Erica despertó en su propia cama. Recordaba vagamente que Yvon le había dicho que prefería dormir solo. Dándose vuelta, pensó en la noche anterior y se sorprendió al comprobar que no sentía ninguna culpa por lo que había hecho.
Cuando salió de su cuarto eran alrededor de las nueve de la mañana. Yvon estaba sentado en el balcón, vestido con una robe de chambre a rayas azules y blancas y leyendo el diario árabe «El Ahram». El enrejado de la terraza fragmentaba los rayos del sol en mil pedazos, salpicando el lugar con toques de color como una pintura impresionista. El desayuno esperaba en fuentes de plata tapadas.
Cuando la vio llegar, Yvon se puso de pie y la abrazó cálidamente.
—Me alegro de que hayamos venido a El Cairo —dijo, retirando la silla para que ella se sentara.
—Yo también —contestó Erica.
Fue un desayuno agradable. Yvon tenía un sutil sentido del humor que Erica disfrutaba inmensamente. Pero después de comer la última tostada, la joven se sintió impaciente por continuar su investigación.
—Bueno, me voy al museo —dijo doblando la servilleta.
—¿Quieres que te acompañe? —Preguntó Yvon.
Erica lo miró, recordando la impaciencia de Richard. No quería que nadie la apurara en lo que pensaba hacer. Era mejor ir sola.
—Para decirte la verdad, el tipo de trabajo que quiero hacer será bastante aburrido. A menos que tengas ganas de pasarte la mañana en el archivo, prefiero ir sola —estiró la mano para apoyarla sobre el brazo de Yvon.
—Perfectamente —dijo él—. Pero haré que Raoul te lleve en el auto.
—No es necesario —protestó Erica.
—Es una galantería de los franceses —dijo Yvon alegremente.
El doctor Fakhry condujo a Erica a un pequeño cubículo mal ventilado cerca de la biblioteca. Sobre la única mesa, apoyada contra la pared, había un visor de microfilmes.
—Talat le alcanzará el filme que usted desea ver —dijo el doctor Fakhry.
—Le agradezco mucho su ayuda —dijo Erica.
—¿Qué es lo que está buscando? —quiso saber el doctor Fakhry. Repentinamente, la mano derecha del director del museo se movió espasmódicamente.
—Estoy interesada en los ladrones que violaron la tumba de Tutankamón en la antigüedad. Pienso que a ese aspecto del descubrimiento no se le prestó toda la atención que merece.
—¿Los ladrones de tumbas? —Preguntó el hombre y salió de la habitación.
Erica se sentó frente al visor y tamborileó con los dedos sobre la mesa. Esperaba que el Museo Egipcio tuviese mucho material. Apareció Talat entregándole una caja de zapatos llena de microfilmes.
—¿Quiere comprar un escarabajo, señora? —susurró.
Sin contestarle siquiera, Erica comenzó a revisar los microfilmes convenientemente etiquetados en inglés por el Museo Ashmolean, en el que se archivaban los documentos originales. Estaba genuinamente sorprendida ante la riqueza del material existente y se puso cómoda, ya que evidentemente pasaría allí un buen rato.
Encendiendo el visor, Erica insertó el primer rollo de película. Afortunadamente Carter había escrito su diario con una letra compulsivamente prolija. Erica hojeó el material hasta llegar a la parte que describía las chozas de los picapedreros. Sin duda alguna, éstas habían sido edificadas directamente encima de la entrada de la tumba de Tutankamón. En ese momento Erica tuvo la certeza de que los ladrones debían de haber violado la tumba de Tutankamón antes del reinado de Ramsés IV.
Continuó hojeando el material hasta que llegó a la parte en que Carter enumeraba las razones por las que había estado seguro de la existencia de la tumba de Tutankamón antes del descubrimiento. La evidencia que Erica encontró más fascinante fue el hallazgo de una copa de loza azul con el sello de Tutankamón, realizado por Theodore Davis. A nadie le había intrigado el hecho de que la pequeña copa fuera encontrada escondida bajo una roca en la ladera de la montaña.
