DIA 3

El Cairo 8.00 horas

Cuando Erica despertó a la mañana siguiente, pensó que nuevamente había dejado corriendo el agua de la lluvia, pero pronto recordó la inesperada llegada de Richard y se dio cuenta de que era él quien había abierto la canilla. Sacándose un mechón de pelo de la cara, Erica dejó caer la cabeza sobre la almohada en una posición que le permitiera mirar por el balcón. El ruido incesante del tránsito de la calle se mezclaba con el del agua de la lluvia y resultaba tan sedante como el de una lejana cascada. Cerró los ojos pacíficamente una vez más mientras recordaba sus resoluciones de la noche anterior. Entonces, el agua de la lluvia se detuvo abruptamente. Erica no se movió. Al momento apareció Richard en la habitación, secándose vigorosamente el pelo rubio. Dándose vuelta en la cama cuidadosamente, mientras simulaba estar dormida, Erica abrió apenas los ojos y se sorprendió al ver a Richard completamente desnudo. Lo observó mientras él terminaba de secarse con la toalla para avanzar luego hacia la puerta abierta del balcón y comenzar a estudiar las grandes pirámides y la esfinge guardiana que se veían a la distancia. Richard tenía un cuerpo realmente espléndido. Erica observó la agradable curva de su cintura; sintió la sugestión de poder que había en sus piernas bien formadas. Entonces la joven cerró los ojos, temerosa de que la familiaridad del cuerpo de Richard y la sexualidad que de él emanaba fuesen más fuertes que ella.

Después, la despertó una suave sacudida. Abriendo los ojos, se encontró mirando directamente el azul profundo de los de Richard. Sonreía traviesamente y se había puesto vaqueros y una remera azul marino. Se notaba que había peinado con especial cuidado su pelo enrulado y rebelde.

—¡Vamos, bella durmiente! —Dijo, besándola en la frente—. El desayuno llegará dentro de cinco minutos.

Mientras se duchaba, Erica se debatió reflexionando acerca de la mejor manera de ser firme con Richard sin parecer insensible. Tenía la esperanza de que Yvon no la llamara por teléfono, y al pensar en el francés recordó la estatua de Seti I. Una cosa era decidir en mitad de la noche que realizaría una cruzada, pero otra muy distinta era saber realmente por dónde empezar. Sabía que si quería tener esperanzas de encontrar la escultura, era necesario que forjara algún plan de acción. Restregándose con el jabón egipcio de desagradable perfume, tomó conciencia por primera vez del peligro constante que significaba haber sido testigo del asesinato de Abdul Hamdi. Mientras se preguntaba por qué no habría considerado antes este aspecto de su situación, se enjuagó y salió de la bañera.

—Por supuesto —dijo en voz alta—, que cualquier peligro que pueda correr, dependerá de que los asesinos estén enterados de que los vi. Y ellos no se dieron cuenta de que yo estaba allí.

Erica se pasó un peine por el pelo húmedo para desenredarlo, y se miró en el espejo. El granito que tenía en el mentón casi había desaparecido, y el sol egipcio ya le había dado un atractivo color a su piel.

Mientras se maquillaba, trató de recordar su conversación con Abdul Hamdi. Éste le había dicho que la estatua descansaba en su negocio antes de proseguir el viaje, cuyo destino final, presumiblemente, sería algún punto fuera de Egipto. Erica esperaba que el asesinato de Abdul Hamdi significara que la estatua no había salido del país. Basaba esa suposición en el hecho de que, tanto Yvon como Jeffrey Rice y el griego del que le había hablado Yvon, se habrían enterado si la estatua hubiese aparecido en algún país neutral como Suiza. En definitiva, estaba casi segura de que la estatua se encontraba, no solamente en Egipto, sino en El Cairo mismo.

Erica inspeccionó su maquillaje. Estaba bien. Se había puesto un poco de rimel. Había algo emocionante en el hecho de que cuatro mil años antes, las mujeres egipcias se oscurecían las pestañas de idéntica manera.

Richard golpeó a la puerta.

—El desayuno está servido en el balcón —dijo, simulando un acento inglés. «Parece demasiado feliz», pensó Erica. «Me va a resultar muy difícil hablar con él».

