—Estoy aquí, Rhyme —anunció Sachs.
Bajó del coche RRV, se puso guantes de látex y bandas de goma alrededor de los zapatos para garantizar que las huellas de sus pies no se confundieran con las del criminal, tal y como Rhyme le había enseñado.
—¿Y dónde, Sachs —preguntó el criminalista—, es aquí?
—En la intersección de las pistas de rodaje. Entre una hilera de hangares. Es el lugar donde se habría detenido el avión de Carney.
Sachs observó nerviosa un grupo de árboles en la distancia. Era un día nublado y húmedo. Amenazaba una nueva tormenta. La chica se sentía expuesta. El Bailarín podría estar ahora allí mismo, quizá había vuelto para destruir las pruebas materiales que dejó atrás, quizá para matar un policía y demorar la investigación. Como la bomba en Wall Street de hace unos años, la que mató a los técnicos de Rhyme.
Dispara primero…
¡Maldito seas, Rhyme, me estás asustando! ¿Por qué actúas como si este tipo atravesara los muros y escupiera veneno?
Sachs sacó la caja del PoliLight y una gran maleta de la parte posterior del RRV. Abrió la maleta. En su interior se veían un montón de herramientas del oficio: destornilladores, llaves inglesas, martillos, cortaalambres, cuchillos, equipo para la recolección de huellas en relieve por fricción, ninhidrina, pinzas, cepillos, tenazas, tijeras, pinzas recolectoras accionadas por un cable, equipo para la recolección de residuos de disparos, lápices, bolsas plásticas y de papel, cinta adhesiva para recoger pruebas…
Primero, establece el perímetro.
Colocó una cinta amarilla de la policía alrededor de toda la zona.
Segundo, ten en cuenta a los medios periodísticos y el alcance de las lentes de las cámaras y de los micrófonos.
No estaban los medios. Todavía no. Gracias a Dios.
—¿Qué pasa, Sachs?
—Estoy agradeciendo al Señor que no haya reporteros.
—Una buena oración. Pero dime lo que estás haciendo.
—Todavía neutralizo la escena.
—Ten cuidado de…
—Entrada y salida —dijo ella.
Tercer paso, determina las rutas de entrada y salida del criminal; serán escenas secundarias del crimen.
Pero Sachs no tenía ni idea de cuáles podían ser. Podrían haber llegado de cualquier parte. Deslizándose por los rincones, conduciendo un furgón de equipajes o un camión de gasolina…
Se puso gafas protectoras y comenzó barrer con la varilla del PoliLight la pista de rodaje. No funcionaba tan bien en el exterior como en el interior de una habitación, pero como estaba tan nublado, pudo ver motas y vetas que relucían bajo la extraña luz verde-amarillenta. Sin embargo, no había huellas de pies.
—La lavamos anoche —dijo una voz a su espalda.
Sachs se dio la vuelta, puso su mano en la Glock y comenzó a sacarla de la funda.
Nunca estoy tan nerviosa, Rhyme. Es por tu culpa.
Unos hombres que vestían monos se encontraban ante la cinta amarilla. Sachs caminó hacia ellos con cautela y examinó las fotos de sus identificaciones. Se ajustaban a los rostros de los hombres. Apartó la mano de la pistola.
—Todas las noches lavan el lugar con mangueras. Se lo digo por si busca algo. Parece que sí.
—Con una manguera de alta presión —agregó el segundo.
Bien. Cada pedacito de rastro, cada huella plantar, cada fibra desprendida del Bailarín había desaparecido.
—¿Visteis a alguien por aquí anoche?
—¿Tiene que ver con la bomba?
—¿Alrededor de las siete y cuarto? —insistió Sachs.
—No. Nadie viene por aquí. Estos hangares están desiertos. Probablemente los echen abajo algún día.
—¿Qué estáis haciendo por aquí?
—Vimos una policía. Tú eres policía, ¿verdad? Y pensamos en acercarnos para ver qué pasa. Se trata de esa bomba, ¿verdad? ¿Quién lo hizo? ¿Los árabes? ¿O esos mierdas de la Milicia?
