DIA 5

Luxor 6.35 horas

La excitación de estar en Luxor despertó a Erica antes del amanecer. Pidió el desayuno e hizo que se lo sirvieran en el balcón. Junto con el desayuno le llegó un telegrama de Yvon:

«LLEGO HOTEL NEW WINTER PALACE HOY STOP DESEARÍA VERTE ESTA NOCHE».

Erica se sorprendió. Creyó que el telegrama sería de Richard. Y después de pasar la velada anterior con Ahmed, se sentía confusa, En ese momento le parecía increíble que hacía sólo un año ella moría de ansiedad porque Richard no le proponía que se casaran. Y ahora se sentía atraída, al mismo tiempo, por tres hombres completamente diferentes. Aunque le tranquilizaba saber que como mujer seguía siendo capaz de reaccionar ante la atracción masculina, cosa de la que no se había sentido segura cuando su relación con Richard comenzó a fisurarse, de todas maneras, la situación actual también le resultaba bastante enervante. Terminó de un solo trago el café que quedaba y decidió sacarse todos los problemas emocionales de la cabeza. Entonces se volvió a su habitación y se preparó para un largo día.

Después de vaciar el bolsón de lona, lo volvió a arreglar, introduciendo en él el almuerzo frío que había ordenado por sugerencia del hotel, la linterna, los fósforos y cigarrillos, y la guía Baedeker 1929 que le había prestado Abdul Hamdi. Sobre la cómoda colocó la tapa de la guía que se había desprendido, y varios papeles más. Antes de alejarse de la cómoda, Erica volvió a ver el nombre escrito en la tapa: Nasef Malmud, 180 Shari el Tahrir, El Cairo. ¡Su conexión con Abdul Hamdi no había sido completamente cortada por el asesinato de Tewfik! Cuando regresara a El Cairo visitaría a Nasef Malmud. Cuidadosamente, puso la tapa en su bolsón.

Había poca distancia entre el hotel Winter Palace y las tiendas de antigüedades de Shari Lukanda y Erica la recorrió a pie. Algunos negocios todavía estaban cerrados, a pesar de que ya pululaban por la zona una serie de turistas vestidos con brillantes colores. Erica eligió una tienda al azar y entró.

El negocio le recordó a Antica Abdul, sólo que evidentemente tenía muchos más objetos en venta. Erica examinó los ejemplares más impactantes, separando los auténticos de los falsos. El propietario, un hombre gordo llamado David Jouran, no se le separaba al principio, pero luego se refugió detrás del mostrador.

Entre docenas de vasijas que pretendían ser prehistóricas, Erica encontró sólo una o dos que quizá fuesen auténticas, y aun ésas eran ordinarias. Tomó una en la mano.

—¿Cuánto?

—Cincuenta libras —replicó Jouran—. La de al lado cuesta diez libras.

Erica miró la otra vasija. Tenía decoraciones preciosas. Demasiado lindas: eran espirales, pero habían sido pintadas al revés. Ella sabía que los cacharros predinásticos frecuentemente tenían espirales, pero todas giraban en el sentido contrario al de las agujas del reloj. En cambio las espirales de ese cacharro giraban en el mismo sentido de las agujas del reloj.

—Sólo me interesan las antigüedades. En realidad, acá encuentro muy pocas piezas auténticas. Estoy buscando algo muy especial. —Dejó el falso cacharro y caminó hasta el mostrador—. Me han enviado a Egipto para adquirir algunas antigüedades particularmente valiosas, preferentemente de la época del Imperio Nuevo. Estoy dispuesta a pagar bien. ¿Tiene algo para mostrarme?

David Jouran se quedó mirándola durante algunos momentos sin contestar. Entonces se inclinó, abrió un pequeño armario, y colocó sobre el mostrador una cabeza de piedra de Ramsés II llena de desconchones. La nariz había desaparecido y el mentón estaba rajado.

Erica hizo un movimiento negativo con la cabeza.

—No —dijo, mirando a su alrededor—. ¿Eso es lo mejor que tiene?

—Por ahora, sí —dijo Jouran guardando la talla dañada.

—Bueno, le voy a dejar mi nombre —dijo Erica escribiéndolo en un pedazo de papel—. Me alojo en el Winter Palace. Si se entera de la existencia de alguna pieza muy especial, póngase en contacto conmigo. —Hizo una pausa, esperando a medias que el hombre le mostrara otra cosa, pero él se encogió simplemente de hombros y después de un incómodo silencio Erica abandonó la tienda.

