La reacción de Erica Baron fue un acto puramente reflejo. Los músculos de su espalda y de sus muslos se contrajeron mientras se enderezaba, girando para enfrentar a quien la había molestado. Se había inclinado para examinar una vasija de bronce tallado cuando una mano abierta se introdujo entre sus piernas, aferrándola a través de los pantalones de algodón. A pesar de haber sido objeto de una cantidad de miradas lujuriosas y hasta de obvios comentarios sexuales desde el momento en que abandonara el Hotel Hilton, jamás esperó que alguien se atreviera a tocarla, Fue un sobresalto. Hubiera sido un sobresalto en cualquier parte, pero en El Cairo, y el mismo día de su llegada, le parecía mucho peor.
Su atacante tenía alrededor de quince años y una sonrisa burlona que descubría dos hileras derechas de dientes amarillos. La mano que la había ofendido aún se hallaba extendida.
Ignorando su bolsón de lona, Erica utilizó la mano izquierda para bajar de un golpe la mano del muchacho. Y luego, sorprendiéndose a sí misma aún más de lo que sorprendió al muchacho, apretó el puño de la mano derecha y le pegó un puñetazo en la cara poniendo en ese golpe todo el peso de su cuerpo.
El efecto fue sorprendente. El puñetazo fue similar a un buen golpe de karate y arrojó al desprevenido muchacho contra las inseguras mesas del vendedor de objetos de bronce. Las patas de la mesa cedieron y la mercadería se estrelló contra el piso de adoquines de la calle. Otro muchacho que pasaba por allí transportando café y agua sobre una bandeja de metal suspendida sobre un trípode fue sorprendido por la avalancha y también cayó al suelo, aumentando la confusión reinante.
Erica se sintió horrorizada. Sola en medio de la atestada feria de El Cairo, permaneció aferrada a su bolsón, sin poder creer que había sido capaz de pegarle a otro ser humano. Comenzó a temblar, segura de que las multitudes se volverían en su contra, pero a su alrededor estallaron incontrolables carcajadas. Hasta el dueño de la tienda, cuyas mercaderías todavía rodaban por la calle, se estremecía de risa, aferrándose los costados con las manos. El muchacho se levantó de entre los destrozos, y llevándose una mano a la cara consiguió sonreír.
—¡Maareish! —exclamó el comerciante, palabra cuyo significado Erica descubrió más tarde y que quería decir algo como «No se puede remediar» o «No importa». Fingiendo enojo, el hombre esgrimió su martillo de trabajo para ahuyentar al muchacho. Entonces, después de dedicarle a Erica una cálida sonrisa, comenzó a juntar sus pertenencias.
Erica siguió su camino, con el corazón aun latiendo aceleradamente por la experiencia vivida, pero dándose cuenta de que tenía mucho que aprender con respecto a El Cairo y al Egipto moderno. Había sido entrenada como egiptóloga, pero desgraciadamente eso significaba que poseía conocimientos sobre la antigua civilización egipcia, pero que carecía de toda noción con respecto a la moderna civilización de ese país. Su especialidad en los jeroglíficos del Imperio Nuevo, no la preparaba en absoluto para enfrentarse con El Cairo de 1980. Desde su llegada, veinticuatro horas antes, sus sentidos habían sido agredidos sin piedad. Primero había sido el olor: una especie de aroma empalagoso de oveja que parecía invadir cada rincón de la ciudad. Después fue el ruido; un constante sonido de bocinas de automóviles mezcladas con el fragor de la discordante música árabe que surgía de innumerables radios portátiles. Y finalmente fue la sensación de suciedad, de tierra y de arena que cubrían la ciudad igual que la pátina de un techo de cobre medieval, acentuando la persistente pobreza del lugar.
El episodio del muchacho minó la confianza de Erica. En su mente todas las sonrisas de los hombres con sus casquetes y sus túnicas flotantes comenzaron a reflejar pensamientos lascivos. Era peor que Roma. La seguían chiquilines que aún no habían llegado a los trece años, muertos de risa y haciéndole preguntas en una mezcla de inglés, francés y árabe. El Cairo era extraño, mucho más extraño de lo que había imaginado. Aun las señales callejeras estaban escritas en los decorativos pero incomprensibles signos árabes. Mirando hacia atrás por sobre su hombro, hacia Shari el Muski y el Nilo, Erica pensó en regresar a la parte occidental de la ciudad. A lo mejor toda la idea de venir a Egipto sola había sido ridícula. Richard Harvey, su amante durante los últimos tres años, y hasta su madre, Janice, se lo habían dicho. Volvió a darse vuelta para contemplar el corazón de la ciudad medieval. La calle se hacía más angosta, y la multitud que la llenaba era impresionante.
—Baksheesh —dijo una niñita que no tenía más de seis años—. Lápices para el colegio. —Hablaba un inglés vigoroso y sorprendentemente claro.
Erica miró a la criatura, cuyo cabello estaba escondido por la misma capa de polvo que cubría la calle. Tenía puesto un andrajoso vestido color naranja y estaba descalza. Erica se inclinó para sonreírle, y repentinamente lanzó una exclamación. Arracimadas alrededor de las pestañas de la niña había una cantidad de moscas iridiscentes de invernáculo. La pequeña no intentaba espantarlas. Permanecía simplemente allí, sin pestañear, extendiendo la mano. Erica quedó paralizada.
—¡Safer! —Un policía de uniforme blanco con una placa azul en la que se leían las palabras: «policía turístico» en letras autoritarias, se abrió paso por la calle hacia Erica. La niña se perdió en la muchedumbre. Los muchachos burlones desaparecieron—. ¿Puedo ayudarla en algo? —Dijo el policía con típico acento inglés—. Parece hallarse perdida.
—Estoy buscando la feria Khan el Khalili —contestó Erica.