Sachs los ahuyentó.
—Lavaron la pista de rodaje anoche, Rhyme —dijo en el micrófono—. Con agua a alta presión, parece.
—Oh, no.
—Ellos…
—Hola. ¿Qué hay?
Sachs suspiró y se dio la vuelta otra vez, esperando encontrar a los dos trabajadores. Pero el nuevo visitante era un creído policía del condado, que llevaba un sombrero como el del oso Smokey[28] y pantalones grises con una raya muy bien planchada. Pasó por debajo de la cinta.
—Perdona —protestó Sachs—. Esta es un área restringida.
El muchacho redujo su marcha pero no se detuvo. Sachs controló su identificación. Concordaba. La foto lo mostraba mirando a un lado, como un modelo de portada de una revista de modas para hombres.
—Tú eres esa policía de Nueva York, ¿verdad? —se rió con ganas—. Tenéis unos lindos uniformes por allí.
Miraba los ajustados téjanos de Sachs.
—Este área está acordonada.
—Puedo ayudar. Hice el curso sobre ciencia forense. En general, trabajo en la carretera pero tengo experiencia en grandes crímenes. Qué pelo tan bonito tienes. Apuesto a que ya te lo han dicho.
—De verdad, tengo que pedirte…
—Me llamo Jim Everts.
No le des tu nombre de pila, se te pegará como papel para moscas.
—Yo soy la oficial Sachs.
—Qué desastre el de anoche. Una bomba. Un asunto muy turbio.
—Mira, Jim, esta cinta está aquí para mantener a la gente fuera de la escena. Entonces, ¿me haces el favor y te pones detrás de ella?
—Espera. ¿Te refieres a los oficiales también?
—Sí, por supuesto.
—¿Quieres decir que yo también?
—Exactamente.
Había cinco contaminantes clásicos de una escena del crimen: el clima, los parientes de la víctima, los sospechosos, los coleccionistas de recuerdos, y, los peores de todos, los colegas de la policía.
—No tocaré nada. Te lo prometo. Será un placer verte trabajar, cariño.
—Sachs —susurró Rhyme—, dile que se vaya a que le den por culo.
—Jim, vete a que te den por culo.
—O lo denunciarás.
—O te denunciaré.
—Vaya, cómo te pones —el muchacho puso las manos en alto como rindiéndose. De su sonrisa superficial desapareció cualquier rastro de galanteo.
—Empieza a trabajar, Sachs.
El policía se alejó con solemnidad y lentitud, como para mostrar que le quedaba algo de orgullo. Miró una vez hacia atrás, pero no se le ocurrió ningún comentario mordaz.
Amelia Sachs comenzó a caminar por la cuadrícula.
Había varias formas de inspeccionar las escenas de crímenes. Para escenas en interiores generalmente se usaba una búsqueda por franjas —caminar según un esquema ondulado— porque se cubría la mayor parte del terreno con rapidez. Pero a Rhyme no le gustaba. Utilizaba el esquema de cuadrícula —cubrir todo el terreno de uno a otro extremo en una dirección, dando un paso por vez, luego tomar la perpendicular y caminar de nuevo de uno a otro extremo—. Cuando dirigía el IRD, «caminar la cuadrícula» era sinónimo de investigar la escena del crimen, y que Dios ayudara al policía que Rhyme encontrara tomando atajos o pensando en las musarañas cuando le tocaba hacerlo.
Sachs se pasó media hora yendo y viniendo. Si bien el camión de limpieza habría eliminado huellas y rastros, no podría haber destruido cosas más grandes que el Bailarín hubiera tirado, ni podría haber eliminado las huellas de pies o las impresiones corporales dejadas en el barro a los costados de la pista de rodaje. Pero no encontró nada.
—Diablos, Rhyme, no hay nada.
—Ah, Sachs, apuesto a que hay algo. Apuesto a que hay muchas cosas. Sólo que hay que esforzarse más que en la mayoría de las escenas. El Bailarín no es como otros criminales, recuérdalo.
