DIA 4

Balianeh 6.05 horas

—Balianeh dentro de una hora —dijo el guarda a través de la cortina de la litera de Erica.

—Gracias —contestó ella, sentándose y levantando la cortina que cubría la ventanilla. Afuera apenas comenzaba a amanecer. El cielo tenía un color púrpura claro, y a la distancia se divisaban las sierras del desierto. El tren avanzaba con rapidez, balanceándose levemente. Las vías corrían justo por el borde del desierto de Libia.

Erica se lavó en su pequeño lavatorio y se maquilló apenas. La noche anterior había intentado leer uno de los libros sobre Tutankamón que había comprado en la estación, pero el movimiento del tren la acunó, provocándole un sueño inmediato. Durante la noche se había despertado justo el tiempo necesario para apagar la luz de la cabecera que había quedado encendida.

Cuando los primeros rayos del sol aclaraban el horizonte al este, le sirvieron un desayuno a la inglesa en el coche comedor. Y mientras Erica observaba, el cielo cambió su color púrpura por un celeste claro. Era un espectáculo increíblemente hermoso.

Mientras bebía el café, Erica sintió que se le quitaba un peso de encima, dejándole una eufórica sensación de libertad. El tren parecía transportarla hacia atrás en el tiempo, hacia el antiguo Egipto y la tierra de los faraones.

Eran poco más de las seis de la mañana cuando descendió en Balianeh. Bajaron muy pocos pasajeros y el tren reinició la marcha en cuanto el último de ellos estuvo en el andén. Con alguna dificultad, Erica consiguió dejar su valija en depósito en la estación, y después salió al bullicio de la pequeña ciudad rural. El aire parecía lleno de alegría. La gente tenía un aspecto mucho más feliz que las opresivas multitudes de El Cairo. Pero hacía más calor. Aun a esa hora temprana de la mañana, Erica sintió la diferencia de la temperatura.

Había varios viejos taxis esperando a la sombra de la estación. La mayor parte de los conductores dormían con la boca abierta. Pero cuando uno de ellos descubrió a Erica, todos se levantaron y empezaron a hablar excitados. Finalmente, empujaron a un tipo flaco, obligándolo a adelantarse. El hombre tenía un gran bigote desparejo y una barba desigual, pero parecía encantado de su suerte y le hizo una reverencia a Erica antes de abrir la puerta de su taxi modelo 1940, sabía un poco de inglés, incluyendo la palabra «cigarrillo». Erica le regaló unos cuantos, y el hombre inmediatamente aceptó convertirse en su conductor, prometiendo llevarla de vuelta a la estación a tiempo para tomar el tren de las 17 horas para Luxor. El precio estipulado era de cinco libras egipcias.

Salieron de la ciudad dirigiéndose al norte, y después doblaron hacia el oeste, alejándose del Nilo. Con su radio portátil atada al panel del instrumental en forma tal que la antena pudiera sobresalir por la ventanilla sin vidrio de la derecha, el chofer sonrió con alegría. A cada lado del camino se extendía un mar de cañas de azúcar, interrumpido de tanto en tanto por un ocasional oasis de palmeras.

Cruzaron una pestilente acequia de riego y pasaron por el pueblo de El Araba el Mudfuna. Se trataba de una triste colección de chozas de adobe edificadas al borde de los campos cultivados. Había muy poca gente a la vista, con excepción de un grupo de mujeres vestidas de negro que transportaban grandes vasijas de agua sobre la cabeza. Erica las volvió a mirar. Tenían la cara cubierta por velo.

Unos cientos de metros después del pueblo, el conductor detuvo el automóvil y señaló hacia adelante.

—Seti —dijo, sin sacarse el cigarrillo de la boca.

Erica se bajó del coche. De modo que allí estaba. Abydos. El lugar elegido por Seti I para edificar su magnífico templo. Y justo cuando Erica comenzaba a sacar su guía, fue asaltada por un grupo de jovencitos que vendían escarabajos. Era la primera turista del día, y sólo pudo librarse de la charlatanería insistente del grupo de chiquilines, pagando la entrada de cincuenta piastras y penetrando al templo propiamente dicho.

Con la guía Baedeker en la mano, se sentó sobre un bloque de piedra y leyó el capítulo dedicado a Abydos. Gracias a sus estudios el lugar le era completamente familiar, pero quería asegurarse respecto a los lugares decorados con jeroglíficos durante el reinado de Seti I. El templo había sido terminado por el hijo y sucesor de Seti, Ramsés II.

Sin saber que Erica planeaba visitar Abydos, Khalifa permaneció en el andén de la estación de Luxor, esperando que los pasajeros bajaran del tren. Éste había llegado puntualmente y era esperado por un enorme tropel de gente que se apretujaba ansiosamente para subir. Hubo conmoción y gritos, especialmente por parte de los vendedores de frutas y bebidas heladas que ofrecían su mercadería a través de las ventanillas abiertas a los pasajeros de tercera clase que seguían viaje hasta Aswan. La gente que descendía del tren y aquéllos que subían, se empujaban en medio de un frenesí cada vez mayor, porque ya comenzaban a sonar los silbatos. Los trenes egipcios cumplían con el horario establecido.

Khalifa encendió un cigarrillo, y luego otro, dejando que el humo ascendiera rozando su nariz ganchuda. Estaba parado lejos del caos, desde un lugar en que podía vigilar todo el andén y también la salida principal. Unos cuantos pasajeros demorados corrieron para alcanzar el tren cuando éste comenzó a salir de la estación. No había ni rastros de Erica. Cuando terminó su cigarrillo, Khalifa abandonó la estación por la entrada principal. Se dirigió a la oficina central de correos para llamar a El Cairo. Algo andaba mal.