La comida con Yvon resultó un interludio romántico y sedante. Erica se sorprendió ante su propia capacidad de recuperación; a pesar del día horripilante que había pasado y del complejo de culpa que tenía desde su conversación con Richard, pudo disfrutar de la noche. Yvon la pasó a buscar por el hotel cuando el lugar en que el sol se había puesto en el horizonte todavía brillaba como un ascua agonizante. Siguieron el curso del Nilo y dejaron atrás el calor polvoriento de El Cairo, yendo en auto hacia el sur, rumbo a la ciudad de Maadi. Y cuando el cielo comenzó a oscurecerse y aparecieron en él las estrellas, la tensión de Erica ya se había evaporado en el aire fresco de la noche.
El restaurante al que fueron se llamaba El Caballo Marino y estaba situado directamente sobre la ribera este del Nilo. Aprovechando el clima perfecto de las noches egipcias, el salón comedor estaba abierto por los cuatro costados. En la margen opuesta del río, y por encima de una línea de palmeras, se divisaban las pirámides iluminadas de Gizeh.
Comieron pescado fresco y camarones gigantes del Mar Rojo, asados en una parrilla abierta y acompañados por un vino blanco helado llamado Gianaclis. Yvon opinó que el vino era espantoso y lo cortó con agua mineral, pero a ella le gustó el sabor levemente dulce y frutal que tenía.
La muchacha observó al francés mientras éste bebía, y admiró su ajustada camisa de seda azul marino. Le recordaba a sus propias blusas de seda que ella apreciaba particularmente y usaba en ocasiones especiales, y pensó que una camisa así, en un hombre, debería parecer poco masculina, pero no era ése el caso. En realidad, el brillo de la tela parecía enfatizar la masculinidad de Yvon.
Erica había dedicado mucho tiempo a arreglarse, y los resultados eran excelentes. Se había echado hacia atrás el pelo recién lavado, sujetándolo con peinetas de carey. Había decidido ponerse un vestido enterizo de jersey color marrón chocolate, con escote redondo, mangas caídas y cintura elástica. Por primera vez, desde que había bajado del avión, usaba medias. Le constaba que estaba en uno de sus mejores días, y mientras la suave brisa del Nilo le acariciaba la nuca, se sintió satisfecha de su aspecto.
Comenzaron hablando sobre temas sin importancia, pero muy pronto la conversación se centró en los asesinatos. Yvon no había tenido éxito en sus intentos de descubrir al asesino de Abdul Hamdi. Le dijo que lo único que había podido averiguar era que no se trataba de gente de El Cairo. Y entonces la joven le describió su terrorífico episodio del serapeum y la subsiguiente experiencia con la policía…
—Ojalá me hubiese permitido acompañarla hoy —dijo Yvon, moviendo la cabeza asombrado cuando Erica terminó de contar su historia. Extendió el brazo sobre la mesa y le apretó levemente la mano.
—Para mí también hubiese sido un alivio —contestó Erica mirando los dedos de ambos que apenas se tocaban.
—Tengo que hacerle una confesión —dijo Yvon, hablando con mucha suavidad—. Cuando recién la conocí, lo único que me interesaba era la estatua de Seti. Pero ahora, encuentro que tienes un encanto irresistible. —Sus dientes brillaron a la luz de las velas.
—Yo no lo conozco bastante para saber cuándo habla en broma —contestó Erica, sintiendo una emoción adolescente.
—No estoy hablando en broma, Erica. Eres completamente diferente de todas las demás mujeres que he conocido.
Erica miró hacia el Nilo en sombras. Algunos movimientos leves en la ribera cercana atrajeron su atención, y apenas pudo distinguir unos pescadores que trabajaban en un barco a vela. Aparentemente estaban desnudos, y en la oscuridad, la piel de los hombres brillaba como ónix bruñido. Momentáneamente hipnotizada por la escena, Erica pensó sin embargo en el comentario de Yvon. Sonaba como un cliché, y en ese sentido le resultaba un poco degradante. Y sin embargo, a lo mejor había algo de verdad en esas palabras, porque también Yvon era distinto a cualquier otro hombre que ella hubiese conocido.
—Encuentro fascinante que hayas estudiado egiptología —continuó Yvon—, porque, y esto no es un cumplido, posees la sensibilidad del este europeo que yo adoro. Además, creo que compartes algunas de las misteriosas vibraciones de Egipto.
—Yo me siento muy norteamericana —contestó Erica.
—¡Ah! Pero los norteamericanos tienen distintos orígenes étnicos, y me parece que los tuyos son evidentes. Y me resultas muy atractiva. Para decirte la verdad, estoy cansado de la gente nórdica, rubia y fría.
Fue extraño, pero Erica no encontró palabras para responderle. La última cosa que esperaba o deseaba era sucumbir a un enamoramiento que la convirtiera en un ser emocionalmente vulnerable.
Yvon, aparentemente intuyó su incomodidad y cambió de tema mientras los mozos retiraban los platos.
—Erica, ¿existe alguna posibilidad de que puedas identificar al asesino del serapeum? ¿Le viste la cara?
—No —respondió Erica—, fue como si el cielo se hubiera hundido sobre nosotros. No vi a nadie.
—Dios, ¡qué experiencia espantosa! No puedo imaginar nada más horrible que lo que te sucedió. ¡Y caer muerto encima de ti! ¡Parece increíble! Pero supongo que sabes que el asesinato de funcionarios es una cosa de todos los días en el Medio Oriente. Bueno, por lo menos no resultaste herida. Sé que te va a resultar difícil, pero yo no volvería a pensar en eso. No fue más que una Idea coincidencia. Y que haya sucedido después de la muerte de Hamdi, lo hace peor aún. ¡Dos asesinatos en dos días! ¡Yo no sé si sería capaz de soportarlo!