Oh, eso otra vez.
—Sachs —su voz era grave y seductora. Sintió un escalofrío—. Métete en él —susurró Rhyme—. Sabes lo que quiero decir.
Sachs sabía exactamente lo que quería decir. Y odiaba esa propuesta. Pero sí, Sachs lo sabía. Los mejores criminalistas son capaces de encontrar un lugar en sus mentes donde la línea entre cazador y cazado virtualmente no existe. Se movían por la escena del crimen no como policías que rastrean pistas sino como el mismo asesino, sintiendo sus deseos, ansiedades y miedos. Rhyme poseía este talento. Y a pesar de que trataba de negarlo, Sachs lo poseía también. Hacía un mes había inspeccionado una escena (un padre había asesinado a su mujer y a su hijo) y logró encontrar el arma donde nadie lo había conseguido. Después de ese caso no había podido trabajar durante una semana y se había visto atormentada por recuerdos en los que ella era la que acuchillaba a las víctimas hasta matarlas. Veía sus caras, oía sus gritos.
Otra pausa.
—Háblame —dijo Rhyme. Finalmente había desaparecido la crispación en su voz—. Eres él. Caminas por donde él caminó, piensas como él…
Le había dicho palabras como esas en otras ocasiones, por supuesto. Pero ahora, como con todo lo concerniente al Bailarín, le parecía que Rhyme tenía otra cosa en mente aparte de encontrar oscuras evidencias. No, ella sentía que estaba desesperado por saber más sobre aquel criminal. Quién era, qué le hacía matar.
Otro escalofrío. Una imagen en sus pensamientos: volver a la otra noche. Las luces del aeropuerto, el sonido de los motores de los aviones, el olor del tubo de escape de los reactores.
—Vamos, Amelia… Tú eres él. Tú eres el Bailarín Macabro. Sabes que Ed Carney está en el avión, sabes que tienes que poner la bomba a bordo. Piensa en ello sólo un minuto o dos.
Y Sachs lo hizo, convocando de alguna manera la necesidad de matar.
Rhyme siguió hablando con una voz extraña y melodiosa.
—Eres brillante —dijo—. No tienes reparos morales de ningún tipo. Matarías a cualquiera, harías cualquier cosa para lograr tus fines. Desvías la atención, usas a la gente… Tu arma más mortal es el engaño.
Estoy a la espera.
Mi arma más mortal…
Sachs cerró los ojos.
…es el engaño.
Sachs sintió una oscura expectativa, un ponerse en guardia, un ansia de cazar.
—Yo…
Rhyme continuó suavemente:
—¿Hay algún desvío, alguna distracción que puedas probar?
Los ojos bien abiertos.
—Toda el área está vacía. Nada con que distraer a los pilotos.
—¿Dónde te escondes?
—Los hangares están todos clausurados. El pasto es demasiado corto para ocultarme. No hay camiones ni tambores de aceite. No hay callejones. No hay rincones.
En sus tripas: desesperación. ¿Qué voy a hacer? Debo colocar la bomba. No tengo tiempo. Luces… hay luces por todos lados. ¿Qué? ¿Qué debo hacer?
—No me puedo esconder del otro lado de los hangares —dijo—. Hay muchos trabajadores. Es demasiado expuesto. Me verían.
Durante un momento, Sachs se adentró en su mente y se preguntó, como hacía con frecuencia, por qué Lincoln Rhyme tenía el poder de hacerla ser otra persona. A veces le enfadaba. A veces le encantaba.
Se agachó e ignoró el dolor de sus rodillas, provocado por la artritis que la atormentaba intermitentemente durante los últimos diez años de sus treinta y tres.
—Todo está demasiado abierto aquí. Me siento expuesta.
—¿En qué piensas?
Hay gente que me busca. No puedo dejar que me encuentren. ¡No puedo!
Esto es peligroso. Quédate oculta. Quédate abajo.
No hay donde ocultarse.
