DIA 7

Luxor 8.15 horas

El sonido de una voz grabada procedente de una pequeña mezquita edificada contra el Templo de Luxor, sacó a Erica de un sueño desagradable. Soñaba que corría, escapando de un ser aterrorizante e invisible por un lugar que progresivamente dificultaba sus movimientos. Despertó enredada en la colcha y se dio cuenta de que debió haber estado revolviéndose en la cama.

Se levantó y abrió las ventanas para que entrara en la habitación el fresco de la mañana. Expuesta al vigoroso aire matinal, su pesadilla desapareció. De pie en la enorme bañera, se dio un rápido baño. Por alguna razón desconocida, esa mañana no había agua caliente, y cuando salió del baño estaba tiritando.

Después del desayuno, Erica abandonó el hotel para ir en busca de la tienda de antigüedades Curio. Llevaba el bolsón de lona con la linterna, la cámara fotográfica Polaroid y sus guías turísticas. Se sentía muy cómodamente vestida con los pantalones de algodón que había comprado en El Cairo para reemplazar los que se le habían roto en el serapeum.

Caminó por Shari Lukanda, observando los negocios que ya había visitado. Curio Antique no estaba entre ellos. Uno de los propietarios, al que reconoció, le informó que Curio Antique estaba ubicado en el Shari el Mantazah, cerca del hotel Savoy. Erica encontró la calle y el negocio con mucha facilidad. Al lado de Curio Antique había una tienda toscamente clausurada con tablones. Aunque no pudo leer el nombre completo del local, vio la palabra «Hamdi», y supo lo que tenía ante la vista.

Aferrando con fuerza su bolsón, entró en Curio Antique. Tenían allí una buena colección de antigüedades, aunque mirando las piezas con mayor detenimiento, descubrió que eran casi todas imitaciones.

En el negocio ya había una pareja de franceses que regateaba con entusiasmo el precio de una pequeña figura de bronce.

La pieza más interesante que Erica pudo distinguir era una figura ushabti que representaba una momia con un rostro delicadamente pintado. El zócalo había desaparecido, de modo que la estatua se hallaba reclinada contra la pared en el rincón de un estante. En cuanto la pareja de franceses se fue sin comprar la pieza de bronce, el propietario del negocio se acercó a Erica. Era un árabe de aspecto distinguido con el pelo canoso y prolijo bigote.

—Yo soy Lahib Zayed. ¿En qué puedo servirla? —dijo pasando con rapidez del francés al inglés. Erica se preguntó en qué se había basado para adivinar su nacionalidad.

—Me gustaría ver esa figura negra de Osiris.

—¡Ah sí! Es una de las mejores piezas. Procedente de las tumbas de los nobles. —Levantó la figura con mucho cuidado, sosteniéndola con la punta de los dedos.

Mientras el hombre le daba la espalda, Erica se mojó la punta de un dedo con la lengua. Cuando recibió la estatua estaba lista para comprobar su autenticidad.

—Trátela con mucho cuidado. Es una pieza delicada —dijo Zayed.

Erica asintió, y la refregó con el dedo. La yema se mantuvo limpia. El pigmento era firme. Observó más detalladamente la talla y la forma en que habían sido pintados los ojos. Esa era una zona crítica. Finalmente se convenció de que la estatua era antigua.

—Imperio Nuevo —dijo Zayed, sosteniéndola lejos de Erica para que ésta pudiera apreciarla a la distancia—. Sólo recibo una pieza como ésta una o dos veces por año.

—¿Cuánto cuesta?

—Cincuenta libras. Normalmente pediría mucho más, ¡pero usted es tan hermosa!

Erica sonrió.

—Le daré cuarenta —dijo, sabiendo perfectamente bien que no la obtendría por ese precio. También sabía que esa compra estaba un poco fuera de su alcance, pero pensó que era importante demostrar su seriedad. Por otra parte, la talla le gustaba. Aun si más adelante comprobaba que se trataba de una imitación muy bien realizada, seguía siendo decorativa. El regateo concluyó en cuarenta y una libras.

—En realidad estoy en Egipto en representación de un grupo importante —dijo Erica—, y me interesa adquirir alguna pieza muy especial. ¿Tiene algo para ofrecerme?

—Puedo tener algunas cosas que le agradarán. Quizá sea mejor que se las muestre en algún lugar más apropiado. ¿Le gustaría tomar un poco de té de menta?

Mientras pasaba a la habitación posterior de Curio Antique, Erica se sintió invadida por una oleada de ansiedad. Fue necesario que se esforzara para no pensar en Abdul Hamdi en el momento de ser degollado. Afortunadamente Curio Antique era completamente diferente a la tienda de Hamdi, y la puerta posterior del negocio se abría a un patio bañado por la luz del sol. No le daba la sensación de encierro que había tenido en Antica Abdul.