—Ya sé que probablemente fue una coincidencia —comentó Erica—, pero hay algo que me preocupa. El pobre hombre que fue asesinado, no trabajaba simplemente para el gobierno; trabajaba en el Departamento de Antigüedades. De manera que ambas víctimas estaban relacionadas con las antigüedades, aunque aparentemente pertenecían a campos opuestos. Y sin embargo, ¿qué puedo saber yo? —Erica sonrió débilmente.
El mozo apareció con café árabe, y les sirvió el postre. Yvon había pedido una vulgar torta de sémola cubierta con azúcar y espolvoreada con nueces y pasas.
—Uno de los aspectos asombrosos de tu aventura —comentó Yvon—, es que no fuiste detenida por la policía.
—Eso no es del todo cierto. Estuve detenida durante algunas horas, y me advirtieron que no puedo abandonar el país. —Erica probó el postre, y dijo que no justificaba la cantidad de calorías que contenía.
—Eso es lo de menos. Tienes suerte de no estar en la cárcel. Estoy dispuesto a apostar que tu guía todavía está entre rejas.
—Creo que me pusieron en libertad gracias a Ahmed Khazzan —afirmó Erica.
—¿Conoces a Ahmed Khazzan? —Preguntó Yvon. No siguió comiendo.
—No sé cómo definir nuestra relación —contestó Erica—. Anoche, después que me dejaste en el hotel, encontré a Ahmed Khazzan esperando en mi habitación.
—¿En serio? —El tenedor de Yvon cayó con estrépito sobre la mesa.
—Si tú te sorprendes, trata de imaginarte cómo me sentí yo. Pensé que me arrestaban por no haber denunciado la muerte de Abdul Hamdi a la policía. Khazzan me llevó a su oficina y me interrogó durante una hora.
—¡Es increíble! —Exclamó Yvon, limpiándose la boca con la servilleta—. ¿Y Ahmed Khazzan ya estaba enterado del asesinato de Hamdi?
—No sé si lo sabía o no —respondió Erica—. Al principio pensé que estaba enterado. ¿Qué otro motivo podía tener para llevarme a su despacho? Pero nunca mencionó el asesinato, y yo tuve miedo de sacar el tema.
—Y entonces, ¿qué quería?
—Principalmente quería que le hablara de ti.
—¡De mí! —Yvon asumió una expresión juguetona e inocente golpeándose el pecho con el dedo índice—. Erica, has vivido dos días realmente asombrosos. Yo ni siquiera conozco a Ahmed Khazzan y hace varios años que vengo permanentemente a Egipto. ¿Qué te preguntó sobre mí?
—Quería saber qué estás haciendo en Egipto.
—¿Y tú qué le dijiste?
—Que no lo sé.
—¿No mencionaste la estatua de Seti?
—No. Temí que si hablaba de la estatua me enredaría y terminaría mencionando el asesinato de Hamdi.
—¿Y él no dijo nada con respecto a la estatua de Seti?
—Nada.
—¡Erica, eres fantástica! —Repentinamente se inclinó sobre la mesa, tomó el rostro de Erica entre sus manos y la besó en ambas mejillas.
La exuberancia del gesto la dejó sin habla, y sintió que se ruborizaba, algo que no le había sucedido en años. Con total falta de naturalidad, bebió un sorbo del dulce café.
—No creo que Ahmed Khazzan creyera todo lo que le dije.
—¿Qué te hace decir eso? —Preguntó Yvon continuando con el postre.
—Esta tarde, cuando volví al hotel, noté algunos cambios muy sutiles en mis pertenencias. Creo que revisaron mi cuarto. Después de haberme encontrado con Ahmed Khazzan sentado en mi habitación la noche anterior, la única explicación que se me ocurre es que las autoridades egipcias volvieron a entrar allí para revisar. No tocaron las cosas valiosas que tengo. No me robaron nada. Pero no se me ocurre qué pueden haber estado buscando.
Yvon masticó, pensativo, mirándola directamente a los ojos.
—¿La puerta de tu cuarto tiene un seguro aparte de la cerradura? —Preguntó.
—Sí.
—Entonces, úsalo —dijo Yvon. Se llevó a la boca otro bocado del postre y lo tragó pensativo, antes de hablar nuevamente—. Erica, cuando estuviste con Abdul Hamdi, ¿él no te dio alguna carta o algún papel?
—No —dijo Erica—. Me regaló un escarabajo falso que parece auténtico, y me convenció de que usara su guía Baedeker 1929 en lugar de mi guía Nagel.
—¿Y dónde están esas cosas? —Preguntó Yvon.
—Las tengo acá —contestó Erica. Levantó su bolsón de lona y extrajo de él la guía Baedeker sin tapa. Finalmente ésta se había desprendido y Erica la dejó en su habitación. El escarabajo estaba en su monedero.
Yvon tomó el escarabajo y lo acercó a la vela.
—¿Estás segura de que es falso?
—Parece bueno, ¿verdad? —comentó Erica—. Yo también pensé que era auténtico, pero Hamdi insistió que no. Me dijo que había sido fabricado por su hijo.
Yvon depositó el escarabajo con cuidado sobre la mesa y tomó la guía.
—Estas Baedekers son fantásticas —comentó. Revisó el volumen cuidadosamente, mirando cada página—. Son las mejores guías que se han escrito jamás sobre Egipto, especialmente en lo que se refiere a Luxor. —Yvon colocó el libro sin tapa sobre la mesa y lo empujó hacia Erica—. ¿Te importa si hago autenticar esto? —Preguntó, sosteniendo el escarabajo entre el índice y el pulgar.
—¿Te refieres a comprobar la cantidad de carbón radioactivo que posee? —Preguntó Erica.
—Sí —dijo Yvon—. Me parece auténtico, y tiene el cartucho de Seti I. Creo que está hecho de hueso.