Contestó, a través de la puerta cerrada, que estaría lista en pocos minutos, y entonces comenzó a vestirse. Extrañó sus pantalones de algodón. Sabía que en ese clima tórrido los vaqueros le darían mucho más calor. Mientras luchaba por ponerse los jeans ajustados, pensó en el griego. No tenía idea de lo que el hombre querría de ella, pero a lo mejor él podría llegar a convertirse en una fuente de información. Quizá pudiera negociar lo que él quisiera obtener de ella a cambio de datos confidenciales sobre el funcionamiento del mercado negro. Era una posibilidad remota, pero por lo menos constituía un punto de partida.

Metiéndose la blusa dentro del pantalón, Erica se preguntó si el griego, o cualquier otro para el caso, comprendería el significado de los jeroglíficos que ella había tratado de traducir la noche anterior. Casi más importante que la propia estatua perdida, era el misterio que se cernía sobre la personalidad de Seti I. Habían transcurrido tres mil años desde la época en que ese egipcio había vivido y respirado. Aparte de conducir una campaña militar muy exitosa en Medio Oriente y en Libia durante la primera década de su reinado, todo lo que Erica recordaba respecto a ese poderoso Faraón, era que había edificado un extenso complejo de templos en Abydos, además del templo de Karnak, y también la tumba más espectacular del Valle de los Reyes.

Comprendió que necesitaba una información mayor que la que poseía, y decidió volver al museo egipcio y usar en él sus cartas de presentación profesionales. Eso la mantendría ocupada mientras esperaba que el griego estableciera contacto con ella. La otra persona que podría suministrarle información era el hijo que Abdul Hamdi había mencionado, propietario de una tienda de antigüedades en Luxor. En el momento de abrir la puerta del baño, Erica se decidió… Iba a remontar el Nilo hacia Luxor cuanto antes para encontrarse con el hijo de Abdul Hamdi. Estaba convencida de que ésa era la mejor idea que se le había ocurrido hasta el momento.

Richard se había encargado de ordenar un desayuno importante. Igual que la mañana anterior, éste había sido servido en el balcón. Había huevos, jamón y pan egipcio fresco, todo presentado en fuentes de plata con tapa. También tajadas de papaya rodeadas de cubitos de hielo. El café estaba listo para ser servido. Richard, como si fuera un mozo nervioso, se afanaba alrededor de la mesa corrigiendo la ubicación de la vajilla y las servilletas.

—¡Ah! ¡Su Alteza! —Dijo, manteniendo el acento inglés—. La mesa está servida. —Retirando una silla invitó por señas a Erica a que se sentara—. Después de usted —dijo, levantando por turno cada una de las tapas de las fuentes.

Erica se sintió genuinamente emocionada. Richard no poseía la sofisticación de Yvon, pero su comportamiento era muy atractivo. Y aunque intentara aparentar dureza en casi todas las circunstancias, Erica lo sabía vulnerable. Y sabía también que lo que pensaba decirle le iba a doler.

—No sé cuánto recuerdas de nuestra conversación de anoche —comenzó diciendo.

—Todo —afirmó Richard tomando el tenedor—. En realidad, antes de que sigas hablando, me gustaría proponerte algo. Pienso que deberíamos ir enseguida a la Embajada de los Estados Unidos y contarles exactamente lo que te ha sucedido.

—Richard —dijo Erica sabiendo que se estaba desviando del tema—, la Embajada de los Estados Unidos no tiene posibilidades de hacer nada. Sé realista. En realidad a mí no me ha pasado nada, simplemente han sucedido cosas a mi alrededor. No, yo no pienso ir a la Embajada.

—Está bien —contestó Richard—. Si eso es lo que sientes, está bien. Ahora, en cuanto a las otras cosas que dijiste. Sobre nosotros. —Richard hizo una pausa y jugueteó con su taza de café—. Admito que hay algo de verdad en lo que dices sobre mi actitud respecto a tu trabajo. Bueno, me gustaría pedirte que me hagas un favor. —Levantó la vista para que sus ojos se encontraran con los de Erica—. Pasemos juntos un día aquí, en Egipto, en tu ambiente, por así decirlo. Dame una oportunidad de descubrir de qué se trata.

—Pero, Richard… —comenzó a decir Erica. Quería hablarle sobre Yvon, y de los sentimientos que despertaba en ella.

