El Cairo 14.30 horas

—¿Estás segura? —Preguntó Yvon incrédulo. Raoul levantó los ojos de la revista que estaba leyendo.

—Casi segura —dijo Erica, disfrutando ante la sorpresa de Yvon. Después de recibir el mensaje en la Gran Pirámide, la joven había decidido ver al francés. Sabía que le agradaría enterarse de lo de la estatua, y estaba completamente segura de que estaría dispuesto a llevarla a Luxor.

—¡Parece increíble! —Comentó Yvon, cuyos ojos azules brillaban—. ¿Cómo sabes que piensan mostrarte la estatua de Seti?

—Porque eso es lo que pedí que me mostraran.

—Eres insólita —dijo Yvon—. Yo he estado moviendo cielo y tierra para encontrar esa estatua, ¡y tú la localizas así! —Hizo un gesto con la mano, y chasqueó los dedos.

—Bueno, todavía no he visto la estatua —dijo Erica—. Primero debo llegar a la tienda de Curio esta misma tarde, y sola.

—Podemos partir antes de una hora. —Yvon tomó el teléfono. Le sorprendía que la estatua estuviese nuevamente en Luxor; en realidad, eso le provocaba sospechas.

Erica se puso de pie y se desperezó.

—Pasé la noche en el tren, y me encantaría darme una ducha, si no te importa.

Yvon le señaló con un gesto el cuarto contiguo. Mientras él hablaba por teléfono con el piloto, Erica tomó su bolsón de lona y se dirigió al baño.

Yvon completó los trámites necesarios para el viaje y luego constató que estuviese corriendo el agua de la lluvia antes de dirigirse a Raoul.

—Posiblemente ésta sea la oportunidad que hemos estado esperando. Pero debemos ser extremadamente cuidadosos. Éste es el momento en que será necesario confiar en Khalifa. Comunícate con él y avísale que llegaremos a Luxor alrededor de las seis y media de la tarde. Dile que Erica se encontrará esta noche con la gente que buscamos. Dile también que sin duda habrá problemas y que es mejor que esté preparado. Y adviértele que si matan a esa muchacha se terminó su carrera.

El pequeño jet giró levemente a la derecha, y se enderezó graciosamente después de cruzar el valle del Nilo formando una amplia curva como a seis kilómetros al norte de Luxor. Descendió a trescientos metros y enderezó rumbo al norte. En el momento correcto, Yvon cortó la toma de aire, levantó la nariz del avión, y aterrizó suavemente sobre un colchón de aire. La marcha atrás de los motores sacudió el avión, y a los pocos metros éste comenzó a carretear por la pista. Yvon abandonó los controles para conversar con Erica, mientras el piloto se ocupaba de la maniobra final hasta la estación Terminal.

—Ahora, repasemos esto una vez más —dijo dando vuelta uno de los asientos para quedar frente a Erica. La voz del hombre tenía un tono serio que la hizo sentirse incómodamente ansiosa. En El Cairo, la idea de ser llevada hasta la estatua de Seti le había resultado excitante, pero allí, en Luxor, sentía espasmos de miedo.

—En cuanto lleguemos —continuó Yvon—, quiero que tomes un taxi por tu cuenta y vayas directamente a Curio Antíque. Raoul y yo te esperaremos en el Hotel New Winter Palace, suite 200. Sin embargo estoy seguro de que la estatua no estará en la tienda.

Erica levantó la mirada rápidamente.

—¿Por qué crees que no estará allí?

—Sería demasiado peligroso. No, la estatua debe estar en alguna otra parte. Te conducirán hasta donde esté. Ésa es la forma en que proceden habitualmente. Pero no te preocupes, no correrás peligro.

—Pero la estatua estuvo en Antica Abdul —protestó Erica.

—Eso fue una casualidad —contestó Yvon—. En ese momento la estatua estaba en tránsito. Esta vez estoy absolutamente seguro de que te llevarán a otra parte para que la veas. Trata de recordar exactamente adonde te llevan, para poder regresar. Entonces, cuando te la hayan mostrado, quiero que regatees. Si no lo haces, sospecharán. Pero recuerda, estoy dispuesto a pagar lo que pidan, siempre que garanticen la entrega fuera de Egipto.

—¿Por ejemplo a través del Banco de Crédito de Zurich? —Preguntó Erica.

—¿Cómo te enteraste de eso? —quiso saber Yvon.

—En la misma forma en que me enteré de que tenía que ir a Curio Antique —contestó Erica.

—¿Y cómo lo supiste? —Insistió Yvon.

—No te lo voy a decir —dijo Erica—. Por lo menos, no todavía.

—Erica, esto no es juego.

—Ya sé que no es un juego —contestó la joven con toda sinceridad. Yvon la preocupaba cada vez más—. Y justamente por eso no te lo quiero decir todavía.

—Muy bien —dijo por fin—, pero quiero que regreses a mi hotel. En cuanto puedas. No debemos permitir que esa estatua vuelva a desaparecer. Diles que el dinero estará disponible dentro de veinticuatro horas.

Erica asintió, y miró por la ventanilla. Aunque eran más de las seis de la tarde, el pavimento de la pista de aterrizaje todavía hervía de calor. El avión llegó a la Terminal y los motores se detuvieron. Erica respiró hondo y se soltó el cinturón de seguridad.

Instalado en un puesto de observación cercano a la zona comercial del aeropuerto, Khalifa observó que se abría la puerta del pequeño jet. En cuanto vio a Erica se dio vuelta y caminó rápidamente a un auto estacionado, revisando su pistola automática antes de instalarse en el asiento del conductor. Seguro que esa noche tendría que ganarse su jornal de doscientos dólares. Puso el motor en marcha y se dirigió a Luxor.

En la habitación de Erica del Winter Palace, Evangelos extrajo su Beretta de la funda que tenía debajo del brazo izquierdo y acarició la culata de marfil.

—Guarda eso —ordenó Stephanos desde la cama—. Me pone nervioso que estés jugando con la pistola. Por amor de Dios, tranquilízate. La muchacha ya aparecerá. Tiene todas sus cosas aquí.

En camino a la ciudad, Erica pensó detenerse un momento en el hotel. No tenía sentido andar cargada con la cámara fotográfica y la ropa que había llevado a El Cairo. Pero preocupada ante el pensamiento de que Lahib Zayed pudiese cerrar la tienda antes de que ella llegara, decidió ir directamente allí tal como Yvon había sugerido. Indicó al conductor que detuviera el taxi en uno de los extremos de la atestada plaza Shari el Muntazah. Curio Antique quedaba a media cuadra de distancia.

Erica estaba nerviosa. Sin saberlo, Yvon había magnificado sus recelos. Le era imposible no recordar que había visto matar a un hombre por esa estatua: ¿qué estaba haciendo ella metida en todo eso? Cuando se acercó a la tienda, vio que estaba llena de turistas, y pasó de largo. Varios negocios más adelante, se detuvo y giró, observando la entrada de Curio Antique. Muy pronto vio salir un grupo de alemanes, haciendo bromas en voz alta mientras se unían al flujo de compradores y de paseantes de último momento. Era ahora o nunca.

Erica dejó escapar el aliento a través de sus labios apretados y se dirigió al negocio.

Después de todas sus preocupaciones, se sorprendió al encontrarse con un Lahib Zayed entusiasta, en lugar del hombre furtivo o subrepticio que ella esperaba. Al verla abandonó su lugar detrás del mostrador, como si ella fuese una amiga a la que no veía hacía mucho tiempo.

—¡Me alegro tanto de volver a verla, señorita Baron! ¡No puedo explicarle lo feliz que me hace!

Al principio, Erica actuó con cautela, pero la sinceridad de Lahib era tan evidente que hasta permitió que el árabe la abrazara suavemente.

—¿Le gustaría tomar un poco de té?

—Gracias, no. Vine tan pronto como pude, después que recibí su mensaje.

—Ah, sí —dijo Lahib. Aplaudió lleno de excitación—. ¡La estatua! Usted es sin duda una mujer de suerte, porque le será mostrada una pieza maravillosa. Una estatua de Seti I tan alta como usted misma. —Lahib cerró un ojo, calculando la estatura de la joven.