Sucedió lo mismo en los cinco negocios siguientes a los que entró. Nadie le mostró nada extraordinario. La mejor pieza que vio fue una figura ushabti vidriada, de la época de la Reina Hatshepsut. En todas las tiendas dejó su nombre, sin muchas esperanzas de obtener resultados positivos. Finalmente se dio por vencida y caminó hasta el desembarcadero del ferry. Cruzar la ribera oeste costaba sólo unos centavos en ese viejo barco atestado de turistas cubiertos de cámaras fotográficas. En cuanto desembarcaron, el grupo fue asediada por una enorme bandada de conductores de taxis, presuntos guías y vendedores de escarabajos. Erica subió a un ómnibus desvencijado que tenía un letrero pintado de cualquier manera sobre un pedazo de cartón que decía: «Valle de los Reyes». Cuando todos los pasajeros del ferry se hubieron ubicado en algún medio de transporte, el ómnibus abandonó el muelle.

Erica estaba fuera de sí de excitación. Más allá de los campos llanos y cultivados, que terminaban abruptamente al borde del desierto, se erigían los tiesos riscos tebanos. A los pies de esos riscos, se divisaban algunos de los famosos monumentos como el templo lleno de gracia de Hatshepsut en Deir el-Bahri. Inmediatamente a la derecha del templo de Hatshepsut había un pequeño pueblo llamado Qurna edificado sobre la abrupta ladera. Las construcciones de adobe estaban en pleno desierto, detrás de los campos de regadío. La mayor parte de esas casas eran de un color tostado no demasiado distinto del color de los riscos de piedra y arena. Unas cuantas habían sido pintadas a la cal y se destacaban de las demás, particularmente una pequeña mezquita con minarete corto y tieso. Entre las viviendas había aberturas cortadas en la roca. Eran entradas que conducían a millares de antiguas criptas. La gente de Qurna vivía en medio de las tumbas de los nobles. Se habían hecho muchos intentos de reubicar a los habitantes del pueblo, pero éstos se resistían tenazmente.

El ómnibus patinó en una curva cerrada y luego dobló a la derecha en una bifurcación del camino. Erica pudo divisar fugazmente el templo mortuorio de Seti I. ¡Había tanto para ver!

El desierto comenzaba en una línea perfectamente demarcada. Las rocas desoladas y la arena, donde no crecía una sola planta, reemplazaban el verdor de los campos de caña de azúcar. El camino corría en línea recta hasta que llegaba a las montañas; luego comenzaba a serpentear dirigiéndose a un valle cada vez más angosto. El calor era intenso, como el de un horno y no había viento que aliviara la sensación de opresión.

Después de pasar un pequeño puesto de guardia hecho de piedra, el ómnibus se detuvo en una gran playa de estacionamiento que ya estaba repleta de otros ómnibus y de taxis. A pesar de que la temperatura era superior a los cuarenta grados, el lugar estaba lleno de turistas. A la izquierda, sobre una pequeña elevación, el puesto de refrescos significaba un excelente negocio.

Erica se puso un sombrero color caqui que había llevado para protegerse del sol. Le resultaba difícil convencerse de que finalmente había llegado al Valle de los Reyes, el lugar donde había sido descubierta la tumba de Tutankamón. El valle estaba encerrado por montañas dentadas y dominado por un pico agudo y triangular que parecía una pirámide construida por la naturaleza. Grandes volúmenes de roca pura color marrón caían hacia el valle donde había unos prolijos senderos marcados con pequeñas piedras sacadas del lugar que habían convertido en playa de estacionamiento. En el sitio en que los riscos y los senderos se encontraban, se hallaban las negras aberturas que conducían a las tumbas de los reyes.

Aunque la mayor parte de los pasajeros del ómnibus se había encaminado al quiosco de bebidas para tomar algo fresco, Erica se dirigió con apuro a la entrada de la tumba de Seti I. Sabía que era la mayor y la más espectacular de las tumbas del valle y quería visitarla primero para ver si encontraba en ella el nombre de Nenephta.

Conteniendo el aliento, atravesó el umbral que la conduciría al pasado. Aunque sabía que las decoraciones estaban bien conservadas, al verlas personalmente, los matices primitivos la sorprendieron. Los colores eran tan vivos que parecían haber sido pintados el día anterior. Caminó lentamente por el corredor de entrada, luego bajó otra escalera, sin poder desprender la mirada de las decoraciones de las paredes. Había imágenes de Seti en compañía de todo el panteón de deidades egipcias. En el techo, enormes buitres con las alas extendidas. Voluminosos textos jeroglíficos extraídos del Libro de los Muertos separaban las imágenes.

