Cuando el auto oficial se detuvo frente al Hilton, Erica todavía no podía creer que había sido puesta en libertad. Abrió la puerta del coche antes de que éste se hubiera detenido completamente y agradeció al conductor como si él hubiese tenido algo que ver con su liberación. Sentía que llegar al Hilton era un poco como regresar a su casa.
Una vez más, el vestíbulo estaba lleno de actividad. Los vuelos internacionales habían estado descargando pasajeros constantemente. La mayor parte de ellos esperaba sentada sobre el equipaje mientras el ineficiente personal del hotel intentaba dar curso a la marea humana del día.
Erica se dio cuenta de que su apariencia desentonaba por completo en ese lugar. Estaba acalorada, traspirada y desarreglada. Todavía tenía la mancha de sangre en la espalda y sus pantalones se encontraban en un estado desastroso, sucios y desgarrados en la rodilla derecha. Si hubiese existido otro camino para llegar a su habitación, lo hubiera tomado. Desgraciadamente no tuvo más remedio que caminar a través de la gran alfombra oriental colorada y azul, debajo de la imponente araña de cristal. Era lo mismo que estar iluminada por reflectores, y la gente comenzó a mirarla fijamente.
Uno de los hombres de la recepción alcanzó a verla y comenzó a hacer señas con la mano, blandiendo la lapicera y señalándola. Erica apuró el paso y llegó a la puerta del ascensor. Apretó el botón de llamada, temiendo mirar a sus espaldas, por miedo de que alguien se acercara a detenerla. Apretó varias veces el botón del ascensor mientras la aguja indicadora descendía lentamente. La puerta se abrió y Erica entró en el ascensor, pidiendo al ascensorista que la llevara al noveno piso. Éste asintió en silencio. La puerta comenzó a cerrarse, pero antes de que se hubiese cerrado del todo, una mano se aferró al borde de la puerta obligando al ascensorista a abrirla nuevamente. Erica retrocedió, apoyándose contra la pared del fondo y conteniendo el aliento.
—¡Hola, hola! —Exclamó un hombre alto con sombrero de alas anchas y botas de vaquero—. ¿Es usted Erica Baron?
Erica abrió la boca, pero no pudo pronunciar una palabra.
—Yo soy Jeffrey John Rice, de Houston. ¿Usted es Erica Baron? —El hombre continuaba impidiendo que la puerta del ascensor se cerrara. El ascensorista permanecía inmóvil como una estatua de piedra.
Igual que una niña que se siente culpable, Erica hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.
—Encantado de conocerla, señorita Baron —Jeffrey Rice extendió la mano.
Erica levantó la suya como una autómata. Jeffrey Rice se la estrechó en forma exuberante.
—Es un placer, señorita Baron. Quiero presentarle a mi esposa.
Sin soltar la mano de Erica, Jeffrey Rice la obligó a salir del ascensor. Erica tropezó hacia adelante, rescatando su bolsón de lona cuya correa se le había deslizado del hombro.
—He estado esperándola durante horas —dijo Rice, empujándola en dirección al vestíbulo.
Después de dar dos o tres pasos torpes, Erica consiguió que el hombre le soltara la mano.
—Señor Rice —dijo la joven deteniéndose—, me gustaría mucho conocer a su señora, pero en otro momento. He pasado un día muy extraño.
—Sí, en realidad parece un poco andrajosa, querida, pero tomemos una copa. —Estiró nuevamente la mano y asió la muñeca de Erica.
—¡Señor Rice! —exclamó Erica bruscamente.
—¡Vamos, querida! Prácticamente hemos dado la vuelta al mundo para venir a verla.
Erica miró el rostro de Jeffrey Rice, tostado por el sol e inmaculadamente afeitado.
—¿Qué quiere decir con eso, señor Rice?
—Exactamente lo que dije. Mi esposa y yo hemos venido desde Houston para verla. Volamos toda la noche. Afortunadamente tengo mi propio avión. Lo menos que usted puede hacer es tomar una copa con nosotros.