Si me ven, se echará todo a perder. Encontrarán la bomba, sabrán que voy a por los tres testigos. Los pondrán en custodia de protección. Nunca llegaré a ellos entonces. No puedo dejar que eso suceda.
Sintiendo el pánico del Bailarín, Sachs se volvió hacia el único lugar en que podía esconderse. El hangar al lado de la pista de rodaje. El muro delante de ella tenía una única ventana, rota, de 90 por 1,20 cms. La había ignorado antes porque estaba cubierta con una hoja de madera contrachapada podrida, clavada al marco por el interior. Se acercó a ella lentamente. El terreno por delante estaba cubierto de grava; no había huellas de pisadas.
—Hay una ventana clausurada, Rhyme. Tiene una hoja de madera por detrás. El cristal está roto.
—¿El vidrio que se conserva en la ventana está sucio?
—Muy sucio.
—¿Y los bordes?
—No, están limpios. —Comprendió por qué le había hecho la pregunta—. ¡El vidrio se rompió hace poco!
—Exacto. Empuja la madera. Con fuerza.
Cayó hacia adentro sin ninguna resistencia y golpeó el suelo con ruido.
—¿Qué fue eso? —Gritó Rhyme—. Sachs, ¿estás bien?
—Fue sólo la madera —contestó, atemorizada una vez más por el nerviosismo de Rhyme.
Iluminó el hangar con su linterna halógena. Estaba desierto.
—¿Qué ves, Sachs?
—Está vacío. Unas pocas cajas polvorientas. Hay grava en el suelo…
—¡Es él! —contestó Rhyme—. Rompió la ventana y echó grava dentro, de manera que pudiera estar de pie y no dejar huellas. Es un viejo truco. ¿Hay alguna huella de pies frente a la ventana? Apuesto a que hay más grava —agregó con acidez.
—Efectivamente.
—Bien. Examina la ventana. Luego entra por ella. Pero asegúrate de buscar primero las bombas cazabobos. Recuerda la papelera de Wall Street.
¡Basta, Rhyme! ¡Basta ya!
Shine iluminó nuevamente todo el espacio.
—Está limpio, Rhyme. No hay trampas. Estoy examinando el marco de la ventana.
La PoliLight no mostró más que una débil marca dejada por un dedo en un guante de algodón.
—No hay fibras, solo el dibujo del algodón.
—¿Algo en el hangar? ¿Algo que merezca la pena robarse?
—No. Está vacío.
—Bien —dijo Rhyme.
—¿Por qué bien? —preguntó Sachs—. Dije que no había huellas.
—Ah, pero eso significa que se trata de él, Sachs. No es lógico que alguien irrumpa usando guantes de algodón cuando no hay nada para robar.
Sachs inspeccionó con cuidado. No había huellas de pies, ni dactilares, ninguna prueba visible. Pasó la aspiradora y guardó los rastros en bolsas.
—¿El vidrio y la grava? —preguntó—. ¿Lo pongo en bolsas de papel?
—Sí.
La humedad a menudo destruye los rastros y, a pesar de que parecía poco profesional, se transportaban mejor ciertas pruebas en bolsas de papel marrón que en bolsas de plástico.
—Vale, Rhyme. Te lo llevo todo en cuarenta minutos.
Se desconectaron.
Mientras guardaba las bolsas cuidadosamente en el RRV, Sachs se sentía nerviosa, como le pasaba a menudo cuando inspeccionaba una escena de crimen donde no había encontrado pruebas materiales obvias como armas de fuego, cuchillos o la cartera del criminal. Los rastros que había recogido podían dar una pista de quién era el Bailarín y dónde se escondía. Pero todo el esfuerzo también podría resultar un fracaso. Estaba ansiosa por volver al laboratorio de Rhyme y ver lo que él podía encontrar.
Subió al coche y se apresuró en volver a la oficina de Hudson Air. Entró corriendo a la oficina de Ron Talbot, que estaba hablando con un hombre que daba la espalda a la puerta.
