DIA 2

El Cairo 7.55 horas

La ciudad de El Cairo despertaba temprano. Los carros llenos de mercaderías tirados por burros comenzaban su incursión en la ciudad antes de que la claridad del este hubiera amenguado la oscuridad de la noche. Los sonidos reinantes eran los de las ruedas de madera, el ruido discordante de los arneses, y las campanas de las ovejas y las cabras que trotaban camino al mercado. Y cuando el sol comenzaba a aclarar el horizonte, a los carros de tracción a sangre se unían los vehículos motorizados. Las panaderías comenzaban a agitarse y el aire se llenaba con el delicioso aroma del pan recién horneado. A las siete, surgían como insectos los taxis, y empezaban los bocinazos. La gente comenzaba a poblar las calles y la temperatura aumentaba.

Erica había dejado abierta la puerta del balcón, de modo que fue pronto asaltada por el sonido del tránsito procedente del puente El Tahrir y de la ancha avenida Korneish el-Nil, que corría paralela al Nilo frente al Hilton. Se dio vuelta en la cama y observó el celeste pálido del cielo matinal. Se sentía mucho mejor de lo previsible. Mirando el reloj, le sorprendió no haber dormido más tiempo. Todavía no eran las ocho.

Se sentó en la cama. El escarabajo falso estaba sobre la mesa de luz, junto al teléfono. Lo tomó en la mano y lo apretó, como para convencerse de su existencia. Después de una noche de descanso, los acontecimientos del día anterior le parecían un sueño.

Tras ordenar que le llevaran el desayuno a la habitación, Erica comenzó a planear su día. Decidió visitar el museo Egipcio para ver algunas piezas del Imperio Antiguo, y después dirigirse a Saqqara, la necrópolis del Antiguo Reino y capital de Mennofer. Evitaría caer en la costumbre habitual de los turistas de precipitarse directamente a las pirámides de Gizeh.

El desayuno era simple: jugo de frutas, melón, medias lunas recién hechas y miel, acompañados por el dulce café árabe, Le fue servido elegantemente en su espléndido balcón. Con las pirámides que reflejaban el sol a la distancia y el Nilo deslizándose silenciosamente tan cerca del Hotel, Erica se sintió invadida por una sensación de euforia.

Después de servirse más café, fue a buscar su guía Nagel de Egipto y comenzó a leer la sección dedicada a Saqqara. Había demasiadas cosas que ver para poder visitarlas en un solo día, y tenía la intención de planear cuidadosamente su itinerario. Repentinamente recordó la guía que le había prestado Abdul Hamdi. Todavía permanecía en el fondo de su bolsón de lona. Cuidadosamente abrió la tapa que estaba algo suelta y leyó la dirección que Hamdi había escrito en la solapa: Nasif Malmud, 180 Shari El Tahir. Pensó en la cruel ironía de las últimas palabras que le dijera Abdul Hamdi: «Yo viajo mucho y es posible que no esté en El Cairo cuando usted vuelva a los Estados Unidos». Movió la cabeza, al darse cuenta de que el viejo había tenido razón. Abrió la guía en la sección dedicada al Saqqara y comenzó a comparar los datos de esa antigua Baedeker con los que figuraban en su nueva Nagel.

Sobre su cabeza, un halcón negro planeaba en el viento, y repentinamente se zambulló sobre una rata que corría por una callejuela.

Nueve pisos más abajo, Khalifa Khalil, en su coche alquilado, estiró la mano para apretar el encendedor del auto. Esperó pacientemente hasta que el dispositivo se calentara. Recostándose en el asiento, encendió el cigarrillo con evidente placer, e inhaló el humo profundamente. Era un hombre anguloso y lleno de músculos con una nariz grande y ganchuda que parecía tironearle la boca en un perpetuo gesto de desprecio. Se movía con una gracia contenida, parecida a la de un felino en la jungla. Al dirigir la mirada hacia el balcón de la habitación 932, llegaba a distinguir a su presa. Con la ayuda de sus poderosos prismáticos veía claramente a Erica y se dedicó a gozar de la contemplación de las piernas de la joven. Muy lindas, pensó, felicitándose por haber conseguido un trabajo tan agradable. Erica movió las piernas hacia el lado en que él se encontraba y Khalifa sonrió; esa sonrisa le dio un aspecto completamente sorprendente, porque uno de sus incisivos se había roto en forma tal que terminaba en una afilada punta. Vestido con su traje y corbata negra de costumbre, mucha gente pensaba que se parecía a un vampiro.

