El Cairo 14.05 horas

—¡Qué tienda maravillosa! —Exclamó Richard cuando entraron en el local—. Buena selección de mercadería. Aquí puedo hacer todas mis compras de Navidad.

Erica no podía creer que la habitación estuviese tan vacía. Salvo algunos trozos de cacharros rotos, no quedaba nada de Antica Abdul. Era como si jamás hubiese existido. Hasta la vidriera del frente había desaparecido. Ya no había cortina de cuentas en la puerta de entrada; no existían alfombras ni cortinajes, no quedaba ni un trozo de tela ni una madera de los armarios.

—No puedo creerlo —dijo Erica, caminando hasta el lugar donde había estado el mostrador de vidrio. Inclinándose recogió un trozo de cacharro—. Aquí colgaba un pesado cortinaje que dividía la habitación. —Caminó hasta el fondo del local y se dio vuelta para mirar a Richard—. Yo estaba aquí cuando fue cometido el asesinato. ¡Dios! ¡Fue tan espantoso! El asesino estaba parado exactamente donde estás tú, Richard.

Richard se miró los pies y dio un paso atrás, alejándose del lugar.

—Parece que los ladrones robaron todo —dijo—. Considerando la pobreza de este lugar, supongo que aquí todo tiene valor.

—Sin duda tienes razón —contestó Erica, sacando una linterna de su bolsón de lona—, pero el lugar no parece haber sido simplemente robado. Mira esos agujeros en la pared. No estaban allí antes. —Encendió la linterna y miró dentro de los agujeros.

—¡Una linterna! —Exclamó Richard—. Te has venido realmente pertrechada.

—Quienquiera que venga a Egipto sin una linterna, comete un error.

Richard caminó hasta uno de los nichos recién abiertos en la pared y raspó algo de barro seco, haciéndolo caer al piso.

—Supongo que éste es un ejemplo del vandalismo de El Cairo.

—Yo creo que este lugar ha sido muy cuidadosamente registrado —comentó Erica moviendo la cabeza.

Richard miró a su alrededor, notando que el piso había sido levantado en algunos lugares.

—A lo mejor tienes razón, pero ¿y qué? Quiero decir, ¿qué pueden haber estado buscando?

Erica se mordisqueó la parte interior de la mejilla, un gesto típico en ella cuando se concentraba. La pregunta de Richard era lógica. A lo mejor los habitantes de El Cairo tenían la costumbre de esconder dinero u objetos valiosos dentro de las paredes o debajo del piso. Pero la violación de ese local le recordó el registro que hicieron en su propia habitación del hotel. Siguiendo un impulso, montó el flash de su cámara Polaroid y tomó una fotografía del interior de la tienda.

Richard se dio cuenta de la inquietud de Erica.

—¿Te molesta haber vuelto aquí?

—No —contestó Erica. No quería estimular la sobreprotección de Richard. Pero en realidad se sentía totalmente inquieta con lo que quedaba de Antica Abdul. Patentizaba la realidad del asesinato de Abdul Hamdi—. Tenemos diez minutos para llegar a la mezquita Al Azhar. Quiero ser puntual en mi cita con el señor Stephanos Markoulis. —Y salió apurada de la tienda, contenta de abandonarla.

Cuando aparecieron en la callejuela atestada de gente, Khalifa se alejó de la pared contra la que había estado apoyado. Sostenía la chaqueta nuevamente sobre la mano derecha, escondiendo la pistola Stechkin semiautomática, lista para disparar. Raoul le había dicho que Erica se encontraría con Stephanos a alguna hora de la tarde, y no quería perderla de vista en medio de la confusión de la feria. El griego era famoso por su despiadada violencia, y a Khalifa le pagaban bien para que no corriera riesgos.

Erica y Richard salieron del Khan el Khalili por el extremo oeste de la plaza El Azhar, atestada y llena de sol. El calor polvoriento les hizo apreciar la relativa frescura de la feria. Cruzaron la plaza rumbo a la antigua mezquita, admirando los tres minaretes que se erguían como agujas contra el cielo celeste. Pero el camino se hizo difícil en medio del remolino de gente; fue necesario que se aferraran el uno al otro para no separarse. La zona frente a la mezquita, le recordó a Erica el Haymarket de Boston, con sus miles de vendedores ambulantes de fruta y verdura empujando a mano sus carritos y regateando con sus clientes el precio de la mercadería. Erica sintió un decidido alivio cuando llegaron a la mezquita y entraron por la puerta principal conocida como el Portón de los Barberos. El ambiente cambió inmediatamente. Los ruidos de la activa plaza no penetraban en el edificio de piedra. Era fresco y sombrío, igual que un mausoleo.