—Por favor, Erica. Tienes que admitir que nunca hemos conversado sobre este tema. Dame un poco de tiempo. Te prometo que volveremos a hablar esta noche. Después de todo, no te olvides que vine hasta aquí. Eso debería pesar en la balanza.

—Pesa —dijo Erica con cansancio. Esas escenas emocionales la agotaban—. Pero aún una decisión como la de tu viaje la debimos haber tomado entre los dos. Valoro el esfuerzo que has hecho, pero todavía creo que no comprendes el motivo por el que vine a Egipto. Aparentemente, nosotros dos vemos el futuro de nuestra relación en forma muy distinta.

—Eso es lo que quiero que conversemos —dijo Richard—. Pero no ahora. Esta noche. Todo lo que te pido es que pasemos un día agradable juntos para que yo pueda ver un poco de Egipto y encariñarme con la egiptología. Pienso que por lo menos merezco eso.

—Muy bien —dijo Erica con desgana—. Pero esta noche hablaremos.

—¡Uf! —Exclamó Richard—. Ya que eso está decidido, planeemos nuestro día. Me gustaría mucho conocer esas criaturas —Richard señaló la esfinge y las pirámides de Gizeh con un trozo de tostada.

—Lo siento —dijo Erica—. El plan del día ya está decidido.

Por la mañana vamos al Museo Egipcio para ver qué datos tienen sobre Seti I, y esta tarde volveremos a la escena del primer crimen: Antica Abdul. Las pirámides tendrán que esperar.

Erica hizo todo lo posible por apurar el desayuno y abandonar la habitación antes de que se produjera el inevitable llamado. Pero no lo consiguió. Richard estaba ocupado cargando película en su cámara fotográfica Nikon, cuando Erica levantó el receptor.

—Hola —dijo, en voz baja. Tal como temía, era Yvon. Sabía que no tenía por qué sentirse culpable, pero no pudo evitarlo. Había querido contarle a Richard lo del francés, pero él no la había dejado hablar.

Yvon estaba alegre, y derramó un torrente de palabras cálidas respecto a la noche anterior. Erica asentía en los momentos apropiados, pero se dio cuenta de que su tono era pomposo y poco natural.

—Erica, ¿estás bien? —Preguntó Yvon finalmente.

—Sí, sí, estoy muy bien. —Erica trataba de encontrar una manera de terminar la conversación.

—¿Si te pasara algo malo, me lo dirías? —Preguntó Yvon, alarmado.

—Por supuesto —dijo la muchacha rápidamente—. Se produjo una pausa. Yvon se dio cuenta de que pasaba algo.

—Anoche los dos estuvimos de acuerdo en que debimos haber pasado juntos el día de ayer. ¿Qué te parece si lo hacemos hoy? Déjame llevarte a algunos lugares turísticos.

—No, gracias —dijo Erica—. Tengo un huésped inesperado que llegó anoche de los Estados Unidos.

—No importa —dijo Yvon—. Tu huésped también será bienvenido.

—Sucede que mi huésped es… —Erica vaciló. La palabra «novio» parecía tan inmadura.

—¿Un amante? —Preguntó Yvon vacilando.

—Mi novio —dijo Erica. No se le ocurrió ninguna palabra más sofisticada.

Yvon cortó la comunicación golpeando el receptor.

—¡Mujeres! —exclamó enojado, apretando los labios.

Raoul levantó la vista del «Paris Match» de la semana anterior que estaba leyendo, y trató de no sonreír.

—Esa muchacha norteamericana te está dando bastante trabajo.

—¡Cállate la boca! —exclamó Yvon con una irritación poco habitual en él. Encendió un cigarrillo y echó el humo en dirección al cielo raso, en turbulentas espirales azules. Pensó que era perfectamente posible que el huésped de Erica hubiese llegado de una manera absolutamente inesperada. Y sin embargo, también existía la posibilidad de que ella lo supiera y lo hubiese callado para no desalentarlo.

Apagó el cigarrillo y salió al balcón. No estaba acostumbrado a hacerse problemas por las mujeres. Si le daban trabajo o lo molestaban, las dejaba. Era así de simple. El mundo estaba lleno de mujeres. Se quedó mirando fijamente una docena de chalupas que se dirigían hacia el sur impulsadas por el viento. La placidez del espectáculo lo hizo sentirse mejor.