Zayed llamó a su hijo, un joven flaco de pelo negro, idéntico a su padre, y le dijo que ordenara el té de menta para su huésped.

Instalándose en su silla, Zayed hizo a Erica las preguntas de rigor: si le gustaba Luxor, si había estado en Karnak, ¿qué pensaba del Valle de los Reyes? Le explicó que admiraba mucho a los norteamericanos. Le dijo que le parecían gente muy amistosa.

Erica se dijo para sus adentros, «… ¡y tan crédulos!».

Oportunamente llegó el té, y entonces Zayed exhibió algunas piezas interesantes incluyendo varios pequeños figurines de bronce, una estropeada pero identificable cabeza de Amenhotep III, y una serie de tallas de madera. La talla más hermosa era la de una mujer joven con jeroglíficos en la parte delantera de la falda y una cara tranquila que desafiaba el tiempo. El precio de esa pieza era de cuatrocientas libras. Después de examinar cuidadosamente el objeto, Erica tuvo la certeza de que era auténtica.

—Me interesa esa talla de madera, y posiblemente también la cabeza de piedra —dijo con un tono comercial.

Zayed se restregó las manos, muy excitado.

—Voy a comunicarme con la gente a quien represento —dijo Erica—. Pero sé que hay algo que a ellos les interesa que adquiera inmediatamente si lo llego a encontrar.

—¿De qué se trata? —Preguntó Zayed.

—Hace un año, un hombre de Houston compró una estatua de tamaño natural de Seti I. Mis clientes se han enterado que ha sido hallada una estatua similar.

—Yo no tengo nada parecido a eso —dijo Zayed con voz tranquila.

—Bueno, si llega a enterarse de algo me alojo en el hotel Winter Palace. —Erica escribió su nombre en un pequeño trozo de papel, y se lo entregó.

—¿Y qué hará con respecto a estas piezas?

—Como le dije, me pondré en contacto con mis clientes. Me gusta mucho la talla de madera, pero debo consultar con ellos. —Erica tomó la pieza que había comprado, ya envuelta en una hoja de papel de diario árabe, y regresó a la parte delantera del negocio. Estaba segura de haber representado muy bien su papel. Mientras salía advirtió que el hijo de Zayed regateaba con un hombre. Era el árabe que había estado siguiéndola. Erica ni se detuvo, ni miró en esa dirección, pero un escalofrío le recorrió la espalda.

En cuanto su hijo terminó de hablar con el cliente, Lahib Zayed cerró la puerta del negocio y le echó llave.

—Ven al patio trasero —ordenó—. Ésa es la mujer sobre la que nos advirtió Stephanos Markoulis el otro día cuando estuvo por aquí —dijo una vez que estuvieron fuera del alcance de oídos indiscretos. Hasta había cerrado la vieja puerta de madera que conducía al patio—. Quiero que vayas a la oficina central de correos, que llames a Markoulis, y que le digas que la mujer norteamericana vino al negocio y específicamente preguntó por la estatua de Seti. Yo iré a lo de Muhammad y le diré que advierta a los demás.

—¿Qué harán con la mujer? —Preguntó Fathi.

—Me parece que eso es bastante obvio. Me recuerda lo que le sucedió a ese joven de Yale hace como dos años.

—¿Le harán lo mismo?

—Sin duda —contestó el padre.

Erica estaba atónita ante el caos reinante en el edificio administrativo de Luxor. Algunos habían esperado tanto tiempo que estaban dormidos sobre el piso. En el rincón de un vestíbulo divisó a una familia completa que acampaba allí como si hubieran permanecido en ese lugar durante días enteros. Detrás de los mostradores, los empleados ignoraban a la multitud y conversaban entre ellos con toda tranquilidad. Cada uno de los escritorios estaba repleto de expedientes que permanecían a la espera de alguna firma imposible. Era espantoso.

Cuando Erica finalmente pudo encontrar a alguien que hablara inglés, se enteró de que Luxor no era siquiera cabeza de partido. El Muhafazah de la zona estaba en Aswan, y todos los datos del censo habían sido archivados allí. Erica explicó a la mujer que la atendía, que deseaba seguir el rastro de un hombre que hacía cincuenta años vivía en la ribera oeste. La mujer miró a Erica como si se tratara de una loca, y le dijo que eso era completamente imposible, aunque podía pedir informes en la policía. Siempre existía la posibilidad de que la persona que ella buscaba hubiese tenido problemas con las autoridades.