—Esto me recuerda al momento en que los cirujanos nos preparamos para una operación —comentó Richard con una sonrisa, mientras se colocaba fundas de papel sobre los zapatos. Caminaron a través del vestíbulo de entrada, espiando por los portales abiertos que conducían a unas habitaciones oscuras. Las paredes estaban construidas con enormes bloques de piedra que daban al lugar más bien el aspecto de una mazmorra que el de una casa de Dios.

—Creo que debí haber aclarado en qué lugar de esta mezquita nos íbamos a encontrar —dijo Erica.

Después de pasar bajo una serie de arcadas, ella y Richard se asombraron al encontrarse nuevamente a plena luz del sol. Estaban parados en el borde de un enorme patio rectangular rodeado de columnas y arcadas con arcos persas terminados en punta. Era un lugar extraño, porque ese patio se encontraba en pleno corazón de El Cairo, y sin embargo estaba desierto y casi totalmente silencioso. Erica y Richard permanecieron en la sombra y estudiaron en silencio ese exótico escenario de arcos en forma de quilla, con parapetos festoneados y terminados en almenas llenas de arabescos.

Erica estaba inquieta. La ponía nerviosa el encuentro con Stephanos Markoulis, y el extraño lugar que le era tan ajeno aumentaba sus temores. Richard la tomó de la mano y la condujo a través del patio rectangular hacia una arcada un poco más alta que las demás, que terminaba en una cúpula. Mientras cruzaban el patio, Erica trató de espiar dentro de la sombra violeta de los pórticos que los rodeaban. Había unas cuantas figuras con hábito blanco reclinadas sobre el piso de piedra.

Evangelos Papparis se movió muy lentamente alrededor de la columna de mármol, sin perder de vista a Erica y a Richard. Su sexto sentido le advertía que habría problemas. Estaba ubicado en el ángulo norte del patio, protegido por la sombra de la arcada. En ese momento, Erica y Richard se alejaban de él en diagonal. Evangelos no estaba seguro de que Erica fuese la mujer que esperaba, principalmente porque estaba acompañada, pero la descripción parecía coincidir. De modo que cuando la pareja llegó al arco de entrada del mihrab, Evangelos retrocedió hasta el centro de la arcada y realizó un lento movimiento circular con el brazo, levantando luego dos dedos. Stephanos Markoulis, de pie en el gran cuarto de oraciones como a sesenta metros de distancia, le hizo una señal con la mano. De acuerdo con los planes previos, Stephanos ahora sabía que Erica estaba con otra persona. Entonces, rodeó la columna que estaba delante de él, se apoyó contra ella y esperó. A su izquierda había un grupo de estudiantes islámicos, agrupados alrededor de su maestro que les leía el Corán en un semicanto.

Evangelos Papparis estaba a punto de echarse a caminar por la entrada principal cuando divisó a Khalifa. Volvió a sumergirse en las sombras, luchando por recordar la cara de aquel hombre. Cuando volvió a mirar, la figura había desaparecido, y Richard y Erica habían entrado en el área de las oraciones. En ese momento, Evangelos recordó. El hombre con la chaqueta sospechosamente envuelta alrededor del brazo era Khalifa Khalil, el asesino.

Evangelos volvió al centro de la arcada, pero no pudo ver a Stephanos. Estaba confuso. Dándose vuelta, decidió averiguar si Khalil continuaba en el edificio.

Erica había leído todo lo referente a la mezquita Al Azhar en su guía Baedeker, y sabía que se hallaban frente al mihrab o nicho de oraciones. Estaba construido en una forma intrincada, con pequeñas piezas de mármol y alabastro que formaban complicados dibujos geométricos.

—Esta alcoba mira a La Meca —susurró Erica.

—Es un lugar pavoroso —contestó Richard con calma. En la penumbra, tanto a derecha como a izquierda, hasta donde alcanzaba a ver, estaban rodeados por una selva de columnas de mármol. Su mirada se dirigió al piso que rodeaba el nicho de oración, y notó que estaba cubierto por alfombras orientales superpuestas.

—¿Y qué es ese olor? —Preguntó.

—Incienso —contestó Erica—. ¡Escucha!