—Raoul, quiero que vuelvan a seguir a Erica Baron —gritó.

—Muy bien —contestó Raoul—. Khalifa está a nuestra disposición en el hotel Scheherazade.

—Dile que no se extralimite —ordenó Yvon—. No quiero que haya un derramamiento de sangre innecesario.

—Khalifa insiste que el hombre a quien él mató estaba siguiendo a Erica Baron.

—Trabajaba en el Departamento de Antigüedades. Es imposible que estuviera siguiendo a Erica.

—Bueno, yo te aseguro que Khalifa es un guardaespaldas de primera clase. Me consta —afirmó Raoul.

—Es mejor que lo sea —dijo Yvon—. Stephanos espera encontrarse hoy con la muchacha. Adviérteselo a Khalifa. Puede haber problemas.

—El doctor Sarwat Fakhry la recibirá ahora —anunció una robusta secretaria de pechos turgentes. Tenía alrededor de veinte años y estaba plena de salud y de entusiasmo, lo que resultaba un alivio en la atmósfera opresiva del Museo Egipcio.

La oficina del director del museo era como una caverna sombría con postigos en las ventanas. Estaba cubierta de paneles de madera oscura, igual que un estudio Victoriano. Una de las paredes estaba adornada por una falsa chimenea, evidentemente fuera de lugar en El Cairo, y las otras se hallaban completamente tapadas por bibliotecas. En el centro de la habitación había un gran escritorio con montones de libros, revistas y papeles. Detrás del escritorio estaba sentado el doctor Fakhry, quien miró a Erica y a Richard por encima de sus anteojos cuando éstos entraron en la habitación. Era un hombre pequeño y nervioso, de alrededor de sesenta años, con facciones puntiagudas y un pelo gris que parecía de alambre.

—Bienvenido, doctor Baron —dijo sin levantarse. Las cartas de presentación de Erica temblaban levemente en la mano del director—. Siempre me hace feliz dar la bienvenida a un miembro del Museo de Bellas Artes de Boston. Nos sentimos en deuda con Reisner por su excelente trabajo. —El doctor Fakhry miraba directamente a Richard al hablar.

—No se trata de mí —explicó Richard, sonriendo.

—Yo soy la doctora Baron —aclaró Erica adelantándose—, y le agradezco su hospitalidad.

La expresión confusa del doctor Fakhry se convirtió en una incómoda mirada de comprensión.

—Discúlpeme —dijo simplemente—. Por su carta de presentación, veo que se dispone a realizar traducciones in situ de jeroglíficos pertenecientes a monumentos del Imperio Nuevo. Me alegra. Queda tanto por hacer. Si puedo serle de alguna ayuda, estoy a su disposición.

—Muchas gracias —dijo Erica—. En realidad, quiero pedirle un favor. Tengo interés en obtener algunos antecedentes sobre Seti I. ¿Sería posible que yo revisara el material del museo?

—Por supuesto —dijo el doctor Fakhry. El tono de su voz había cambiado levemente. Había en él un dejo interrogante, como si el pedido de Erica lo hubiese sorprendido—. Desgraciadamente, como usted sin duda no ignora, no sabemos mucho sobre Seti I. Además de la traducción de las inscripciones que existen en sus monumentos, poseemos algo de la correspondencia de Seti I durante la época de sus primeras campañas en Palestina. Pero prácticamente nada más. Estoy seguro de que aprenderá más con sus traducciones in situ que con el material que nosotros podemos facilitarle. Ese material es bastante viejo, y desde entonces hemos adelantado mucho.

—¿Y qué me puede decir con respecto a la momia del Faraón? —Preguntó Erica.

El doctor Fakhry le devolvió las cartas de presentación. Cuando extendió el brazo, su temblor aumentó.

—Sí, tenemos la momia de Seti I en el museo. Estaba en el escondite de Deir el-Bahri que fue ilícitamente encontrado y luego saqueado por la familia Rasul. Se encuentra en exhibición en el piso de arriba. —Dirigió una mirada a Richard, quien volvió a sonreír.

—¿La momia fue examinada alguna vez? —Preguntó Erica.