Khalifa era un soldado de fortuna, un mercenario increíblemente exitoso, y no tenía problemas de desempleo en el turbulento Medio Oriente. Nacido en Damasco, había sido criado en un orfanato. Entrenado más tarde como comando en Irak, fue dado de baja por no saber trabajar en equipo. Tampoco tenía conciencia. Era un psicópata asesino al que sólo era posible controlar mediante el dinero. Khalifa rió feliz al pensar que le estaban pagando por convertirse en niñera de una hermosa turista americana tanto como le hubieran pagado por hacer llegar rifles AK a los kurdos en Turquía.

Observando los balcones vecinos al cuarto de Erica, Khalifa no vio nada sospechoso. Las órdenes que le había impartido el francés eran simples. Debía proteger a Erica Baron de un posible intento de asesinato y capturar a quienes la amenazaran. Apartando sus prismáticos del Hilton, recorrió lentamente con ellos a la gente que se hallaba en la ribera del Nilo. Sabía que sería difícil proteger a la joven contra un tirador que estuviera armado con un rifle de alta precisión. No parecía haber nadie sospechoso. En un movimiento reflejo, la mano de Khalifa acarició la pistola semiautomática que tenía en la funda debajo de su brazo izquierdo. Era su posesión más preciada. Se la había quitado a un agente de la KGB a quien había asesinado en Siria por orden del Mossad.

Volvió a mirar a Erica, y le costó creer que alguien quisiese asesinar a una joven tan fresca y agradable. La muchacha era igual que un durazno listo para ser arrancado del árbol, y Khalifa se preguntó si los motivos de Yvon eran estrictamente comerciales.

Repentinamente la joven se puso de pie, juntó sus libros y desapareció dentro del cuarto. Khalifa bajó los prismáticos y comenzó a vigilar la puerta del Hilton. Frente a ella estaba la cola habitual de taxis y se producía la normal actividad matinal.

Gamal Ibrahim luchó con el diario «El Ahram», en su intento de doblarlo en la primera página. Estaba sentado en el asiento trasero del taxi que había alquilado por todo el día, estacionado frente a la entrada del Hilton, sobre el lado opuesto a la puerta principal. El portero se había quejado, pero cedió cuando Gamal le mostró su tarjeta de identificación que lo acreditaba como funcionario del Departamento de Antigüedades. Sobre el asiento, junto a Gamal, había una copia de la fotografía del pasaporte de Erica Baron. Cada vez que salía una mujer del hotel, Gamal comparaba su rostro con el de la fotografía.

Gamal no tenía más que veintiocho años. Medía poco más de un metro sesenta y estaba algo excedido de peso. Casado, y padre de dos hijos de uno y tres años, había sido empleado por el Departamento de Antigüedades justo antes de doctorarse esa misma primavera en administración pública en la Universidad de El Cairo. Comenzó a trabajar a mediados de julio, pero las cosas no habían sido tan fáciles como él hubiera querido. El personal del departamento era tan numeroso, que los únicos trabajos que le habían sido encomendados consistían en tareas sueltas como ésta de seguir a Erica Baron e informar sobre los lugares a los que se dirigía. Cuando salieron dos mujeres del hotel y tomaron un taxi, Gamal levantó la fotografía de Erica. Jamás había seguido a nadie, y sentía que ése era un trabajo degradante, pero no estaba en condiciones de negarse a realizarlo, sobre todo desde el momento en que debía informar directamente al director, Ahmed Khazzan. Gamal estaba lleno de iniciativas con respecto al departamento, y pensó que ahora se le presentaría la oportunidad de ser escuchado.

Erica decidió vestirse sensatamente para afrontar el calor en Saqqara, y se puso una blusa liviana de algodón beige de mangas cortas, y un pantalón en un tono más oscuro, también de algodón, con cinturón haciendo juego. Dentro del bolsón de lona colocó su Polaroid, el flash y la guía Baedeker de 1929. Después de comparar ambas guías cuidadosamente, estuvo de acuerdo con Abdul Hamdi. La Baedeker era muy superior a la Nagel.