Había un sonido constante de voces ahogadas, y desde donde estaban podían divisar numerosos grupos de estudiantes sentados a los pies de sus maestros.

—La mezquita ya ha dejado de ser una universidad —susurró Erica—, pero todavía se utiliza para la enseñanza del Corán.

—Me encanta la forma en que estudia ése —se burló Richard, señalando una figura dormida sobre una alfombra oriental.

Erica se dio vuelta para mirar hacia atrás, observando el patio lleno de luz a través de la serie de arcos. Quería irse. La atmósfera de la mezquita era siniestra y sepulcral, y decidió que se trataba de un lugar poco apropiado para encontrarse con Stephanos.

—Vamos, Richard. —Le tomó la mano, pero Richard, interesado en conocer más a fondo la habitación llena de pilares, la retuvo.

—Veamos esa tumba del Sultán Rahmán, sobre la que leíste anoche —dijo, deteniendo la marcha de Erica hacia el sol.

Erica se dio vuelta y lo miró.

—Preferiría… —No terminó la frase. Por encima del hombro de Richard vio a un hombre que se les acercaba caminando entre las columnas. Supo que se trataba de Stephanos Markoulis.

Al notar la expresión de la muchacha, Richard siguió la dirección de su mirada y se dio vuelta hacia la figura que venía hacia ellos. Podía sentir la tensión en la mano de Erica. Ya que deseaba encontrarse con ese hombre, se preguntó por qué se agitaba tanto.

—Erica Baron —dijo Stephanos con una amplia sonrisa—. La reconocería en medio de una multitud. Es mucho más hermosa de lo que Yvon me dijo. —Stephanos no intentó esconder su apreciación personal.

—¿Señor Markoulis? —Preguntó Erica, aunque no tenía dudas de que se trataba del hombre. Sus modos relamidos y su grasosa apariencia coincidían con la imagen que se había forjado de él. Lo que no esperaba era la gran cruz que colgaba de su cuello. Dentro de la mezquita, el resplandor de esa cruz parecía una provocación.

—Stephanos Christos Markoulis —dijo el griego orgullosamente.

—Éste es Richard Harvey —presentó Erica, tironeando a Richard para que se acercara.

Stephanos echó una mirada a Richard, y luego lo ignoró.

—Me gustaría hablar con usted a solas, Erica. —Y extendió la mano.

Ignorando el gesto de Stephanos, Erica se aferró más firmemente aún a la mano de Richard.

—Preferiría que Richard estuviese presente.

—Como desee.

—Éste es un lugar más bien melodramático para una entrevista —dijo Erica.

Stephanos rió, y el eco repitió entre las columnas el sonido de su risa.

—Por cierto, pero recuerde que fue idea suya que no nos encontráramos en el Hilton.

—Creo que es mejor que seamos breves —dijo Richard. No tenía idea de lo que estaba sucediendo, pero no le gustaba ver inquieta a Erica.

La sonrisa de Stephanos desapareció. No estaba acostumbrado a que nadie se le opusiera.

—¿De qué quería hablarme? —Preguntó Erica.

—De Abdul Hamdi —dijo Stephanos como la cosa más natural del mundo—. ¿Lo recuerda?

Erica quería dar la menor cantidad de información posible.

—Sí —dijo.

—Bueno, dígame todo lo que sepa con respecto a él. ¿Le dijo algo fuera de lo común? ¿Le dio alguna carta o algún papel?

—¿Por qué? —Preguntó Erica desafiante—. ¿Por qué tendría yo que contarle lo que sé?

—A lo mejor podríamos ayudarnos mutuamente —contestó Stephanos—. ¿Está interesada en antigüedades?

—Sí —contestó Erica.

—Bueno, en ese caso yo puedo ayudarla. ¿Qué es lo que le interesa?

—Una estatua de tamaño natural de Seti I —contestó Erica inclinándose para observar el efecto que sus palabras producían en Stephanos.

Si el griego se sorprendió, no lo demostró.

—Está refiriéndose a un negocio muy serio —dijo finalmente—. ¿Tiene alguna idea de la cantidad de dinero que está en juego?

—Sí —dijo Erica. En realidad no tenía la menor idea. Era hasta difícil adivinarlo.

—¿Le dijo algo Hamdi con respecto a una estatua así? —Preguntó Stephanos. Su voz tenía un tono nuevo de gran seriedad.