Erica no podía creer que el hombre fuese tan anticuado. Ante esa actitud, sus temores parecían melodramáticos e infantiles.

—¿Está aquí la estatua? —Preguntó Erica.

—¡Oh, no, mi querida! Se la vamos a mostrar sin que se entere el Departamento de Antigüedades. —Guiñó un ojo—. De manera que debemos ser razonablemente cuidadosos. Y dado que es una pieza tan grande y tan maravillosa, no nos animamos a tenerla aquí, en Luxor. Está en la ribera oeste, pero podemos entregarla en el lugar que sus clientes deseen.

—¿Y dónde la veré? ¿Y cómo? —Preguntó Erica.

—Muy simple. Primero es necesario que comprenda que debe ir sola. Por obvias razones, no podemos mostrar esta pieza a mucha gente. De manera que si usted está acompañada, o aun si alguien la sigue, perderá la oportunidad de verla. ¿Está claro?

—Sí —contestó Erica.

—Muy bien. Todo lo que tiene que hacer es cruzar el Nilo y tomar un taxi hasta un pequeño pueblo llamado Qurna.

—Conozco ese pueblo —dijo Erica.

—Eso facilita las cosas —Lahib rió—. En el pueblo hay una pequeña mezquita.

—La conozco —afirmó Erica.

—¡Ah, maravilloso! Entonces no tendrá ningún problema. Vaya a la mezquita hoy al anochecer. Uno de los comerciantes, socio mío, se encontrará allí con usted y le mostrará la estatua. Es así de sencillo.

—Muy bien —dijo Erica.

—Una cosa más —dijo Lahib—. Cuando llegue a la ribera oeste, es mejor que tome un taxi que esté dispuesto a esperarla al pie de la colina del pueblo. Ofrézcale una libra extra al conductor. De otra manera, más tarde tendrá problemas para llegar al embarcadero.

—Le agradezco mucho —dijo Erica. La preocupación de Lahib por su bienestar le agradaba.

Lahib observó a Erica, mientras ésta se alejaba por Shari el Muntazah rumbo al hotel Winter Palace. La joven se dio vuelta una vez para saludarlo con la mano. Entonces el árabe cerró rápidamente la puerta de la tienda y la aseguró con una tranca de madera. En un escondite ubicado debajo de una de las tablas del piso ubicó sus mejores antigüedades y cacharros. Después echó llave a la puerta trasera y se dirigió a la estación. Estaba seguro de que alcanzaría el tren de las siete para Aswan.

Mientras Erica caminaba por la costanera, rumbo al hotel, se sintió mucho mejor que antes de su visita a Curio Antique. Sus suposiciones de que se vería envuelta en un asunto de capa y espada eran totalmente infundadas. Lahib Zayed se había mostrado franco, amistoso y considerado con ella. Lo único que la desilusionaba era la imposibilidad de ver la estatua hasta la noche. Erica miró el cielo, calculando cuánto tiempo faltaba para la caída del sol. Le quedaba por lo menos una hora, tiempo más que suficiente para regresar al hotel y ponerse unos vaqueros para el viaje a Qurna.

Cuando se acercaba al majestuoso Templo de Luxor, ahora rodeado por la parte moderna de la ciudad, Erica se detuvo repentinamente. No había pensado en la posibilidad de que la estuvieran siguiendo. Si era así, todo el plan fracasaría. Se dio vuelta repentinamente y recorrió la calle con la mirada en busca del hombre que no se le despegaba. Lo había olvidado completamente. Caminaba mucha gente por los alrededores, pero ninguno de ellos era el hombre de la nariz ganchuda y el traje negro. Erica volvió a mirar su reloj pulsera. Era necesario que averiguara si la estaban siguiendo. Regresó sobre sus pasos dirigiéndose al templo, y rápidamente compró una entrada y se internó por el pasillo ubicado entre las torres del pilón del frente. Entró al patio de Ramsés II, majestuosamente rodeado por una doble hilera de columnas de papiros, dobló inmediatamente a la derecha y penetró en una pequeña capilla dedicada al dios Amón. Desde allí podía ver tanto la entrada como el patio. Había alrededor de veinte personas dando vueltas por allí y sacando fotografías de la estatua de Ramsés II. Erica decidió esperar quince minutos. Si en ese lapso el hombre no aparecía, se olvidaría de su perseguidor.

Se asomó a la capilla para mirar los bajorrelieves. Habían sido realizados durante la época de Ramsés II y no tenían la calidad de los trabajos que había visto en Abydos. Reconoció las imágenes de Amón, Mut y Khonsu. Cuando Erica volvió a fijar su atención en el patio, se sobresaltó. Khalifa había rodeado el pilón de entrada y se hallaba a sólo un metro y medio de distancia del lugar en que ella estaba parada. Él se sorprendió tanto como ella. Su mano voló al bolsillo del saco para aferrar la pistola, pero se contuvo a tiempo y la retiró mientras su cara se distorsionaba en un amago de sonrisa.

Y entonces se alejó.

Erica parpadeó. Cuando consiguió recobrarse del sobresalto salió corriendo de la capilla y lo buscó por el corredor, detrás de la doble hilera de columnas. Khalifa había desaparecido.

Colocándose la correa del bolsón sobre el hombro, Erica salió del templo con paso rápido. Sabía que estaba en problemas, que su seguidor era capaz de arruinarlo todo. Llegó a la costanera del Nilo y miró a ambos lados. Era necesario que el hombre le perdiera la pista y al mirar su reloj, se dio cuenta de que le quedaba muy poco tiempo.

La única vez que Khalifa no la había seguido fue cuando visitó el pueblo de Qurna y cruzó el risco del desierto para llegar al Valle de los Reyes. Erica pensó que sería una buena idea utilizar la misma ruta, pero al revés. Iría al Valle de los Reyes inmediatamente, y desde allí utilizaría el sendero para llegar a Qurna, pidiéndole al taxi que la esperara en la base de la colina del pueblo. Entonces pensó que ese plan era ridículo. Probablemente el único motivo por el que Khalifa no la había seguido hasta el Valle de los Reyes era que sabía adónde iba y no tenía ganas de someterse al calor y al esfuerzo del viaje.

Y no porque hubiese sido engañado. Si ella realmente quería que Khalifa no la siguiera, tendría que perderlo en medio de una multitud.

Mirando nuevamente la hora, se le ocurrió una idea. Eran casi las siete de la tarde. Había un tren expreso a El Cairo a las siete y media, el mismo que había tomado el día anterior. En esa oportunidad, tanto la estación como el andén estaban atestados de gente. No se le ocurría nada mejor. Pero si hacía eso el único problema era que no tendría tiempo de ver a Yvon. Quizá pudiera llamarlo desde la estación. Erica llamó un taxi.

Tal como esperaba, la estación estaba llena de viajeros y le costó llegar hasta las ventanillas de venta de pasajes. Pasó junto a una enorme pila de jaulas de mimbre llenas de pollos. Atado a una columna había un pequeño rebaño de cabras y ovejas, y los balidos plañideros de los animales se mezclaban con la cacofonía de voces que resonaban en el polvoriento vestíbulo. Erica compró un boleto de ida en primera clase hasta Nag Hamdi. Ya eran las siete y diecisiete.

Resultaba aún más difícil caminar por el andén de lo que había sido llegar hasta la ventanilla. Erica no miró hacia atrás. Empujó y se apretujó para conseguir pasar junto a llorosos familiares que se preparaban para la despedida, hasta que llegó la comparativa tranquilidad de la zona de los coches de primera clase. Subió al coche número dos, después de mostrar brevemente al guarda su boleto. Eran las siete y veintitrés.

Una vez dentro del tren, la joven se dirigió directamente al baño. Estaba cerrado con llave. También lo estaba el baño de enfrente. Sin vacilar, entró en el coche número tres y caminó con apuro por el pasillo central. Allí había un baño libre, y Erica entró. Cerrando la puerta con llave y tratando de respirar lo menos posible el olor hediondo del lugar, Erica desabrochó sus pantalones de algodón y se los quitó. Entonces se puso los vaqueros, golpeándose el codo contra el lavatorio al subírselos. Eran las siete y veintinueve. Sonó un silbato.