Fue más fácil tratar con la policía que con los empleados civiles. Por lo menos ellos eran atentos y amistosos. En realidad, la mayor parte de los oficiales uniformados que se hallaban en la habitación principal ya estaban mirándola cuando Erica llegó al mostrador. Como todos los letreros indicadores estaban escritos en árabe, la joven se ubicó frente al mostrador en el único lugar desocupado. Un hombre joven y buen mozo de uniforme blanco se levantó de un escritorio para acercarse a atenderla. Desgraciadamente, no hablaba inglés. Pero encontró a un policía turístico que sí lo hacía.

—¿En qué puedo servirla? —Preguntó el policía con una amplia sonrisa.

—Estoy tratando de averiguar si uno de los capataces de Howard Cárter, llamado Sarwat Raman todavía vive. Se domiciliaba en la ribera oeste.

—¿Qué? —exclamó el policía con absoluta incredulidad. Se rió—. Me han hecho preguntas muy extrañas en la vida, pero ésta es sin duda una de las más interesantes. ¿Usted se refiere al Howard Carter que descubrió la tumba de Tutankamón?

—Así es —contestó Erica.

—¡Pero eso fue hace más de cincuenta años!

—Ya lo sé —dijo Erica—. Quiero saber si ese hombre todavía vive.

—Señora —dijo el policía—, nadie sabe cuánta gente vive en la ribera oeste, y mucho menos cómo encontrar a un familia determinada. Pero le diré qué haría yo si estuviese en su lugar. Vaya a la ribera oeste y visite la pequeña mezquita del pueblo de Qurna. El imán es un hombre anciano y habla inglés. Quizás él pueda ayudarla, pero lo dudo. El gobierno ha intentado reubicar el pueblo de Qurna y conseguir que esa gente deje de vivir sobre las antiguas tumbas. Pero ha sido una lucha, y se ha creado bastante antagonismo. Los habitantes de Qurna no son amigables. De manera que tenga cuidado.

Lahib Zayed miró a ambos lados para asegurarse de que nadie lo veía, antes de internarse en el blanco callejón. Luego se escurrió dentro con rapidez y comenzó a golpear una gruesa puerta de madera. Le constaba que Muhammad Abdulal estaba en su casa. Era mediodía y Muhammad siempre dormía la siesta. Lahib golpeó nuevamente. Tenía miedo de que algún desconocido lo viese antes de haber conseguido entrar en la casa.

Se abrió una pequeña mirilla y fue observado por un ojo adormilado y enrojecido. Entonces corrieron la tranca y la puerta se abrió Lahib cruzó el umbral y la puerta fue cerrada de un portazo tras él.

Muhammad Abdulal tenía puesta una túnica arrugada. Era un hombre alto, de facciones pesadas y gordas. Las ventanas de su nariz eran anchas y grandes.

—Le dije que jamás viniera a esta casa. Es mejor para usted que haya tenido una buena razón para correr este riesgo.

Antes de hablar, Lahib saludó a Muhammad con toda formalidad.

—No hubiera venido si no pensara que es importante. Erica Baron, la mujer norteamericana, entró esta mañana a Curio Antique diciendo que representaba a un grupo de compradores. Es una mujer muy inteligente. Conoce las antigüedades y hasta compró una pequeña talla. Y después preguntó concretamente por la estatua de Seti I.

—¿Estaba sola? —Preguntó Muhammad, ya más alerta que enojado.

—Creo que sí —dijo Lahib.

—¿Y preguntó específicamente por la estatua de Seti?

—Así es.

—Bueno, en vista de eso, no tenemos elección posible. Yo me encargo de hacer todos los arreglos. Usted infórmele que puede ver la estatua mañana por la noche, con la condición de que esté sola y que no la siga nadie. Dígale que vaya a la mezquita de Qurna al caer la noche. Debimos habernos librado de ella antes, tal como yo quería.

Lahib esperó para estar seguro de que Muhammad hubiera terminado de hablar, antes de continuar.

—También he enviado a Fathi para que se comunique con Stephanos Markoulis y le dé la noticia.

La mano de Muhammad saltó como una víbora, golpeando la cabeza de Lahib.

—¡Karrah! ¿Por qué asumió la responsabilidad de informar a Stephanos?

Lahib se protegió, esperando recibir otro golpe.

—Él me pidió que le informara si la mujer aparecía. Está tan preocupado como nosotros.

—¡Usted no recibe órdenes de Stephanos! —Gritó Muhammad—. Usted recibe órdenes mías. Eso debe quedar bien claro. Y ahora salga de aquí y lleve ese mensaje. Debemos encargarnos de esa norteamericana.