—Sí, lo hizo —contestó Erica. El hecho de saber tan poco la hacía sentir particularmente vulnerable.

—¿Le informó Hamdi quién le había suministrado la estatua o adonde la enviaba? —La cara de Stephanos estaba mortalmente seria y Erica se estremeció a pesar del calor reinante. Trató de decidir qué era lo que el hombre deseaba averiguar. Sin duda quería saber hacia dónde iba la estatua antes del asesinato. ¡Seguramente estaba en camino a Atenas! Sin levantar la vista, Erica habló suavemente.

—No me dijo quién le vendió la estatua… —Deliberadamente no contestó la segunda parte de la pregunta. Sabía que estaba jugando con fuego, pero si jugaba bien su parte Stephanos creería que ella era depositarla de algún secreto. En ese caso, quizá consiguiera sonsacarle alguna información.

Pero la conversación fue cortada abruptamente. De repente apareció un enorme personaje detrás de Stephanos. Erica vio una inmensa cabeza calva con una herida abierta que comenzaba en la coronilla y seguía por la cara y el puente de la nariz para terminar en la mejilla derecha del hombre. La herida parecía haber sido hecha con una navaja, y a pesar de ser sumamente profunda, casi no sangraba. El hombre extendió la mano hacia Stephanos y Erica lanzó una exclamación, clavando las uñas en la mano de Richard.

Ante la advertencia de Erica, Stephanos reaccionó con sorprendente agilidad. Giró sobre sí mismo, tirándose al piso, con la pierna derecha doblada en posición de realizar una toma de karate. Pero en cuanto reconoció a Evangelos se contuvo.

—¿Qué sucedió? —Preguntó alarmado mientras se ponía de pie.

—Khalifa —musitó Evangelos con voz ronca—. Khalifa está en la mezquita.

Stephanos empujó al debilitado Evangelos contra una columna para que el hombre se apoyara, y rápidamente miró a su alrededor. De una funda que tenía debajo del brazo izquierdo, extrajo una pequeña pistola automática Beretta de mortífero aspecto y con un golpe seco le quitó el seguro.

Ante la vista del arma, Richard y Erica se acercaron el uno al otro con total incredulidad. Antes de que pudieran hablar, reverberó a través de la sala de oración un terrorífico alarido. Debido al eco, resultaba difícil determinar de dónde procedía. A medida que el grito se fue perdiendo, los murmullos coránicos cesaron. Se produjo un horrible silencio, parecido a la calma que precede a un holocausto. Nadie se movió. Desde el lugar en que Erica y Richard estaban acurrucados alcanzaban a distinguir a varios grupos de estudiantes con sus maestros. También en ellos se reflejaba la confusión y un miedo creciente. ¿Qué estaba sucediendo?

Repentinamente se oyeron tiros, y el mortal sonido de balas rebotando sobre los mármoles del recinto. Tanto Erica y Richard como Stephanos y Evangelos se tiraron al piso, sin saber siquiera en qué dirección estaba el peligro.

—¡Khalifa! —volvió a exclamar Evangelos con voz ronca.

Enseguida resonaron otros gritos en el cuarto de oración, seguidos por una especie de vibración. De repente, Erica se dio cuenta que era el ruido producido por pies que corrían. Los grupos de estudiantes se habían puesto de pie y miraban hacia el norte. Repentinamente se dieron vuelta y comenzaron a correr. En un instante la muchacha se vio acosada por una multitud de gente presa del terror que escapaba a través de la selva de columnas. Hubo más tiros. La multitud se convirtió en una estampida.

Erica y Richard se pusieron de pie de un salto, ignorando a los dos griegos, y comenzaron a huir hacia el sur, corriendo de la mano alrededor de las columnas, intentando mantenerse delante de la horda aterrorizada que los seguía. Corrieron ciegamente hasta que llegaron al extremo del recinto. Los pasaron unos cuantos estudiantes, con los ojos dilatados de miedo, como si el edificio estuviese en llamas. Cuando éstos se zambulleron a través de una puerta baja y comenzaron a correr por un pasadizo de piedra, Erica y Richard los siguieron. El pasadizo terminaba en un mausoleo; más allá divisaron una salida al exterior, cuya pesada puerta de madera estaba abierta de par en par. Siempre corriendo, llegaron a la calle polvorienta en la que ya se apiñaba una multitud excitada. Erica y Richard no se unieron a ella, sino que dejando de correr, continuaron caminando con paso rápido para alejarse de la zona.