—Tout á droite —dijo el policía, señalando hacia adelante. Entonces se golpeó la frente con la palma de la mano—. Discúlpeme. Es el calor. He mezclado los idiomas. Siempre derecho, como dicen ustedes. Ésta es la calle El Muski y más adelante cruzará la avenida de Shari Port Said. En ese momento el mercado Khan el Khalili estará a su izquierda. Le deseo buenas compras, pero recuerde que debe regatear. Regatear, aquí, en Egipto, es un deporte.
Erica le agradeció y continuó abriéndose paso entre la multitud. En el minuto en que el policía se alejó, reaparecieron milagrosamente los muchachos burlones y fue acosada por innumerables vendedores callejeros que le ofrecían sus mercaderías. Pasó junto a una carnicería al aire libre con largas hileras de ovejas recién muertas colgadas, que habían sido cuereadas con excepción de las cabezas y que se hallaban cubiertas por manchones de tinta rosada representando estampillas gubernamentales. Las carcasas estaban colgadas cabeza abajo, y los ojos sin vida de los animales la hicieron retroceder mientras que el olor de los despojos le provocaba náuseas. El hedor se mezcló rápidamente con el olor decadente de mangos demasiado maduros provenientes de un carrito de frutas y con el de bosta fresca de burro que había en la calle. Unos pocos pasos más adelante fue el perfume agudo de hierbas y especias y el aroma de café árabe recién hecho.
El polvo de la calle densamente poblada se levantaba filtrando los rayos del sol y blanqueando el cielo sin nubes hasta convertirlo en un celeste débil y lejano. Las casas color arena a ambos lados de la calle estaban protegidas por persianas contra la frazada del calor de la tarde.
A medida que Erica se internaba más profundamente en el mercado, escuchando el sonido que hacían las viejas ruedas de madera contra los adoquines de piedra, sintió que se deslizaba en el tiempo hacia El Cairo medieval. Percibió el caos, la pobreza y la dureza de la vida. Se sintió simultáneamente asustada y excitada ante la cruda y palpitante fertilidad, ante los misterios universales que la cultura occidental disimula y esconde tan cuidadosamente. Se trataba de la vida misma, desnuda y sin embargo mitigada por emociones humanas; le daban la bienvenida al destino con resignación y hasta con risas.
—¿Cigarrillo? —Preguntó un muchacho de alrededor de diez años. Estaba vestido con una camisa gris y pantalones bolsudos. Uno de sus amigos lo empujaba por la espalda haciéndolo trastabillar y acercarse más a Erica—. ¿Cigarrillo? —volvió a preguntar embarcándose en una especie de danza árabe y simulando fumar un imaginario cigarrillo con exagerada mímica. Un sastre, ocupado en planchar con una plancha de carbón, sonrió, y una hilera de hombres que fumaban pipas de agua intrincadamente repujadas miraron fijamente a Erica con ojos agudos y sin pestañear.
Erica se arrepintió de haberse puesto ropa tan obviamente extranjera. Sus pantalones de algodón y la simple blusa tejida que vestía decían a las claras que se trataba de una turista. Las otras mujeres que había visto vestidas a la usanza occidental no usaban pantalones sino vestidos y la mayor parte de las mujeres que había en la feria todavía usaban el traje tradicional. Hasta el cuerpo de Erica era distinto al de las mujeres del lugar. Aun cuando pesaba algunos kilos más de lo que le hubiera gustado, era bastante más delgada que las mujeres egipcias. Y su rostro era mucho más delicado que las facciones redondas y pesadas que la rodeaban en la feria. Erica tenía grandes ojos verdosos, espléndido cabello castaño, y una boca finamente formada con el labio inferior un poco grueso que le daba una expresión levemente enfurruñada. Sabía que si se esmeraba era bonita, y que cuando lo hacía, los hombres respondían.
En ese momento, mientras se abría paso a través de la feria atestada de gente, se arrepintió de haber hecho lo posible por tener aspecto atractivo. Su atuendo demostraba claramente que no se hallaba dentro de las normas de la moral local, y lo que era aún más importante, demostraba que estaba sola. Era el catalizador perfecto para las fantasías de los hombres que la observaban.
Aferrando su bolsón de lona con fuerza, Erica apuró el paso mientras la calle se hacía cada vez más angosta y era cruzada por pasajes atestados de gente ocupada en todos los tipos de manufactura y comercio concebibles. Por encima de su cabeza se extendían alfombras y trozos de tela que habían sido sujetados a las casas de ambos lados de la calle para cubrir la zona de la feria, protegiéndola del sol, pero aumentando el ruido y la tierra. Erica vaciló nuevamente, observando la inmensa variedad de rostros que la rodeaban. Los campesinos tenían huesos grandes, bocas anchas y labios gruesos y estaban vestidos con las tradicionales túnicas. Los beduinos eran los árabes puros de facciones afiladas y cuerpos delgados. Los nubios eran negros, con torsos tremendamente poderosos y musculosos, y generalmente estaban desnudos hasta la cintura.
La fuerza de la multitud empujaba a Erica hacia adelante y la introducía cada vez más dentro del Khan el Khalili. Se encontró apretada contra una gran variedad de gente. Alguien le pellizcó el trasero, pero cuando ella se dio vuelta, no pudo asegurar quién había sido. A esta altura de su paseo, la seguía un cortejo de cinco o seis muchachos insistentes. La perseguían igual que a un conejo en una cacería.
El deseo de Erica al visitar la feria había sido llegar hasta la sección de los orfebres en la que quería comprar regalos. Pero su resolución se debilitó, particularmente cuando alguien metió unos dedos sucios en su cabello. Ya se había saturado. Quería regresar al hotel. Su pasión por Egipto se refería a la antigua civilización con su arte y sus misterios. El moderno Egipto urbano resultaba abrumador, sobre todo cuando había que enfrentarlo todo en un solo día. Erica estaba deseando llegar a los monumentos, como Saqqara, y sobre todo, estaba deseando llegar al Alto Egipto, al campo. Estaba segura de que sería exactamente tal cual lo había soñado.