Cuando terminó la primera película, Erica colocó la siguiente en el visor. Entonces comenzó a leer lo referente al descubrimiento en sí. Carter describía con todo detalle la forma en que tanto la puerta exterior como la interior de la tumba, habían sido cerradas nuevamente en la antigüedad con el sello de la necrópolis; el sello original de Tutankamón sólo pudo ser encontrado en la base de cada una de esas puertas. Carter explicaba minuciosamente los motivos que lo habían llevado a la certeza de que las puertas habían sido violadas y vueltas a cerrar dos veces, pero no ofrecía ninguna explicación respecto al motivo.
Cerrando los ojos, Erica descansó un momento. En su imaginación, retrocedió en el tiempo hasta la solemne ceremonia del entierro del joven Faraón. Y entonces intentó imaginar a los ladrones de la tumba. ¿Habrían estado llenos de confianza en el momento del robo?, ¿o estarían aterrorizados ante la posibilidad de enfurecer a los guardianes del otro mundo? Y entonces pensó en Carter. ¿Cómo habría sido el momento en que éste entró en la tumba por primera vez? Por las notas, Erica confirmó que había sido acompañado por su asistente, Callender, Lord Carnarvon, la hija de Carnarvon, y uno de los capataces llamado Sarwat Raman.
Durante las horas siguientes, Erica casi no se movió. Podía imaginarse la sensación de misterio y de temor reverente que debía haber tenido Carter. En su diario describía con todo detalle la ubicación de cada objeto: la copa de alabastro, y una lámpara de aceite que se encontraba cerca de ésta ocupaban varias páginas. Mientras estudiaba el material referente a la copa y a la lámpara, Erica recordó algo que había leído en otra parte. En su gira de conferencias posterior al descubrimiento, Carter mencionó que la curiosa variación de esos dos objetos lo llevaba a conjeturar que eran pistas de un misterio mayor que esperaba poder develar después de un exhaustivo examen de la tumba. Continuó diciendo que el conjunto de anillos de oro que había encontrado tirados de cualquier manera, sugería que los intrusos habían sido sorprendidos en medio de su acto de vandalismo.
Dejando de mirar el visor, Erica comprendió que Carter asumía que la tumba había sido asaltada dos veces, dado que fue abierta dos veces. Pero sin duda ésa era simplemente una hipótesis y podían existir otras explicaciones igualmente plausibles.
Después de leer todas las anotaciones de campaña de Carter, Erica colocó en el visor un rollo de película titulado «Papeles y correspondencia de Lord Carnarvon». Lo que encontró fue en su mayor parte una serie de cartas de negocios referentes al apoyo brindado por él al proyecto arqueológico. Pasó la película con rapidez hasta que las fechas coincidieron con el descubrimiento mismo de la tumba. Tal como esperaba, el volumen de la correspondencia de Carnarvon se hacía mayor una vez que Carter informó que había encontrado la escalera de entrada. Erica se detuvo en una larga carta escrita por Carnarvon a Sir Wallis Budge, del Museo Británico, el 1 de diciembre de 1922. A fin de que toda la carta cupiera en un filme, el tamaño de la tipografía había sido considerablemente reducido. Erica tuvo que esforzarse para leer. Por otra parte, la letra de Carnarvon no era tan prolija como la de Carter. En la carta, Carnarvon describía con excitación el «hallazgo» y enumeraba la mayor parte de las piezas famosas que Erica había visto en la exposición ambulante de Tutankamón. Leyó detenidamente hasta que una frase la hizo detenerse. «No he abierto las cajas y no sé qué hay dentro de ellas; pero sé que hay papiros, loza, alhajas, ramos de flores y velas en candelabros con forma de ankh, la cruz egipcia que simboliza la vida». Erica se quedó mirando la palabra «papiro». Por lo que ella sabía, no se habían encontrado papiros en la tumba de Tutankamón. En realidad ésa había sido una de las desilusiones. Se esperaba que la tumba de Tutankamón ofreciera datos sobre la época tormentosa en que vivió ese monarca Pero, por falta de documentos, esa esperanza había sido destruida. Sin embargo, en esa carta, Carnarvon le habla a Sir Wallis Budge de un papiro.