—Por supuesto —contestó el doctor Fakhry—. Se le hizo la autopsia.

—¿La autopsia? —Preguntó Richard con incredulidad—. ¿Cómo se le hoce la autopsia a una momia?

Erica le apretó el brazo. Richard comprendió y no insistió. El doctor Fakhry continuó hablando como si no hubiese oído la pregunta.

—Hace poco el equipo norteamericano le tomó radiografías. Tendré mucho gusto en facilitarle en nuestra biblioteca todo el material existente. —El doctor Fakhry se puso de pie y abrió la puerta de la oficina. Caminaba un poco inclinado, y daba la impresión de ser jorobado con las manos colgando encogidas a los costados.

—Voy a hacerle otro pedido —dijo Erica—. ¿Tiene mucho material referente a la apertura de la tumba de Tutankamón?

Richard se adelantó a Erica e inspeccionó a la secretaria con una mirada de soslayo. La muchacha estaba inclinada sobre la máquina de escribir.

—¡Ah! En eso sí podemos ayudarla —afirmó el doctor Fakhry mientras salían al vestíbulo de mármol—. Como sabrá, hemos decidido emplear algunos de los fondos devengados por la gira alrededor del mundo de «Los Tesoros de Tutankamón» para edificar un museo dedicado a exhibir los objetos de ese Faraón. En la actualidad poseemos un juego completo de las anotaciones de Cárter en lo que él llamó su «Diario», archivados en microfilmes, y también una importante colección de cartas escritas por Cárter, Carnarvon y otras personas asociadas con el descubrimiento de la tumba.

El doctor Fakhry dejó a Erica y a Richard en manos de un hombre joven y silencioso al que presentó como Talat. Éste escuchó atentamente las complicadas instrucciones del doctor, hizo una reverencia y luego desapareció a través de una puerta lateral.

—Talat les alcanzará el material que poseemos sobre Seti I —dijo el doctor Fakhry—. Gracias por venir, y si puedo hacer algo más por ustedes, por favor avísenme. —Estrechó la mano de Erica y un involuntario espasmo facial dio a su boca una expresión de desprecio. Abandonó el cuarto con las manos levantadas mientras sus dedos se movían rítmicamente como si fueran garras.

—¡Dios, qué lugar! —exclamó Richard cuando el director se retiró—. ¡Qué tipo encantador!

—Sucede que el doctor Fakhry es el autor de trabajos muy importantes. Se especializa en historia de la antigua religión egipcia, en prácticas funerarias y métodos de embalsamamiento.

—¡Métodos de embalsamamiento! Debí haberlo adivinado. Conozco una iglesia importante de París que lo contrataría inmediatamente.

—Trata de tomarlo con seriedad, Richard —dijo Erica sin poder evitar una sonrisa.

Se sentaron frente a una de las largas y vapuleadas mesas de roble de la habitación. Todo estaba cubierto por una fina capa de polvo de El Cairo. Debajo de la silla de Erica había huellas de pequeñas pisadas. Richard le informó que eran de rata.

Talat regresó con dos grandes sobres de papel rojo, cada uno de ellos atado por un piolín. Se los entregó a Richard, quien sonrió irónicamente y se los pasó a Erica. El primero de los sobres se titulaba «Seti I, A». Erica lo abrió, desparramando su contenido sobre la mesa. Eran fotocopias de artículos publicados sobre el Faraón. Varios de ellos habían sido escritos en francés, dos en alemán, pero la mayoría estaba en inglés.

—¡Psst! —Talat tocó el brazo de Richard.

Richard, sorprendido por el ruido, se dio vuelta.

—¿Quieren escarabajos de las antiguas momias? Muy baratos. —Talat extendió una mano cerrada, con la palma hacia arriba. Miró por encima de su hombro, igual que un vendedor de artículos pornográficos durante los años cincuenta, y después abrió lentamente los dedos para revelar dos pequeños escarabajos que estaban levemente húmedos.

—¿Este tipo habla en serio? —Preguntó Richard—. Quiere venderme unos escarabajos.

—Sin duda son falsos —contestó Erica, sin detener su lectura para mirarlos.

Richard tomó uno de los escarabajos.

—Una libra —dijo Talat. Se estaba poniendo nervioso.