—Tienes razón en cuanto al material empleado. Hamdi me dijo que su hijo los tallaba sobre huesos de momias encontrados en las viejas catacumbas públicas. De modo que la prueba dará un resultado positivo. También me contó que para que las superficies cortadas parecieran antiguas, se los daba de comer a los pavos.
—La industria de las antigüedades es sumamente hábil en Egipto —dijo Yvon, riendo—. Pero igual me gustaría hacer examinar este escarabajo.
—Yo no tengo inconveniente, pero me gustaría que me lo devolvieras. —Erica bebió un último sorbo de café y la boca se le llenó de borra amarga—. ¿Yvon, por qué tiene Ahmed Khazzan tanto interés en tus asuntos?
—Creo que le preocupo —contestó Yvon—. Pero no me explico por qué habló contigo en lugar de hablar directamente conmigo. Piensa que soy un peligroso coleccionista de antigüedades. Sabe que he hecho algunas adquisiciones importantes mientras trataba de desenmarañar la ruta del mercado negro. El hecho de que yo tenga interés en hacer algo positivo con respecto al mercado negro no le interesa. Ahmed Khazzan forma parte de la burocracia local. Esa gente, en lugar de aceptar mi ayuda, probablemente teme por sus puestos. Por otra parte, aquí existe un odio encubierto hacia los ingleses y los franceses. Y yo soy francés con un poquito de inglés.
—¿Tienes algo de inglés? —Preguntó Erica con incredulidad.
—No lo admito con frecuencia —dijo Yvon con su fuerte acento francés—. La genealogía europea es mucho más complicada de lo que la gente piensa. La residencia de mi familia es el Cháteau Valois, cerca de Rambouillet, que queda entre París y Chartres. Mi padre es el marqués de Margeau, pero mi madre pertenece a la familia inglesa de los Harcourt.
—Todo eso parece tan lejos de Toledo, Ohio —comentó Erica sonriendo mientras Yvon abonaba la cuenta.
Al salir del restaurante, Yvon pasó el brazo alrededor de la cintura de Erica. Era una sensación agradable. El aire de la noche estaba mucho más fresco y la luna casi llena brillaba entre las ramas de los eucaliptos que bordeaban el camino. Un coro de insectos zumbaba en la oscuridad, y Erica recordó las noches de agosto, en Ohio, cuando era niña. Era un recuerdo reconfortante.
—¿Qué clase de antigüedades egipcias importantes has comprado? —Preguntó mientras se acercaban al Fiat de Yvon.
—Algunas piezas maravillosas que me encantaría mostrarte alguna vez —contestó Yvon—. Tengo especial cariño por varias pequeñas estatuas de oro. Una de Nekhbet y otra de Isis.
—¿Y has adquirido algunas piezas de Seti I? —quiso saber Erica.
Yvon abrió la puerta del auto del lado del pasajero.
—Posiblemente un collar. La mayor parte de mis piezas pertenecen al Imperio Nuevo y varias de ellas pueden ser de la época de Seti I.
Erica subió al auto, e Yvon le indicó que se colocara el cinturón de seguridad.
—He corrido carreras de autos —dijo—y siempre uso los cinturones de seguridad.
—Debí haber adivinado —contestó Erica, recordando el viaje del día anterior.
—Todo el mundo dice que manejo un poco rápido —dijo Yvon riendo—. Me encanta hacerlo. —Sacó los guantes de la guantera—. Supongo que tú sabes tanto como yo con respecto a Seti I. Es curioso. Se conoce con absoluta exactitud la época en que fue saqueada en la antigüedad su fabulosa tumba cavada en la piedra. Los fieles sacerdotes de la dinastía veintiuno pudieron salvar la momia del Faraón, y documentaron bien los esfuerzos realizados.
—Esta mañana vi la momia de Seti I —comentó Erica.
—Es irónico, ¿verdad? —Preguntó Yvon, poniendo el motor en marcha—. El cuerpo frágil de Seti I llega hasta nosotros esencialmente intacto. Seti I fue una de las momias faraónicas que había en ese fabuloso escondrijo ilícitamente descubierto por la inteligente familia Rasul a fines del siglo XIX. —Yvon se dio vuelta, inclinándose sobre el respaldo para hacer retroceder el auto—. Los Rasul explotaron silenciosamente ese descubrimiento durante diez años antes de ser descubiertos. Es una historia sorprendente. —Comenzaron a alejarse del restaurante e Yvon aceleró rumbo a El Cairo—. Algunas personas todavía piensan que hay objetos de Seti I que no han sido descubiertos. Cuando visites la enorme tumba de ese Faraón en Luxor, verás que hay lugares en los que la gente ha obtenido permiso para cavar túneles durante este siglo, en un intento por descubrir una habitación secreta. Esta actitud ha sido estimulada por la aparición esporádica en el mercado negro de piezas pertenecientes a Seti. Pero no tiene nada de sorprendente que aparezcan artefactos de Seti. Ese Faraón probablemente fue enterrado junto con una insólita cantidad de posesiones. Y aun si su tumba fue saqueada, los objetos funerarios muchas veces volvían a ser utilizados en el antiguo Egipto. Esas cosas probablemente fueron enterradas y robadas una y otra vez a través de los años… Por eso, lo más probable es que una gran parte de ese material todavía esté bajo tierra. Muy poca gente sabe cuántos campesinos cavan constantemente en Luxor en busca de antigüedades. Todas las noches, esa gente cambia de lugar la arena del desierto, y ocasionalmente encuentran algo espectacular.
—¿Como la estatua de Seti I? —dijo Erica, volviendo a contemplar el perfil de Yvon. Éste sonrió, y la muchacha pudo distinguir la blancura de sus dientes contra la piel tostada.