Erica volvió a las notas de Cárter. Leyó nuevamente todas las anotaciones que se hicieron el día en que la tumba fue abierta los dos días posteriores; Cárter no hablaba de ningún papiro. Más aún, aludía a la desilusión que había sufrido ante la falta de documentos Era extraño. Volviendo a la carta que Carnarvon había escrito a Budge, Erica controló con las notas de Cárter todo el resto de los objetos mencionado. La única discrepancia entre ambos era el papiro.
Ya era bastante más de mediodía cuando Erica salió finalmente del triste museo. Caminó lentamente hacia la bulliciosa plaza Tahrir. Aunque tenía el estómago vacío, quería hacer una cosa más antes de regresar al hotel Méridien. Sacó del bolsón de lona la tapa de la guía Baedeker y leyó el nombre y la dirección que había escrito Abdul Hamdi: Nasef Malmud, 180 Shari el Tahrir.
Cruzar la plaza no era tarea fácil, ya que estaba llena de ómnibus polvorientos y de una multitud de gente. En la esquina de Shari el Tahrir dobló a la izquierda.
—Nasef Malmud —se dijo. No sabía qué esperar. Shari el Tahrir era una de las avenidas más elegantes, llena de negocios al estilo europeo y de oficinas; el 180 era un edificio moderno y alto con mucho vidrio.
La oficina de Nasef Malmud estaba en el octavo piso. Mientras subía en un ascensor desierto, Erica recordó que en Egipto no se trabajaba durante la siesta y temió que no le sería posible ver a Nasef Malmud hasta las últimas horas de la tarde. Pero la puerta de la oficina estaba abierta de par en par y Erica entró, observando un cartel en el que se leía: «Nasef Malmud, Leyes Internacionales: División Importación-Exportación».
La recepción estaba desierta. Una serie de máquinas de escribir Olivetti sobre escritorios de caoba proclamaban que se trataba de un negocio floreciente.
—Hola —dijo Erica para anunciar su presencia.
En la puerta apareció un hombre rechoncho, vestido con un excelente traje de tres piezas. Tendría alrededor de cincuenta años, y no hubiera parecido estar fuera de lugar si se encontrase caminando por el sector financiero de Boston.
—¿En qué puedo ayudarla? —Preguntó con tono comercial.
—Busco al señor Nasef Malmud —contestó Erica.
—Yo soy Nasef Malmud.
—¿Tiene un momento para conversar conmigo? —Preguntó Erica.
Nasef miró su oficina, frunciendo los labios. Tenía una lapicera en la mano derecha, y era evidente que estaba ocupado. Mirando a Erica, habló como si no estuviera muy decidido.
—Bueno, pero sólo un momento.
Erica entró en la espaciosa oficina que tenía vista desde Shari el Tahrir hasta la plaza, con el Nilo como fondo. Nasef se instaló detrás del escritorio en su silla de alto respaldo e hizo señas a Erica de que se sentara.
—¿En qué puedo serle de utilidad, jovencita? —Preguntó juntando las puntas de los dedos de ambas manos.
—Quería hacerle algunas preguntas con respecto a un hombre llamado Abdul Hamdi. —Erica se detuvo para ver si había alguna respuesta. No la hubo. Malmud esperó, pensando que la joven continuaría. Cuando no lo hizo, se decidió a hablar.
—El nombre no me resulta familiar. ¿De dónde cree usted que puedo conocer a ese individuo?
—Me preguntaba si por casualidad Abdul Hamdi es cliente suyo —dijo Erica.
Malmud se sacó los anteojos y los colocó sobre el escritorio.
—Si se tratara de un cliente mío, no estoy seguro de que estaría dispuesto a informárselo —dijo sin malicia alguna. Era abogado, y como tal le interesaba más recibir información que darla.
—Yo tengo algunas noticias respecto a ese hombre que le podrían interesar si es cliente suyo. —Erica trató de ser igualmente evasiva.
—¿Dónde obtuvo mi nombre?
—Me lo dio Abdul Hamdi —dijo Erica, consciente de que estaba faltando levemente a la verdad.
Malmud estudió a Erica durante un momento y luego se dirigí a la oficina exterior, regresando con una carpeta de archivo de pape] manila. Una vez sentado detrás de su escritorio, volvió a ponerse los anteojos y abrió la carpeta. Contenía una única hoja de papel, que Malmud estudió durante un minuto.
