Boston

El avión 747 TWA perdió altura con suavidad y comenzó a acercarse al aeropuerto de Logan. Con la nariz apretada contra la ventanilla, Erica contempló fijamente el paisaje de Boston en pleno otoño. Le pareció espléndido. Regresar a su hogar la llenaba de excitación.

Las ruedas del enorme jet tocaron la pista transmitiendo un leve temblor a la cabina. Unos cuantos pasajeros aplaudieron, felices de haber llegado al fin del largo vuelo trasatlántico. Y mientras el avión carreteaba hacia el sector de los vuelos internacionales, Erica se maravilló ante las experiencias que le había tocado vivir durante el viaje. Se sentía una persona completamente diferentes de la que era en el momento de emprender el viaje, y pensó que finalmente había conseguido pasar del mundo académico al real. Y, poseedora de una invitación del gobierno egipcio para desempeñar un importante papel en el desmantelamiento de la tumba de Seti I, su futuro profesional se le presentaba particularmente promisorio.

El avión finalmente se detuvo con un leve sacudón. El ruido de los motores se apagó, y los pasajeros comenzaron a prepararse para descender. Erica permaneció en su asiento contemplando las rizadas nubes de Nueva Inglaterra. Recordó el inmaculado uniforme blanco que tenía puesto el teniente Iskander cuando fue a despedirla al aeropuerto de El Cairo. Entonces le contó los resultados finales de esa noche funesta en Luxor: Ahmed Khazzan había muerto de heridas de bala, cosa que ella supo desde el mismo instante en que él se desplomó a su lado; Muhammad Abdulal todavía estaba en coma; Yvon de Margeau se las había ingeniado de alguna manera para obtener permiso de abandonar el país, convirtiéndose en persona no grata en Egipto; y Stephanos Markoulis simplemente había desaparecido.

Todo parecía tan irreal ahora que estaba en Boston. La experiencia la entristecía, especialmente en lo referente a Ahmed. También la hacía cuestionar su habilidad para juzgar a la gente, sobre todo después de lo sucedido con Yvon. El muy caradura había tenido el coraje de llamarla por teléfono desde París cuando ella regresó a El Cairo, para ofrecerle grandes sumas de dinero a cambio de información confidencial sobre la tumba de Seti I. Erica sacudió la cabeza con desaliento mientras juntaba su equipaje de mano.

Una vez en el aeropuerto, se dejó llevar por la multitud. Pasó por la oficina de inmigración con rapidez y recogió su equipaje. Entonces comenzó a abrirse paso hacia la sala de espera.

Se vieron en el mismo instante. Richard corrió hacia ella y la abrazó, mientras Erica dejaba caer las valijas, obligando a la gente que venía detrás a pisotearlas. Permanecieron abrazados sin hablar, experimentando la misma emoción. Finalmente Erica se alejó de Richard para hablarle.

—Tenías razón, Richard. Estuve loca desde el principio. Tuve la suerte de poder conservar la vida.

Los ojos de Richard se llenaron de lágrimas, cosa que Erica jamás había visto.

—No, Erica, los dos teníamos razón y los dos estábamos equivocados. Lo que sucede es que cada uno de nosotros tiene mucho que aprender del otro, y créeme, yo estoy dispuesto a hacerlo.

Erica sonrió. No estaba segura del significado de esas palabras, pero le hacían bien.

—Ah, me olvidaba —dijo Richard levantando las valijas—. Allí hay un hombre de Houston que quiere verte.

—¿En serio? —Preguntó Erica.

—Sí. Aparentemente conoce al doctor Lowery, quien le dio mi número de teléfono. Está allí. —Y Richard señaló.

—¡Mi Dios! —Exclamó Erica—. Es Jeffrey John Rice.

Como si lo hubiesen llamado, Jeffrey Rice se acercó a ellos; sacándose el sombrero saludó con un gesto pomposo.

—Perdón por interrumpirlos en este momento, pero, señorita Baron, aquí está su cheque por encontrar esa estatua de Seti.

—Pero no comprendo —dijo Erica—. La estatua ahora pertenece al gobierno de Egipto. Usted no puede comprarla.

—Justamente por eso. La mía se ha convertido en la única estatua fuera de Egipto. Gracias a usted, vale toneladas más que antes. La ciudad de Houston está sumamente complacida.

Erica miró el cheque de diez mil dólares y prorrumpió en carcajadas. Richard, que en realidad no comprendía lo que estaba sucediendo, vio la expresión de asombro de la joven y también comenzó a reír. Rice se encogió de hombros, y con el cheque todavía en la mano los precedió en su camino hacia el sol brillante de Boston.

FIN