—Exactamente —dijo—. ¿Pero te imaginas lo que debe de haber sido originariamente la tumba de Seti? ¡Mi Dios! ¡Debió ser algo fantástico! Hoy en día, los tesoros de Tutankamón nos dejan sin aliento, pero son insignificantes comparados con los de Seti I.
A Erica le constaba que Yvon tenía razón, especialmente después de ver la estatua de Abdul Hamdi. Seti I fue un Faraón importante que gobernó un imperio, mientras que Tutankamón fue un rey niño insignificante que, probablemente, en realidad nunca tuvo poder.
—Merde! —gritó Yvon cuando el coche cayó en un bache. El automóvil tembló por el impacto. Cuando se acercaron a El Cairo, la ruta deteriorada los obligó a reducir la velocidad. En las afueras de la ciudad, las casas parecían hechas de trozos de cartón, sostenidas por estacas. Eran los habitáculos de los inmigrantes recién llegados. Más adelante el cartón era sustituido por chapas y trapos y ocasionales barriles de aceite. Finalmente las casuchas desaparecían y eran reemplazadas por casas de adobe y eventualmente se llegaba a la ciudad misma, pero la sensación de pobreza quedaba suspendida en el aire como si fuera un miasma.
—¿Te gustaría ir a mi suite para tomar una copa de coñac? —Preguntó Yvon.
Erica lo miró, tratando de pasar en limpio sus propios sentimientos. Era muy probable que la invitación de Yvon no fuese tan inocente como parecía. Pero decididamente el hombre la atraía, y después del día espantoso que había pasado, la idea de estar cerca de alguien le resultaba muy agradable. Sin embargo, la atracción física no siempre era buena consejera, y por otra parte que un hombre fuese tan perfecto como Yvon casi resultaba sospechoso. Mirándolo, tuvo que admitir que él estaba más allá de toda su experiencia anterior. Era demasiado para ella, y todo había sucedido con demasiada rapidez.
—Gracias, Yvon —dijo cálidamente—, pero prefiero no hacerlo. A lo mejor a ti te gustaría tomar otra copa conmigo en el Hilton.
—¡Pero por supuesto! —Por un momento, Erica se sintió un poco desilusionada ante la falta de insistencia de Yvon. Quizás ella había sido víctima de sus propias fantasías.
Cuando llegaron al hotel, decidieron que hacer una caminata sería mejor que meterse en el ambiente lleno de humo del salón Taverne. Cruzaron de la mano el activo Boulevard Korneish-el-Nil, rumbo al Nilo, y pasearon en dirección al puente El Tahrir. Yvon señaló el hotel Méridien, ubicado en la punta de la isla de Roda. Una chalupa solitaria se deslizaba silenciosamente sobre el agua salpicada por los rayos de la luna.
Mientras caminaban, Yvon rodeó el cuerpo de Erica con un brazo, y ella le cubrió la mano con la suya. Una vez más se sintió muy poco natural. Hacía mucho tiempo que no estaba con otro hombre que no fuese Richard.
—Hoy llegó a El Cairo un griego llamado Stephanos Markoulis —comentó Yvon deteniéndose junto a la balaustrada del puente. Ambos se quedaron mirando los reflejos de las luces que parecían bailar sobre la superficie del agua—. Tengo la impresión de que te llamará y tratará de verte.
Erica le dirigió una mirada interrogante.
—Stephanos Markoulis se dedica al comercio de antigüedades egipcias en Atenas. Muy rara vez viene a Egipto. No sé cuál es el motivo de su viaje, pero me gustaría averiguarlo. Aparentemente ha venido a causa de la muerte de Abdul Hamdi. Pero es probable que el motivo real sea la estatua de Seti.
—¿Y quieren verme por lo del crimen?
—Sí —dijo Yvon. Evitó mirar a Erica—. No sé en qué sentido está involucrado, pero de alguna manera lo está.
—Yvon, creo que no quiero tener nada más que ver con el asunto de Abdul Hamdi. Francamente, todo eso me asusta. Ya te he contado todo lo que sé.
—Comprendo —dijo Yvon, tranquilizándola—, pero desgraciadamente tú eres la única pista que poseo.
—¿Qué quieres decir con eso?
Yvon se dio vuelta para mirarla.
—Eres la última conexión que existe con la estatua de Seti. Stephanos Markoulis intervino de alguna manera en la venta de la primera estatua de Seti a ese hombre de Houston. Creo que puede tener algo que ver en el caso de esta otra estatua. Y sabes bien lo importante que es para mí detener este robo de antigüedades.
Erica dirigió la mirada hacia las alegres luces del hotel Hilton.
—El hombre de Houston que compró la primera estatua de Seti también llegó hoy. Me estaba esperando en el vestíbulo del Hilton esta tarde. Se llama Jeffrey Rice.
Los labios de Yvon se apretaron perceptiblemente.
—Me dijo —continuó diciendo Erica—, que pensaba ofrecer una recompensa de diez mil dólares a cualquiera que simplemente le informara sobre el paradero de esta segunda estatua de Seti, a fin de que él pudiese comprarla.
—¡Dios! —Exclamó Yvon—. Eso va a convertir a El Cairo en un circo. ¡Y pensar que me ha estado preocupando el hecho de que Ahmed Khazzan y el servicio de antigüedades descubrieran la existencia de esa estatua! Bueno, Erica, esto significa que tengo que trabajar con rapidez. Comprendo que no quieras complicarte en este asunto, pero te pido que me hagas el favor de recibir a Stephanos Markoulis. Necesito conocer más detalles sobre lo que se propone, y es probable que tú puedas ayudarme. Si Jeffrey ofrece una suma tan importante de dinero, creo que podemos estar seguros de que la estatua todavía está en el mercado. Y si yo no me muevo con rapidez, esa pieza también desaparecerá pasando a formar parte de alguna colección privada. Lo único que te pido es que veas a Stephanos Markoulis, y después me cuentes lo que te dijo. Todo lo que te dijo.