—Sí, aparentemente represento a Abdul Hamdi. —Miró a Erica por encima de los anteojos, expectante.
—Bueno, Abdul Hamdi está muerto. —Erica decidió no usar la palabra «asesinado».
Malmud observó pensativamente a Erica y luego leyó otra vez el papel contenido en la carpeta.
—Gracias por la información. Será necesario que investigue mis responsabilidades con respecto a su patrimonio. —Se puso de pie y extendió la mano, dando por terminada la entrevista.
Mientras se dirigía a la puerta, Erica volvió a hablar.
—¿Sabe usted lo que es una Baedeker?
—No —contestó el abogado conduciéndola con rapidez hacia la puerta.
—¿Nunca ha tenido una guía Baedeker? —Erica se detuvo en la puerta de la oficina.
—Nunca.
Cuando regresó al hotel, Yvon la estaba esperando. Tenía otra serie de fotografías para que ella examinara. Una de las caras le pareció vagamente familiar, pero no estaba segura. Sintió que las posibilidades de que ella fuese capaz de reconocer a los asesinos eran muy escasas, e intentó decírselo a Yvon, pero éste insistió.
—Prefiero que trates de cooperar en lugar de decirme lo que debo hacer.
Al salir al hermoso balcón, Erica recordó la noche anterior. En ese momento, el interés de Yvon parecía estrictamente comercial, y se alegró de que por lo menos se hubiese entregado a él con los ojos bien abiertos. Los deseos del francés habían sido momentáneamente satisfechos y toda su atención se había volcado a la estatua de Seti.
Erica aceptó la realidad ecuánimemente, pero la situación le hizo desear abandonar El Cairo y estar nuevamente en Luxor. Volvió a la suite para contarle a Yvon sus planes. En un principio él se quejó, pero a Erica le proporcionaba cierto placer no darle el gusto. Evidentemente Yvon no estaba acostumbrado a ser tratado de esa manera.
Pero finalmente cedió y hasta llegó a ofrecer a Erica que usara su avión. Él la seguiría, dijo, en cuanto pudiese.
Regresar a Luxor fue una alegría. A pesar del recuerdo del hombre del diente afilado, Erica se sentía infinitamente más cómoda en el Alto Egipto que en la cruda brutalidad de El Cairo. Cuando llegó al hotel se encontró con una serie de mensajes de Ahmed, quien le rogaba que lo llamase. Los colocó junto al teléfono. Acercándose a las puertas francesas que conducían al balcón las abrió de par en par. Era poco más de las cinco de la tarde, y el sol ya no calentaba tanto.
Erica se dio un baño para quitarse la tierra y la fatiga del viaje, a pesar de que el trayecto en avión había sido reconfortantemente corto. Cuando salió de la bañera llamó a Ahmed, quien pareció aliviado y contento de tener noticias suyas.
—Estaba muy preocupado —dijo el árabe—. Especialmente cuando me dijeron en el hotel que no la habían visto.
—Fui a pasar la noche a El Cairo. Yvon de Margeau me llevó en su avión.
—¡Ah! —dijo Ahmed. Se produjo un silencio embarazoso, y Erica recordó que, desde la primera conversación que tuvieron, Ahmed había actuado en forma extraña con respecto a Yvon.
—Bueno —dijo Ahmed finalmente—, la llamaba para saber si le gustaría visitar el Templo de Karnak esta noche. Hoy hay luna llena y el templo estará abierto hasta la medianoche. Vale la pena verlo.
—Me gustaría mucho —dijo Erica.
Combinaron que Ahmed la pasaría a buscar a las nueve de la noche. Primero visitarían el templo de Karnak y luego cenarían. Ahmed dijo que conocía un pequeño restaurante que quedaba junto al Nilo, y cuyo propietario era amigo suyo. Dijo que estaba seguro que a ella le gustaría el lugar y luego cortó la comunicación.
Erica se puso su vestido de jersey marrón muy escotado. Al estar cada vez más tostada y con el pelo aclarado por el sol, se sentía muy femenina. Pidió que le llevaran un vaso de vino a la habitación y se sentó en el balcón con la Baedeker, sosteniendo frente a ella la tapa desgarrada.