Casi presa del pánico, se quitó la blusa y se puso una azul y luego se encasquetó el sombrero caqui que había comprado para protegerse del sol, y escondió dentro de él su maravilloso cabello. Mirándose al espejo, deseó fervientemente haber modificado bastante su apariencia. Entonces salió del baño y literalmente corrió por el pasillo para llegar al coche siguiente. Era de segunda clase y en él había mucha más gente. La mayor parte de los pasajeros todavía no se había sentado, sino que estaban ocupados ubicando su equipaje.

Erica continuó pasando de un coche al otro. Cuando llegó a tercera clase se encontró con que los pollos y el ganado habían sido embarcados en el espacio entre un coche y otro, por lo que le resultó imposible continuar avanzando. Asomándose, estudió la multitud del andén. Eran las siete y treinta y dos. El tren se sacudió y comenzó a moverse en el momento en que ella descendía al andén. Repentinamente el murmullo de voces se hizo más intenso y varias personas gritaron mientras se despedían con grandes gestos. Erica se abrió paso hacia el vestíbulo de la estación, y por primera vez buscó a Khalifa.

La multitud comenzó a dispersarse. Erica permitió que la presión de la multitud la arrastrara hasta la calle. Una vez fuera de la estación, se dirigió apresuradamente a un pequeño café ubicándose en una mesa desde la que podía ver la estación. Ordenó un café, sin dejar de vigilar la entrada de la estación.

No tuvo que esperar mucho. Empujando groseramente a la gente que estaba a su alrededor, Khalifa salió furioso a la calle. Aun desde donde estaba sentada, Erica pudo percibir el enojo del hombre cuando trepó a un taxi que se dirigió hacia el Nilo por Shari el Mahatta Erica bebió el café de un trago. El sol ya se había puesto y estaba cayendo la noche. Se le había hecho tarde. Levantó su bolsón y salió apurada del café.

—¡Dios Todopoderoso! —Aulló Yvon—. ¿Para qué le estoy pagando doscientos dólares por día? ¿Puede explicarme eso?

Khalifa frunció el ceño y se examinó las uñas de la mano izquierda. Sabía que realmente no tenía necesidad de aguantar esos gritos, pero su trabajo lo fascinaba. Erica Baron lo había engañado, y él no estaba acostumbrado a perder. Si lo estuviese, habría muerto largo tiempo antes.

—¿Y ahora? ¿Qué vamos a hacer?

Raoul, que había propuesto a Khalifa para la tarea, se sentía más culpable que Khalifa mismo.

—Debería conseguir que alguien espere el tren en El Cairo —sugirió Khalifa—. La muchacha compró un boleto hasta Nag Hamdi, pero yo no creo que en realidad haya salido de Luxor. Pienso que fue todo una treta para que yo le perdiera el rastro.

—Muy bien, Raoul, encárgate de que alguien espere el tren —dijo Yvon con decisión.

Raoul se dirigió al teléfono, contento de tener algo que hacer.

—Escuche, Khalifa —dijo Yvon—, el hecho de perder a Erica pone en peligro toda esta operación. Ella recibió instrucciones en el negocio Curio Antique. Vaya para allá y averigüe adonde la mandaron. No me importa cómo lo averigua, ¡pero hágalo!

Sin decir una palabra, Khalifa se apartó de la cómoda sobre la que había estado apoyado y salió del hotel, plenamente convencido, de que el dueño del negocio no tendría forma de ocultarle el dato que necesitaba, a menos que estuviese dispuesto a morir.

Bajo los altos riscos de arena y piedra, el pueblo de Qurna ya se hallaba cubierto por las sombras cuando Erica trepó la alta colina desde la ruta. El taxi que había alquilado por toda la noche la esperaba abajo con las puertas abiertas.

Caminó trabajosamente junto a las sombrías casas de adobe. En los patios se veían fuegos encendidos con estiércol seco, que iluminaban las grotescas plataformas en las que los habitantes del pueblo dormían durante el verano. Erica recordó las razones por las que éstas eran construidas: escorpiones y cobras, y se estremeció a pesar del calor de la noche.

La oscura mezquita con su minarete encalado parecía de plata. Se hallaba frente a ella, como a treinta metros. Erica se detuvo para recobrar el aliento. Mirando el valle a sus espaldas distinguió las luces de Luxor. Particularmente las del alto edificio del hotel New Winter Palace. Una hilera de luces de colores, parecidas a las decoraciones de Navidad, marcaba el emplazamiento de la mezquita Abdul Haggag.

Iba a continuar su camino cuando en la oscuridad se produjo un súbito movimiento cerca de sus pies. Lanzando un grito de temor, saltó hacia adelante y casi cayó de bruces sobre la arena. Estaba a punto de lanzarse a correr, cuando un ladrido, seguido por un furioso gruñido, cortaron el silencio de la noche. Repentinamente se vio rodeada de una pequeña jauría de perros que le gruñían. La muchacha se inclinó y tomó una piedra. Debió ser un gesto familiar para los perros, porque se dispersaron antes de que pudiese arrojar la piedra.

Casi una docena de personas se cruzaron con Erica mientras atravesaba el pueblo. Todos estaban vestidos con ropa y mantones negros, y pasaban a su lado silenciosos y sin rostro en medio de la oscuridad. Erica se dio cuenta de que si no hubiese atravesado el pueblo a la luz del día, le sería imposible encontrar su camino de noche. El repentino y ronco rebuzno de un burro rompió el silencio, cesando tan abruptamente como había comenzado. Desde donde ella se hallaba en ese momento pudo distinguir en lo alto, contra la colina, el perfil de la casa de Aida Raman. De sus ventanas escapaba el leve resplandor de una lámpara de aceite. Ascendiendo detrás de la casa se llegaba a ver, grabado en la montaña, el sendero que conducía al Valle de los Reyes.

Ya estaba a sólo quince metros de la mezquita. No había ninguna luz. Los pasos de Erica se hicieron más lentos. Sabía que llegaba tarde a la cita. Ya había oscurecido; era noche cerrada. A lo mejor habían decidido que faltaría a la cita. Quizá debería volver al hotel o visitar a Aida Raman y contarle lo que decía el papiro. Erica se detuvo y observó la mezquita. Parecía desierta. Entonces, recordando la actitud tranquila de Lahid Zayed, se encogió de hombros y siguió caminando hasta la puerta del templo.

Esta se abrió lentamente, permitiéndole ver el patio. La fachada de la mezquita parecía atraer y reflejar la luz de las estrellas, y el patio se hallaba más iluminado que la calle. No vio a nadie.

Silenciosamente, Erica entró, cerrando la puerta tras de sí. No se produjo sonido ni movimiento alguno dentro de la mezquita. Todo lo que la joven oía eran algunos ladridos ocasionales de los perros del pueblo. Finalmente se obligó a avanzar y pasó debajo de uno de los arcos. Trató de abrir la puerta del templo. Estaba cerrada con llave. Caminando por el pequeño atrio llegó a la puerta de la habitación del imán y llamó. No obtuvo respuesta. El lugar estaba desierto.

Erica regresó al patio. Pensó una vez más que debieron decidir que ella no acudiría a la cita, y miró la puerta que conducía a la calle. Pero en lugar de salir inmediatamente, volvió al atrio y se sentó con la espalda contra la pared de la mezquita. Frente a ella, el oscuro arco enmarcaba el patio. Y más allá de las paredes Erica alcanzaba a ver el cielo del este que comenzaba a iluminarse anticipando la salida de la luna.

La joven revolvió su bolsón de lona hasta que encontró un cigarrillo. Lo encendió para preservar su coraje, y con la ayuda de un fósforo miró la hora. Eran las ocho y quince.

En cuanto comenzó a salir la luna, paradójicamente las sombras del patio se acentuaron. Cuanto más tiempo permanecía allí sentada, más la engañaba su propia imaginación. Cada sonido procedente del pueblo la hacía saltar. Después de quince minutos de espera, pensó que ya había esperado bastante. Se puso de pie y sacudió la parte posterior de sus pantalones. Entonces volvió a cruzar el patrio y abrió la puerta de madera que conducía a la calle.