—Este lugar es cosa de locos —dijo Richard, con un tono más de enojo que de alivio—. ¿Qué mierda estaba pasando allí adentro? —No esperaba una respuesta a su pregunta, y Erica no le contestó. Durante tres días consecutivos se había visto obligada a presenciar actos de violencia, y en cada ocasión, el ataque parecía estar más íntimamente ligado a ella. Ya no se podía hablar de coincidencias.

Richard la tomó de la mano, conduciéndola a través de las calles atestadas de gente… El muchacho quería poner la mayor distancia posible entre ellos y la mezquita Al Azhar.

—Richard… —dijo Erica finalmente, agarrándose el costado—. Richard, caminemos más despacio, por favor.

Se detuvieron frente a la tienda de un sastre. La boca de Richard denotaba su enojo.

—¿Tenías idea de que este Stephanos estaría armado?

—Estaba un poco preocupada por tener que encontrarme con él, pero yo…

—Contesta lo que te pregunté, Erica. ¿Pensaste que el hombre estaría armado?

—Ni siquiera se me pasó por la cabeza. —No le gustaba el tono que Richard empleaba para hablarle.

—Obviamente debiste haberlo considerado. De todos modos, ¿quién es este Stephanos Markoulis?

—Es un comerciante de antigüedades de Atenas. Aparentemente está complicado en el mercado negro.

—¿Y cómo se combinó este encuentro, si es que puede llamarse encuentro a lo que hemos vivido?

—Un amigo mío me pidió que viera a Stephanos.

—¿Y quién es ese maravilloso amigo tuyo que te pone en manos de un gánster?

—Se llama Yvon de Margeau. Es francés.

—¿Y qué clase de amigo tuyo es?

Erica miró la cara de Richard que en ese momento estaba congestionada por la ira. Aún temblorosa por la experiencia vivida, no supo cómo manejar el enojo de Richard.

—Lamento lo que ocurrió —dijo, llena de sentimientos encontrados por estar pidiendo disculpas.

—Bueno —dijo Richard furioso—. Ésta sería mi oportunidad de repetir lo que tú dijiste anoche cuando traté de disculparme por haberte asustado. Se supone que decir «perdón» soluciona todo, pero no es así. Pudiste haber logrado que nos mataran a los dos. Creo que tu aventura ya ha llegado bastante lejos. Vamos a ir inmediatamente a la embajada norteamericana, y tú te vuelves a Boston conmigo, aunque tenga que arrastrarte por el pelo para obligarte a subir al avión.

—Richard… —dijo Erica, moviendo la cabeza.

Un taxi vacío se abría camino lentamente por la calle llena de gente. Richard vio el automóvil por encima del hombro de Erica y lo llamó, mientras la multitud les abría paso a regañadientes. Subieron sin hablar y Richard ordenó al conductor que los llevara al hotel Hilton. Erica sentía una mezcla de enojo y desesperanza. Si Richard hubiera decidido darle al conductor la dirección de la embajada de los Estados Unidos, se habría bajado del auto.

Después de viajar en silencio durante diez minutos, Richard finalmente habló. Parecía haberse tranquilizado un poco.

—Tú no estás preparada para afrontar este tipo de cosas. Tienes que reconocerlo.

—Con mis conocimientos sobre egiptología —replicó rápidamente Erica—, creo que estoy estupendamente preparada. —Atascado en medio del tránsito, el taxi pasó lentamente junto a una de las inmensas puertas medievales de El Cairo y Erica la estudió, primero a través de la ventanilla y luego a través del vidrio posterior del auto.

—La egiptología es el estudio de una civilización muerta —dijo Richard levantando una mano como para golpearse la rodilla—. No tiene nada que ver con lo que está sucediendo aquí.

Erica miró a Richard.

—Civilización muerta… no tiene nada que ver. —Las palabras de Richard confirmaban el concepto que él tenía respecto del trabajo de Erica. Pensaba que era despreciable y lo enfurecía.

—Tú has tenido un entrenamiento académico —continuó diciendo Richard—, y creo que lo menos que puedes hacer es aceptar la realidad. Este asunto de capa y espada resulta infantil y peligroso. Es correr un riesgo ridículo por una estatua, cualquier estatua, por más valiosa que sea.

—No se trata de una estatua cualquiera —dijo Erica enojada—. Por otra parte el asunto es mucho más complicado de lo que tú estás dispuesto a comprender.