En la esquina siguiente dobló a la derecha, viéndose obligada a dar un rodeo para evitar un burro tendido en el piso que, o estaba muerto, o a punto de morir. No se movía, y nadie prestaba la menor atención a la pobre bestia. Tras haber estudiado un mapa de la ciudad antes de salir del Hilton, adivinó que si continuaba dirigiéndose hacia el sudeste, llegaría a la plaza frente a la mezquita El Azhar. Abriéndose paso entre un grupo de compradores que regateaban sobre el precio de unas palomas flacas colocadas en jaulas de mimbre, Erica comenzó a caminar con mayor rapidez. Podía distinguir frente a ella un minarete y una plaza inundada de sol.
Repentinamente, se detuvo en seco. El muchacho que le había pedido un cigarrillo y que todavía la seguía, chocó contra ella, pero Erica no le hizo el menor caso. Sus ojos estaban clavados en una vidriera. Allí, frente a ella, había una pieza de alfarería con la forma de una urna chata. Era un trozo del antiguo Egipto que brillaba en medio de la moderna suciedad. Tenía el borde levemente astillado, pero aparte de eso estaba entera. Hasta las manijas de greda, aparentemente destinadas a colgar la pieza, estaban intactas. Consciente de que la feria estaba llena de artículos falsos que se vendían a precios muy altos para atraer a los turistas, Erica no salía de su asombro ante la aparente autenticidad de esa pieza de cerámica. Las falsificaciones más comunes consistían en estatuillas talladas en forma de momias. Ésta era una espléndida muestra de la alfarería egipcia predinástica, tan buena como las mejores que había visto en su empleo, en el Museo de Bellas Artes de Boston. Si era auténtica, debía tener más de seis mil años.
Al retroceder hacia la calle, Erica miró el nombre de la tienda recién pintado encima de la vidriera. En la parte superior había curiosos caracteres de escritura arábiga. Debajo habían escrito Antica Abdul. La puerta de la tienda, situada a la izquierda de la vidriera, estaba cubierta por una apretada serie de hileras de cuentas. Uno de los seguidores de Erica dio un tirón al bolsón de lona y eso fue todo lo que la joven necesitó para decidirse a entrar a la tienda.
Los cientos de cuentas de colores hicieron una serie de ruidos agudos cuando cayeron nuevamente a su lugar después de la entrada de Erica. La tienda era pequeña, de alrededor de tres metros de ancho por seis de fondo, y sorprendentemente fresca. Las paredes eran de estuco, pintadas a la cal, y el piso estaba cubierto por múltiples alfombras orientales gastadas.
Ya que nadie se acercaba a ofrecerle ayuda, Erica acortó las tiras de su bolso y se acercó a mirar más de cerca la sorprendente pieza de alfarería que había visto en la vidriera. Era de color marrón claro y estaba delicadamente decorada con pinturas de un color que se hallaba entre el marrón y el magenta. Adentro había sido rellenada con bollos de papel de diario árabe.
Las pesadas cortinas rojo amorronadas de la parte posterior de la tienda se abrieron para dar paso al propietario, Abdul Hamdi, quien se dirigió al mostrador. Erica miró al hombre de soslayo e inmediatamente se tranquilizó. Éste tenía aproximadamente sesenta y cinco años y era un hombre de una agradable suavidad en sus movimientos y en su expresión.
—Estoy muy interesada en esta urna. ¿Habría posibilidades de que la examinara más de cerca?
—Por supuesto —dijo Abdul abandonando su lugar detrás del mostrador. Tomó la urna y, sin ninguna ceremonia, la colocó en las manos temblorosas de Erica—. Tráigala hasta el mostrador, si quiere.
Encendió la luz que consistía en una bombilla desnuda.
Erica depositó cuidadosamente la urna sobre el mostrador y descolgó el bolsón de su hombro. Entonces volvió a tomar la vasija haciéndola girar lentamente con la punta de los dedos para examinar los motivos de decoración. Aparte de algunos dibujos puramente ornamentales, había bailarinas, antílopes y botes.
—¿Cuánto cuesta? —Preguntó, mirando los dibujos muy cuidadosamente.
—Doscientas libras —dijo Abdul, bajando la voz como si se tratase de un secreto. Había un brillo divertido en sus ojos.
—¡Doscientas libras! —repitió Erica mientras convertía mentalmente las divisas. Eso era aproximadamente trescientos dólares. Decidió regatear un poquito mientras trataba de decidir si la vasija era falsa—. No puedo gastar más de cien libras.
—Ciento ochenta libras es mi último precio —respondió Abdul, como si estuviese haciendo un supremo sacrificio.
—Supongo que yo podría subir hasta ciento veinte —decidió Erica mientras continuaba su estudio de las decoraciones.
—Muy bien, por tratarse de usted… —Hizo una pausa y le tocó el brazo. Erica no se sintió molesta en absoluto—. ¿Usted es norteamericana?
—Sí.
—Me alegro. Me gustan los norteamericanos. Son mucho mejor que los rusos. Por tratarse de usted haré algo sumamente especial. Venderé esa pieza a pura pérdida. Necesito el dinero porque esta tienda es muy nueva. De manera que para usted la dejo en ciento sesenta libras. Es mi último precio.
Erica miró a Abdul. Tenía las pesadas facciones de los fedayines. Notó que bajo la gastada chaqueta de su traje occidental llevaba puesta una túnica marrón.
Dando vuelta la vasija, Erica observó el dibujo en espiral del fondo y con el pulgar levemente húmedo frotó suavemente la pintura. Al hacerlo se desprendió algo del pigmento siena tostado. En ese momento Erica supo que la vasija era una falsificación. Se trataba de una muy inteligente imitación, pero decididamente no era antigua.