—Erica mira esto. Es un escarabajito que tiene muy buen aspecto. Este hombre tiene pelotas para animarse a venderlos aquí.

—Richard, esos escarabajos se pueden comprar en todas partes. Quizá lo mejor sería que dieras una vuelta por el museo mientras yo termino con este trabajo. —Levantó la vista para ver qué impresión había producido en Richard su sugerencia, pero él no la estaba escuchando. Había tomado en sus manos el otro escarabajo que le ofrecía Talat.

—Richard —dijo Erica—, no te dejes engañar por el primer vendedor ambulante que se topa contigo. Déjame ver uno de esos escarabajos. —Tomó uno y lo dio vuelta para leer los jeroglíficos tallados en la parte de abajo—. ¡Dios mío! —Exclamó.

—¿Te parece que es auténtico? —Inquirió Richard.

—No, no es auténtico, pero es una perfecta imitación. Demasiado perfecta. Tiene el sello de Tutankamón. Creo que sé quién hizo esto. El hijo de Abdul Hamdi. Es sorprendente.

Erica compró el escarabajo por veinticinco piastras y después despidió a Talat.

—Ya tengo uno de estos escarabajos falsos hechos por el hijo de Hamdi, con la talla del nombre de Seti I. —Mentalmente Erica recordó que no debía olvidarse de reclamar el escarabajo que tenía Yvon en su poder—. Me pregunto qué otros nombres de faraones utiliza.

Erica insistió en que volvieran a dedicarse a los artículos. Richard tomó varias fotocopias. Durante media hora, permanecieron en silencio.

—Éste es el material más árido que he leído en mi vida —dijo Richard finalmente, arrojando el artículo sobre la mesa—. Y pensar que yo creía que la patología era aburrida… ¡Dios mío!

—Te parece aburrido porque está fuera de contexto —aseveró Erica con aire condescendiente—. Lo que tú estás leyendo son datos sueltos que deben ser reunidos en un todo, con referencia a una persona poderosísima que existió hace tres mil años.

—Bueno, si en estos artículos hubiera un poco más de acción, sería mucho más fácil leerlos. —Richard rió.

—Seti I reinó poco después del Faraón que intentó cambiar la religión egipcia convirtiéndola en monoteísta —continuó Erica ignorando el comentario de Richard—. Se llamaba Akhenatón. El país estaba sumido en el caos. Seti le puso coto. Fue un gobernante fuerte que consiguió restaurar la estabilidad dentro del país y en la mayor parte del imperio. Asumió el poder cuando tenía más o menos treinta años, y gobernó durante aproximadamente quince. Excepto por el hecho de estar enterados de sus batallas en Palestina y en Libia, se conocen muy pocos detalles con respecto a Seti, cosa infortunada, porque reinó durante una época muy interesante de la historia de Egipto. Te estoy hablando de un período de poco más de cincuenta años que va desde Akhenatón hasta el fin del reinado de Seti I. Debe de haber sido una época fascinante, llena de disturbios, levantamientos y emociones. ¡Es tan frustrante que no sepamos más! —Erica propinó unos golpecitos al montón de fotocopias—. Fue durante ese tiempo que gobernó Tutankamón. Y extrañamente, cuando fue descubierta la magnífica tumba de Tutankamón, el mundo científico sufrió una enorme desilusión. A pesar de todos los tesoros que se encontraron, no existía en ella un solo documento histórico. ¡No se encontró un solo papiro! ¡Ni uno!

Richard se encogió de hombros.

Erica se dio cuenta de que a pesar de esforzarse, Richard no conseguía compartir su entusiasmo. Volvió a concentrar su atención en el material que había sobre la mesa.

—Veamos qué hay en el otro sobre —dijo, y sacó el contenido del sobre marcado con la inscripción «Seti I, .

Al verlo, Richard se interesó. Había docenas de fotografías de la momia de Seti I, incluyendo fotos de radiografías, un informe de la autopsia y varias fotocopias de artículos.

—¡Dios! —dijo Richard, simulando una expresión de horror. Levantó una fotografía de la cara de Seti I—. Esto es tan espantoso como el cadáver que me tocó en primer año de anatomía.

—Al principio horroriza un poco, pero cuanto más la miras, más serena parece.