—Encontré dónde había estado, señor Talbot —dijo Sachs—. La escena está liberada. Puede decir a la torre…
El hombre se dio la vuelta. Era Brit Hale, que frunció el entrecejo tratando de recordar el nombre de la chica, hasta que lo hizo.
—Oh, oficial Sachs. Hola. ¿Cómo le va?
Sachs le devolvió el saludo automáticamente pero enseguida se detuvo.
¿Qué estaba haciendo allí? Se suponía que debía estar en la casa de seguridad.
Escuchó un llanto quedo y miró hacia la sala de conferencias. Allí estaba Percey Clay sentada al lado de Lauren, la guapa morena que Sachs recordaba era la asistente de Ron Talbot. Lauren estaba llorando y Percey, firme en su propio dolor, trataba de consolarla. Levantó la vista, vio a Sachs y la saludó.
No, no, no…
Luego la tercera conmoción.
—Hola, Amelia —dijo Jerry Banks alegremente mientras tomaba café al lado de una ventana, desde donde había admirado el Learjet aparcado en el hangar—. Ese avión es fantástico, ¿verdad?
—¿Qué están haciendo aquí? —soltó Sachs, señalando a Hale y a Percey y olvidando que Banks era su superior.
—Tenían un problema o algo así con un mecánico —dijo Banks—. Percey quiso pasar por aquí. Para tratar de encontrar…
—Rhyme —gritó Sachs al micrófono—. Está aquí.
—¿Quién? —Preguntó Rhyme con acritud—. ¿Y dónde es aquí?
—Percey. Y Hale también. En el aeropuerto.
—¡No! Se supone que estarían en la casa de seguridad.
—Bueno, no lo están. Están aquí justo frente a mí.
—¡No, no, no! —se enfureció Rhyme. Pasó un momento. Luego dijo—: Pregúntale a Banks si siguieron los procedimientos evasivos de conducción.
Banks, incómodo, respondió que no lo habían hecho.
—Ella insistió mucho en que tenían que venir aquí primero. Traté de convencerla…
—Por Dios, Sachs. Está allí en algún lugar. El Bailarín. Sé que está allí.
—¿Y dónde puede estar? —los ojos de Sachs se dirigieron a la ventana.
—Mantenlos agachados —dijo Rhyme—. Haré que Dellray consiga una camioneta blindada de la oficina de campo del FBI de White Plains.
Percey oyó el revuelo.
—Me iré a la casa de seguridad en una hora o dos. Tengo que encontrar un mecánico para trabajar…
Sachs le hizo señas de que se callara, luego dijo:
—Jerry, mantenlos allí.
Corrió hacia la puerta y miró la amplia extensión gris del aeropuerto mientras un ruidoso avión a hélice se alejaba por la pista. Puso el micrófono más cerca de su boca.
—¿Cómo, Rhyme? —preguntó—. ¿Cómo llegará hasta nosotros?
—No tengo la menor idea. Puede hacer cualquier cosa.
Sachs trató de volver a entrar en la mente del Bailarín, pero no pudo. Todo lo que pensó fue:
Engaño…
—¿Cómo de segura es la zona? —preguntó Rhyme.
—Bastante hermética. Tiene una valla metálica. Hay policías en un control de la entrada, que inspeccionan los billetes y los documentos de identidad.
—¿Pero no inspeccionan los documentos de identidad de policías, verdad? —preguntó Rhyme.
Sachs miró los oficiales uniformados y recordó con cuanta informalidad la habían dejado pasar.
—Oh, mierda, Rhyme, aquí hay una docena de coches con distintivos. Y también un par que no tiene ninguna. No conozco a los policías ni a los detectives… Podría ser cualquiera de ellos.
—Bien, Sachs. Escucha, averigua si ha desaparecido algún policía local. En las dos o tres horas pasadas. El Bailarín podría haber matado a uno de ellos para robar su placa y uniforme.
Sachs llamó a la puerta a un policía del estado, lo examinó de cerca, lo mismo que su placa de identidad y decidió que era verdadero. Le dijo:
—Pensamos que el asesino puede estar cerca, quizá haciéndose pasar por oficial. Necesito que investigues a todos los que están por aquí. Si hay alguno que no reconoces, házmelo saber. También averigua por medio de la central si algún policía de los alrededores ha desaparecido en las últimas horas.