Repentinamente recordó el nombre. Jeffrey Rice era el propietario de la estatua de Seti I que estaba en Houston. Estaba medio dormida cuando habló con el doctor Lowery, pero ahora recordaba.
—¿Ustedes han venido desde Houston?
—Así es. Volamos hasta aquí. Aterrizamos hace pocas horas Ahora venga por acá y por favor conozca a Priscilla, mi mujer.
Erica permitió que la arrastrara nuevamente a través del vestíbulo para ser presentada a Priscilla Rice, una belleza sureña con un vestido muy escotado y un anillo de brillantes que competía, en cuanto a luces, con la enorme araña de cristal. El acento sureño de la mujer era aún más pronunciado que el de su marido.
Jeffrey Rice condujo a su mujer y a Erica al salón Taverne. Con su modo eficiente y su voz gritona consiguió que los atendieran rápidamente, especialmente desde el momento en que empezó a dar propinas de una libra egipcia. En la luz tenue del bar, Erica se sintió un poco menos conspicua. Se instalaron en un reservado del rincón, donde la ropa desgarrada y sucia de Erica no se notaba tanto.
Jeffrey Rice ordenó whisky puro para él y para su mujer, y vodka con agua tónica para Erica, y ésta descubrió que repentinamente se había tranquilizado y que hasta era capaz de reír de las historias que el texano narraba sobre las experiencias y costumbres de la gente de su región. Erica se permitió otra copa de vodka con agua tónica.
—Bueno, hablemos de negocios —dijo Jeffrey Rice bajando la voz—. Decididamente no quiero arruinar esta reunión social, pero hemos viajado una gran distancia para hablar con usted. He oído el rumor de que ha visto una estatua del Faraón Seti I.
Erica notó que el modo de Rice había cambiado completamente. Adivinó que bajo el disfraz de tejano juguetón se escondía un astuto hombre de negocios.
—El doctor Lowery dijo que usted quería algunas fotografías de mi estatua, especialmente de los jeroglíficos de la base. Aquí tengo esas fotos. —Jeffrey Rice sacó un sobre del bolsillo de la chaqueta y lo mantuvo en alto—. Muy bien, le daré estas fotografías con mucho placer, siempre que usted me diga dónde vio la estatua de la que le habló al doctor Lowery. Sucede que yo había planeado donar la estatua a mi ciudad de Houston, pero si hay una cantidad de esas tallas por todas partes, la donación no tendrá tanto valor. En otras palabras: quiero comprar esa estatua que usted vio. Tengo mucha necesidad de' comprarla. Hasta he decidido ofrecer diez mil dólares de recompensa a cualquiera que me informe dónde está para que yo pueda comprarla. Y eso la incluye a usted.
Bajando el vaso, Erica miró fijamente a Jeffrey Rice. Tras haber visto la tremenda pobreza que reinaba en El Cairo, supo que en ese lugar, diez mil dólares tendrían el mismo efecto que un billón de dólares en Nueva York. Ese dinero crearía una presión increíble en el submundo de El Cairo. Y desde que la muerte de Abdul Hamdi sin duda estaba relacionada con la estatua, los diez mil dólares ofrecidos como recompensa por una simple información serían capaces de causar muchas muertes más. Era un pensamiento aterrorizante.
Erica describió rápidamente la experiencia que había tenido con Abdul Hamdi y la estatua de Seti I. Rice escuchó atentamente, anotando el nombre de Hamdi.
—¿Sabe si alguien más ha visto la estatua? —Preguntó, echándose atrás el sombrero de ala ancha.
—Que yo sepa no —contestó Erica.
—¿Hay otra gente enterada de que Abdul Hamdi tenía la estatua?
—Sí —contestó Erica—. Un Monsieur Yvon de Margeau. Se aloja en el hotel Meridien. Él afirma que Hamdi ha mantenido correspondencia con potenciales compradores de todas partes del mundo, de manera que probablemente existe mucha gente que sabe que Hamdi estaba en posesión de la estatua.