—No me parece que sea tan complicado. Desentierran una estatua que vale un montón de dinero. Cuando están en juego sumas así, se explica cualquier tipo de comportamiento. Pero es un problema que deben afrontar las autoridades, no los turistas.

Erica apretó los dientes, furiosa por haber sido clasificada como «turista». Mientras el taxi comenzaba a moverse con mayor rapidez, intentó comprender por qué había permitido Yvon que ella se encontrara con Stephanos. Nada parecía tener sentido, y trató de decidir cuál sería su próximo paso. No tenía la menor intención de darse por vencida, dijera Richard lo que dijese. El eje del asunto parecía ser Abdul Hamdi. Entonces recordó al hijo de Hamdi y su anterior decisión de visitar su tienda de antigüedades de Luxor.

Richard se inclinó y dio unos golpecitos al hombro del conductor.

—¿Habla inglés?

—Un poquito —respondió el hombre, asintiendo con la cabeza.

—¿Sabe dónde queda la embajada de los Estados Unidos?

—Sí —dijo el conductor. Miró a Richard por el espejo retrovisor.

—No vamos a la embajada norteamericana —dijo Erica en voz muy alta y pronunciando cuidadosamente cada palabra para que el chofer la comprendiera.

—Me temo que sí —dijo Richard. Se dio vuelta para hablarle al conductor.

—Puedes insistir todo lo que quieras —dijo Erica con voz tranquila—, pero yo no voy a la embajada. Chofer, detenga el coche. —Se colocó en la punta del asiento, colgándose al hombro el bolsón de lona.

—No se detenga —ordenó Richard, tratando de empujar a Erica hacia atrás.

—¡Detenga el taxi! —gritó Erica.

El conductor así lo hizo, acercando el coche a la vereda. Antes de que el automóvil se hubiese detenido por completo, Erica ya había abierto la portezuela y saltaba a la vereda.

Richard se precipitó tras ella sin pagar el viaje. El iracundo chofer los siguió lentamente, costeando la vereda, mientras Richard alcanzaba a Erica y la tomaba del brazo.

—¡Ya es tiempo de que dejes de comportarte como una adolescente! —Gritó el muchacho como si estuviese amenazando a una criatura traviesa—. ¡Vamos ya mismo a la embajada! Has perdido el juicio. Vas a acabar mal.

—Richard —dijo Erica, dándole unos golpecitos en el mentón con el dedo índice—, tú ve a la embajada si quieres. Yo voy a Luxor. Créeme, aunque quisieran, en la embajada no pueden hacer absolutamente nada respecto a este asunto. Yo estoy decidida a ir al Alto Egipto a realizar el trabajo que vine a hacer.

—Erica, si persistes en tu actitud, yo me voy. Regreso a Boston. Lo digo en serio. He hecho este largo viaje para estar aquí contigo y parece no importarte en absoluto. Simplemente no puedo creerlo.

Erica no contestó. Lo único que quería era que Richard se fuese.

—Y si me marcho, no sé lo que sucederá con nosotros.

—Richard —aclaró Erica con mucha calma—, yo voy al Alto Egipto.

Con el sol de la tarde acercándose al ocaso, el Nilo parecía una delgada cinta de plata. Repentinos reflejos brillaban en la superficie allí donde las ráfagas de viento agitaban el agua. Erica tuvo que protegerse los ojos para poder distinguir la forma intemporal de las pirámides. La esfinge parecía hecha de oro puro. La joven estaba parada en el balcón de su cuarto en el Hilton. Ya casi había llegado la hora de partir. La administración del hotel se mostró encantada ante su decisión de desocupar la habitación porque, como siempre, tenían exceso de demanda. Erica había preparado su equipaje, y su única valija estaba lista. La agencia de viajes del hotel le había reservado un pasaje en el coche cama del tren de las 19.30 que iba al sur.

La perspectiva del viaje consiguió atemperar el miedo que había sentido durante los últimos días y alivió las sensaciones encontradas que le provocaba la pelea con Richard. El Templo de Karnak, el Valle de los Reyes, Abu Simbel, Dendera; ésos habían sido los motivos de su viaje a Egipto. Iría al sur y vería al hijo de Abdul, pero se concentraría principalmente en la visita de los fabulosos monumentos. Le alegraba que Richard hubiese decidido partir. Ella estaba decidida a no pensar en la relación de pareja hasta que regresara a los Estados Unidos. En ese momento ya se vería.