Sintiéndose extremadamente incómoda, volvió a colocar la vasija sobre el mostrador y recogió su bolsón.
—Bueno, muchas gracias —dijo, tratando de no mirar a Abdul.
—Tengo otras —dijo Abdul, abriendo un alto armario de madera ubicado contra la pared. Su instinto levantino había reaccionado ante el entusiasmo inicial de Erica, y ese mismo instinto presintió un cambio repentino. Estaba confundido, pero no quería perder un cliente sin luchar—. A lo mejor le gusta ésta. —Sacó del armario una pieza de alfarería similar y la colocó sobre el mostrador.
Erica no deseaba precipitar una confrontación acusando a ese viejo aparentemente bondadoso, de estar engañándola. Con desgano tomó la segunda vasija. Era de forma más oval que la primera y su base era más angosta. Los dibujos eran todos espirales que se dirigían hacia la izquierda.
—Tengo muchas piezas de este tipo de alfarería —continuó Abdul presentando cinco vasijas más.
Mientras el viejo le daba la espalda, Erica se mojó el dedo índice con la punta de la lengua y lo frotó contra el dibujo de la segunda vasija. El pigmento permaneció intacto.
—¿Cuánto cuesta ésta? —Preguntó Erica, tratando de no demostrar la excitación que la embargaba. Era concebible que la vasija que tenía en las manos tuviera seis mil años de antigüedad.
—Todas tienen precios distintos según la mano de obra y el estado en que se encuentran —contestó Abdul evasivamente—. ¿Por qué no las mira a todas y elije la que le guste? En ese momento podemos hablar sobre precios.
Examinando cada vasija cuidadosamente, Erica separó dos que eran probablemente auténticas entre las siete que le fueron presentadas.
—Me gustan estas dos —dijo recobrando su anterior confianza. Por una vez en la vida su experiencia en egiptología tenía un valor práctico. Deseó que Richard estuviese allí.
Abdul miró las dos vasijas que Erica había elegido, y luego la miró a ella.
—Éstas no son las más hermosas. ¿Por qué las prefiere?
Erica miró a Abdul y vaciló. Luego habló con tono desafiante.
—Porque las otras son falsas.
La cara de Abdul no tenía absolutamente ninguna expresión. Lentamente sus ojos comenzaron a brillar y su boca esbozó una pequeña sonrisa. Finalmente estalló en carcajadas, y la risa le llenó los ojos de lágrimas. Erica se descubrió sonriendo.
—Dígame… —dijo Abdul con dificultad. Debió controlar la risa antes de continuar hablando—. Dígame cómo sabe que éstas son falsas. —Señaló las vasijas que Erica había descartado.
—De la manera más simple. El pigmento de los dibujos no tiene estabilidad. La pintura se sale en contacto con un dedo húmedo. Eso no sucede jamás cuando son antiguas.
Mojándose el dedo, Abdul puso a prueba el pigmento. Su dedo quedó manchado de siena tostado.
—Tiene toda la razón del mundo. —Repitió la prueba en las dos vasijas auténticas—. Es el caso del burlador burlado. Así es la vida.
—¿Cuánto valen estas vasijas realmente antiguas? —Preguntó Erica.
—No están en venta. Algún día quizá las venda, pero ahora no.
Pegado debajo del vidrio del mostrador había un documento de aspecto oficial con estampillas gubernamentales procedentes del Departamento de Antigüedades. Antica Abdul era una tienda de antigüedades completamente habilitada. Junto a esa licencia había un papel impreso que decía que a pedido de los clientes se suministrarían garantías por escrito de la autenticidad de las antigüedades.
—¿Y qué hace cuando un cliente le pide que le extienda una garantía? —Preguntó Erica.
—Lo hago. Al turista lo mismo le da. Están felices con el recuerdo. Jamás controlan.
—¿Y a usted eso no le molesta?
—No, no me molesta. La honradez es un lujo de los ricos. El comerciante siempre trata de obtener el mejor precio por su mercadería, por sí mismo y por su familia. Los turistas que vienen aquí andan en busca de recuerdos. Si quieren comprar auténticas antigüedades, lo menos que pueden hacer es adquirir algún conocimiento sobre el tema. Es responsabilidad de ellos. ¿Cómo obtuvo usted esos conocimientos sobre alfarería antigua?
—Soy egiptóloga.
—¡Usted es egiptóloga! ¡Alá sea loado! ¿Por qué querría una mujer hermosa como usted ser egiptóloga? ¡Ah!, el mundo ya ha sobrepasado a Abdul Hamdi. Evidentemente me estoy haciendo viejo. ¿De modo que usted ya ha estado en Egipto anteriormente?
—No, éste es mi primer viaje. Quise venir antes, pero era demasiado caro. He soñado con este viaje durante bastante tiempo.
—Bueno, espero que lo disfrute. ¿Tiene intenciones de ir al Alto Egipto? ¿A Luxor?
—Por supuesto.
—Le daré la dirección del negocio de antigüedades de mi hijo.
—¿Para que me venda vasijas falsas? —dijo Erica sonriendo.
—No, no, pero él puede mostrarle algunas cosas muy lindas. Yo también tengo algunas cosas maravillosas. ¿Qué le parece esto? —Abdul sacó del armario una figura momiforme y la colocó sobre el mostrador. Era de madera cubierta de yeso, y estaba exquisitamente pintada. Tenía una hilera de escritura jeroglífica en el frente.
—Es falsa —sentenció Erica rápidamente.
—No —exclamó Abdul alarmado.
—Los jeroglíficos no son auténticos. Aquí no dice nada. Se trata simplemente de una línea de signos sin ningún sentido.
—¿Usted también sabe leer esa misteriosa escritura?
—Ésa es mi especialidad, sobre todo la escritura de la época del Imperio Nuevo.
Abdul hizo girar la estatuilla, observando los jeroglíficos.