—Aparentemente esto va a ser más divertido de lo que esperábamos —dijo Rice, inclinándose para palmear suavemente la muñeca de su mujer. Se dio vuelta hacia Erica, y le alcanzó el sobre con las fotografías—. ¿Tiene alguna idea del paradero de la estatua?
Erica hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—No tengo la menor noción —dijo tomando el sobre. A pesar de la escasa luz del lugar, su impaciencia le impidió esperar para ver las fotografías, de manera que las sacó del sobre para mirarlas.
—Es una estatua estupenda, ¿verdad? —comentó Rice, con el mismo tono que hubiera empleado si Erica estuviese contemplando fotografías de su hijo primogénito—. Convierte a todas las cosas de Tut en un juego de niños.
Jeffrey Rice tenía razón. Mirando las fotografías, Erica admitió que la estatua era sorprendente. Pero también notó otra cosa. Por lo que podía recordar, la estatua era idéntica a la que ella había visto. Entonces vaciló. Mirando la fotografía de Rice se dio cuenta de que en esa estatua, Seti I sostenía el cayado incrustado de piedras preciosas con la mano derecha. Recordaba que la estatua de Abdul sostenía el cayado con la mano izquierda. Las estatuas no eran idénticas, ¡eran imágenes invertidas! Erica recorrió el resto de las fotografías. Eran excelentes y habían sido tomadas desde todos los ángulos obviamente por un profesional. Finalmente, casi al final del montón, llegó a los primeros planos. La muchacha sintió que su pulso se aceleraba cuando vio los jeroglíficos. Estaba demasiado oscuro para ver los signos con claridad, pero inclinando la fotografía llegó a distinguir los dos sellos faraónicos. Eran los nombres de Seti I y de Tutankamón. Sorprendente.
—Señorita Baron —dijo Jeffrey Rice—, para nosotros sería un enorme placer que nos acompañara a cenar. —Priscilla Rice sonrió cálidamente cuando su marido formuló la invitación.
—Muchas gracias —respondió Erica volviendo a colocar las fotografías dentro del sobre—. Desgraciadamente esta noche tengo un compromiso. Quizás alguna otra vez, si ustedes se quedan en Egipto.
—Por supuesto —contestó Rice—. La otra posibilidad es que usted y sus amigos se unan a nosotros esta noche.
Erica lo pensó un momento y luego decidió no aceptar. Jeffrey Rice e Yvon de Margeau juntos serían igual que el agua y el aceite. Estaba a punto de dar una excusa, cuando pensó en otra cosa.
—Señor Rice, ¿cómo compró usted la estatua de Seti I? —Vaciló al hablar, puesto que no sabía si era correcto hacer esa pregunta.
—¡Con dinero, mi querida! —Jeffrey Rice rió, golpeando la mesa con la palma de la mano. Evidentemente pensaba que había hecho una broma graciosísima. Erica sonrió débilmente y esperó, suponiendo que el hombre le daría una respuesta más concreta.
—Me enteré a través de un comerciante en arte amigo mío que vive en Nueva York. Me llamó por teléfono para avisarme que se iba a rematar a puertas cerradas una asombrosa escultura egipcia.
—¿A puertas cerradas?
—Sí, sin publicidad. Diríamos, en secreto. Sucede todo el tiempo.
—¿Y se remató aquí, en Egipto? —Preguntó Erica.
—No, en Zurich.
—En Suiza —dijo Erica incrédula—. ¿Por qué en Suiza?
—En ese tipo de remates uno no hace preguntas —dijo Rice encogiéndose de hombros—. Existen ciertas reglas de etiqueta.
—¿Y sabe cómo llegó la estatua a Zurich? —Preguntó Erica.
—No —contestó Jeffrey Rice—. Como le dije, no corresponde hacer preguntas. Todo fue arreglado por uno de esos importantes Bancos suizos, y ellos tienden a ser muy reservados. Todo lo que les interesa es obtener el dinero. —Sonriendo se puso de pie y se ofreció a escoltarla hasta el ascensor. Evidentemente no tenía intenciones de agregar nada más.
