—Por favor, Amelia —dijo Rhyme, esforzándose por ser paciente.
Sin una palabra Sachs abrió las esposas.
Todos salieron.
Percey se frotó las muñecas, luego sacó una petaca del bolsillo y bebió un trago.
—¿Te importaría cerrar la puerta? —le pidió Rhyme a Sachs.
Pero ella se limitó a mirarlo y siguió caminando por el pasillo. Fue Hale el que cerró la pesada puerta de cedro.
Fuera, en el pasillo, Lon Sellitto hizo otra llamada para saber cómo estaba Banks. Todavía estaba en la sala de cirugía y la enfermera de planta no podía decir más.
Sachs escuchó la noticia con un leve movimiento de cabeza. Caminó hacia la ventana que daba al callejón de la parte de atrás de la casa de Rhyme. La luz oblicua cayó sobre sus manos y se miró las uñas mordisqueadas. Se había puesto un vendaje en los dos dedos más dañados. Hábitos, pensó. Malos hábitos… ¿Por qué no puedo parar?
El detective se le acercó y miró el cielo gris. Se esperaban más tormentas de primavera.
—Oficial —dijo, hablando en voz baja, de manera que nadie más pudiera oír—. Esa señora metió la pata, lo reconozco. Pero debes entenderlo: no es una profesional. Nuestro error fue permitirle que metiera la pata, y sí, Jerry tendría que haberlo pensado mejor. Me duele más de lo que te imaginas decirlo. Pero la pifió.
—No —dijo Sachs a regañadientes—. No comprendes.
—¿A qué te refieres?
¿Podía decirlo? Las palabras eran tan duras.
—Yo la pifié. No es culpa de Jerry —señaló con la cabeza el cuarto de Rhyme—. Ni de Percey. Es mía.
—¿Tuya? Mierda, tú y Rhyme sois los que descubristeis que el Bailarín estaba en el aeropuerto. Podría haber eliminado a todos de no ser por vosotros.
Sachs sacudió la cabeza.
—Yo vi… vi la posición del Bailarín antes de que disparara contra Jerry.
—¿Y?
—Sabía exactamente donde estaba. Podía apuntar. Yo…
Oh, diablos. Esto es difícil.
—¿Qué dices, oficial?
—Me disparó una vez… Oh, Dios. Me asusté. Me tiré al suelo. —Su dedo desapareció en el cuero cabelludo y se rascó hasta que sintió que salía sangre. Para. Mierda.
—¿Y entonces? —Sellitto no comprendía—. Todos se tiraron al suelo, ¿verdad? Quiero decir, ¿quién no lo haría?
Sachs miró por la ventana, con la cara roja de vergüenza.
—Después de que disparara y fallara, yo hubiera dispuesto de al menos tres segundos para atacar, sabía que tiraba con un fusil de repetición. Podía haber disparado un cargador entero contra él. Pero besé el suelo. No tuve cojones para levantarme de nuevo porque sabía que había metido un nuevo cartucho.
—¿Qué? —se burló Sellitto—. ¿Te angustias porque no te pusiste de pie, sin nada que te cubriera o dificultara que presentaras un buen blanco al francotirador? Vamos, oficial… Y, oye, espera un momento, ¿tenías tu arma reglamentaria?
—Sí, yo…
—¿Trescientos metros con una Glock nueve? Ni en sueños.
—Quizá no le hubiera dado, pero si le hubiesen caído unas cuantas balas alrededor se habría quedado quieto y no hubiera hecho ese último disparo que hirió a Jerry. Oh, diablos —apretó las manos y se miró de nuevo la uña del dedo índice. Estaba manchada de sangre. Se rascó de nuevo.
El rojo brillante le recordó la vaporosa nube de sangre que se levantó alrededor de Jerry Banks, y eso le hizo rascarse con más ahínco.
—Oficial, yo no perdería el sueño por eso.
¿Cómo podría explicárselo? Lo que la consumía ahora era más complejo de lo que el detective sabía. Rhyme era el mejor criminalista de Nueva York, quizá del país. Sachs aspiraba a ser como él, pero nunca lo lograría. Pero tirar bien, como conducir rápido, era uno de sus talentos.
Podía ganarles a todos los hombres y mujeres del departamento con cualquiera de las manos. Solía fijar monedas en el campo de tiro y disparar a su destello a cincuenta metros. Luego regalaba las monedas torcidas a su ahijada y a sus amigos. Ella podría haber salvado a Jerry. Diablos, si hasta podría haber herido a ese hijo de puta.
Estaba furiosa consigo misma, furiosa con Percey por ponerla en esta posición.
Y furiosa con Rhyme también.
La puerta se abrió y Percey apareció en el umbral. Lanzando una fría mirada hacia Sachs le pidió a Hale que se les uniera; el hombre desapareció en el cuarto y unos pocos minutos después fue él quien abrió la puerta y dijo:
—Quiere que todos vuelvan.
Sachs se los encontró de esta manera: Percey estaba sentada cerca de Rhyme en un sillón viejo y deteriorado. Se le ocurrió la imagen ridícula de que eran una pareja casada.
—Estamos negociando —anunció Rhyme—. Brit y Percey irán a la casa de seguridad que ha preparado Dellray. Buscarán otra persona que repare el aparato. Sin embargo, encontremos o no al Bailarín, he consentido que Percey haga el vuelo mañana por la noche.
—¿Y si la arresto? —dijo Sachs, acalorada—. ¿Si la llevo a un centro de detención?
Pensó que Rhyme iba a explotar al oírlo, estaba lista para ello, pero dijo razonablemente:
—Lo pensé, Sachs. Y no creo que sea una buena idea. Estará más expuesta: el juzgado, la detención, el transporte. El Bailarín tendría más de una ocasión de eliminarlos.
Amelia Sachs vaciló y luego cedió. Asintió con la cabeza. Él tenía razón, generalmente la tenía. Pero estuviese acertado o no, haría las cosas a su manera. Ella era su asistente, nada más. Una empleada. Es todo lo que era para él.
—Esto es lo que he pensado —siguió Rhyme—. Vamos a poner una trampa. Necesito tu ayuda, Lon.
—Dime.
—Percey y Hale irán a la casa de seguridad. Pero quiero que parezca que van a otro lado. Haremos un gran barullo. Muy evidente. Elegiré una de las comisarías y simularemos que usamos las celdas para su seguridad. Haremos una transmisión o dos para toda la ciudad, en un medio no codificado, y diremos que cerramos la calle frente a la comisaría para mantenerla despejada, y que transportamos los sospechosos a otro centro. Si tenemos suerte el Bailarín lo escuchará en un detector. Si no lo hace, los medios lo reproducirán y lo podrá escuchar igual.
—¿Qué te parece la Veinte? —sugirió Sellitto.
La comisaría vigésima, del Upper West Side, quedaba tan sólo a unas calles del domicilio de Rhyme, que conocía a muchos de sus oficiales.
—Vale, está bien.
Sachs detectó entonces cierta intranquilidad en la mirada de Sellitto. El detective se inclinó hacia la silla de Rhyme y el sudor inundó su frente amplia y surcada de arrugas. Tan bajo que sólo Rhyme y Sachs le pudieron oír, susurró:
—¿Estás seguro, Lincoln? Quiero decir, ¿lo has pensado bien?
Rhyme se volvió hacia Percey. Intercambiaron una mirada entre ellos. Sachs no sabía lo que significaba. Sólo sabía que no le gustaba.
—Sí —dijo Rhyme—. Estoy seguro.
Pero a Sachs no le pareció en absoluto seguro de nada.