—Vamos Erica, es asquerosa. ¿Serena? ¡Déjate de embromar! —Richard tomó el informe de la autopsia y comenzó a leer.

Erica encontró una radiografía de cuerpo entero. Parecía un esqueleto con los brazos cruzados sobre el pecho. Pero Erica la estudió de todas maneras. Repentinamente se dio cuenta de que había algo extraño. Los brazos estaban cruzados, como los de todas las momias de los faraones, pero tenía las manos abiertas. Los dedos estaban extendidos. Todos los demás faraones habían sido enterrados aferrando con las manos el cayado y el mangual, las insignias de su cargo. Pero Seti I no. Erica trató de comprender por qué.

—Esto no es una autopsia —dijo Richard, interrumpiendo los pensamientos de la joven—. Quiero decir, aquí no hay órganos internos, es sólo la cáscara de un cuerpo. Cuando se hace un examen post mortem, la parte externa se revisa superficialmente, a menos que exista una indicación específica. Lo que se llama autopsia es en realidad el examen microscópico de los órganos internos. Aquí, todo lo que hicieron fue examinar una pequeña porción de músculo y de piel. —Tomó la radiografía que tenía Erica y la extendió delante de sí para examinarla—. Los pulmones no tienen manchas —dijo riendo. Erica no comprendió, de manera que Richard tuvo que explicarle que dado que los pulmones habían sido extirpados en la antigüedad, la radiografía mostraba un pecho sin manchas. Mientras explicaba fue dejando de parecerle gracioso, y su risa se fue perdiendo de a poco. Por encima del brazo extendido de Richard, Erica volvió a mirar la radiografía. Las manos abiertas de Seti I todavía le molestaban. Algo le decía que tenían un especial significado.

Había dos tarjetas impresas dentro de la gran vitrina. Para entretenerse, Khalifa se inclinó a leerlas. Una de las tarjetas era vieja y decía: «Trono de oro de Tutankamón, circa 1355 a. C». La otra tarjeta era nueva y decía: «Temporalmente trasladado como parte de la Gira a Través del Mundo de los Tesoros de Tutankamón».

Desde donde Khalifa estaba parado, veía perfectamente a Erica y a Richard a través de la vitrina vacía. Normalmente nunca se acercaría tanto a una persona a quien le habían encomendado seguir, pero en este caso estaba intrigado. Jamás había tenido un trabajo parecido. El día anterior sintió que había salvado a Erica de una segura destrucción, tan sólo para ser duramente reprendido después por Yvon de Margeau. De Margeau lo había acusado de haber muerto a un inservible empleado del gobierno. Pero Khalifa no se equivocaba. Ese empleado del gobierno estaba siguiendo a Erica, y había algo en esa fresca mujer norteamericana que lo intrigaba. Presentía que detrás de todo eso se movían grandes sumas de dinero. Si de Margeau hubiera estado tan furioso como parecía, lo hubiese despedido. Pero le había mantenido su trabajo de doscientos dólares diarios y lo había escondido en el hotel Scheherazade. Y ahora se había presentado un nuevo acontecimiento que complicaba el panorama un amiguito de la norteamericana llamado Richard. Khalifa sabía que el amiguito no agradaba a Yvon, aunque el francés le hubiese dicho que no creía que Richard significara una amenaza para Erica. Pero Yvon le había advertido que no bajara la guardia, y Khalifa se preguntó si correspondería que asumiera la responsabilidad de librarse de Richard.

Mientras Erica y Richard se acercaron a contemplar otro objeto del salón, Khalifa pasó a ubicarse detrás de la siguiente vitrina que también contenía una tarjeta con la inscripción: «Temporariamente trasladado…». Escondido detrás de su guía turística abierta, trató de escuchar la conversación de la pareja. Todo lo que llegó a comprender fue algo con respecto a la fortuna de uno de los grandes faraones. Pero para la mentalidad de Khalifa, eso también parecía una conversación sobre dinero, y se acercó aún más. Le gustaba la sensación de excitación y de peligro que le producía aproximarse a ellos, aun cuando el peligro fuese solamente imaginario. Esa gente nunca podría significar una amenaza real para él. Era capaz de matarlos a ambos en dos segundos. Tanto era así, que jugó con la idea.