En la mesa de entradas del hotel pudo recuperar su pasaporte, que aparentemente había sido debidamente registrado. También allí le presentaron a Anwar Selim, el guía que había contratado por todo el día. Erica no deseaba un guía, pero el hotel se lo había sugerido, y como había sido atormentada el día anterior por tantos insolentes, finalmente accedió, conviniendo pagar siete libras egipcias por el guía y diez por el taxi y su conductor. Anwar Selim era un hombre delgado, de cuarenta y tantos años, que usaba un distintivo con el número 113 en la solapa de su traje gris, como prueba de que era un guía oficial autorizado por el gobierno.

—He preparado un itinerario maravilloso —dijo Selim, que tenía la costumbre afectada de sonreír en la mitad de cada frase—. Primero visitaremos la Gran Pirámide, aprovechando el fresco de la mañana. Después…

—Gracias —dijo Erica interrumpiendo. Dio un paso atrás alejándose del hombre. La dentadura de Selim estaba en un estado lamentable y su aliento era capaz de detener la carga de una manada de rinocerontes—. Ya he planificado el día. Quiero hacer primero una corta visita al Museo Egipcio y después ir a Saqqara.

—Pero en Saqqara hará demasiado calor a mediodía —protestó Selim. En su boca se había fijado una sonrisa dura, y tenía la piel muy tirante a fuerza de estar continuamente expuesto al sol egipcio.

—No me cabe duda de que hará calor —anunció Erica tratando de cortar el diálogo—, pero es el itinerario que quiero seguir.

Sin alterar la expresión de su rostro, Selim abrió la puerta de un taxi desvencijado que los estaba esperando. El conductor era un muchacho joven, con una barba de tres días.

Mientras arrancaban, rumbo al cercano museo, Khalifa apoyó los prismáticos sobre el piso del auto. Permitió que el taxi de Erica entrara en la calle antes de poner en marcha el motor de su coche, preguntándose si habría alguna forma de conseguir información sobre el guía y el conductor del taxi. En el momento en que puso su automóvil en primera, notó que otro taxi estacionado frente al Hilton, arrancaba detrás del de Erica. Ambos coches doblaron a la derecha en la primera esquina.

Sin necesidad de recurrir a la fotografía, Gamal había reconocido a Erica en cuanto ella apareció en la entrada del hotel. Rápidamente había anotado el número del guía, 113, sobre el margen de una hoja del diario, antes de indicarle a su chofer que siguiera el taxi de Erica.

Cuando llegaron al Museo Egipcio, Selim ayudó a Erica a descender del auto, y el taxi fue a estacionar a la sombra de un plátano mientras los esperaba. Gamal indicó a su conductor que se detuviera bajo un árbol cercano, desde donde podía vigilar el taxi de Erica. Abrió nuevamente el diario, y volvió a enfrascarse en la lectura de un largo artículo sobre las propuestas de Sadat con referencia a la orilla oeste.

Khalifa estacionó frente al Museo, y caminando pasó a propósito junto al taxi de Gamal para ver si lo reconocía. Desde el punto de vista de Khalifa, los movimientos de Gamal ya resultaban sospechosos, pero siguiendo las órdenes que había recibido, entró en el museo detrás de Erica y el guía.

La joven había entrado en el famoso museo con gran entusiasmo, pero aun sus conocimientos y su interés no pudieron sobreponerse a la atmósfera opresiva que reinaba adentro. Los valiosísimos objetos parecían tan fuera de lugar en esas habitaciones llenas de polvo, como lo estaban en el Museo de Boston en la Avenida Huntington. Las misteriosas estatuas y los rostros pétreos tenían aspecto de muerte, no de inmortalidad. Los guardias estaban vestidos con uniformes blancos y birretes negros, en una reminiscencia de la época colonial. Los barrenderos, munidos de escobas de paja, empujaban el polvo de habitación en habitación, sin retirarlo jamás. Los únicos obreros que estaban realmente ocupados eran aquellos dedicados a la reparación del lugar, quienes permanecían dentro de pequeñas zonas separadas por cuerdas del resto de los salones, revocando y haciendo trabajos de carpintería con herramientas similares a las que aparecían en los antiguos murales egipcios.