—Delo por hecho, oficial.
Sachs volvió a la oficina. No había persianas en las ventanas y Banks había llevado a Percey y a Hale a una oficina interior.
—¿Qué está pasando? —preguntó Percey.
—Saldréis de aquí en cinco minutos —dijo Sachs, mirando por la ventana y tratando de adivinar cómo atacaría el Bailarín. No tenía ni idea.
—¿Por qué? —preguntó la aviadora, frunciendo el ceño.
—Pensamos que el hombre que mató a tu marido está aquí. O en camino hacia aquí.
—Oh, vamos. Hay policías por todo el campo. Es perfectamente seguro. Necesito…
—Sin discutir —le espetó Sachs.
Pero Percey discutió:
—No puedo irme. Mi mecánico principal acaba de irse. Tengo que…
—Percey —dijo Hale incómodo—, quizá deberíamos escucharla.
—Tenemos que hacer que ese avión…
—Volved. Adentro. Y estaos quietos.
La boca de Percey se abrió de la indignación.
—No puedes hablarme de esa manera. No soy una prisionera.
—¿Oficial Sachs? Hola —el policía con quien había hablado afuera entró al cuarto—. He realizado un rápido control visual de todos los que están de uniforme y también de los detectives. No hay desconocidos. Y no hay informes de que hayan desaparecido oficiales del estado o de Westchester. Pero nuestro Despacho Central me dijo algo que quizá usted deba conocer. Puede que no sea nada, pero…
—Dime.
Percey Clay dijo:
—Oficial, tengo que hablarle…
Sachs la ignoró e hizo una seña al policía:
—Sigue.
—La patrulla de tráfico de White Plains, cerca de dos millas de aquí. Encontraron un cuerpo en un contenedor. Piensa que lo mataron hace una hora, o quizá menos.
—¿Rhyme, escuchas?
—Sí.
Sachs preguntó al policía:
—¿Por qué piensas que es importante?
—Por la forma en que lo mataron. Algo terrible.
—Pregúntale si le faltan la cara y las manos —pidió Rhyme.
—¿Qué?
—¡Pregúntale!
Sachs obedeció y todos en la oficina dejaron de hablar y la miraron.
El policía parpadeó por la sorpresa y dijo:
—Sí, señora, oficial. Bueno, al menos las manos. El transportista no dijo nada de la cara. ¿Cómo sabía…?
—¿Dónde está ahora el cuerpo? —bramó Rhyme.
Sachs transmitió la pregunta.
—En la furgoneta del coroner[29]. Lo llevan a la morgue del condado.
—No —dijo Rhyme—. Haz que te lo traigan a ti, Sachs. Quiero que lo examines.
—El…
—Cuerpo —dijo Rhyme—. Tiene la respuesta a la pregunta de cómo llegará hasta ti. No quiero que Percey ni Hale se muevan hasta que sepamos a lo que nos enfrentamos.
Sachs transmitió al policía el pedido de Rhyme.
—Bien —dijo—. Me encargaré de ello. Es que… ¿Usted quiere el cuerpo aquí?
—Sí. Ahora.
—Dile que lo traigan pronto, Sachs —dijo Rhyme. Suspiró—. Es lamentable, muy lamentable.
Y Sachs tuvo el inquietante pensamiento de que la urgencia triste de Rhyme no era sólo por el hombre que acababa de morir tan violentamente, fuera quien fuera, sino por aquellos que quizá estaban a punto de correr la misma suerte.
*****
La gente cree que el fusil es la herramienta más importante para un francotirador, pero no es cierto. Es el telémetro.
¿Cómo lo llamamos, soldado? ¿Lo llamamos mira telescópica? ¿Lo llamamos escopio?
Señor, no. Es un telescopio. El que yo tengo es un Redfield, con una variable de tres por nueve, con una retícula de líneas finas. No hay nada mejor, señor.