—La mayor parte de las piezas realmente importantes se exhiben en Nueva York —dijo Erica—, pero fíjate en ese pendiente. —Apuntó con el dedo mientras Richard bostezaba—. Todo esto fue enterrado con el insignificante Tutankamón. Trata de imaginar lo que debe de haber sido enterrado con Seti I.

—No puedo —contestó Richard, apoyando el peso de su cuerpo sobre el otro pie.

Erica levantó la mirada, y se dio cuenta del aburrimiento del muchacho.

—Muy bien —dijo con aire consolador—. Te has portado bastante bien. Regresemos al hotel para almorzar algo y averiguar si he recibido algún mensaje. Después iremos caminando a la feria.

Khalifa observó a Erica mientras ésta se alejaba, gozando de las curvas que los ajustados vaqueros destacaban. En ese momento, sus pensamientos violentos se mezclaron con otros, más íntimos y lujuriosos.

Cuando llegaron al hotel encontraron un mensaje para Erica con un número de teléfono al que debía llamar. También se había desocupado un cuarto que quedaba disponible para Richard. Él vaciló y dirigió a Erica una mirada implorante antes de dirigirse al mostrador de la recepción para hacer los arreglos pertinentes. Erica fue directamente a uno de los teléfonos públicos, pero no tuvo suerte con esa complicada máquina. Entonces le comunicó a Richard que realizaría el llamado desde su cuarto.

El mensaje que había recibido era muy simple: «Me gustaría verla lo antes posible. Stephanos Markoulis». Erica se estremeció ante la perspectiva de encontrarse con alguien involucrado en el mercado negro y posiblemente también en un asesinato. Pero ese hombre había vendido la primera estatua de Seti I y podía ser una clave importante si ella quería encontrar la otra. Recordó que Yvon le había advertido que concertara la entrevista en un lugar público, y por primera vez se alegró realmente de que Richard estuviese con ella.

El operador telefónico del hotel era infinitamente más capaz que el artefacto mecánico del vestíbulo. La llamada fue obtenida con rapidez.

—Hola, hola. —Stephanos tenía la voz de una persona acostumbrada a dar órdenes.

—Habla Erica Baron.

—Ah, sí. Gracias por llamar. Tengo muchas ganas de conocerla. Tenemos un amigo común: Yvon de Margeau. Un tipo encantador. Entiendo que él le adelantó que yo la llamaría y que me agradaría que nos viéramos para conversar un rato. ¿Podemos encontrarnos esta tarde, digamos, alrededor de las dos y media?

—¿Adónde le parece que nos encontremos? —Preguntó Erica, recordando la recomendación de Yvon. Por la línea se oía un ruido sordo.

—Depende de usted, querida —dijo Stephanos, hablando más fuerte para hacerse oír a pesar del ruido.

Erica se erizó ante la familiaridad con que el hombre la trataba.

—Yo no sé —dijo, mirando su reloj pulsera. Eran las once y media. Probablemente a las dos y media Richard y ella estuvieran en la feria.

—¿Qué le parece si nos encontramos ahí mismo, en el Hilton? —sugirió Stephanos.

—Esta tarde yo estaré en la feria Khan el Khalili —dijo Erica. Estuvo a punto de mencionar a Richard, pero decidió no hacerlo. Le pareció mejor reservarse algún elemento sorpresivo.

—Espere un momento —dijo Stephanos. Erica percibió una conversación sofocada. Stephanos había tapado el receptor con la mano—. Discúlpeme por haberla hecho esperar —dijo en una voz cuyo tono demostraba que no estaba arrepentido en absoluto—. ¿Conoce la mezquita Al Azhar que queda cerca del Khan el Khalili?

—Sí —contestó Erica. Recordaba que Yvon se la había mostrado al pasar.

—Nos encontraremos allí —dijo Stephanos—. No le costará encontrarla. A las dos y media. Estoy deseando conocerla, querida. Yvon de Margeau me habló muy bien de usted.

Erica se despidió y cortó la comunicación. Se sentía realmente incómoda y hasta un poco asustada. Pero ya había decidido que se prestaría a esa entrevista por el bien de Yvon; estaba convencida de que él jamás permitiría que se encontrara con Stephanos si eso significaba un peligro. Y, sin embargo, no veía la hora de que todo eso hubiese pasado.