Erica intentó ignorar todo lo que la rodeaba y concentrarse en las piezas más famosas. En la sala 32 quedó sorprendida ante el aspecto vivo de las estatuas de piedra de Rahotep, hermano de Khufu, y de Nofritis, su esposa. Tenían un aire sereno y contemporáneo. Para ella, contemplar los rostros de las estatuas era suficiente, pero el guía se sintió obligado a demostrarle la profundidad de sus conocimientos. Le contó lo que había dicho Rahotep dirigiéndose a Khufu, al ver la estatua por primera vez. Erica sabía que todo eso era un puro invento. Amablemente le dijo a Selim que se concretara a contestar sus preguntas y que en realidad ella estaba familiarizada con la mayor parte de los objetos exhibidos en el museo.

Mientras daba vueltas alrededor de la estatua de Rahotep, la mirada de la joven se dirigió durante un momento a la entrada de la galería antes de volver a fijarse en la estatua. Por un instante su cerebro registró la oscura imagen de un hombre con un extraño diente que parecía un colmillo, pero cuando volvió a mirar ya no había nadie en la galería. Todo había sucedido con tanta rapidez que se sintió inquieta. Los acontecimientos del día anterior habían despertado en ella una sensación de cautela, pero mientras volvía a caminar alrededor de la estatua de Rahotep miró hacia la puerta varias veces sin que la oscura figura reapareciera. En su lugar, entró en el salón un ruidoso grupo de turistas franceses.

Indicando a Selim que se iban, Erica salió del salón 32 y entró en la larga galería que bordeaba todo el lado oeste del edificio. El corredor estaba desierto, pero mientras miraba hacia el rincón noroeste, Erica vio de nuevo una oscura figura que desapareció rápidamente.

Mientras Selim intentaba infructuosamente que se fijara en varios objetos famosos ubicados en la galería, Erica caminó con rapidez hasta el lugar en que ésta atravesaba una galería similar en el lado norte del museo. Exasperado, Selim siguió tenazmente el rápido paso de la americana, que aparentemente deseaba recorrer el museo a la velocidad de la luz.

Erica se detuvo abruptamente justo al llegar a la intersección de las galerías. Selim se detuvo detrás de ella, mirando a su alrededor para descubrir qué le habría llamado la atención. Estaba parada junto a una estatua de Senmut, mayordomo de la reina Hatshepsut, pero más que mirar la estatua, parecía estar observando cuidadosamente la galería norte.

—Si hay algo en particular que desea ver —dijo Selim—, le ruego que… Erica le hizo un gesto de enojo, indicándole que se callara. Ubicándose en el centro de la galería, buscó la oscura figura. No vio nada y se sintió un poco tonta. Una pareja de alemanes pasó del brazo junto a ella, discutiendo sobre el plano del museo.

—Señorita Baron —dijo Selim, luchando obviamente por no perder la paciencia—. Conozco muy bien este museo. Si hay algo que desea ver, no tiene más que preguntarme.

Erica se apiadó del hombre, y trató de pensar en algo que pudiera preguntarle para hacerlo sentirse más útil.

—¿Existen objetos primitivos de la época de Seti I en el museo?

Selim se llevó el dedo índice a la nariz, mientras pensaba. Entonces, sin hablar, levantó el dedo y le hizo señas de que lo siguiera. La condujo a la sala 47 del segundo piso, ubicada sobre el vestíbulo de entrada. Allí se detuvo junto a una enorme pieza de cuarcita exquisitamente labrada que tenía una etiqueta con el número 388.1.

—Ésta es la tapa del sarcófago de Seti I —dijo con orgullo.

Erica estudió la pieza de piedra, comparándola mentalmente con la fabulosa estatua que había visto el día anterior. No resistía la comparación. También recordó que el sarcófago de Seti I había sido llevado de contrabando a Londres, y permanecía allí, en un pequeño museo. Era dolorosamente evidente cuánto empobrecía el mercado negro al museo egipcio.