Erica miró el rostro implorante de Yvon. Se dio cuenta hasta qué punto estaba comprometido Yvon en la tarea de salvar la estatua, y comprendió lo importante que era preservar esa pieza fabulosa de Seti I para que pasara a ser del dominio público.
—¿Estás seguro de que no habrá peligro?
—Por supuesto —afirmó Yvon—. Cuando te llame, combina encontrarte con él en un lugar público para no tener que preocuparte.
—Muy bien —dijo la muchacha—, pero en pago me tendrás que invitar otra vez a cenar.
—D'accord —exclamó Yvon besándola, esta vez en los labios. Erica estudió el rostro apuesto del francés. Una sonrisa cálida se demoraba en el borde de sus labios. Por un momento la joven se preguntó si no la estaría usando. Enseguida se reprendió por ser tan desconfiada. Por otra parte, a lo mejor era ella quien lo estaba usando a él.
Al volver a su cuarto, Erica se sintió mejor de lo que se había sentido durante todo el viaje. Yvon había conseguido excitarla de una manera que hacía mucho tiempo no experimentaba, ya que en los últimos meses ni siquiera el aspecto físico de su relación con Richard era totalmente satisfactorio. E Yvon era capaz de poner en segundo plano sus deseos sexuales, con tal de crear entre ellos una relación llena de profundo significado. Estaba dispuesto a esperar, y eso la hizo sentirse bien. Al llegar a la puerta de su habitación, insertó la llave en la cerradura con rapidez y abrió la puerta de par en par. Todo parecía estar en orden. Recordó la cantidad de películas que había visto, y deseó haber tomado alguna medida para poder saber si alguien se había metido en su cuarto. Encendió las luces y entró en el dormitorio. Estaba desierto. Revisó el baño, sonriendo ante su propia actitud melodramática.
Entonces, con un suspiro de alivio, le pegó un empujón a la puerta y ésta se cerró con un golpe sordo seguido de un tranquilizante «clic» de los herrajes de procedencia norteamericana. Se sacó los zapatos, desconectó el aire acondicionado, y abrió la puerta del balcón. Los reflectores que iluminaban las pirámides y la esfinge ya estaban encendidos. Volvió al dormitorio, se quitó el vestido por encima de la cabeza, y lo colgó. A la distancia podía oír el ruido del tránsito que, a pesar de la hora, todavía llenaba el Korneish-el-Nil. Por lo demás, el hotel estaba en silencio. Fue mientras se quitaba el maquillaje de los ojos que oyó el primer ruido inconfundible en la puerta.
Permaneció inmóvil, mirando fijamente su imagen en el espejo. Estaba en corpiño y calzón, y con un ojo sin maquillar. A la distancia, se oyeron los habituales bocinazos, seguidos por un silencio. Contuvo el aliento, escuchando. Una vez más oyó el sonido de un objeto de metal golpeando contra otro metal. Erica sintió que se le congelaba la sangre. Alguien estaba metiendo una llave en la cerradura de la puerta de su cuarto. Al comprenderlo se dio vuelta lentamente. La traba de seguridad no estaba puesta. Erica se sintió paralizada. No consiguió precipitarse a la puerta para cerrar la traba. Tuvo miedo de no llegar a tiempo antes de que la puerta se abriera. La cerradura hizo ruido nuevamente.
Entonces, mientras la joven seguía mirando, la manija de la puerta comenzó a girar lentamente. Erica estudió rápidamente la cerradura de la puerta del baño. Consistía en un simple botón, y la puerta en sí era un panel de madera muy fino. El sonido de la cerradura que estaba siendo forzada la obligó a mirar nuevamente el picaporte que giraba con lentitud. Sus ojos, como los de un animal asustado, recorrieron la habitación a toda velocidad, buscando una forma de escapar. ¡El balcón! ¿Sería posible cruzar al balcón de la habitación vecina? No, se vería obligada a balancearse a nueve pisos de altura. Entonces recordó el teléfono. Corrió silenciosamente a través de la habitación y se llevó el receptor al oído. Oyó el sonido distante de la llamada. «¡Contesten!», gritó interiormente, «¡por favor contesten!».
Desde la puerta le llegó una serie de «clics» finales, diferentes a los anteriores, que anunciaban que la llave había girado completamente. La cerradura había sido forzada, y sin otro sonido la puerta se abrió, permitiendo que como un cuchillo, entrara la luz del corredor en la habitación. Erica cayó de rodillas. Arrojando el receptor sobre la cama y aplastándose contra el piso, se metió debajo.
Desde el lugar en que se encontraba, lo único que pudo ver fue la parte inferior de la puerta en el momento en que ésta se abría. Del teléfono surgía un sonido constante. Erica se dio cuenta de que el aparato la descubriría, ¡que sería una señal evidente de que ella estaba escondida en la habitación! Un hombre entró en el cuarto, cerrando suavemente la puerta detrás de sí. Mientras Erica observaba, sumida en un terror pánico, el hombre caminó en dirección a la cama, saliendo de su campo de visión. Erica tenía miedo de girar la cabeza. Sintió que, encima suyo, el receptor había sido colocado en su lugar. En ese momento el intruso volvió a entrar silenciosamente en su campo de visión yendo, aparentemente, a revisar el baño.
En la cara de Erica se formaron gotas de sudor, mientras observaba los pies del hombre que se acercaban al placard. ¡La estaba buscando! Abrió la puerta del placard, y luego la cerró nuevamente. El intruso volvió al centro del dormitorio y se detuvo, con los pies a sólo un metro y medio o dos de la cabeza de Erica. Entonces se acercó a ella, paso a paso, y se detuvo junto a la cama. Estaba tan cerca que Erica pudo haberlo tocado.
Repentinamente levantó la colcha de la cama, y Erica se encontró cara a cara con el hombre.
—Erica, ¿qué demonios estás haciendo debajo de la cama?