—Señorita Baron —dijo una figura envuelta en un negro albornoz. El hombre estaba parado en la calle de tierra, justo al lado de la puerta que conducía al patio de la mezquita. Con la luna directamente sobre el hombro del embozado, Erica no pudo verle la cara. El hombre se inclinó en una reverencia antes de continuar hablando—. Le pido disculpas por la demora. Por favor, sígame. —Sonrió, revelando unos dientes enormes.

No hubo más conversación. El hombre que, según Erica adivinó, era nubio, la condujo hacia la parte superior de la colina, arriba del pueblo. Siguieron una de las tantas sendas existentes, y el camino se hizo fácil ya que la luz de la luna se reflejaba en la roca y en la arena. Pasaron junto a unas cuantas aberturas rectangulares, las entradas de las tumbas.

A esa altura de la ascensión, el nubio respiraba trabajosamente, y fue con evidente alivio que se detuvo en una hondonada cortada en la ladera de la montaña. En la base de la hondonada había una entrada cerrada por una pesada reja. Sobre la reja colgaba el número 37.

—Le pido disculpas, pero debe esperar aquí durante unos minutos —dijo el nubio. Y antes de que Erica pudiese responder, el hombre volvió a emprender la marcha hacia Qurna.

Erica observó la figura que se alejaba, y luego miró la reja de hierro. Se dio vuelta y comenzó a decir algo, pero el nubio ya estaba tan lejos que hubiera debido gritar para que la oyera.

Erica bajó la rampa y aferró el portón de hierro y lo sacudió. El número 37 rebotó sobre la reja sonando como una matraca, pero el portón no se movió. Estaba cerrado con llave. Lo único que Erica alcanzó a distinguir fueron algunas antiguas decoraciones egipcias sobre las paredes.

Volvió a subir la rampa, y la ansiedad que la había invadido antes de entrar en Curio Antique volvió a hacer presa de ella. Se quedó parada en el borde de la entrada de la tumba, observando al nubio que en ese momento llegaba al pueblo. Algunos perros ladraron a la distancia. Detrás de ella se cernía la ominosa presencia de la montaña.

Repentinamente oyó un sonido metálico. El miedo le aflojó las piernas. Después fue el ruido terrorífico del hierro raspando el hierro. Quiso echar a correr pero le resultó imposible moverse, mientras su imaginación conjuraba horrendas imágenes procedentes de la tumba. A sus espaldas, la puerta de hierro de la tumba se cerró y Erica oyó pasos. Lentamente se obligó a darse vuelta.

—Buenas noches, señorita Baron —dijo la figura que subía por la rampa. Estaba cubierto por un negro albornoz, igual que el nubio, pero llevaba la cabeza cubierta por la capucha. Debajo de la capucha tenía puesto un turbante blanco—. Me llamo Muhammad Abdulah. —El hombre se inclinó, y Erica recuperó algo de su compostura—. Le pido disculpas por estas demoras, pero desgraciadamente son necesarias. Las estatuas que está a punto de ver son sumamente valiosas, y tememos que usted pueda haber sido seguida por las autoridades.

Erica se dio cuenta una vez más de lo importante que había sido liberarse de su seguidor.

—Por favor, acompáñeme —dijo Muhammad, pasando junto a ella y comenzando a trepar la cuesta.

Erica echó una última mirada de soslayo al pueblo. A lo lejos se distinguía apenas el taxi que la esperaba sobre el camino asfaltado. Fue necesario que se apresurara para mantener el paso de Muhammad.

Cuando llegaron a la base del acantilado que caía a pique, el árabe dobló a la izquierda. En un intento por mirar la cima, Erica casi cayó de espaldas. Caminaron quince metros más y rodearon una roca enorme. Una vez más tuvo que apurarse para mantenerse a la par de Muhammad. En el lado opuesto de la roca había una rampa similar a la de la tumba 37. Había también otra pesada puerta de hierro, pero esta vez sin número. Erica se detuvo detrás de Muhammad mientras éste buscaba a tientas una llave en su llavero. La joven había perdido toda valentía, pero a esa altura de las cosas, la asustaba igualmente demostrar que estaba atemorizada.

No se le había ocurrido que la estatua pudiese estar escondida en un lugar tan aislado. La puerta de hierro se abrió con un chirrido que demostraba a las claras que se la usaba muy poco.

—Por favor —dijo Muhammad simplemente, haciendo señas a Erica de que entrara.

Era una tumba sin decoraciones. Erica se dio vuelta y observó que Muhammad cerraba la puerta cuidadosamente detrás de sí. En el momento en que ésta quedó cerrada, resonó un «clic» en el silencio.

La luz de la luna se filtraba anémicamente a través de los barrotes de hierro.

Muhammad encendió un fósforo y, pasando a Erica para precederla, avanzó por un angosto corredor. La joven no tuvo elección posible, y debió mantenerse cerca del hombre. Se movían dentro de un pequeño radio de luz, y ella tuvo la clara sensación de que se hallaba indefensa y que los acontecimientos estaban completamente fuera de su control.

Llegaron a una antecámara. Erica pudo percibir apenas algunos dibujos lineales sobre las paredes. Muhammad se inclinó, y con el fósforo encendió una lámpara de aceite. A la luz vacilante de la llama, la sombra del hombre bailó entre las antiguas deidades pintadas sobre las paredes.

Un agudo reflejo dorado atrajo la mirada de Erica. Allí estaba: ¡la estatua de Seti! El oro bruñido irradiaba una luz mucho más poderosa que la de la lámpara. Por un momento la reverencia pudo más que el terror, y Erica se acercó a la escultura. Sus ojos de alabastro y feldespato verde eran hipnóticos y la joven tuvo que hacer un esfuerzo para mirar los jeroglíficos de la base. Allí estaban los sellos de Seti I y Tutankamón. «Eterna vida sea concedida a Seti I, quien gobernó después de Tutankamón».

—Es magnífica —dijo Erica con sinceridad—. ¿Cuánto piden por ella?

—Tenemos otras —dijo Muhammad—. Espere hasta ver las demás antes de decidirse.

Erica se dio vuelta para mirarlo, a punto de decirle que con ésa era suficiente. Pero no pudo articular palabra. Una vez más, el terror la paralizó. Muhammad había echado hacia atrás la capucha, revelando su bigote y los dientes con punta de oro. ¡Era uno de los asesinos de Abdul Hamdi!

—Tenemos una maravillosa selección de estatuas en la habitación contigua —dijo el árabe—. Por favor. —Hizo una semireverencia y le indicó con un gesto que se acercara a una puerta angosta.

Un sudor frío cubrió el cuerpo de Erica. La entrada de la tumba estaba cerrada. Tenía que ganar tiempo. Se dio vuelta y miró fijamente hacia la puerta, sin querer seguir internándose dentro de la tumba, pero Muhammad se le acercó por detrás.

—Por favor —repitió el árabe, y la empujó suavemente hacia adelante.

Las sombras de ambos se movieron grotescamente sobre las paredes mientras caminaban por el corredor inclinado. Delante de ella Erica alcanzó a ver un nicho que se extendía a ambos lados del pasillo. Había también una gran viga que unía el piso con el techo. Cuando Erica pasó junto a ella, se dio cuenta de que esa viga soportaba una inmensa piedra levadiza.

Poco más allá, el pasillo terminaba y un tramo de escaleras cavada en la roca bajaba en forma empinada hacia la oscuridad.

—¿Cuánto más debemos seguir? —Preguntó Erica. Su voz tenía un tono más alto que de costumbre.

—Un poquito más.

Con la luz a sus espaldas, la sombra de Erica cayó frente a ella sobre la escalera impidiéndole ver. Comenzó a tantear los escalones con el pie. Fue entonces que sintió algo que se apoyaba en su espalda. Primero pensó que se trataba de la mano de Muhammad. Después se dio cuenta de que el hombre había apoyado el pie en su cintura.

Lo único que Erica tuvo tiempo de hacer fue estirar los brazos para tratar de apoyar las manos sobre las paredes lisas de la escalera. La fuerza de la patada le hizo perder pie y comenzó a caer. Cayó sentada, pero la escalera era tan inclinada que continuó resbalando, incapaz de detener su carrera descendente rumbo a la más absoluta oscuridad.