—Pagué mucho dinero por esta pieza. Estoy seguro de que es auténtica.
—Quizá la estatuilla sea auténtica, pero la escritura no lo es. A lo mejor los jeroglíficos fueron agregados para que la pieza pareciera aún más valiosa. —Erica probó la resistencia a la humedad del color negro de la estatua—. El pigmento parece estable.
—Bueno, permítame mostrarle otra cosa. —Abdul extrajo una caja de cartón del armario de frente de vidrio. Quitó la tapa de la caja y seleccionó algunos escarabajos, los que colocó en fila sobre el mostrador. Con el dedo índice empujó uno hacia Erica.
Ésta lo levantó procediendo a examinarlo. Estaba realizado en un material poroso, y en la parte posterior tenía una talla exquisita del familiar escarabajo estercolero reverenciado por los antiguos egipcios. Al darlo vuelta, Erica se sorprendió al ver el sello ovalado del faraón Seti I. La talla de los jeroglíficos era absolutamente hermosa.
—Es una pieza espectacular —dijo Erica volviendo a colocarlo sobre el mostrador.
—¿De modo que no le molestaría ser la propietaria de esa antigüedad?
—Muy por el contrario. ¿Cuánto cuesta?
—Es suya. Se la regalo.
—No puedo aceptar un regalo semejante. ¿Y por qué quiere hacerme un regalo?
—Es una costumbre árabe. Pero debo advertirle que no es auténtico.
Sorprendida, Erica acercó el escarabajo a la luz. Su impresión inicial se mantuvo.
—Creo que es auténtico.
—No. Yo sé que no es auténtico, porque fue hecho por mi hijo.
—Es extraordinario —dijo Erica examinando nuevamente los jeroglíficos.
—Mi hijo es muy hábil. Copió los jeroglíficos de una pieza auténtica.
—¿De qué está hecho?
—De hueso antiguo. Existen enormes receptáculos de momias destrozadas en Luxor y en Aswan en las antiguas catacumbas públicas. Mi hijo usa esos huesos para tallar los escarabajos. Para que los bordes cortados parezcan viejos y gastados, les damos esos trozos de hueso como parte de alimento a nuestros pavos. Una pasada a través de un pavo le confiere al hueso un aspecto verdaderamente venerable.
Erica tragó saliva, momentáneamente descompuesta ante el pensamiento del viaje biológico del escarabajo. Pero su interés intelectual rápidamente la hizo sobreponerse a la reacción física, e hizo girar una y otra vez al escarabajo entre sus dedos.
—Admito que me engañaron, y me volverían a engañar.
—No se preocupe. Varios de éstos han sido llevados a París donde los expertos creen que lo saben todo, y les hicieron todo tipo de pruebas.
—Probablemente les hicieron la prueba del carbón radioactivo —interrumpió Erica.
—Lo que sea. De todos modos fueron declarados auténticamente antiguos. Bueno, obviamente los huesos eran antiguos. Ahora los escarabajos de mi hijo están en los museos de todas partes del mundo.
Erica dejó escapar una risa cínica. Le constaba que estaba hablando con un experto.
—Mi nombre el Abdul Hamdi, de modo que por favor llámeme Abdul. ¿Y usted cómo se llama?
—Discúlpeme. Me llamo Erica Baron. —Colocó el escarabajo sobre el mostrador.
—Erica, me daría mucho placer que me acompañara a tomar un poco de té de menta.
Abdul volvió a guardar las piezas en su lugar y luego corrió las pesadas cortinas rojo amarronado. Erica había disfrutado de su conversación con Abdul, pero vaciló un momento antes de tomar su bolsa y avanzar hacia la entrada. La habitación posterior era más o menos del mismo tamaño que la tienda, pero aparentemente no tenía puertas ni ventanas. Tanto las paredes como el piso estaban cubiertos con alfombras orientales, que daban al cuarto la apariencia de una carpa.
En el centro de la habitación había almohadones, una mesa ratona y una pipa de agua.
—Un momento —dijo Abdul. La cortina volvió a cerrarse y Erica quedó sola y se puso a mirar fijamente varios objetos de gran tamaño completamente cubiertos por lienzos. Pudo oír el sonido de las cuentas de la cortina de entrada y algunos gritos apagados en el momento en que Abdul ordenó el té.
—Por favor tome asiento —dijo Abdul cuando regresó, señalando los grandes almohadones que había sobre el piso—. No es frecuente que yo tenga el placer de recibir a una señorita tan hermosa y tan llena de sabiduría. ¿Dígame, mi querida, de qué parte de Estados Unidos procede?
—Nací en Toledo, Ohio —dijo Erica algo nerviosa—. Pero ahora vivo en Boston, o más exactamente en Cambridge, que queda justo al lado de Boston. —Los ojos de Erica recorrieron lentamente la pequeña habitación. La única lámpara que colgaba en el centro de la misma, confería una suavidad increíble a los rojos profundos de las alfombras orientales y las hacía semejantes al terciopelo.
—Boston, sí. Debe de ser hermoso Boston. Tengo un amigo allí. De vez en cuando nos escribimos. En realidad es mi hijo el que escribe. Yo no sé escribir en inglés. Aquí tengo una carta de mi amigo. —Abdul revolvió un pequeño cofre colocado junto al almohadón sacando una carta escrita a máquina que estaba dirigida a Abdul Hamdi. Luxor, Egipto—. ¿Quizá lo conozca?
—Boston es una ciudad muy grande… —comenzó a decir Erica antes de ver el remitente de la carta: Dr. Herbert Lowery, su jefe—. ¿Usted conoce al doctor Lowery? —preguntó con incredulidad.
—Me encontré con él dos veces y ocasionalmente nos escribimos. Estaba muy interesado en una cabeza de Ramsés II que yo tenía hace más o menos un año. Es un hombre maravilloso. Muy inteligente.