Revisando el cuarto de baño por si se había olvidado de algo, Erica encontró su crema de enjuague detrás de la cortina de la bañera. La guardó en la valija y se fijó en la hora. Estaba a punto de salir para la estación, cuando sonó el teléfono. Era Yvon.

—¿Viste a Stephanos? —Preguntó alegremente.

—Sí, lo vi —dijo Erica, dejando que se produjera una incómoda pausa después de pronunciar esas palabras. Ella no lo había llamado porque la enfurecía que la hubiese expuesto a un peligro tan grande.

—Bueno, ¿y qué dijo? —Preguntó Yvon.

—Muy poco. Más importante fue lo que hizo. Tenía un revólver. Acabábamos de encontrarnos en la mezquita Al Azhar, cuando surgió un hombre enorme y calvo, que parecía haber sido azotado. Le dijo a Stephanos que alguien llamado Khalifa estaba en la mezquita. Entonces se desató el infierno. ¿Yvon, cómo fuiste capaz de pedirme que me encontrara con un hombre así?

—¡Dios mío! —Exclamó Yvon—. Erica, quiero que te quedes en tu habitación hasta que yo te vuelva a llamar.

—Lo siento, Yvon, pero estaba a punto de salir. En realidad me voy de El Cairo.

—¡Te vas! Yo creí que oficialmente seguías detenida —dijo Yvon sorprendido.

—No se me permite salir del país —contestó Erica—. Llamé a la oficina de Ahmed Khazzan y les informé que viajaba a Luxor. No pusieron ningún inconveniente.

—Erica, quédate allí hasta que te vuelva a llamar. ¿Tu… novio va contigo?

—El regresa a los Estados Unidos. El encuentro con Stephanos lo afectó tanto como a mí. Gracias por llamarme, Yvon. No te pierdas. —Muy deliberadamente, Erica cortó la comunicación. Estaba segura de que, en algún sentido, Yvon la había usado como señuelo. Y aunque creía en la cruzada del francés contra el mercado negro de antigüedades, no le gustaba ser usada. El teléfono volvió a llamar, pero Erica lo ignoró.

Le tomó casi una hora llegar en taxi desde Hilton hasta la estación central de ferrocarril. Aunque Erica se había duchado cuidadosamente para el viaje, a los quince minutos de salir del hotel tenía la blusa empapada de transpiración, y la espalda se le pegaba al hirviente asiento vinílico del coche.

La estación ferroviaria estaba ubicada en una activa plaza situada detrás de una vieja estatua de Ramsés II, cuya apariencia intemporal contrastaba agudamente con la enloquecida conmoción de esa hora del día. Dentro de la estación había una multitud, compuesta por todo tipo de gente, desde hombres de negocios vestidos a la moda occidental, hasta campesinos cargados de canastos vacíos. Aunque Erica tuvo conciencia de que algunos la miraban fijamente, nadie intentó abordarla, y logró moverse con facilidad a través del gentío. Había una cola muy corta de gente frente a la ventanilla de los coches dormitorio, y no tuvo ningún problema en conseguir su boleto. Pensaba bajarse en un pequeño pueblo llamado Balianeh, para hacer allí un poco de turismo.

En un quiosco compró un «Herald Tribune» con fecha de dos días antes, una revista italiana de modas, y varios libros de consumo popular sobre el descubrimiento de la tumba de Tutankamón. Hasta llegó a comprar otro ejemplar del libro de Carter, aun cuando ya lo había leído muchas veces.

El tiempo pasó con rapidez y oyó que anunciaban su tren. Un mozo de cordel nubio, de maravillosa sonrisa, tomó su valija y la ubicó a los pies de su litera. El nubio le explicó que no era previsible que el vagón se llenara, de modo que no habría inconveniente en que ella utilizara los dos asientos para colocar sus pertenencias. Erica puso su bolsón en el piso y se reclinó en el asiento con el «Herald Tribune».

—Hola —dijo una voz agradable, sobresaltándola levemente.

—¡Yvon! —dijo Erica, verdaderamente sorprendida.

—Hola, Erica. Por suerte te encontré. ¿Puedo sentarme?

Erica sacó su material de lectura del asiento.

—Pensé que seguramente viajarías al sur por tren. Para hacerlo en avión es necesario reservar el pasaje con anticipación.