Erica tuvo que esperar que pasara un numeroso grupo de turistas antes de poder cruzar un puente de madera tendido a través de un profundo foso. Mirando las profundidades del foso, Erica se preguntó si habría sido hecho para detener a los ladrones de tumbas. Después del puente había una galería sostenida por cuatro gruesos pilares. Luego encontró otra escalera que antiguamente había estado sellada y cuidadosamente escondida.

Mientras descendía aún más al fondo de la tumba, Erica se maravilló ante la fuerza hercúlea que se debió necesitar para cavar a mano la roca. Después de descender la cuarta escalera, se dio cuenta de que había penetrado más de cien metros dentro de la montaña, y notó que le resultaba bastante más difícil respirar. Entonces se maravilló ante lo arduo que debió ser el trabajo para los antiguos obreros que edificaron la tumba. A pesar del continuo fluir de visitantes no había ventilación, y la falta de oxígeno produjo en Erica una sensación de sofocación. Aunque no sufría de claustrofobia, tampoco le gustaba estar encerrada y tuvo que hacer un esfuerzo consciente para reprimir sus recelos.

Una vez en la cámara funeraria, Erica intentó ignorar su dificultosa respiración y forzó el cuello para admirar los motivos astronómicos del techo abovedado. También notó uno de los túneles recientemente cavado por un individuo que estaba seguro de conocer la ubicación de otros cuartos secretos. No se había encontrado nada.

Aunque confinada dentro de la tumba se sentía cada vez más ansiosa, se autoconvenció de que tenía que visitar un pequeño cuarto lateral en el que se hallaba una bien conocida interpretación de Nut, la diosa del cielo, bajo la forma de una vaca. Se dirigió a la puerta, abriéndose paso a través de los turistas, pero al mirar dentro de la habitación se dio cuenta de que su capacidad estaba prácticamente colmada, y decidió pasar por alto a la diosa Nut. Al darse vuelta en forma repentina, chocó con un hombre que entraba a la habitación detrás de ella.

—Discúlpeme —dijo Erica.

El hombre esbozó una sonrisa antes de regresar a la cámara funeraria. En ese momento apareció otro grupo de turistas, y Erica se vio forzada a entrar en la pequeña habitación. Desesperadamente intentó calmarse, pero el hombre que le había impedido el paso la ponía nerviosa. Lo había visto antes… pelo negro, traje negro, y una sonrisa torcida que mostraba un puntiagudo diente superior, todo lo cual ella recordaba haber visto en el Museo Egipcio en El Cairo.

Erica se preguntó por qué ese hombre la alarmaba, sabiendo que los turistas siempre frecuentan los mismos lugares. Sabía que estaba actuando en una forma absurda y que su miedo era simplemente una combinación de los horripilantes acontecimientos de los últimos días sumados a la atmósfera calurosa y encerrada de la tumba. Ubicándose mejor la correa del bolsón de lona sobre el hombro, se obligó a entrar en la cámara funeraria. El hombre no estaba a la vista. Una pequeña serie de escalones llevaba a la parte superior de la habitación, que a su vez, conducía a la salida. Erica comenzó a subir esos escalones, revisando el lugar con la mirada. Hizo un esfuerzo para no comenzar a correr. Entonces se detuvo. Detrás de uno de los pilares cuadrados de la izquierda, moviéndose con rapidez, estaba el individuo. Fue sólo una visión fugaz, pero en ese momento Erica se convenció de que no se dejaba llevar por su imaginación, ese hombre actuaba en forma extraña. La estaba siguiendo. Impulsivamente, subió los escalones restantes y se deslizó detrás de una columna. El cuarto tenía cuatro pilares, cuyos lados estaban decorados con relieves de tamaño natural de Seti I, frente a uno de los dioses egipcios.

Erica esperó, con el corazón palpitante, recordando a pesar suyo la violencia que había estallado a su alrededor durante los últimos días. No sabía qué esperar. Entonces el hombre reapareció. Caminó alrededor del pilar que estaba frente a Erica, observando el gigantesco mural de la pared. Aun cuando tenía los labios sólo entreabiertos, Erica pudo ver que su incisivo derecho terminaba en una aguda punta. Pasó a su lado sin mirarla.