El nombre cuidadosamente escrito en la parte interior de la tapa de la guía de Abdul Hamdi era Nasef Malmud. No había posibilidad de error. ¿Por qué había mentido Malmud? Levantó la guía y la examinó cuidadosamente. Era un volumen de calidad, que no estaba pegado sino cosido. Contenía muchos diagramas y dibujos lineales de los distintos monumentos. Erica hojeó las páginas, deteniéndose frecuentemente para mirar una ilustración o para leer algún corto párrafo. También contenía unos cuantos mapas plegados: uno de Egipto uno de Saqqara, y uno de la Necrópolis de Luxor. La joven los examinó uno por uno.
Cuando trató de volver a plegar el mapa de Luxor, tuvo dificultad en doblarlo en la forma original. Entonces notó que el papel parecía distinto del de los demás mapas. Observándolo más de cerca, vio que estaba impreso sobre dos papeles que habían sido pegados. Erica levantó el libro de modo tal que el mapa quedara entre sus ojos y el sol poniente: en la parte de atrás del mapa de la Necrópolis de Luxor había un documento.
Regresando a la habitación, Erica cerró una de las puertas del balcón y apoyó el mapa contra el vidrio, de modo tal que el sol iluminara la parte posterior. En esa posición le era posible ver la carta que había sido colocada dentro del mapa. La letra era débil y pequeña, pero estaba escrita en inglés y resultaba legible. Estaba dirigida a Nasef Malmud.
Estimado Sr. Malmud:
Esta carta ha sido escrita por mi hijo, quien expresa en ella mis palabras. Yo no sé escribir. Soy un hombre viejo, de modo que si llega a leer esta carta no se lamente por mi suerte. En lugar de eso, utilice la información que le envío contra aquellos individuos que han decidido silenciarme antes que pagar. La ruta siguiente es la forma en que han sido sacados del país durante los últimos años los tesoros antiguos más famosos. Yo fui contratado por un agente extranjero (cuyo nombre decido no revelar) con la misión de infiltrarme en esa ruta a fin de que fuese él quien obtuviera esos tesoros.
Cuando se halla una pieza de valor, Lahib Zayed y su hijo Fathi pertenecientes a la tienda de antigüedades Curio, envían fotografías de la pieza a posibles compradores. Aquéllos que están interesados vienen a Luxor para ver los objetos. Una vez que el negocio ha sido concretado, el comprador debe depositar el dinero en una cuenta del Banco de Crédito de Zurich. Entonces la pieza se envía hacia el norte en barquitos pequeños y se entrega en la oficina de Aegean Hollidays Ltd., en El Cairo, propiedad de Stephanos Markoulis. Las antigüedades se ubican después dentro del equipaje de algunos turistas cándidos (las piezas grandes se desarman en varios pedazos) y van por avión con el grupo turístico hasta Atenas vía Jugoslwensky Airlines. El personal de la aerolínea está sobornado para que ciertos bultos del equipaje permanezcan en el avión a fin de que continúen viaje hasta Belgrado y Ljubljana. Desde allí las piezas son enviadas a Suiza para ser transferidas al comprador.
Recientemente se ha establecido una nueva ruta vía Alejandría. La firma exportadora de algodón Futures Ltd., controlada por Zayed Naquib, embala las antigüedades en fardos y las envía a Pierce Fauve Galleries, Marsella. Esa ruta todavía no ha sido probada al ser escrita esta carta.
Su seguro servidor
Abdul Hamdi.
Erica dobló el mapa para que calzara en la Baedeker. Estaba atónita. Sin duda la estatua de Seti que Teffrey Rice había comprado salió del país a través de la ruta de Atenas, tal como ella había adivinado cuando conoció a Stephanos Markoulis. Era una combinación inteligente, porque el equipaje de los grupos turísticos nunca era revisado tan a fondo como el de un pasajero individual. ¿Quién podía sospechar que una viejita de sesenta y tres años procedente de Joliet pudiera estar transportando valiosísimas antigüedades egipcias en su valija rosada?