Muhammad depositó rápidamente en el suelo su lámpara de aceite y sacó una maza de piedra del nicho. Mediante varios golpes cuidadosamente dirigidos sacó de su lugar la viga poniendo en movimiento la losa levadiza. Lentamente, como en acción retardada, el bloque de piedra de cuarenta y cinco toneladas comenzó a inclinarse para luego caer en su lugar con un estruendo ensordecedor que selló la antigua tumba.

—Ninguna mujer norteamericana bajó del tren en Nag Hamdi —dijo Raoul—, y no había nadie a bordo que se aproximara siquiera a la descripción de Erica. Aparentemente hemos sido burlados. —Estaba parado en la puerta del balcón. Del otro lado del río, la luna iluminaba con su brillo las montañas que se cernían sobre la necrópolis.

Yvon estaba sentado, refregándose las sienes.

—¿Será mi destino estar siempre tan cerca de la meta, sólo para tener que contemplar cómo se me escapa el éxito de las manos? —Se dio vuelta para mirar a Khalifa—. ¿Y qué puede informarnos el todopoderoso Khalifa?

—No había nadie en Curio Antique. El resto de las tiendas todavía estaban abiertas y llenas de turistas. Aparentemente ese negocio cerró en cuanto Erica lo abandonó. El propietario se llama Lahib Zayed, y nadie parece conocer su paradero. A pesar de que estuve muy insistente en mis preguntas. —Khalifa sonrió al decirlo.

—Quiero que tanto Curio Antique como el hotel Winter Palace sean vigilados. Aunque tengan que quedarse levantados toda la noche.

Cuando Yvon quedó solo, salió al balcón. La noche era suave y pacífica. El sonido del piano del comedor subía hasta él por entre las palmeras. Nerviosamente, el hombre comenzó a pasearse por la pequeña terraza.

Erica llegó sentada a la base de la escalera, con una pierna encogida debajo del cuerpo. Tenía las manos muy raspadas, pero aparte de eso no se había lastimado. La mayor parte del contenido de su bolsón de lona se había desparramado. Trató de mirar a su alrededor, en medio de la infernal oscuridad, pero ni siquiera alcanzaba a distinguir su mano colocándola justo frente a sus ojos. Igual que un ciego, tanteó dentro del bolsón buscando la linterna. No estaba.

Poniéndose en cuatro patas, comenzó a gatear por el piso de piedra. Encontró la cámara fotográfica que parecía estar intacta, después la guía, pero la linterna había desaparecido. Su mano golpeó contra una pared, y Erica retrocedió aterrada. Todas las fobias que tuvo alguna vez con respecto a víboras, escorpiones y arañas surgieron dentro de ella, para aumentar su terror. La perseguía el recuerdo de la cobra de Abydos. Tanteando la pared hasta que encontró un rincón, regresó a la escalera y halló el paquete de cigarrillos. El sobre de fósforos estaba insertado en la cubierta de celofán.

Encendió un fósforo y lo sostuvo lejos de sí. Estaba en una habitación de aproximadamente tres metros cuadrados, con dos puertas además de la escalera que estaba a sus espaldas. Las paredes estaban llenas de pinturas que representaban escenas de la vida diaria en el antiguo Egipto. Se hallaba en una de las tumbas de los nobles.

Antes de que el fósforo llegara a quemarle la punta de los dedos, Erica vislumbró su linterna contra la pared más lejana. Encendió otro fósforo e, iluminada por su llama vacilante, fue a recuperar la linterna. El vidrio se había roto, pero la bombilla todavía estaba en su lugar. Erica apretó el botón y el artefacto cobró vida.

Evitando pensar en la situación en que se hallaba, la joven regresó a la escalera, la subió y deslizó el haz de luz alrededor del perímetro de la piedra levadiza. La masa de granito estaba calzada con increíble precisión. La empujó. Estaba tan fría e inmóvil como la montaña misma.

Regresó a la base de la escalera y comenzó a explorar la tumba. Las dos puertas de la antecámara conducían, la de la izquierda, a la cámara funeraria, y la de la derecha a un cuarto de depósito, Entró primero en la cámara funeraria. Estaba vacía, con excepción de un sarcófago toscamente trabajado. El cielorraso había sido pintado de azul oscuro con cientos de estrellas doradas de cinco puntas, y las paredes estaban decoradas con escenas del Libro de los Muertos. Sobre la pared posterior Erica pudo leer el nombre del noble en cuya tumba se hallaba. Ahmose, escriba y visir del faraón Amenhotep III.

Erica examinó con la linterna los alrededores del sarcófago y descubrió una calavera tirada sobre el piso entre jirones de tela. Temblorosa, se acercó. Las órbitas de los ojos eran oscuros agujeros y la mandíbula inferior se había desprendido, dando a la boca una expresión de continua agonía. Todos los dientes estaban en su lugar. No era tan antigua.

De pie cerca de la calavera, Erica se dio cuenta de que lo que estaba mirando era un esqueleto completo. El cuerpo había estado doblado junto al sarcófago, como durmiendo. A través de la ropa carcomida se distinguían las costillas y las vértebras. Justo debajo de la calavera, Erica percibió el brillo de un objeto de oro. Temblorosa, estiró la mano y lo recogió. Era un anillo de Yale de 1975. Cuidadosamente, volvió a ponerlo en su lugar y se puso de pie.

—Veamos la otra habitación —dijo en voz alta, con la esperanza de que el sonido de su propia voz le devolviera la confianza. No quería pensar, todavía no, y mientras quedaran lugares por explorar podría distraer sus pensamientos de la realidad de su situación. Como si fuese un turista, pasó a la siguiente y última cámara. Era del mismo tamaño que la cámara funeraria, y estaba completamente vacía, con excepción de unas cuantas piedras y un poco de arena. Los temas de las decoraciones habían sido tomados de la vida diaria, igual que en la antecámara, pero estaban inconclusos. La pared de la derecha había sido preparada para pintar sobre ella una gran escena de cosecha, y las figuras estaban dibujadas en color rojo ocre. Sobre la base de la pared había una ancha faja blanca destinada a los jeroglíficos. Después de recorrer el cuarto con la linterna, Erica regresó a la antecámara. Estaba quedándose sin nada por hacer, y un miedo gélido amenazaba dominarla. Comenzó a recoger del piso el resto de sus pertenencias y a colocarlas nuevamente en el bolsón de lona. Pensando que probablemente hubiera pasado por alto algún detalle, subió nuevamente el largo trecho de escaleras hasta llegar a la losa de granito. En ese momento la venció una abrumadora sensación de claustrofobia, e intentando vanamente controlar sus emociones, comenzó a empujar la piedra con ambas manos.

—¡Socorro! —gritó con toda la fuerza de sus pulmones. El grito reverberó contra las paredes de roca y el eco se perdió en las profundidades de la tumba. Entonces el silencio se cerró una vez más sobre ella, ahogándola con su absoluta inmovilidad. Sintió que necesitaba aire. La respiración se le hizo difícil. Golpeó la losa de piedra con la palma de la mano, más y más fuerte cada vez, hasta que pudo más el dolor. En ese momento brotaron las lágrimas que inundaron sus ojos mientras ella continuaba golpeando la piedra y los sollozos le despedazaban el cuerpo.

El esfuerzo la dejó exhausta, y cayó lentamente de rodillas, sin dejar de llorar incontroladamente. Todos sus miedos a la muerte y al abandono surgieron desde las zonas más recónditas de su mente, provocándole renovados accesos de llanto y de temblores. ¡Repentinamente se dio cuenta de que había sido enterrada viva!