En cuanto consiguió que sus piernas le respondieran, Erica comenzó a caminar y después se lanzó a correr desandando el camino a través de corredores y escaleras, hasta que surgió en la luz sorprendentemente brillante del sol. Una vez al aire libre, su pánico se evaporó y se sintió tonta. Su certeza respecto a las malévolas intenciones del hombre le parecía pura paranoia. Miró hacia atrás, pero no regresó a la tumba de Seti. Buscaría el nombre de Nenephta algún otro día.

Ya había pasado el mediodía y tanto el quiosco como la casa de descanso estaban atestados de gente. Por lo tanto, la comparativamente humilde tumba de Tutankamón se encontraba casi vacía. Más temprano había habido una cola de gente que esperaba para entrar. Erica aprovechó que la multitud había disminuido y descendió los famosos dieciséis escalones que llevaban a la entrada. Justo antes de ingresar, volvió a mirar la tumba de Seti. No vio a nadie. Mientras caminaba por el corredor pensó en la ironía que fuese la tumba más pequeña y la perteneciente al más insignificante faraón del Nuevo Reino, la única que había sido encontrada casi intacta. Y aun así, había sido violada dos veces en la antigüedad.

Mientras cruzaba el umbral de la antecámara, trató de recrear mentalmente ese maravilloso día de noviembre de 1922 en que la tumba fue abierta. ¡Qué excitante debió ser el momento en que Howard Carter y su comitiva entraron en lo que sería el más fabuloso tesoro arqueológico descubierto hasta la fecha!

Gracias a sus conocimientos, Erica podía ubicar mentalmente la mayor parte de los objetos que fueron hallados dentro de la tumba. Sabía que las estatuas de tamaño natural de Tutankamón estaban ubicadas a cada lado de la entrada de la cámara funeraria, y que las tres camas funerarias se hallaban contra la pared. Entonces recordó el extraño desorden que Carter había encontrado dentro de la tumba. Era un misterio que jamás fue explicado. Presumiblemente el caos había sido creado por los ladrones de la tumba, ¿pero por qué no se habían vuelto a colocar en su lugar original los objetos funerarios?

Erica tuvo que esperar, apartándose del camino de un grupo de turistas franceses que salía, para penetrar en la cámara funeraria. Mientras permanecía allí, el hombre del traje negro que la había asustado en la tumba de Seti, entró con una guía abierta en la mano. Involuntariamente, Erica se puso tensa. Pero, convencida de que sólo estaba imaginando cosas, luchó exitosamente contra sus temores. Por otra parte, el hombre ni siquiera pareció darse cuenta de su existencia cuando pasó junto a ella. Erica miró atentamente la nariz ganchuda que le daba el aspecto de un ave de rapiña.

Apeló a toda su valentía y se obligó a entrar en la cámara funeraria llena de gente. La habitación estaba dividida por una baranda y junto al único lugar libre del pasamanos estaba el hombre del traje negro. Por un momento la joven vaciló, pero luego caminó hasta la baranda y se puso a contemplar el magnífico sarcófago rosado de Tutankamón. Las pinturas de las paredes resultaban insignificantes comparadas con la perfección estilística de las de la tumba de Seti. Mientras sus ojos vagaban por el cuarto, Erica fijó accidentalmente la mirada en la página abierta de la guía del hombre. Era la correspondiente a la planta del Templo de Karnak. No tenía nada que ver con el Valle de los Reyes, y en un instante resurgieron sus temores. Se alejó rápidamente del pasamanos y salió de la tumba con paso rápido. Una vez más se sintió mejor cuando estuvo a plena luz del sol y en el aire fresco, pero ya estaba completamente convencida de no ser una paranoica.

No había mesas libres en el quiosco de refrescos ubicado a escasos metros de la entrada de la tumba de Tutankamón, pero Erica se sintió mucho mejor en medio del gentío: allí estaba a salvo. Se sentó sobre la pared baja de piedra de la terraza, con una lata de jugo de frutas helado que compró y su caja con el almuerzo preparado en el hotel. No había dejado de vigilar atentamente la entrada de la tumba de Tutankamón, y en ese momento vio salir al hombre que cruzó la playa de estacionamiento yendo hasta un pequeño auto negro. Se sentó dentro de él sin cerrar la portezuela, y manteniendo apoyados los pies sobre el piso de la playa. Erica se preguntó qué significaría la presencia de ese hombre allí; si su intención hubiese sido hacerle daño había tenido ya múltiples oportunidades. Llegó a la conclusión de que simplemente la seguía, y que a lo mejor trabajaba para las autoridades. Erica respiró hondo y decidió ignorarlo. Pero también decidió que permanecería cerca de otros turistas.