Selim esperó hasta que Erica levantó la vista. Entonces la condujo de la mano hasta la entrada de otra sala, indicándole que pagara al guardia de la puerta otras quince piastras para poder entrar. Una vez dentro de la sala, Selim se paseó entre las bajas vitrinas, hasta llegar a una ubicada contra la pared.

—Esta es la momia de Seti I —dijo con aire complaciente.

Mirando la cara seca de la momia, Erica se sintió un poco descompuesta. Era el tipo de cara que los maquilladores de Hollywood habían tratado de imitar en innumerables películas de horror, y notó que las orejas se habían fragmentado y que la cabeza ya no estaba unida al torso. En lugar de asegurar la inmortalidad, esos despojos sugerían que el horror de la muerte era algo permanente.

Mirando las demás momias reales que había a su alrededor, Erica pensó que esos cuerpos petrificados, en lugar de volver a la vida al Antiguo Egipto, enfatizaban el enorme tiempo transcurrido y lo remoto de esa cultura. Volvió a mirar la cara de Seti I. No se parecía en nada a la hermosa estatua que había contemplado el día anterior. No existía la menor semejanza. La estatua tenía un mentón angosto y una nariz recta, mientras que la momia tenía un mentón muy ancho y una nariz ganchuda como la de un gavilán. Le puso la piel de gallina, y la joven se estremeció antes de darse vuelta para retirarse. Salió de la sala, haciendo señas a Selim para que la siguiera. Deseaba abandonar el polvoriento museo y dirigirse al campo.

El taxi de Erica salió a toda velocidad hacia la campiña egipcia, dejando atrás la confusión de El Cairo. Se dirigieron hacia el sur, costeando la orilla oeste del Nilo. Selim intentó continuar la conversación contándole a Erica lo que Ramsés II le había dicho a Moisés, pero finalmente se refugió en el silencio. Erica no deseaba herir a Selim, y le hizo preguntas con respecto a su familia, pero el guía aparentemente no quería tocar ese tema. De manera que viajaron en silencio y Erica pudo disfrutar en paz del panorama. Le encantaba el colorido contraste entre el azul zafiro del Nilo y el verde brillante de los campos de regadío. Era la época de la cosecha de dátiles, y pasaron junto a burros cargados de hojas de palma festoneados con la roja fruta. Frente a la ciudad industrial de Hilwan, ubicada sobre la orilla este del Nilo, el camino se bifurcaba. El conductor tomó hacia la derecha, tocando bocina varias veces a pesar de que la ruta estaba desierta.

Gamal los seguía a sólo cinco o seis autos de distancia. Estaba literalmente sentado en la punta del asiento, conversando sobre cosas sin importancia con el conductor. Debido al calor reinante que sin duda aumentaría, se había quitado la chaqueta de su traje gris.

Tres cuadras más atrás, Khalifa tenía la radio encendida con la máxima potencia, y la música discordante llenaba el automóvil. A esa altura del viaje estaba completamente convencido de que seguían a Erica, aunque el método que utilizaban era sumamente peculiar. El taxi perseguidor estaba demasiado cerca del de Erica. En la entrada del museo había podido echarle una buena mirada al ocupante del vehículo, que tenía toda la apariencia de ser un estudiante universitario, pero Khalifa ya había tenido que vérselas con estudiantes terroristas. Sabía muy bien que esa apariencia pacífica era a menudo un disfraz bajo el que se escondía un comportamiento despiadado y desafiante.

El taxi de Erica entró en una avenida con palmeras, tan cerca unas de otras, que la calle parecía una selva. Una fresca sombra reemplazó al sol inflexible. Se detuvieron en un pequeño pueblo de ladrillos. A un lado había una mezquita en miniatura. En el otro había una zona despejada sobre la que se erigía una esfinge en alabastro de ochenta toneladas, un sinnúmero de trozos de estatuas rotas y una enorme estatua de piedra caída que representaba a Ramsés II. Sobre el borde de esa zona había un pequeño puesto de refrescos llamado «El café de la esfinge».

—Ésta es la fabulosa ciudad de Memphis —dijo Selim, solemnemente.

—Usted se refiere a Mennofer —corrigió Erica. Memphis era el nombre griego del lugar. Mennofer era el antiguo nombre egipcio—. Me gustaría invitarlos con un café o un té —agregó, viendo que había herido el amor propio del guía.