—Por cierto —dijo Erica, absorta ante el hecho de que Abdul pudiera mantener correspondencia con una figura tan eminente como el doctor Herbert Lowery, miembro del Departamento de Estudios del Cercano Oriente en el Museo de Bellas Artes de Boston. El hecho la hacía sentirse mucho más tranquila.
Como adivinando los pensamientos de Erica, Abdul sacó varias otras cartas de su pequeño arcón de cedro.
—Aquí tengo cartas de Dubois del Museo del Louvre, y de Caufield del Museo Británico.
Las cuentas de la cortina que daba a la calle tintinearon. Abdul se echó hacia atrás y apartó el cortinaje, pronunciando algunas palabras en árabe. Un muchacho joven, descalzo y vestido con una túnica que alguna vez había sido blanca, se deslizó silenciosamente en la habitación. Era portador de una de esas bandejas sostenidas por un trípode. Silenciosamente apoyó los vasos con manija de metal cerca de la cañería de agua. Realizó su trabajo sin levantar la vista. Abdul depositó unas cuantas monedas en la bandeja del muchacho y abrió el cortinaje para que éste se retirara. Volviéndose hacia Erica, sonrió y revolvió su té.
—¿No hay peligro en beber este té? —Preguntó Erica tocando su vaso.
—¿Peligro? —Abdul estaba sorprendido.
—Me han advertido tanto con respecto al riesgo de beber agua en Egipto.
—¡Ah! Usted se refiere a la digestión. Sí, es completamente seguro. En el negocio de té el agua hierve constantemente. Gócelo. Ésta es una tierra calurosa, abrasada por el sol. Beber té o café con los amigos es una costumbre árabe.
Bebieron en silencio. Erica se sorprendió agradablemente ante el gusto del té y la picante frescura que la bebida le dejaba en la boca.
—Dígame, Erica… —dijo Abdul, rompiendo el silencio. Pronunciaba el nombre de la muchacha en una forma extraña, acentuándolo en la segunda sílaba—. Por supuesto siempre que no le moleste la pregunta. Dígame por qué se convirtió en egiptóloga.
Erica miró su té. Las partículas de menta giraban lentamente en el líquido caliente. Estaba acostumbrada a la pregunta. La había escuchado miles de veces, especialmente de boca de su madre que jamás pudo comprender por qué una muchacha judía, joven y hermosa que «lo tenía todo» podía elegir estudiar egiptología en lugar de humanidades. Su madre había intentado hacerla cambiar de idea, primero conversando suavemente («¿Qué pensarán mis amigos?»), más adelante discutiendo («¡Jamás lograrás ganar tu sustento!»). Y finalmente amenazándola con retirarle su apoyo financiero. Todo fue en vano. Erica continuó sus estudios, posiblemente en parte debido a la oposición de su madre, pero en primera instancia porque amaba todo lo referente al campo de la egiptología.
Era cierto que no había pensado en la parte práctica, en la clase de empleo que la esperaría cuando terminara sus estudios, y también era cierto que tuvo suerte al ser contratada por el Museo de Bellas Artes de Boston cuando la mayor parte de sus compañeros todavía permanecían sin trabajo y con muy escasas posibilidades inmediatas en vista. Sin embargo, Erica amaba el estudio del antiguo Egipto.
Había algo en lo remoto y en el misterio que la fascinaba, combinado con la increíble riqueza y con el valor del material ya descubierto. Le gustaba particularmente la poesía de amor que revivía a ese antiguo pueblo. Fue gracias a los poemas que ella sintió que la emoción se extendía a través de los milenios, reduciendo el significado del tiempo y obligándola a preguntarse si la sociedad había progresado realmente.
Erica levantó la vista para mirar a Abdul, y finalmente contestó su pregunta.
—Estudié egiptología porque me fascinaba. Cuando yo era una niñita, mi familia hizo un viaje a Nueva York; lo único que recuerdo fue una momia que vi en el Museo Metropolitano. Más adelante, en la escuela secundaria, seguí un curso de historia antigua. Realmente disfruté estudiando las culturas. —Erica se encogió de hombros y sonrió. Sabía que nunca podría dar una explicación completa.
—Es muy extraño —dijo Abdul—. Para mí es un trabajo, y es mejor que romperme el lomo en el campo. Pero para usted… —Se encogió de hombros—. Con tal de que la haga feliz, está bien. ¿Qué edad tiene, mi querida?
—Veintiocho.
—Y su marido, ¿dónde está?
Erica sonrió, completamente consciente de que el viejo no podía tener la menor idea del motivo de su sonrisa. Los complejos problemas que rodeaban a Richard surgieron de su inconsciente como una cascada. Fue como abrir una compuerta. Casi estuvo tentada de tratar de explicar sus problemas a este comprensivo desconocido, pero no lo hizo. Había viajado a Egipto para alejarse de todo eso y para usar sus conocimientos sobre egiptología.
—Todavía no me he casado —dijo por fin—. ¿Tiene usted interés, Abdul?
Volvió a sonreír.
—¿Yo, interés? Yo siempre tengo interés. —Abdul rió—. Después de todo el Islam permite que los hombres de fe tengan cuatro mujeres. Pero en mi caso, fui incapaz de manejar cuatro veces el gozo que me proporcionó mi única mujer. Sin embargo, tiene veintiocho años y aún no se ha casado. Éste es un mundo extraño.
Observando a Abdul, Erica pensó cuánto estaba disfrutando ese interludio. Quería recordarlo.
—Abdul, ¿tendría inconveniente en que le sacara una fotografía?
—Sería un placer.
Mientras Abdul se enderezaba sobre el almohadón y se arreglaba la chaqueta, Erica extrajo su pequeña Polaroid y le ajustó el flash. Un momento más tarde el flash bañó la habitación de luz blanca y la cámara despidió la fotografía sin revelar.