—¡Richard! —Gritó Erica, y estalló en sollozos.
Aunque la joven todavía estaba demasiado conmocionada para poder moverse, Richard la ayudó a salir de su escondite y le quitó el polvo que la cubría.
—¡Realmente! —exclamó sonriendo—. ¿Qué estás haciendo debajo de la cama?
—¡Oh Richard! —Sollozó Erica, arrojándole los brazos al cuello—. ¡Me alegro tanto de que seas tú! ¡No puedo explicarte cuánto me alegro! —Se apretó contra Richard, aferrándose a él.
—Debería sorprenderte más a menudo —dijo éste, feliz, mientras le colocaba las manos sobre la espalda desnuda. Permanecieron abrazados un momento, mientras Erica se tranquilizaba y se secaba las lágrimas.
—¿Eres tú realmente? —Dijo finalmente, mirándolo a los ojos—. No puedo creerlo. ¿Estoy soñando?
—No estás soñando. Soy yo. Quizás un poquito extenuado, pero aquí, en Egipto, contigo.
—Pareces un poco cansado. —Erica suavemente acomodó con los dedos el pelo que a Richard le caía sobre la frente—. ¿Estás bien?
—Sí, estoy muy bien. Cansado solamente. Tuvimos problemas mecánicos. El avión estuvo demorado casi cuatro horas en Roma. Pero valió la pena. Estás maravillosa. ¿Cuándo comenzaste con esa costumbre de maquillarte un solo ojo?
Erica sonrió, abrazándolo suavemente.
—Hubiera tenido mejor aspecto si me hubieses avisado que llegabas. ¿Cómo pudiste dejar el consultorio? —Se recostó en los brazos de Richard, apoyando las manos contra su pecho.
—Hace unos meses, cuando su padre murió, me hice cargo del consultorio de un colega. Él estaba en deuda conmigo. Se encargará de todas las emergencias y de las visitas a domicilio. El consultorio tendrá que esperar. De todos modos, últimamente me había convertido en un médico bastante incapaz. Te he extrañado terriblemente.
—Yo también te extrañé. Supongo que fue por eso que te llamé por teléfono.
—Me dio una alegría inmensa que me llamaras —dijo Richard besándola en la frente.
—Cuando hace un año te hablé sobre la posibilidad de venir a Egipto me dijiste que era completamente imposible que abandonaras tu consultorio.
—Bueno… —dijo Richard—, entonces no me sentía tan seguro en mi profesión como ahora. Pero eso fue hace un año, y ahora estoy aquí, contigo, en Egipto. A mí también me cuesta creerlo. Pero, Erica, ¿qué estabas haciendo debajo de la cama? —No pudo impedir una sonrisa—. ¿Te asusté? Lo siento, no fue mi intención. Pensé que estarías durmiendo, y quise entrar silenciosamente y despertarte, igual que en casa.
—¿Que si me asustaste? —Preguntó Erica. Rió sarcásticamente. Se alejó de Richard para sacar su salto de cama del placard—. Todavía estoy temblando… Lo que quiero decir es que me aterrorizaste.
—Perdóname —dijo Richard.
—¿Quién te dio la llave del cuarto? —Erica se sentó sobre el borde de la cama, con las manos sobre la falda.
Richard se encogió de hombros.
—Simplemente entré al hotel y pedí la llave de la habitación 932.
—¿Y te la dieron así como así? ¿No te hicieron ninguna pregunta?
—No. Es algo bastante común en los hoteles. Yo esperaba que aquí hicieran lo mismo, para poder sorprenderte. Quería ver la cara que pondrías cuando te enteraras de que estaba en El Cairo.
—Richard, con lo que he pasado durante estos últimos días, eso fue probablemente lo peor que pudiste haber hecho. —La voz de Erica adquirió un tono histérico—. En realidad, pienso que hiciste algo bastante estúpido.
—¡Está bien, está bien! —dijo Richard levantando una mano como defendiéndose en broma—. Te pido perdón si te asusté. No era mi intención.
—¿No se te ocurrió que me asustaría si entrabas solapadamente en mi cuarto a medianoche? ¡Realmente, Richard! ¡Me parece que no es mucho pedir que pienses un poco antes de hacer las cosas! Aun en Boston sería insólito hacer una cosa así. Supongo que ni se te pasó por la cabeza pensar en mi reacción.
—Bueno, estaba deseando verte. Quiero decir, he recorrido cantidades astronómicas de kilómetros para verte. —La sonrisa de Richard comenzó a desaparecer. Su rubio cabello estaba despeinado y había grandes ojeras en su rostro.
—Cuanto más lo pienso, más idiota me parece lo que hiciste. ¡Dios mío! ¡Pude haber tenido un paro cardíaco de susto! Me hiciste morir de miedo.
—Lo siento, ya te pedí que me perdonaras.
—¡Lo siento! —repitió Erica malhumorada—. Supongo que crees que con decir «lo siento» está todo solucionado. Pero no es así. Fue bastante espantoso ser testigo de dos asesinatos en dos días, ¡y ahora, además, tengo que soportar un chiste adolescente y de mal gusto! ¡Esto ya es el colmo!
—Creí que te alegrabas de verme —dijo Richard a la defensiva—. Dijiste que te alegrabas de verme.
—Me alegró que no fueras un violador o un asesino.
—Bueno, tienes un modo muy particular de hacer que uno se sienta bienvenido.
—Richard, por amor de Dios, ¿qué estás haciendo aquí?
—Vine a verte. Prácticamente di la vuelta al mundo para venir a esta ciudad polvorienta y calurosa porque quería demostrarte cuánto te quiero.
Erica abrió la boca, pero no habló enseguida. Su enojo cedió un poco.
—Pero te pedí claramente que no vinieras —dijo, con el mismo tono que hubiera usado si estuviese hablando con un chico desobediente.