Su almuerzo consistió en varios sándwiches de cordero que masticó pensativamente mientras miraba la entrada de la tumba de Tutankamón. Le tranquilizaba pensar en los miles de visitantes del Valle de los Reyes que durante la época victoriana habían bebido sus limonadas frescas a sólo nueve metros de la escondida entrada que conducía a uno de los tesoros enterrados más importantes del mundo. La tumba de Seti I también estaba bastante cerca del quiosco de refrescos.

Mordiendo su segundo sándwich consideró la proximidad de le tumba de Ramsés IV con la de Tutankamón. Estaba situada un poco más arriba y levemente a la izquierda. Erica recordó que habían sido las chozas de los obreros, edificadas durante la construcción de la tumba de Ramsés IV sobre la entrada de la tumba de Tutankamón, las que demoraron el descubrimiento de Carter. Hasta que éste hizo un surco en el lugar, no descubrió los dieciséis escalones descendentes.

Erica dejó de comer mientras repasaba toda la información que poseía. Sabía que en la antigüedad los ladrones habían entrado a la tumba de Tutankamón por la entrada original, porque Carter había descrito la rotura de la puerta. Pero debido a la ubicación de las chozas de los obreros, la entrada a la tumba de Tutankamón sin duda estaba cubierta y olvidada cuando comenzó la construcción de la tumba de Ramsés IV. Eso quería decir que la tumba de Tutankamón debió ser violada a principios de la dinastía veinte o quizás a fines de la diecinueve. ¿Y si la tumba de Tutankamón hubiese sido violada durante el reinado de Seti I?

Erica tragó. ¿Existiría alguna conexión entre la profanación de la tumba de Tutankamón y la inscripción del nombre del rey niño sobre la estatua de Seti? Mientras pensaba, Erica levantó la mirada y contempló a un halcón solitario que planeaba formando espirales en el cielo.

Comenzó a guardar los papeles de sus sándwiches dentro de la caja. El hombre del auto no se había movido. Se desocupó una mesa cercana y Erica colocó sobre ella sus pertenencias, depositando el bolsón de lona en el suelo.

A pesar del calor pesado que pendía como una gruesa frazada sobre el valle, los pensamientos de Erica continuaban volando. ¿Y qué si las estatuas de Seti hubiesen sido ubicadas dentro de la tumba de Tutankamón después que los ladrones fueron apresados? Inmediatamente descartó la idea por lo absurda; no tenía sentido. Por otra parte, si las estatuas hubieran estado en la tumba, Carter las habría catalogado, ya que tenía la reputación de ser absolutamente meticuloso. No, Erica sabía que sus pensamientos seguían un rumbo equivocado, pero se dio cuenta de que la importancia del descubrimiento de Carter hizo que no se analizara a fondo el asunto del antiguo robo a la tumba de Tutankamón. El hecho de que la tumba del rey niño hubiese sido violada podría tener importancia, y la idea de que hubiera sucedido durante el reinado de Seti I era fascinante. De repente Erica deseó estar en el Museo Egipcio. Quería revisar las notas de Carter que el doctor Fakhry dijo tener archivadas en microfilmes. Aunque no descubriera en ellas nada sorprendente, sería un tema espléndido; para un artículo periodístico. También se preguntó si todavía estarían vivas algunas de las personas presentes durante la apertura original de la tumba. Sabía que Carnarvon y Carter habían muerto, y pensando en la muerte de Carnarvon, recordó «La Maldición de los Faraones», y sonrió ante la imaginación de algunos y la credulidad del público.

Cuando terminó su almuerzo, Erica abrió la Baedeker para decidir cuál de las tumbas restantes quería visitar. En ese momento pasó un grupo de turistas alemanes y se apresuró a unirse a ellos. El halcón que planeaba en espirales repentinamente se zambulló para caer sobre una confiada presa.

Khalifa apagó la radio del auto cuando vio que Erica se internaba aún más en el ardiente valle.

—¡Karrah! —exclamó maldiciendo mientras se apartaba de la sombra del auto. No podía imaginarse por qué alguien en su sano juicio podía someterse voluntariamente a un calor tan despiadado.