Erica regresó al balcón, y se apoyó en la baranda. El sol se había hundido desganadamente detrás de las distantes montañas. En medio de los campos irrigados de la ribera oeste se erguía el coloso de Memnon, velado por sombras violetas. Erica se preguntó qué debía hacer. Pensó entregar el libro a Ahmed o a Yvon; probablemente a Ahmed. Pero a lo mejor convendría esperar hasta que estuviese por partir de Egipto. Eso sería lo más seguro. Aun cuando sabía lo importante que era denunciar la ruta del mercado negro, Erica también estaba interesada en la estatua de Seti I y en descubrir el lugar en que había sido desenterrada. Llena de excitación se imaginó todos los objetos que podían ser encontrados en ese mismo lugar. No quería que sus propias investigaciones fuesen detenidas por la policía.
Trató de ser realista con respecto al peligro que implicaba mantener el libro en su poder. En ese momento le resultaba evidente que el viejo había sido un chantajista y que la situación se había dado vuelta en su contra. Era igualmente evidente que Erica había sido un aditamento de último minuto en sus planes. En realidad nadie sabía que ella poseía la información, incluso ella misma lo ignoraba hasta algunos minutos antes. Resolvió, una vez más, ignorar la información hasta que estuviera lista para abandonar el país.
Mientras la noche se cernía lentamente sobre el valle del Nilo, Erica repasó sus planes. Continuaría con su papel de compradora de antigüedades para el museo y visitaría la tienda Curio, en la que a lo mejor ya había estado, puesto que no recordaba los nombres de las que había recorrido. Después trataría de averiguar si Sarwat Raman, el capataz de Carter, todavía vivía. En el caso de estar vivo tendría por lo menos, cerca de ochenta años. Ella quería hablar con alguien que hubiese entrado en la tumba de Tutankamón el primer día, y hacerle preguntas respecto al papiro que Carnarvon describía en su carta a Sir Wallis Budge. Mientras tanto, esperaba que Yvon haría las prometidas averiguaciones sobre la hija de Lord Carnarvon.
—Ésa es la casa de Chicago —dijo Ahmed, señalando una estructura imponente a mano derecha. El carruaje los conducía pacíficamente por Shari el Bahr, costeando la ribera arbolada del Nilo. El rítmico sonido de los cascos de los caballos era reconfortante, igual que el golpe de las olas sobre una playa de piedra. Estaba muy oscuro porque la luna llena todavía no asomaba sobre las copas de las palmeras y los picos de los riscos del desierto. El leve viento que soplaba del norte no bastaba para agitar la superficie espejada del Nilo.
Una vez más, Ahmed estaba impecablemente vestido con un traje de algodón blanco. Cuando Erica miraba su rostro intensamente tostado, lo único que conseguía distinguir eran sus ojos brillantes y sus dientes blancos.
Cuanto más tiempo pasaba con Ahmed, más confusa se sentía acerca de los motivos que lo llevaban a invitarla. El árabe era amistoso y cálido con ella, y sin embargo mantenía entre ambos una evidente distancia. La única vez que la tocó fue para ayudarla a subir al carruaje, tomándole la mano y dándole un levísimo empujón en la cintura.
—¿Estuvo casado alguna vez? —Preguntó Erica, esperando enterarse de algo respecto a él.
—No, nunca —respondió Ahmed de un modo cortante.
—Perdón —dijo Erica—. Supongo que no es asunto mío.
Ahmed levantó el brazo y lo colocó detrás de ella, sobre el borde del asiento.
—Está bien. No es ningún secreto. —Su voz era fluida una vez más—. No he tenido tiempo para romances, y supongo que mientras estuve en América me malcriaron demasiado. Aquí, en Egipto, las cosas son diferentes. Pero probablemente eso no sea más que una excusa.
Pasaron junto a un grupo de elegantes casas occidentales edificadas a la orilla del Nilo y rodeadas por altas paredes blanqueadas a la cal. Frente a cada verja de entrada había un soldado en uniforme de campaña con una pistola automática. Pero los soldados no estaban atentos. Uno de ellos hasta había colocado su arma sobre la pared para conversar con un paseante.
—¿Qué son esos edificios? —Preguntó Erica.
—Son las casas de algunos ministros —contestó Ahmed.
—¿Y por qué están custodiadas?