—Ya lo sé, pero lo conversé con tu madre. —Richard se sentó sobre la cama e intentó tomar la mano de Erica.
—¡Qué! —Exclamó ella, retirando la mano—. Repite lo que acabas de decir.
—¿Que repita qué? —Preguntó Richard, confuso. Se daba cuenta de que Erica había vuelto a enfurecerse, pero no comprendía por qué.
—Tú y mi madre han estado conspirando.
—Yo no usaría esa palabra. Conversamos sobre la conveniencia de que yo viniera.
—¡Qué maravilla! —Se burló Erica—. Y apuesto que decidieron que Erica, esa jovencita inconsciente, está pasando por una edad difícil, pero que el tiempo la hará cambiar. Lo único que hay que hacer es tratarla como a una criatura y tolerar sus caprichos por el momento.
—Mira, Erica. Para que sepas, tu madre desea lo mejor para ti.
—No estoy tan segura de eso —contestó Erica, bajándose de la cama—. Mi madre ya no consigue distinguir la diferencia que hay entre su vida y la mía. Está demasiado cerca de mí, y yo siento que quiere absorberme por completo. ¿Puedes entender eso?
—No, no puedo —dijo Richard, sintiendo que comenzaba a enojarse.
—Ya sabía que no lo entenderías. Supongo que tiene algo que ver con el hecho de que nosotras seamos judías. Mi madre está tan preocupada porque yo siga sus pasos que no se molesta en descubrir cómo soy realmente. Quizá desea lo mejor para mí, pero también creo que a través de mi vida quiere justificar la suya. El problema es que ella y yo somos muy distintas; hemos crecido en mundos diferentes.
—¡En el único momento en que pienso en ti como una criatura es cuando hablas como lo estás haciendo ahora!
—No creo que entiendas nada, Richard, nada. Ni siquiera te das cuenta por qué estoy aquí, en Egipto. Te lo he explicado mil veces, pero te niegas a comprender.
—No estoy de acuerdo. Creo que sé por qué estás aquí. Te aterra asumir un compromiso. Es tan simple como eso. Quieres demostrar tu independencia.
—Richard, no des vuelta las cosas. Eras tú el que tenía miedo de asumir un compromiso. Hace un año ni siquiera querías que se mencionara la palabra casamiento. Ahora, repentinamente, deseas tener una esposa, una casa y un perro, y no creo que el orden de esos factores tenga demasiada importancia. Bueno, yo no soy una pertenencia, ni tuya, ni de mi madre. No estoy en Egipto para hacer una demostración de independencia. Si eso hubiese sido lo que deseaba, hubiera huido a uno de esos lugares de vacaciones envasadas, como el Club Med, en donde no es necesario pensar. Estoy en Egipto, porque he pasado ocho años de mi vida estudiando la antigua cultura de este país, y ése es el trabajo que he elegido. Forma parte de mi vida, igual que la medicina forma parte de la tuya.
—¿De manera que estás tratando de decirme que el amor y la familia son secundarios, y que tu carrera está primero?
Erica cerró los ojos y suspiró.
—No, no son secundarios. Trato de decirte simplemente que tu concepto actual del matrimonio significaría una especie de abdicación intelectual para mí. Siempre has considerado mi carrera como una especie de pasatiempo. No la tomas en serio. —Richard intentó discutir, pero Erica continuó hablando—. No digo que te moleste que yo me haya doctorado en una disciplina exótica. Pero no te alegrabas por mí. Simplemente de alguna manera te convenía a ti. Creo que te hacía sentir más importante, más intelectual.
—Erica, todo esto es muy injusto.
—No me comprendas mal, Richard. Sé que gran parte de lo que sucede es culpa mía. Nunca me esmeré en comunicarte el entusiasmo que sentía por mi trabajo. En todo caso, lo escondí, por miedo de que te asustara y te ahuyentara. Pero ahora es diferente. Ahora sé quién soy. Y eso no quiere decir que no desee casarme. Quiere decir que no deseo asumir el papel de esposa que tú tienes en mente. Y he venido a Egipto para hacer algo que se relaciona con mi experiencia profesional.
Richard se doblegó bajo el peso de los argumentos de Erica. Estaba demasiado cansado para pelear.
—Si estás tan decidida a hacer algo útil, ¿por qué elegiste una carrera tan oscura? Quiero decir, ¡realmente Erica! ¡Egiptología! ¡Jeroglíficos del Nuevo Reino! —Richard cayó de espaldas sobre la cama, con los pies todavía apoyados sobre el piso.
—Las antigüedades egipcias generan mucha más actividad que lo que te imaginas —dijo Erica. Se dirigió a la cómoda y tomó el sobre de las fotografías que le había dado Jeffrey John Rice—. Durante estos dos días he aprendido en forma dolorosa esa realidad. ¡Échales una mirada a estas fotografías! —Erica arrojó las fotografías sobre el pecho de Richard.
Con evidente esfuerzo, Richard se sentó en la cama y las sacó del sobre. Las miró rápidamente y volvió a guardarlas.
—¡Linda estatua! —Exclamó sin comprometerse, volviendo a caer de espaldas sobre la cama.
—¿Linda estatua? —Repitió Erica con cinismo—. Probablemente ésa sea la estatua egipcia antigua más importante que se haya descubierto jamás, y yo he sido testigo de dos asesinatos, de los que por lo menos uno creo que está relacionado con la estatua. ¡Y lo único que tú dices es que es una linda estatua!
Richard abrió un ojo y miró a Erica que estaba apoyada contra la cómoda en actitud desafiante. La parte superior de sus pechos se veía a través del encaje del salto de cama. Sin sentarse nuevamente, Richard volvió a sacar las fotografías del sobre y las miró más detalladamente.