—¡Ah, si los cohetes rusos hubieran trabajado tan bien como su cámara! —Exclamó Abdul, aflojándose—. Y ya que usted es la egiptóloga más hermosa y más joven que jamás haya estado en mi negocio, me gustaría mostrarle algo muy especial.
Abdul se puso de pie lentamente. Erica observó la fotografía. Se estaba revelando muy bien.
—Tiene suerte en ver esta pieza, mi querida —dijo Abdul quitando con todo cuidado el forro de un objeto de aproximadamente un metro ochenta de alto.
Erica levantó la mirada y lanzó una exclamación.
—¡Mi Dios! —dijo con incredulidad. Frente a ella había una estatua de tamaño natural. Erica se puso apresuradamente de pie para observarla desde más cerca. Abdul orgullosamente dio un paso atrás, igual que un artista que revela la obra maestra de su vida. La cara de la estatua era de oro y se parecía a la máscara de Tutankamón, pero la realización era mucho más cuidadosa.
—Es el faraón Seti I —dijo Abdul. Dejó caer el forro de paño y se sentó, permitiendo que Erica disfrutara contemplando la estatua.
—¡Es la estatua más hermosa que he visto jamás! —susurró Erica, observando la cara solemne y tranquila. Los ojos eran de alabastro blanco engarzados con feldespato. Las cejas eran de cornalina traslúcida. El antiguo peinado tradicional egipcio era de oro con incrustaciones de bandas de lapislázuli. Alrededor del cuello tenía un opulento pectoral en forma de buitre que representaba a la diosa egipcia Nekhbet. El collar era de oro engarzado con cientos de turquesas, jaspe y lapislázuli. El pico y los ojos eran de obsidiana. En el cinturón tenía una daga de oro con mango finamente trabajado e incrustaciones de piedras preciosas. Tenía la mano izquierda extendida sosteniendo el cayado que también estaba cubierto de alhajas incrustadas. El efecto total era deslumbrante. Erica estaba abrumada. Esa estatua no era una imitación y su valor era incalculable. En realidad, cualquiera de las joyas que la componían tenía un valor incalculable. Ubicada en medio del cálido brillo rojo de las alfombras orientales, la estatua irradiaba una luz tan pura y clara como la de un diamante. Dando vuelta lentamente su alrededor, Erica finalmente consiguió hablar.
—¿De dónde salió esto? ¡Nunca he visto nada semejante!
—Estaba bajo la arena del desierto de Libia,… donde están escondidos todos nuestros tesoros —dijo Abdul halagado como un padre orgulloso—. Descansa aquí por unas horas antes de continuar su viaje. Pensé que le agradaría verla.
—¡Oh, Abdul! ¡Es tan hermosa! He quedado sin habla. Realmente. —Erica volvió al frente de la estatua, notando por primera vez los jeroglíficos que tenía en la base. Reconoció inmediatamente el nombre del faraón. Seti I rodeado por un dibujo ovalado llamado cartucho. Y entonces vio otro sello ovalado que contenía un nombre distinto. Pensando que se trataba de una alternativa del nombre de Seti I, comenzó a traducirlo. Para su completa sorpresa el nombre contenido en ese sello era Tutankamón. No tenía sentido. Seti I fue un Faraón extremadamente importante y poderoso que gobernó aproximadamente cincuenta años después de la muerte del insignificante monarca niño Tutankamón. Ambos faraones pertenecían a distintas dinastías y a familias totalmente diferentes. Erica estuvo segura de haber cometido un error, pero al volver a traducir el jeroglífico comprobó que no era así. El jeroglífico contenía ambos nombres.
El ruido agudo de las cuentas de la cortina de la tienda hizo que Abdul se pusiera instantáneamente de pie.
—Erica, por favor discúlpeme, pero debo tener mucho cuidado. —Y volvió a cubrir la fabulosa estatua con el forro oscuro. Para Erica eso fue como despertar antes de tiempo en momento en que gozaba de un sueño maravilloso. Frente a ella quedaba tan sólo un bulto informe—. Permítame que atienda a los clientes. Regresaré enseguida. Disfrute de su té… ¿quizá le gustaría tomar otra taza?
—No, gracias —su único deseo era volver a contemplar la estatua y no le interesaba en absoluto tomar otra taza de té.
Mientras Abdul se dirigía a la cortina para espiar cuidadosamente la tienda, Erica tomó en sus manos la ya revelada fotografía Polaroid. Aparte de haber cortado parte de la cabeza de Abdul, la instantánea era excelente. Pensó que, si Abdul consentía, le gustaría sacarle una fotografía a la estatua.
Aparentemente la gente que se hallaba en la tienda no tenía apuro porque, dejando caer la cortina, Abdul se acercó nuevamente al cofre de cedro. Erica se sentó sobre el almohadón.
—¿Tiene una guía de Egipto? —Preguntó Abdul en voz baja.
—Sí —respondió Erica—. Por suerte conseguí una guía Nagel.
—Yo tengo algo mejor —dijo Abdul extrayendo un viejo libro que estaba entre su correspondencia—. Aquí tiene una guía Baedeker edición del año 1922. Es la mejor que existe para conocer los monumentos de Egipto. Me gustaría que la usara durante su permanencia en mi país. Es muy superior a la guía Nagel.
—Usted es muy bondadoso —respondió Erica tomando el libro—. La cuidaré mucho. Gracias.
—Estoy encantado de contribuir a que su visita sea placentera —dijo Abdul dirigiéndose a la cortina junto a la que volvió a vacilar—. Si tiene alguna dificultad en devolverme el libro cuando abandone Egipto, entréguesela al hombre cuyo nombre y dirección están escritos en la solapa. Yo viajo mucho y es posible que no esté en El Cairo en ese momento. —Sonrió y se dirigió a la tienda. Los pesados cortinajes se cerraron tras él.