Enfrentada a la horrenda realidad de su situación, Erica comenzó a recobrar algo de su pensamiento racional. Recogió la linterna y descendió el largo tramo de escaleras de piedra hasta llegar a la antecámara. Se preguntó cuándo comenzaría Yvon a preocuparse por lo que pudiera haberle sucedido. Una vez que él comenzara a sospechar, probablemente iría a Curio Antique, ¿pero estaría enterado de su paradero Lahib Zayed? ¿Se le ocurriría al conductor de su taxi que debía informar que había llevado a una joven norteamericana hasta Qurna, y que ella no había regresado? Erica desconocía las respuestas a esas preguntas, pero el mero hecho de hacérselas revivió en ella un atisbo de esperanza que la sostuvo moralmente hasta que la luz de la linterna comenzó a ponerse perceptiblemente más débil.

La apagó y revolvió su bolsón hasta que encontró tres cajas de fósforos. No era mucho, pero mientras buscaba los fósforos encontró un marcador de fibra. Al tocar el marcador se le ocurrió una idea. Podría dejar algún tipo de mensaje sobre esa pared de la cámara con decoraciones inconclusas, explicando lo que le había sucedido. Y podría escribir el mensaje en forma de jeroglífico, de manera que sus captores probablemente no reconocieran el significado de los dibujos. No se engañó ni pretendió convencerse de que esa actividad tuviera algún valor para ella, aparte de mantenerla ocupada. Pero eso, por lo menos, ya era algo. En ella, el terror había dado paso a la desesperanza y a un amargo remordimiento. Al estar ocupada en algo, por lo menos se distraería.

Apoyó la linterna entre varias piedras y comenzó a planear su mensaje. Cuanto más simple fuese, mejor, pensó. Una vez que delimitó los espacios que necesitaba, empezó a dibujar las figuras. Había llegado más o menos a la mitad de esa etapa de su trabajo, cuando la luz de la linterna disminuyó repentinamente en forma notable. Luego aumentó una vez más, pero sólo por un momento. Después, la lámpara se convirtió en un puntito rojo.

Una vez más, Erica se negó a enfrentar la situación. Estaba de cuclillas junto a la pared de la derecha, y dibujaba el texto de su mensaje en columnas ascendentes que iban desde el piso hasta la parte inferior de la inconclusa escena de cosecha. Todavía la asaltaban intermitentes ataques de llanto cuando reconocía que lo único que había conseguido con su inteligencia era meterse en un problema del que le era imposible escapar. Todo el mundo le había advertido que no se metiera en el asunto del mercado negro, y ella se negó a escuchar. Se había comportado como una imbécil. Sus conocimientos de egiptología no la capacitaban para habérselas con criminales, especialmente con alguien como Muhammad Abdulah.

Cuando sólo le quedaba una caja de fósforos, Erica trató de no pensar en el tiempo que le restaba de vida… tanto como durara el oxígeno de la tumba. Se agachó casi hasta el piso para dibujar un pájaro. Antes de que llegara a marcar los contornos del ave, el fósforo se apagó repentinamente. Había durado muy poco, y Erica maldijo en la oscuridad. Encendió otro, pero en cuanto se agachó para continuar el dibujo, también ése se apagó. Encendió un tercer fósforo y con mucho cuidado lo acercó a la zona donde estaba trabajando. El fósforo continuó ardiendo suavemente, y luego la llama vaciló súbitamente, como si hubiese sido alcanzada por el viento. Humedeciéndose los dedos con saliva, Erica pudo percibir que por una pequeña hendidura vertical que había cerca del piso entraba una corriente de aire. La linterna todavía brillaba muy levemente en la oscuridad, y Erica la usó como guía para ir a buscar una de las piedras que había utilizado para sostenerla. Era un trozo de granito, probablemente parte de la tapa del sarcófago. La llevó hasta el boceto de su dibujo y una vez allí encendió otro fósforo. Lo sostuvo con la mano izquierda, y continuó golpeando con todas sus fuerzas hasta que el fósforo se apagó. Entonces, después de localizar la rajadura al tacto en plena oscuridad, siguió golpeando ciegamente durante más de un minuto.

Por fin consiguió calmarse y encendió otro fósforo. En el lugar donde había estado la rajadura, se había formado un pequeño agujero en el que le era posible introducir un dedo. Había más espacio detrás, y lo que era más importante aún, percibía una corriente de aire fresco. A ciegas continuó golpeando la zona con el trozo de granito hasta que sintió un movimiento debajo de la piedra. Encendió un fósforo. La rajadura se extendía en la unión del piso y la pared y, formando un arco, llegaba hasta el hueco que lentamente se iba ampliando. Erica se concentró en golpear ese lugar exacto, sosteniendo el fósforo con la mano izquierda. Repentinamente se desprendió un gran trozo de mezcla, y desapareció. Después de un instante la joven oyó que éste golpeaba el piso. El agujero ya tenía alrededor de treinta centímetros de diámetro. Cuando intentó encender otro fósforo, la corriente de aire lo apagó. Cautelosamente la joven introdujo la mano en el agujero, con el mismo miedo que sentiría al meterla en las fauces de una bestia feroz. Del otro lado, tocó una superficie lisa. Levantando la palma de la mano, consiguió tocar un cielorraso. Había descubierto otra habitación construida diagonalmente en un nivel inferior a la que en ese momento era su cárcel.

Con renovado entusiasmo agrandó lentamente la abertura. Trabajaba en la oscuridad; no quería desperdiciar más fósforos. Finalmente el agujero fue lo suficientemente grande como para permitirle introducir en él la cabeza. Después de localizar unas cuantas piedritas, se acostó boca abajo sobre el piso de la cámara y pasó la cabeza por la abertura. Dejó caer las piedritas y escuchó el ruido que hacían al llegar al suelo. La habitación no parecía ser muy alta, y aparentemente tenía piso de arena.

Erica sacó los cigarrillos del atado y encendió el papel. Cuando estuvo en llamas lo empujó por el agujero dejándolo caer. Las llamas se apagaron, pero la brasa continuó cayendo en espiral. Aterrizó como a dos metros cuarenta de distancia. Erica encontró más piedras, y con la cabeza en el agujero, las tiró en varias direcciones tratando de hacerse una idea de las dimensiones de la habitación. Aparentemente se trataba de una cámara cuadrada. Y lo que la alegraba era que había en ella una constante corriente de aire.

Sentada en la negra oscuridad, reflexionó sobre qué le convenía hacer. Si bajaba a la habitación que había encontrado, probablemente no le sería posible regresar a la tumba. ¿Pero qué importaba en realidad? El problema real consistía en reunir el coraje necesario para meterse en el agujero. Sólo le quedaba media caja de fósforos.

Erica recogió su bolsón de lona. Contó hasta tres, y se obligó a dejarlo caer por la abertura. Luego se puso en cuatro patas, retrocedió hasta la pared e introdujo las piernas en el boquete. Tuvo la sensación de ser devorada por un monstruo. Se retorció lentamente para que su cuerpo fuese quedando suspendido en el espacio, hasta que con la punta de los dedos del pie tocó una pared suave y revocada. Igual que un bañista en el momento de decidirse a entrar en el agua helada, Erica deslizó el cuerpo a través del agujero rumbo al negro vacío. Durante la caída, que le pareció interminable, azotó el vacío con los brazos en un esfuerzo por caer de pie. Aterrizó a los tropezones, pero ilesa, y cayó de espaldas sobre un piso de arena sembrado de cascotes. El temor a lo desconocido la hizo ponerse rápidamente de pie, tan sólo para caer nuevamente esta vez de bruces. La ahogaba una nube de polvo. Su mano derecha extendida se apoyó sobre un objeto que ella pensó era un trozo de madera. Se aferró a él con la esperanza de encenderlo como antorcha.

Finalmente consiguió ponerse de pie. Pasó el trozo de madera a su mano izquierda, a fin de sacar los fósforos del bolsillo del pantalón vaquero con la derecha. Pero al tacto, el objeto ya no le parecía un pedazo de madera. Tomándolo con ambas manos se dio cuenta de que lo que sostenía era el brazo y mano de una momia, y en la oscuridad alcanzó a discernir los trapos que la envolvían. Asqueada, arrojó el objeto.

Temblando, sacó los fósforos del bolsillo y encendió uno. Cuando la luz comenzó a filtrarse a través del polvo, se dio cuenta de que estaba en una catacumba de paredes desnudas y sin adornos y llena de momias parcialmente envueltas en sus coberturas originales. Los cuerpos habían sido separados de sus miembros y se les había quitado todo objeto de valor, descartándolos luego rudamente.