Cuando Erica entró a su cuarto, la cabeza le daba vueltas, tanto debido a las declaraciones de Jeffrey Rice como a las dos copas que había tomado. Mientras él la acompañaba hasta que llegara el ascensor, mencionó como al pasar que la estatua de Seti I no era la primera antigüedad egipcia que había adquirido en Zurich. Antes había comprado varias estatuas de oro y un magnífico collar pectoral, y posiblemente todos ellos pertenecían a la época de Seti I.
Al poner el sobre con las fotografías sobre la cómoda, Erica pensó en su anterior concepción del mercado negro: alguien encontraba un pequeño objeto en la arena y se lo vendía a otra persona que lo deseaba. Y ahora estaba obligada a admitir que la transacción final tenía lugar en la sala de conferencias de los Bancos internacionales. Era increíble.
Se quitó la blusa, miró la mancha de sangre, e impulsivamente la tiró. Sus pantalones siguieron idéntico itinerario, yendo a parar al mismo canasto de basura. Al sacarse el corpiño se dio cuenta que la sangre también había empapado la parte posterior del mismo. Pero no podía descartar su corpiño con tanta indiferencia. Le resultaba difícil comprar corpiños, y había pocos modelos que le resultaran cómodos. Antes de obrar apresurada e impulsivamente abrió el cajón superior de la cómoda para comprobar cuántos había incluido en su equipaje. Pero en vez de contarlos, se quedó mirando su ropa interior. La ropa interior era un lujo que Erica se había permitido siempre, aun durante sus años de estudiante financieramente difíciles. Gozaba con la sensación tranquilizante y femenina de la ropa interior cara. Por lo pronto la cuidaba mucho, y cuando deshizo su equipaje se tomó el tiempo necesario para distribuirla prolijamente. Pero en ese momento el cajón parecía distinto. ¡Alguien había revisado sus pertenencias!
Erica se enderezó y miró a su alrededor. La cama estaba tendida, de manera que evidentemente las mucamas habían estado en el cuarto. ¿Pero le revisarían ellas la ropa? Podía ser. Rápidamente verificó la ropa del cajón del medio, sacando sus vaqueros Levi's. En el bolsillo estaban sus aros de brillantes, el último regalo que había recibido de su padre. En otro bolsillo su pasaje de regreso y el grueso de sus cheques de viajero. Después de comprobar que todo estaba en orden, suspiró aliviada y volvió a colocar los vaqueros en el cajón.
Miró nuevamente el cajón superior, preguntándose si habría sido ella misma quien había desordenado la ropa esa mañana. Entonces se dirigió al baño, tomó la bolsa plástica en la que guardaba el maquillaje y se puso a examinar su contenido. Evidentemente ella no ordenaba su bolsa de maquillaje, pero sin embargo utilizaba los distintos objetos de una manera organizada dejándolos caer en la bolsa después de usarlos. El desodorante debería estar cerca del fondo de la bolsa y estaba encima de todo. También en la parte superior estaban sus píldoras anticonceptivas, que siempre tomaba de noche. Erica se miró al espejo. Sus ojos reflejaban una sensación de violación, la misma que sintió cuando el muchacho la había tocado el día anterior. Alguien había metido mano en sus cosas, Se preguntó si debería denunciar el incidente a la gerencia del hotel. Pero desde el momento que no le habían robado nada, ¿qué podía decir?
Regresó al pequeño vestíbulo de su habitación, y puso nerviosamente el seguro en la puerta. Entonces cruzó el dormitorio, y a través de los vidrios de la puerta corrediza observó el ardiente sol de Egipto que se acercaba al horizonte en el oeste. La esfinge parecía un león hambriento, listo para pegar el zarpazo. Las pirámides elevaban su macizo contorno contra el cielo color sangre. Erica hubiese deseado sentirse más feliz a la sombra de las pirámides.