—Ser ministro puede ser peligroso en este país. No es posible conformar a todo el mundo.
—Usted es ministro —dijo Erica, preocupada.
—Sí, pero desgraciadamente a la gente no le importa tanto mi departamento. —Viajaron en silencio mientras los primeros rayos de la luna atravesaban las palmeras susurrantes.
—Esa es la oficina del Departamento de Antigüedades de Karnak —dijo Ahmed, señalando un edificio junto al río. Frente a ellos Erica alcanzaba a ver las torres piramidales de las portadas del gran Templo de Amon, iluminadas por los primeros rayos de la luna. Llegaron en el carruaje hasta la entrada y allí descendieron. Mientras recorrían el corto camino procesional a cuyos costados se alineaban esfinges con cabeza de carnero, Erica se sintió absolutamente embelesada. La tenue luz de la luna escondía el aspecto ruinoso del templo, haciéndole parecer aún floreciente.
Tuvieron que atravesar con cuidado las sombras púrpuras de la entrada para llegar al patio principal. Repentinamente, mientras cruzaban el ancho patio y pasaban al gran vestíbulo sostenido por hileras de columnas, Ahmed tomó la mano de Erica. Estar en ese lugar era lo mismo que ser transportada al pasado.
El vestíbulo era una selva de macizas columnas de piedra que se elevaban hacia el cielo de la noche. La mayor parte del techo había desaparecido, y los rayos de luna bañaban con luz plateada las columnas, sus extensos textos jeroglíficos y sus atrevidos relieves.
No hablaron; tan sólo caminaron tomados de la mano. Después de media hora de tan maravilloso paseo, Ahmed condujo a Erica hacia afuera a través de una entrada lateral y la llevó al primer pilón. Sobre el lado norte había una escalera de ladrillos, y subiéndola llegaron a la parte superior del templo, a cuarenta y dos metros de altura. Desde allí, pudieron contemplar toda la zona de Karnak, de más de un kilómetro cuadrado de extensión. Era imponente.
—Erica…
La joven se dio vuelta para mirarlo. Ahmed tenía la cabeza inclinada y la devoraba con los ojos.
—Erica, te encuentro muy hermosa.
A ella le gustaban los cumplidos, aunque siempre la hacían sentirse un poco incómoda. Desvió la mirada mientras Ahmed estiraba la mano para acariciarle la frente muy suavemente con la punta de los dedos.
—Gracias, Ahmed —dijo simplemente.
Levantando la vista, se dio cuenta de que Ahmed todavía continuaba estudiándola. Presintió que estaba confuso.
—Me recuerdas a Pamela —dijo por fin.
—¡Oh! —exclamó Erica. Recordarle una amiga anterior no era precisamente algo que le hiciera gracia, pero se dio cuenta de que Ahmed lo había dicho como un cumplido. Esbozó una débil sonrisa y miró el paisaje bañado por la luz de la luna. A lo mejor su parecido con Pamela era la razón por la que Ahmed la invitaba a salir.
—Tú eres más hermosa. Pero no es tu apariencia física lo que te hace ser parecida a ella; es tu franqueza y tu calidez.
—Mira, Ahmed, yo no te comprendo. La última vez que nos vimos te hice una pregunta inocente con respecto a Pamela, quise saber si tu tío se había encontrado con ella, y tú estallaste. Y ahora insistes en hablar de ella. No me parece que tengas una actitud muy coherente.
Permanecieron un momento en silencio. La intensidad de Ahmed la intrigaba, pero también la asustaba un poco, y no conseguía borrar el recuerdo de la taza de té hecha añicos.
—¿Te parece que serías capaz de vivir en un lugar como Luxor? —Preguntó Ahmed mirando fijamente el Nilo.
—No lo sé —respondió Erica—. Nunca se me pasó por la cabeza. Es un lugar muy hermoso.
—Es más que hermoso. Es intemporal.
—Extrañaría la plaza Harvard.
Ahmed rió, aliviando la tensión que se había creado.