Erica giró lentamente, y constató que en parte el cielorraso había comenzado a derrumbarse. En un rincón divisó una puerta baja y oscura. Aferrando su bolsón de lona, caminó hacia adelante, entre los despojos que le llegaban hasta las rodillas. El fósforo le quemó los dedos y lo apagó, continuando la marcha a ciegas, con los brazos extendidos hasta chocar con la pared, y luego, a tientas, llegó a la puerta. Pasó a la otra habitación, Encendió otro fósforo, y se encontró con una escena igualmente macabra. Había un nicho lleno de cabezas de momias decapitadas. También allí se habían producido derrumbes. Sobre la pared opuesta, vio dos entradas. Caminó hasta el centro del cuarto, y sosteniendo el fósforo sobre su cabeza decidió que el aire provenía del pasillo más pequeño. El fósforo se apagó y Erica se dirigió hacia la abertura con los brazos extendidos delante de sí.

Repentinamente se produjo una enorme conmoción. ¡Un derrumbe! Erica se aplastó contra la pared, sintiendo que algo le golpeaba el pelo y los hombros.

Pero no hubo estrépito. En cambio, el aire se saturó de polvo y de agudos chillidos. Y entonces algo aterrizó sobre el hombro de Erica. Era algo vivo y con garras. Mientras con la mano se sacaba el bicho de la espalda, tocó un par de alas. No se trataba de un derrumbe. Era un millar de murciélagos asustados. Se cubrió la cabeza con los brazos y se agazapó contra la pared, haciendo esfuerzos por conseguir respirar. Gradualmente los murciélagos se aquietaron y Erica pudo pasar a la cámara siguiente.

Poco a poco se dio cuenta de que había caído dentro de un laberinto de tumbas de gente común de la antigua Tebas. Las catacumbas habían sido cavadas progresivamente en la ladera de la montaña para dar lugar a los millones de muertos. Algunas veces, inadvertidamente, se conectaban con otras tumbas, en este caso con la tumba de Ahmose en la que Erica había sido enterrada viva. El conducto que las unía había sido cerrado con mezcla y luego olvidado.

Erica continuó la marcha. Aunque la presencia de los murciélagos fuese horripilante, resultaba también alentadora. Necesariamente debía existir una conexión con el exterior. En un momento la joven trató de encender las envolturas de las momias y descubrió que ardían vivamente. En realidad los huesos mismos de las momias junto con sus envolturas ardían como antorchas, y se obligó a tomarlos en la mano. Los brazos resultaban los mejores, porque eran fáciles de sostener. Con la ayuda de mejor luz se abrió paso a través de innumerables galerías y ascendió a distintos niveles hasta percibir claramente la entrada de aire fresco. Entonces apagó su antorcha y caminó los últimos metros a la luz de la luna. Cuando surgió a la cálida noche de Egipto, se hallaba a varios cientos de metros del lugar en que había penetrado en la montaña junto con Muhammad. Exactamente debajo del lugar en que estaba parada se erigía el pueblo de Qurna. Brillaban en él muy pocas luces.

Por un rato Erica permaneció temblando en la entrada de la catacumba, valorando como nunca la luna y las estrellas. No ignoraba que había tenido una suerte enorme en conservar la vida.

Lo primero que necesitaba era un lugar donde descansar, tranquilizarse y beber algo. Tenía la garganta seca por el polvo sofocante de la catacumba. También necesitaba lavarse, para eliminar el recuerdo de esa experiencia que se le adhería como una suciedad, y lo que más necesitaba era ver una cara amiga. Y el lugar más cercano para encontrar todo ese consuelo era la casa de Aida Raman. Desde allí la divisaba, en la parte superior de la colina. Todavía había luz en una de sus ventanas.

Erica salió de la reclusión de la catacumba, y caminó con cansancio por la base del acantilado. Hasta que llegara a Luxor no se arriesgaría a ser vista por Muhammad o por el nubio. Lo que realmente deseaba era volver a Yvon. Le explicaría lo mejor que pudiese el lugar donde estaba la estatua y después se iría de Egipto. Los acontecimientos la habían sobrepasado.

Erica comenzó a descender cuando estuvo directamente encima de la casa de Aida Raman. Durante los primeros treinta metros el piso era de arena, después se encontró con cascotes sueltos que la asustaban al rodar ruidosamente a la luz de la luna. Finalmente llegó a la parte trasera de la casa.

Esperó algunos minutos en la sombra, observando el pueblo. No vio movimiento alguno. Una vez segura de que no corría peligro, rodeó la casa hasta llegar al patio y llamó a la puerta.

Aida Raman gritó algo en árabe. Erica respondió llamándola por su nombre y preguntándole si podía conversar con ella un momento.

—Váyase —gritó Aída sin abrir la puerta.

Erica se sorprendió. La mujer había sido muy cálida y amistosa con ella anteriormente.

—Por favor, señora Raman —suplicó a través de la puerta—. Necesito beber un poco de agua.

La puerta se abrió. Aida Raman tenía puesto el mismo vestido que usaba durante el anterior encuentro de ambas.

—Gracias —dijo Erica—. Lamento molestarla, pero tengo mucha sed.

Aida parecía haber envejecido durante esos dos días. Su buen humor había desaparecido.

—Muy bien —dijo—, pero espere en la puerta. No puede permanecer aquí.

Mientras la anciana buscaba el agua, Erica observó la habitación. Le resultaba reconfortante ver un cuarto familiar. La pala de largo mango seguía colgada de la pared. Las fotos enmarcadas también se alineaban prolijamente. En muchas de ellas aparecía Howard Carter acompañado por un árabe de turbante que ella supuso sería Raman. Entre las fotografías colgaba un pequeño espejo, y Erica se espantó ante su propio aspecto.

Aida Raman apareció con un vaso del jugo de frutas que le había ofrecido durante su primera visita. Erica bebió lentamente. Le dolía la garganta al tragar.

—Mi familia se puso furiosa cuando les conté que me engañó y me hizo mostrarle el papiro —dijo Aída.

—¿Familia? —Preguntó Erica, sintiéndose revivir con la bebida—. Yo creí que usted me había dicho que era la última de los Raman.

—Lo soy. Mis dos hijos varones murieron. Pero también tuve dos hijas que tienen familia. Le conté a uno de mis nietos lo de su visita. Se enojó mucho y se llevó el papiro.

—¿Y qué hizo con él? —Preguntó Erica, alarmada.

—No lo sé. Dijo que había que tratarlo con mucho cuidado y que él lo guardaría en lugar seguro. También dijo que el papiro era una maldición, y que ahora que usted lo había visto era necesario que muriera.

—¿Y usted cree eso? —Erica sabía que Aida Raman no era ninguna tonta.

—No lo sé. Lo único que sé es lo que dijo mi marido.

—Señora Raman —dijo Erica—, yo traduje todo el texto del papiro. Su marido tenía razón. En él no hay nada que se refiera a una maldición. El papiro fue escrito por un antiguo arquitecto del faraón Seti I.

Un perro ladró con fuerza en el pueblo. Le respondió una voz humana ordenándole que se callara.

—Debe irse —dijo Aida Raman—. Debe irse por si regresa mi nieto. ¡Por favor!

—¿Cómo se llama su nieto?

—Muhammad Abdulah.

La noticia golpeó a Erica como una cachetada.

—¿Lo conoce? —Preguntó Aida.

—Creo que lo conocí esta noche. ¿Vive aquí, en Qurna?

—No, vive en Luxor.

—¿Y usted lo ha visto esta noche? —Preguntó Erica nerviosamente.

—Esta noche no, lo vi durante el día. Por favor, debe irse.

Erica se apresuró a partir. Estaba más nerviosa que Aida. Pero al llegar a la puerta se detuvo. Los cabos sueltos comenzaban a unirse.

—¿En qué trabaja Muhammad Abdulah?

Erica estaba recordando que Abdul Hamdi había escrito en la carta que escondió dentro de la guía, que un agente del gobierno estaba complicado en el mercado negro.