Mientras se dirigía al puesto de refrescos, Erica se alegró de haber estado preparada para encontrarse con los lastimosos restos de lo que una vez fue la poderosa capital del Antiguo Egipto, porque de otra forma hubiese tenido una gran desilusión. Un grupo numeroso de muchachos harapientos se acercó a ella con sus colecciones de antigüedades falsas, pero fueron ahuyentados con mucha eficacia por Selim y el chofer del taxi. Subieron a una pequeña galería con mesitas redondas de hierro, y pidieron algo para calmar la sed. Los hombres tomaron café. Erica ordenó una Orangina.

Con la transpiración corriéndole por el rostro, Gamal descendió del taxi sin soltar su «El Ahram». Aunque por un momento se sintió indeciso con respecto a lo que debía hacer, finalmente se convenció de que necesitaba un refresco. Evitando mirar al grupo de Erica, se ubicó en una mesa cerca del quiosco. Después que le sirvieron un café, desapareció detrás de las hojas del diario.

Khalifa mantuvo su mirada telescópica fija en el torso rechoncho de Gamal, pero permitió que los dedos de su mano derecha se aflojaran. Había detenido el auto a setenta metros de Memphis extrayendo con rapidez su rifle israelí FN. Estaba agazapado en el asiento trasero, con el caño del rifle apoyado sobre el marco de la abierta ventana del lado del conductor. A partir del momento en que Gamal descendió del taxi, Khalifa lo tuvo permanentemente en el centro de la mira. Si Gamal hubiera realizado algún movimiento brusco hacia Erica, Khalifa le hubiera pegado un tiro en el trasero. No lo hubiese matado, pero, como se dijo Khalifa, lo hubiera demorado considerablemente.

La enorme cantidad de moscas que había en la terraza, impidió que Erica disfrutara de su refresco. Era imposible ahuyentarlas con el movimiento de una mano, y en varias ocasiones aterrizaron sobre los labios de la joven. Erica se puso de pie, diciendo a los hombres que no se apuraran, y se dirigió, en plan de paseo, hacia las ruinas de Memphis. Antes de volver al taxi, se detuvo para admirar la esfinge de piedra. Se preguntó qué clase de misterios contaría si pudiese hablar. Era sumamente vieja. Había sido construida durante el Imperio Antiguo.

De nuevo en el coche, continuaron atravesando la espesa selva de palmeras, hasta que éstas fueron espaciándose. Reaparecieron entonces los campos cultivados, junto con los canales de riego tapados por algas y plantas acuáticas. Repentinamente, por encima de las copas de una hilera de palmeras, apareció el perfil familiar de la pirámide escalonada del faraón Zoser. Erica se sintió invadida de emoción. Estaba a punto de visitar la estructura de piedra más antigua que hubiese sido edificada por el hombre, y para los egiptólogos, el lugar más importante de Egipto. Allí, el famoso arquitecto Imhotep había erigido una escalera celestial de seis enormes escalones que se elevaban hasta una altura de cerca de sesenta metros, inaugurando así la era de las pirámides.

Erica se sentía igual que una criatura impaciente yendo al circo. Odió la demora provocada por tener que atravesar a los tumbos un pequeño pueblo construido con ladrillos de adobe antes de cruzar un enorme canal de irrigación. Justo después del puente, la tierra cultivada se detenía y comenzaba el árido desierto de Libia. No había transición alguna. Era lo mismo que pasar del mediodía a la medianoche sin una puesta de sol. Y repentinamente, a ambos lados del camino, sólo hubo arena y rocas y agobiante calor.

Cuando el taxi se detuvo a la sombra de un enorme ómnibus turístico, Erica fue la primera en descender. Selim se vio obligado a correr para mantenerse a su lado. El conductor abrió las cuatro puertas del pequeño automóvil para que se ventilara mientras los esperaba.

Khalifa estaba cada vez más confundido con respecto al comportamiento de Gamal. Sin ocuparse de Erica, el hombre se había dirigido con su diario hasta la sombra de la pared que circunvalaba la pirámide. Ni siquiera se había molestado en seguirla entrando a la pirámide. Khalifa pensó durante algunos minutos, indeciso respecto a la actitud que convenía adoptar. Pensando que a lo mejor la presencia de Gamal era algún inteligente ardid, decidió seguir a la joven de cerca. Se sacó la chaqueta y envolvió con ella su pistola Stechkin semiautomática que sostenía en la mano derecha.