El telescopio que Stephen estaba montando encima del Model 40 tenía 32 cms. de largo y pesaba apenas un poco más de 340 grs. Había sido adaptado a aquel fusil en particular con los correspondientes números de serie, y se le había ajustado con esmero para obtener un buen foco. El paralaje había sido establecido por el ingeniero óptico de la fábrica, de manera que las finas líneas que se posaban en el corazón de un hombre a quinientos metros no se movían perceptiblemente cuando la cabeza del francotirador giraba a derecha o izquierda. El protector del ojo era tan exacto que el retroceso empujaba al ocular hacia atrás a un milímetro de la ceja de Stephen, y sin embargo no le tocaba ni un pelo.
El telescopio Redfield era negro y esbelto, y Stephen lo guardaba envuelto en pana y protegido por un bloque de poliestireno dentro del estuche de guitarra.
Entonces, escondido en un nido de hierba a trescientos metros del hangar y la oficina de Hudson Air, Stephen colocó el negro tubo del telescopio en su montura, perpendicular el arma (siempre se acordaba del crucifijo de su padrastro cuando realizaba esta maniobra), luego giró el pesado tubo hasta que quedó en posición con un satisfactorio clic. Apretó los tornillos de fijación.
Soldado, ¿eres un francotirador competente?
Señor, soy el mejor, señor.
¿Cuáles son tus títulos?
Señor, estoy en excelente forma física, soy escrupuloso, uso la mano derecha, tengo una visión de 20 sobre 20, no fumo ni bebo ni tomo ningún tipo de drogas, puedo quedarme quieto durante horas y vivo para llenar de balas el culo de mi enemigo.
Se acomodó en el montón de hierbas y hojas.
Podría haber gusanos por aquí, pensó. Pero por el momento no se sentía temeroso. Tenía su misión y eso le ocupaba la mente por completo.
Stephen acunó el fusil, y olió el aceite de engrasar que emanaba del cerrojo y el aceite especial protector que salía del portafusil, tan usado y suave que parecía de angora. El Model 40 era un fusil OTAN de 7.62 milímetros y pesaba casi cuatro kilos. La tracción del gatillo iba generalmente de 1,35 hasta los 2,25 kg, pero Stephen la ponía un poco más alta porque sus dedos eran muy fuertes. El arma tenía un alcance efectivo de mil metros, si bien Stephen había matado a más de mil trescientos.
Stephen conocía el arma íntimamente. En los equipos de francotiradores, le había contado su padrastro, los mismos usuarios no tenían autorización para desmontar sus fusiles, y el viejo no le dejaba hacerlo. Pero esa era una regla de su padrastro que, a Stephen no le parecía correcta y por eso, en un momento de poco acostumbrado desafío, se había adiestrado en secreto en desmontar el fusil, limpiarlo, repararlo y hasta en manipular las partes que necesitaban ajuste o reparación.
A través del telescopio escudriñó Hudson Air. No podía ver a la Mujer, aunque sabía que estaba por allí o que pronto lo estaría. Al escuchar la grabación del teléfono pinchado en las líneas de la oficina de Hudson Air, Stephen le había oído decir a alguien llamado Ron que habían cambiado de planes; antes de ir a la casa protegida se dirigirían al aeropuerto para encontrar un mecánico que pudiera trabajar en el avión.
Usando la técnica de arrastrarse por el suelo, Stephen se movió hacia delante hasta encontrarse en un risco bajo, todavía oculto por los árboles y la hierba, pero con una visión mejor del hangar, la oficina y el aparcamiento al frente, separados de él por un campo llano y dos calles.
Era una espléndida zona de muerte. Amplia. Muy poco cubierta. Con todas las entradas y salidas fácilmente al alcance de su fusil.
Dos personas se hallaban en la puerta principal. Una era un policía del estado o del condado. La otra era una mujer, su cabello rojo sobresalía de una gorra de béisbol. Muy bonita. Era una policía, en traje de calle. Stephen podía ver la forma abultada de un Glock o Sig-Sauer en la parte superior de su cadera. Levantó el telémetro y puso la imagen dividida en el cabello de la mujer. Giró un anillo hasta que las dos imágenes coincidieron perfectamente.