Erica se puso a hojear la guía, notando la cantidad de dibujos y de mapas plegables que contenía. La descripción del templo de Karnak, al que Baedeker adjudicaba el máximo interés clasificándolo con cuatro estrellas, consistía en casi cuarenta páginas de datos y descripciones. Parecía soberbio. El capítulo siguiente comenzaba con una serie de grabados de cobre del templo de la reina Hatshepsut, seguido de una larga descripción que Erica tenía especial interés en leer. Colocó la fotografía de Abdul dentro del libro, tanto para preservarla como para marcar la página, y luego introdujo la guía en su bolsón de lona.
Sola en la habitación, sus pensamientos volvieron a la fabulosa estatua de Seti I. Tuvo que contenerse para no levantar el forro a fin de ver una vez más la curiosa hilera de jeroglíficos. Se preguntó si realmente sería un abuso de confianza que volviera a mirar la estatua. A desgano decidió que lo era, y estaba a punto de sacar nuevamente la guía, cuando percibió un definido cambio de tono en las voces apagadas que llegaban desde la tienda. No hablaban en voz más alta, pero lo hacían con enojo. Al principio creyó que estaban simplemente regateando. Entonces el ruido de vidrios rotos cortó el silencio de la habitación escasamente iluminada, seguidos por un alarido que fue rápidamente sofocado. Erica sintió que la invadía una sensación de pánico puro que nacía en su pecho y le latía en las sienes. Y entonces comenzó a hablar nuevamente una única voz, más baja, más amenazadora.
Tan silenciosamente como le fue posible, Erica se acercó al cortinaje, e imitando el gesto que Abdul hiciera un rato antes abrió una rendija para espiar lo que sucedía en la tienda. Lo primero que vio fue la espalda de un árabe vestido con una túnica sucia y andrajosa, que mantenía un poco abierta la cortina de cuentas, aparentemente vigilando para impedir la entrada de intrusos. Y entonces, mirando hacia la izquierda, Erica sofocó un grito. Otro árabe, también vestido con una túnica rota y sucia, sujetaba a Abdul que se hallaba tendido de espaldas sobre la destrozada tapa de vidrio del mostrador. Frente a Abdul había un tercer árabe, vestido con una túnica blanca y marrón y con un blanco turbante, que blandía una reluciente cimitarra. La luz de la única bombita del techo reflejaba el filo de la cimitarra en el momento en que el árabe la levantó frente a la cara aterrorizada de Abdul.
Antes de que Erica pudiera cerrar la cortina para no ver la macabra escena, la cabeza de Abdul fue echada hacia atrás y la cimitarra fue clavada malignamente en la base de su cuello, penetrando en la carne blanda hasta llegar a la espina dorsal. Un jadeo escapó de la tráquea seccionada antes de que surgiera el chorro de roja sangre que inundó la superficie.
Las piernas de Erica cedieron y cayó de rodillas. Afortunadamente el pesado cortinaje ahogó el ruido de la caída. Aterrada, recorrió la habitación en busca de un lugar en donde esconderse. ¿Los armarios? No había tiempo para que intentara meterse en uno de ellos. Poniéndose de pie, se apretó en un rincón entre el último armario y la pared. No se podía decir que fuera un escondite. Lo único que había logrado era impedir que ella misma viese lo que sucedía, como una criatura que se tapa los ojos en la oscuridad. Pero la cara del hombre con nariz ganchuda que sostenía a Abdul parecía grabada a fuego en su mente. Recordaba sin cesar los crueles ojos negros y su boca que bajo el bigote se abría en una malvada sonrisa dejando al descubierto unos dientes agudos con las puntas de oro.
Se produjo otra conmoción en la tienda, sonidos como de muebles que están siendo movidos, seguidos por un pavoroso silencio. El tiempo se arrastró con desesperante lentitud. Entonces Erica oyó que las voces se acercaban. Los hombres estaban entrando a la habitación en que ella se hallaba. Prácticamente dejó de respirar, y la piel se le erizó de miedo. La conversación en árabe se desarrollaba justo detrás de ella. Tuvo conciencia de la presencia de gente, los sintió moverse por la habitación. Hubo pasos, un sonido sordo. Alguien maldijo en árabe. Entonces los pasos se alejaron y Erica oyó el ruido familiar de las cuentas de la cortina de entrada.
Erica suspiró, pero permaneció apretada en el rincón como si estuviera parada sobre una saliente de roca al borde de un precipicio de trescientos metros de profundidad. Pasó el tiempo, pero ella no sabía cuánto había esperado. Podían ser cinco minutos o un cuarto de hora. Silenciosamente contó hasta cincuenta. Todavía no se oía ningún sonido. Lentamente giró la cabeza y retrocedió apenas, alejándose un poco del rincón. La habitación estaba vacía, su bolsón de lona seguía sobre la alfombra y su taza de té la esperaba. Pero la magnífica estatua de Seti I había desaparecido.
El sonido de las cuentas que golpeaban unas contra las otras en la puerta de entrada provocó un nuevo escalofrío en el cuerpo de Erica. Al darse vuelta hacia el rincón, aterrada, golpeó con el pie su vaso de té a medio terminar. El vaso se dio vuelta y cayó, liberado del marco de metal que lo sostenía. La alfombra absorbió el líquido y el sonido, hasta que, rodando, el vaso golpeó contra la mesa con un ruido sordo. Erica se apretó contra el rincón, una vez más. Oyó que alguien abría el pesado cortinaje. Aun cuando tenía los ojos cerrados, pudo percibir el efecto de luz natural en la habitación. Entonces la luz desapareció. Estaba sola con quien fuera que se hallara en la habitación. Hubo varios ruidos suaves y pasos que se acercaban a ella. Volvió a contener el aliento.
Repentinamente una mano le aferró el brazo izquierdo como una garra de acero y de un tirón la sacó de su escondite, obligándola a dirigirse, trastabillando, al centro de la habitación.