Durante la hora siguiente, Erica estuvo embriagada por las ruinas. Éste era el Egipto con el que había soñado. Gracias a sus conocimientos era capaz de transformar los restos de la necrópolis en la maravilla que había sido cinco mil años antes. Sabía que no era posible ver todo en un solo día y se contentó con tocar las cosas más importantes y gozar de lo inesperado, como los relieves de la cobra sobre los que nunca había leído nada. Selim finalmente aceptó su papel, y permaneció la mayor parte del tiempo en segundo plano. Sin embargo se alegró cuando, alrededor de mediodía, Erica anunció que estaba lista para seguir viaje.

—Hay una pequeña casa de café y de descanso aquí —dijo esperanzado.

—Estoy deseando ver algunas de las tumbas de los nobles —contestó Erica. Estaba demasiado excitada para detenerse.

—La casa de descanso está justo al lado de la mastaba de Ti y del serapeum —aclaró Selim.

Los ojos de Erica brillaron. El serapeum era uno de los más insólitos monumentos del antiguo Egipto. Dentro de las catacumbas habían sido enterrados, con pompa y ceremonia digna de reyes, los restos momificados de los bueyes Apis. El serapeum había sido cavado a mano, con enorme esfuerzo, dentro mismo de la roca viva. Erica podía comprender el esfuerzo dedicado por los antiguos egipcios a la construcción de tumbas humanas, pero no comprendía que ese mismo esfuerzo se dedicara a la construcción de tumbas para bueyes. Estaba convencida de que en torno a las tumbas de los bueyes Apis, había un misterio que aún no había sido develado.

—Estoy lista para ir al serapeum —dijo sonriendo.

Debido a su gordura, Gamal no soportaba bien el calor. Aun en El Cairo rara vez salía a mediodía. Saqqara, a esa hora, estaba casi más allá de sus posibilidades. Y mientras el conductor de su taxi seguía al de Erica, trató de pensar en alguna forma de supervivencia. A lo mejor encontraba un poco de sombra y convencía al chofer que siguiese a Erica hasta que ésta estuviera dispuesta a regresar a El Cairo. Delante de ellos, el taxi de Erica se detuvo y estacionó frente a la casa de descanso de Saqqara. Mirando a su alrededor, Gamal recordó que cuando había visitado el lugar con sus padres, siendo niño, caminó a través de un subterráneo oscuro y aterrorizante que había sido cavado para los bueyes. Y aunque en ese tiempo la caverna lo había asustado, todavía recordaba que era deliciosamente fresca.

—¿Éste es el serapeum? —Preguntó al conductor, tocándole el hombro.

—Allí enfrente —contestó el chofer señalando una zanja que hacía de rampa de acceso.

Gamal dirigió una mirada a Erica que había bajado del auto y estaba examinando la hilera de esfinges que conducían a la rampa. En ese momento, Gamal supo cómo se refrescaría. Por otra parte, pensó, sería divertido volver a ver el serapeum después de tantos años.

Khalifa no se sentía feliz en absoluto, y se pasó la mano nerviosamente por el pelo grasiento. Había llegado a la conclusión de que Gamal no era el aficionado que pretendía ser. Actuaba con demasiada indiferencia. Si estuviera seguro de las intenciones del muchacho, le hubiera pegado un tiro y se lo hubiese entregado vivo a Yvon de Margeau. Pero era necesario esperar hasta que Gamal tomara la iniciativa. La situación era más complicada y más peligrosa de lo que él había pensado. Khalifa ajustó el silenciador en el caño de su pistola automática y estaba a punto de bajar del auto cuando vio que Gamal entraba a la zanja que conducía al subterráneo. Consultó un mapa. Era la entrada del serapeum. Observando a Erica que alegremente se dedicaba a fotografiar una esfinge de piedra, Khalifa supo que existía una sola razón por la que Gamal entraría al serapeum antes que ella. Esperaría, como una serpiente venenosa, en una de esas oscuras galerías o en uno de los angostos pasadizos para dar el golpe en el momento más inesperado. El serapeum era el lugar perfecto para un asesinato.