Trescientos metros con dieciséis centímetros.
Guardó el telémetro, levantó el fusil y apuntó a la mujer, centrando la retícula nuevamente en su cabello. Miró el hermoso rostro. Su atractivo lo turbaba. No le gustaba. Ella no le gustaba. Se preguntó por qué.
La hierba se movió a su alrededor. Pensó: gusanos.
Estaba empezando a sentirse atemorizado.
El rostro en la ventana…
Ubicó la retícula en el pecho de la mujer.
La sensación de temor desapareció.
Soldado, ¿cuál es el lema del francotirador?
Señor, es «una oportunidad, un disparo, una muerte».
Las condiciones eran excelentes. Había un leve viento de costado, que calculó de 8 km por hora. El aire era húmedo, lo que daría fuerza al proyectil. Iba a disparar en un terreno liso, con corrientes térmicas sólo moderadas.
Retrocedió, deslizándose hacia abajo del montículo y pasó una varilla de limpieza, con una punta de suave algodón, por el cañón del Model 40. Siempre había que limpiar el arma antes de disparar. La menor traza de humedad o aceite podía desviar el tiro alrededor de tres centímetros. Luego hizo un lazo con el portafusil y se acomodó en el nido.
Stephen cargó el arma con cinco cartuchos en la recámara. Se trataba de cartuchos de excelente calidad M-118, fabricados en el renombrado arsenal Lake City. La bala en sí pesaba 11 grs y llegaba al objetivo a una velocidad de mil metros por segundo. Sin embargo, Stephen los había modificado en algo. Había horadado el centro y lo había llenado con una pequeña carga explosiva. Volvió a colocar la camisa estándar con una punta cerámica que penetraba por casi todo tipo de blindaje corporal.
Desplegó un fino paño de cocina y lo colocó sobre el suelo para recibir los cartuchos eyectados. Luego enrolló el portafusil alrededor de su bíceps izquierdo y plantó el codo firmemente sobre el suelo, manteniendo el antebrazo absolutamente perpendicular al mismo, un apoyo óseo. «Soldó» su mejilla y pulgar derecho a la culata por encima del gatillo.
Luego comenzó a escudriñar lentamente la zona de muerte.
Resultaba difícil ver el interior de las oficinas pero Stephen creyó vislumbrar a la Mujer.
¡Sí! Era ella.
Estaba de pie detrás de un hombre grande y de pelo rizado que llevaba una camisa blanca arrugada. Sostenía un cigarrillo. Un hombre joven y rubio, de traje y con una insignia en el cinturón los introdujo en el edificio y desaparecieron de la vista.
Paciencia… ya se presentaría otra vez. No tienen ni idea de que estás aquí. Puedes esperar todo el día. Tanto como los gusanos no…
Otra vez luces intermitentes.
Una ambulancia del condado llegó al aparcamiento a gran velocidad. La policía de cabellos rojos la vio. Sus ojos se agrandaron con la excitación. Corrió hacia el vehículo.
Stephen respiró hondo.
Una oportunidad…
Apunta tu arma, soldado.
El alza normal para 300 metros es de tres minutos, señor. Colocó la mira de manera que el cañón estuviera dirigido ligeramente hacia arriba para tener en cuenta la gravedad.
Un disparo…
Calcula el viento de costado, soldado.
Señor, la fórmula es el alcance en cientos de metros por la velocidad dividido por quince. La mente de Stephen pensó enseguida: casi menos de un minuto de desviación. Ajustó el telescopio en consecuencia.
Señor, estoy listo, señor.
Una muerte…
Un rayo de luz se coló por detrás de una nube e iluminó el frente de la oficina. Stephen comenzó a respirar lenta y regularmente.
Tenía suerte; los gusanos permanecieron ausentes. Y no había rostros que miraran desde las ventanas.