—Está bien —dijo al fin—. Es una linda estatua mortífera. ¿Pero qué quieres decir con eso de dos asesinatos? No habrás presenciado otro hoy, ¿verdad? —Richard se apoyó en la almohada irguiéndose un poco. Casi no conseguía mantener los ojos abiertos.
—No solamente lo presencié, sino que la víctima cayó sobre mí. Difícilmente pude haber estado más cerca, difícilmente se puede vivir una cosa así sin sentirse comprometida.
Richard miró fijamente a Erica durante varios minutos.
—Creo que lo mejor será que vuelvas a Boston —dijo en medio de su cansancio, con tanta autoridad como pudo reunir.
—Me voy a quedar aquí —contestó Erica completamente decidida—. Más aún, creo que voy a hacer algo con respecto al mercado negro de antigüedades. Pienso que puedo ser de alguna ayuda. Y me gustaría impedir que esa estatua de Seti sea sacada de Egipto de contrabando.
Sumida en una profunda concentración, Erica no advirtió el paso del tiempo. Al mirar el reloj, se sorprendió al comprobar que eran las dos y media de la madrugada. Había estado sentada en el balcón, junto a una pequeña mesa redonda que sacó del dormitorio. También había transportado al balcón la lámpara de la mesa de luz, que iluminaba la mesa y las fotografías de la estatua de Houston.
Richard, todavía completamente vestido, estaba tirado sobre la cama, profundamente dormido. Erica había insistido intentando conseguirle un cuarto separado, pero el hotel estaba lleno. También lo estaban el Sheraton, el Shepheard's y el Meridien. Mientras Erica trataba de comunicarse con un hotel ubicado en la isla de Gezira, la respiración de Richard se hizo cada vez más pesada y finalmente comenzó a roncar. Erica se dio cuenta de que se había quedado profundamente dormido, y se ablandó. No había querido pasar la noche con él porque no deseaba correr el riesgo de que hicieran el amor. Pero ya que se había dormido, decidió que él mismo podría buscar alojamiento a la mañana siguiente.
Demasiado nerviosa para dormir, había decidido trabajar en los jeroglíficos de las fotografías. Tenía particular interés en las dos cortas inscripciones que contenían los sellos faraónicos. La traducción de jeroglíficos siempre era difícil, puesto que no contenían vocales y era necesario interpretar correctamente las directivas. Pero esta inscripción de la estatua de Seti parecía aún más difícil, como si el que la hubiera concebido deseara transmitir su mensaje en código. Ni siquiera estaba segura de la dirección en que debía leer la inscripción. Hiciera lo que hiciese, el resultado parecía no tener sentido alguno. ¿Por qué se habría grabado el nombre del niño-rey Tutankamón sobre la esfinge de un Faraón poderoso?
La mejor interpretación de la frase que logró, fue: «Eterno descanso (o paz) dado (o concedido) a su majestad, rey del Alto y Bajo Egipto, hijo de Amón Ra, amado de Osiris, faraón Seti I, que dirige (o gobierna o reside) después (o bajo o detrás) de Tutankamón». Por lo que podía recordar, esa interpretación era bastante parecida a la que le había dicho el doctor Lowery por teléfono. Pero no estaba satisfecha. Parecía demasiado simple. No había duda de que Seti I había gobernado o vivido aproximadamente cincuenta años después de Tutankamón. Pero entre todos los faraones existentes, ¿por qué no se mencionaba a Thutmose IV o a alguno de los grandes faraones constructores del imperio? También le molestaba la preposición «bajo». La rechazaba porque no existía ninguna conexión dinástica entre Seti I y Tutankamón. No había entre ellos el menor lazo familiar. En realidad. Erica estaba casi segura de que antes de la época de Seti, el nombre de Tutankamón había sido borrado por el usurpador general, el faraón Horemheb. Y también rechazaba la palabra «detrás», debido a la insignificancia de Tutankamón. Eso dejaba en pie solamente la posibilidad de que fuera «después».
Erica leyó la frase en voz alta. Una vez más, parecía demasiado simple, y por esa misma razón, misteriosamente complicada. Pero la excitaba tratar de penetrar en el pensamiento de una mente humana que había funcionado tres mil años antes.
Al mirar la figura dormida de Richard en el cuarto, Erica comprendió con más claridad que nunca que los separaba un abismo. Richard jamás comprendería su fascinación por Egipto, ni el hecho de que esa excitación intelectual constituyera una parte importante de su personalidad.
Se puso de pie y llevó la lámpara y las fotografías al dormitorio. Cuando la luz cayó sobre la cara de Richard, que dormía con los labios apenas entreabiertos, repentinamente le pareció muy joven, casi un niño. Recordó el comienzo de la relación de ambos y añoró esa época menos complicada. Realmente lo quería, pero era difícil enfrentar la realidad: Richard siempre sería Richard. Su carrera de médico le impedía analizarse con perspectiva, y Erica tuvo que admitir que jamás cambiaría.
Apagó la lámpara y se acostó junto a él. Richard se quejó y cambió de posición, apoyando una mano sobre el pecho de Erica. La joven la retiró suavemente. Quería mantener las distancias y no deseaba ser tocada. Pensó en Yvon, que parecía tratarla intelectualmente como a una igual, al mismo tiempo que la atendía como mujer. Erica observó a Richard en la semioscuridad, y se dio cuenta de que no tendría más remedio que hablarle sobre el francés y que Richard se sentiría herido. Miró fijamente el oscuro cielorraso, anticipando la reacción celosa del muchacho. Sin duda diría que lo único que ella deseaba era alejarse de él para encontrar un amante. Jamás comprendería la fuerza del compromiso que había asumido al decidirse a ayudar a impedir que la estatua de Seti I fuese sacada del país.
—Ya verás —susurró, dirigiéndose a Richard en la oscuridad—. Yo voy a encontrar esa estatua. —Richard gimió en sueños y se dio vuelta.