—La plaza Harvard. ¡Qué lugar tan enloquecido! Hablando de otra cosa Erica, estuve pensando en tu decisión de hacer algo con respecto al mercado negro. No creo que la advertencia que te hice haya sido lo suficientemente fuerte y clara. Realmente me asusta que puedas verte envuelta en una cosa así. Por favor no lo hagas. La idea de que pudiera pasarte algo me resulta insoportable.
Se inclinó hacia adelante para besarla suavemente en la sien.
—Vamos. Debes ver el obelisco de Hatshepsut a la luz de la luna. —Y tomándola de la mano la ayudó a bajar la escalera.
La cena fue maravillosa. No comieron hasta después de las once de la noche, ya que habían caminado durante más de una hora para recorrer el maravilloso Karnak. El pequeño restaurante ubicado a la orilla del Nilo, había sido construido bajo un paraguas de palmeras gigantescas. Los dátiles estaban casi maduros para ser cosechados, y para impedir que la roja fruta se cayera habían colgado de los árboles una especie de bolsas tejidas.
Los kebabs, preparados con ajíes verdes, cebolla y trozos de cordero marinados en ajo, perejil y menta, eran la especialidad de la casa. Los servían con una guarnición de tomates pelados y alcahuciles, sobre fondo de arroz. Era un restaurante al aire libre obviamente popular entre la floreciente clase media de Luxor, cuyas conversaciones iban acompañadas de ademanes y grandes carcajadas. No se veían turistas en el lugar.
Ahmed se había aflojado considerablemente, desde la conversación que sostuvieron en el pilón. Se acariciaba pensativamente el bigote mientras Erica le contaba que hacía poco había terminado su tesis sobre La Evolución Sintáctica de los Jeroglíficos del Imperio Nuevo. Ahmed rió divertido cuando supo que había usado antiguos poemas de amor egipcios como punto de partida para su tesis. Usar poemas de amor como base para una tesis tan esotérica era algo maravillosamente irónico.
Erica le pidió que le narrara su infancia. Ahmed le contó que había sido muy feliz de niño en Luxor. Fue por eso que le gustó regresar al país. Recién cuando lo enviaron a El Cairo, su vida comenzó a complicarse. En la guerra de 1956, su padre fue mal herido y su hermano mayor murió. Su madre había sido la primera mujer de Luxor que tuvo un diploma secundario y universitario. Intentó conseguir empleo en el Departamento de Antigüedades, pero en ese momento no lo obtuvo por ser mujer. En la actualidad vivía en Luxor y trabajaba medio día en un Banco extranjero. También le dijo que tenía una hermana menor que se había recibido de abogada y trabajaba en el Departamento del Interior, en la sección de la Aduana.
Después de cenar, bebieron café árabe en pequeñas tazas. Hubo un momento de silencio en la conversación, y Erica aprovechó para averiguar algo que le interesaba.
—¿Hay algún registro de personas, aquí, en Luxor, al que se pueda recurrir para tratar de encontrar a una persona determinada?
Ahmed no contestó inmediatamente.
—Intentamos hacer un censo hace unos cuantos años, pero no fue muy exitoso. La información que se obtuvo en ese momento se puede conseguir en el edificio oficial que está ubicado junto al correo central. Aparte de eso, está la policía. ¿Por qué?
—Por simple curiosidad —dijo Erica evasivamente. Tenía ganas de hablar con Ahmed de su interés por los antiguos ladrones de tumbas, pero temía que intentara detenerla o, peor aún, que se riera de ella si le contaba que estaba buscando a Sarwat Raman. Cuando lo pensaba fríamente, hasta a ella le parecía un poco rebuscado. La última referencia que tenía de Raman había sido hecha cincuenta y siete años antes.
Fue en ese momento que Erica vio al hombre del traje negro. No podía verle la cara porque estaba de espaldas a ella, pero le resultaba familiar su forma de estar sentado e inclinado sobre la comida. Y era una de las pocas personas en el restaurante que no estaba vestido a la usanza árabe. Ahmed presintió que algo le pasaba.
—¿Qué sucede? —Preguntó.
—Oh, nada —contestó Erica, volviendo a la realidad—. Realmente nada.
Pero estaba preocupada. Si ese hombre la seguía mientras ella estaba con Ahmed, era muy dudoso que se tratara de un individuo que trabajaba para las autoridades. Pero entonces, ¿quién era?