Erica esbozó una semisonrisa. Aunque todavía estaba algo enojada, no pudo menos que sentirse adulada por el hecho de que Yvon la hubiese seguido, obviamente con bastante esfuerzo. Estaba despeinado, como si hubiese corrido.

—Erica, quiero disculparme por lo que sucedió cuando te encontraste con Stephanos.

—En realidad no pasó nada. Lo que me molestó fue pensar en lo que pudo suceder. Tú debiste presentir algo, puesto que me aconsejaste que me encontrara con él en un lugar público.

—Por supuesto que te lo aconsejé, pero lo único que me preocupaba era la reputación de Stephanos respecto a las mujeres. No quería que corrieses el riesgo de alguna insinuación desagradable.

El tren se sacudió levemente, e Yvon se puso de pie, mirando hacia un lado y otro del pasillo. Convencido de que todavía no arrancaba, volvió a sentarse.

—Todavía te debo una cena —dijo—. Ése fue el trato que hicimos. Por favor, quédate en El Cairo. Me he enterado de algunas cosas con respecto a los asesinos de Abdul Hamdi.

—¿Qué cosas? —Preguntó Erica.

—Que no se trata de gente de El Cairo. Tengo algunas fotografías que me gustaría que vieras. A lo mejor puedes reconocer a alguno de ellos.

—¿Las trajiste?

—No, están en el hotel. No tuve tiempo de traerlas.

—Yvon, yo me voy a Luxor. Estoy completamente decidida.

—Erica, puedes ir a Luxor cuando se te dé la gana. Yo tengo un avión. Puedo llevarte mañana mismo.

Erica se miró las manos. A pesar de su enojo, a pesar de sus recelos, sentía que su resolución se debilitaba. Y al mismo tiempo, estaba cansada de que la protegieran, de que la cuidaran.

—Gracias por el ofrecimiento, pero creo que iré por tren. Te llamaré desde Luxor.

Sonó un silbato. Eran las 19.30.

—Erica… —dijo Yvon, pero el tren comenzó a moverse—. Está bien. Llámame desde Luxor. A lo mejor te veré allí. —Corrió por el pasillo y saltó del tren que ya comenzaba a tomar velocidad.

—¡Mierda! —exclamó Yvon, mientras observaba al tren perdiéndose de vista. Pasó a la bulliciosa sala de espera. Cerca de la entrada se encontró con Khalifa—. ¿Por qué no está usted en el tren? —le preguntó en tono tajante.

—Me dijeron que siguiera a esa chica en El Cairo —contestó Khalifa con una sonrisa taimada—. No se me dijo nada respecto a tomar un tren hacia el sur.

—¡Dios! —Exclamó Yvon, caminando hacia la puerta lateral—. ¡Sígame!

Raoul esperaba en el coche. En cuanto vio a Yvon, puso en marcha el motor. Yvon mantuvo abierta la puerta de atrás para que Khalifa ascendiera al auto y subió detrás de él.

—¿Qué sucedió en la mezquita? —Preguntó Yvon cuando el auto arrancó.

—Hubo problemas —contestó Khalifa—. La chica se encontró con Stephanos, pero el griego tenía un compinche de guardia. A fin de protegerla, no tuve más remedio que interrumpir la reunión. No había otra elección. Era un lugar peligroso, casi tan peligroso como el serapeum. Pero para no chocar su sensibilidad no maté a nadie. Grité unas cuantas veces y tiré un par de tiros y conseguí vaciar completamente la mezquita. —Khalifa rió despectivamente.

—Gracias por tener en cuenta mi sensibilidad. Pero dígame, ¿Stephanos hizo algún movimiento contra Erica Baron, o la amenazó?

—No lo sé —dijo Khalifa.

—Pero eso es lo que se suponía que usted iba a averiguar —protestó Yvon.

—Se suponía que protegería a la muchacha, y además descubriría lo que pudiese —dijo Khalifa—. Dadas las circunstancias, concentré toda mi atención en protegerla.

Yvon dio vuelta la cabeza y observó a un ciclista que los pasaba balanceando una gran bandeja de pan sobre la cabeza, y que, en medio del tránsito, iba más rápido que el auto. Yvon se sintió frustrado. Las cosas no andaban bien, y ahora Erica Baron, su última esperanza de recuperar la estatua de Seti, se había ido de El Cairo. Miró a Khalifa.

—Espero que esté dispuesto a viajar, porque usted va a Luxor esta noche por avión.

—Lo que usted diga —respondió Khalifa—. Este trabajo se está poniendo interesante.