A pesar de sus largos años de experiencia, Khalifa no supo qué convenía hacer. Él también podía entrar antes que Erica Baron y tratar de descubrir el escondrijo de Gamal, pero eso sería demasiado arriesgado. Decidió que era necesario que entrara junto con Erica y que fuese él quien atacara primero.

Erica caminó por la rampa, acercándose a la entrada. No le gustaban las cavernas, y en realidad se sentía mal en lugares encerrados. Aun antes de entrar en el serapeum pudo sentir la fría humedad, y un hormigueo le anunció que tenía piel de gallina en los muslos. Tuvo que obligarse a seguir adelante. Un árabe sucio, con la cara parecida a un hacha le cobró el dinero de la entrada. El serapeum le producía una sensación siniestra.

Una vez dentro de la tenebrosa galería de entrada, Erica pudo percibir la misteriosa atracción que algunos aspectos de la cultura del antiguo Egipto habían ejercido sobre la gente a través de los siglos. Los pasillos oscuros parecían túneles del otro mundo, y sugerían el pavoroso poder de lo oculto. Siguiendo a Selim, se internó más y más profundamente en ese insólito lugar. Caminaron por un corredor interminable con paredes irregulares y toscas, apenas iluminado por escasas bombitas eléctricas de bajo voltaje. En las zonas entre luz y luz, las oscuras sombras dificultaban la visión. Otros grupos de turistas aparecían repentinamente surgiendo de la oscuridad; las voces tenían un sonido hueco y el eco se encargaba de repetirlas innumerables veces. Sobre la derecha del corredor principal había varias galerías, y cada una de ellas contenía un gigantesco sarcófago negro cubierto de jeroglíficos. Muy pocas galerías laterales estaban iluminadas. Muy pronto Erica sintió que había visto bastante, pero Selim insistió diciendo que el mejor sarcófago estaba ubicado en el extremo de la galería y que se había construido una escalera de madera para que los visitantes pudieran apreciar las tallas interiores. De mala gana, Erica lo siguió. Finalmente llegaron a la galería en cuestión, y Selim se hizo a un lado para dar paso a la joven. Ella extendió el brazo para aferrarse al pasamanos de madera y subir a la plataforma superior.

Khalifa, siguiendo de cerca a Erica, estaba convertido en un manojo de nervios. Había soltado el seguro de su pistola automática y una vez más la tenía en la mano derecha, bajo la chaqueta. Había estado a punto de dispararle a un grupo de turistas que surgieron repentinamente de la oscuridad.

Cuando dobló la esquina de la última galería, se encontraba sólo cinco metros detrás de Erica. En el preciso instante en que vio a Gamal, actuó por instinto. En ese momento, Erica trepaba la corta escalera de madera, pegada al costado de piedra muy pulida del sarcófago. Gamal estaba ubicado en la plataforma superior y observaba a la joven mientras ésta subía. Había dado un paso atrás, alejándose del borde de la plataforma. Desgraciadamente para Khalifa, Erica estaba ubicada exactamente entre él y Gamal, escudando a éste e impidiendo toda posibilidad de disparar. En un ataque de pánico, Khalifa saltó hacia adelante, pegándole un empujón a Selim. Subió a la carrera el corto tramo de la escalera, empujando a Erica que cayó de rodillas y luego quedó tendida junto al sorprendido Gamal.

De la pistola de Khalifa surgieron chorros de fuego y las balas se incrustaron en el pecho de Gamal, atravesándole el corazón. Las manos del muchacho comenzaron a elevarse. Sus pequeñas facciones se torcieron de dolor y confusión, mientras se tambaleaba y caía hacia adelante, encima de Erica. Khalifa saltó sobre la baranda de madera, sacando un cuchillo del cinturón. Selim gritó antes de intentar correr. Los turistas que estaban sobre la plataforma, todavía no comprendían lo que había sucedido. Khalifa cruzó corriendo el corredor hacia los cables de electricidad. Apretando los dientes para prepararse contra una posible descarga eléctrica, cortó el cable con su cuchillo, sumiendo al serapeum en la más absoluta oscuridad.