—Es el jefe de guardias de la necrópolis y ayuda a su padre a dirigir el quiosco de refrescos que está en el Valle de los Reyes.

Erica asintió, comprendiendo. Ser jefe de guardias era el puesto perfecto para dirigir las operaciones del mercado negro. Y entonces pensó en el quiosco de refrescos y en Raman.

—¿Y ese quiosco de refrescos es el mismo que edificó su marido, Sarwat Raman?

—Sí, sí. Señorita Baron, por favor váyase.

En ese instante todo le resultó claro. De golpe, Erica pensó que podía explicarlo todo. Y todo dependía del quiosco de refrescos del Valle de los Reyes.

—Aida —dijo Erica, presa de afiebrada excitación—, escúcheme. Tal como afirmó su marido, no existe la «Maldición de los Faraones», y yo lo puedo probar siempre que usted me ayude. Simplemente necesito tiempo. Todo lo que le pido es que no le diga a nadie, ni siquiera a su familia, que estuve a verla nuevamente. Ellos no se lo van a preguntar, se lo aseguro. De modo que todo lo que le estoy pidiendo es que usted no saque el tema. ¡Por favor! —Erica apretó los brazos de Aida para enfatizar su sinceridad.

—¿Y usted puede probar que mi marido tenía razón?

—Sin ninguna duda —contestó Erica.

—Muy bien —dijo Aida, asintiendo con la cabeza.

—¡Ah! Hay algo más —prosiguió Erica—. Necesito una linterna.

—Lo único que tengo es una lámpara de aceite.

Cuando se despidió, Erica abrazó a Aida, pero la anciana mantuvo su' actitud pasiva y lejana. Con la lámpara de aceite y varias cajas de fósforos en la mano, Erica permaneció a la sombra de la casa, observando el pueblo. Lo rodeaba una quietud de muerte. La luna había pasado su cenit y estaba ahora en el oeste del cielo. Las luces de Luxor todavía brillaban en plena actividad.

Tomando el mismo sendero que había seguido dos días antes, Erica trepó la estribación de la montaña. Era mucho más fácil ascender a la luz de la luna que bajo el sol ardiente. Sabía que estaba violando su resolución de dejar el resto del misterio en manos de Yvon y de la policía, pero la conversación con Aida había revivido su euforia por el pasado. Su paso de la tumba de Ahmose a las catacumbas públicas le había ofrecido la única explicación posible para todos los disparatados acontecimientos, incluyendo el misterio de la inscripción de la estatua y el significado del papiro. Y con la certeza de que Muhammad Abdulah jamás imaginaría que ella estaba en libertad, se sentía bastante segura. Aun en el caso de que el árabe quisiera constatar su presencia dentro de la tumba de Ahmose, probablemente le tomaría días enteros levantar la losa levadiza con la que había sellado la tumba. Erica pensaba que tenía tiempo disponible, y quería visitar el Valle de los Reyes y la concesión de Raman. Si lo que pensaba era cierto, habría descubierto algo que haría empalidecer la importancia de la tumba de Tutankamón.

Cuando llegó a la cima de la colina, se detuvo para recobrar el aliento. El viento del desierto silbaba suavemente entre los picos desnudos, aumentando la sensación de desolación del lugar. Desde donde ella estaba podía contemplar el oscuro Valle de los Reyes con su trama de senderos entrecruzados.

Erica alcanzó a divisar su punto de destino. El quiosco de refrescos y la casa de descanso se destacaban claramente sobre el pequeño promontorio rocoso en que se hallaban situados. Al contemplarlo, la joven sintió que aumentaba su coraje y continuó la marcha, descendiendo con cuidado para no provocar pequeñas avalanchas de cascotes. No quería alertar a nadie de su presencia en el valle. Cuando llegó al camino que conducía al antiguo pueblo de los obreros de la necrópolis, el sendero se hizo menos escarpado y pudo caminar con mayor facilidad. Antes de internarse por uno de los caminos demarcados con piedras que corrían entre las tumbas, Erica se detuvo a escuchar. Todo lo que pudo oír fue el sonido del viento y el chillido ocasional de algún murciélago en pleno vuelo.

Con paso liviano, caminó hasta el centro del valle y subió los escalones del frente del quiosco de refrescos. Tal como esperaba, éste estaba con las persianas bajas y cerrado con llave. Salió a la terraza y recorrió con la mirada el triángulo formado por la tumba de Tutankamón, la tumba de Seti I y el quiosco de refrescos. Entonces caminó hasta la parte posterior del edificio de piedra y, preparándose para soportar el hedor, abrió la puerta del baño de damas. Encendió con un fósforo la lámpara de aceite de Aida Raman y revisó la habitación siguiendo la línea de los cimientos. No había nada extraño en la construcción.

Dentro del baño de hombres, el acre olor de la orina era aún más intenso. Procedía de un largo urinal de ladrillos que abarcaba toda la pared del frente. Encima del urinal había una plataforma, a sesenta centímetros del techo, que se extendía hacia adelante por debajo del piso de la terraza; el baño de hombres no llegaba hasta el frente del edificio. Erica se acercó al urinal. La plataforma estaba a la altura de sus hombros. Levantando la lámpara de aceite trató de ver lo que había en ella, pero la luz no iluminaba más que un metro cincuenta o un metro sesenta. Lo único que alcanzaba a ver era una lata de sardinas abierta y unas cuantas botellas tiradas sobre el piso.

Con la ayuda de un barril para desperdicios, Erica consiguió trepar a la plataforma. Dejó su bolsón de lona sobre el borde. Tratando de evitar las basuras, se arrastró hacia adelante como un cangrejo hasta toparse con la pared. El olor procedente del bañó era aún peor en ese espacio cerrado, y el entusiasmo de la joven se enfrió rápidamente. Pero después de haber llegado tan lejos, se obligó a revisar la tosca pared de piedra de una punta a la otra. ¡Nada!

Apoyando la cabeza sobre las muñecas, Erica tuvo que admitir que se había equivocado. ¡Le había parecido una idea tan genial! Suspiró profundamente, y luego intentó girar sobre sí misma. Era casi imposible, de manera que comenzó a arrastrarse hacia atrás para llegar hasta el baño. Sostuvo la lámpara de aceite con una mano y trató de empujar su cuerpo hacia atrás con la otra, pero la tierra sobre la que se apoyaba estaba suelta y cedió. Intentó afirmarse mejor sobre el piso, y al hacerlo su mano tocó algo suave debajo de la tierra. Erica se retorció y consiguió mirar hacia abajo. Su mano derecha estaba apoyada sobre una superficie metálica. Raspó la tierra, dejando al descubierto una chapa. Entonces apoyó la lámpara, y utilizando ambas manos comenzó a retirar la tierra suelta. Al observar los bordes de la chapa, comprobó que había sido colocada para cerrar una abertura tallada en la roca. Tuvo que retirar toda la tierra antes de poder levantar un borde del metal y colocarlo luego trabajosamente sobre los montículos de tierra que la rodeaban. Debajo de la chapa descubrió un pozo cavado en la roca.

Erica sostuvo la lámpara sobre el pozo, y pudo comprobar que éste tenía alrededor de un metro veinte de profundidad y que era el comienzo de un túnel que se dirigía hacia el frente del edificio. ¡Había tenido razón! Levantó la cabeza lentamente y clavó la mirada en la penumbra. La invadía una sensación de excitación y de alegría. Ahora sabía exactamente cómo se había sentido Howard Carter en noviembre de 1922.

Rápidamente tomó su bolsón de lona y lo colocó en la plataforma donde no pudiera ser visto por extraños. Después se introdujo en el pozo y levantó la lámpara de aceite para que iluminara el túnel. Éste se extendía hacia abajo e inmediatamente se ensanchaba. Erica respiró profundamente y comenzó a avanzar. Al principio, prácticamente tuvo que gatear, pero muy pronto le fue posible caminar agachada. Mientras avanzaba trató de calcular los metros que recorría. El túnel se dirigía directamente a la tumba de Tutankamón.

Nassif Boulos cruzó la desierta y oscura playa de estacionamiento del Valle de los Reyes. Tenía diecisiete años y era el menor de los tres guardias nocturnos. Mientras caminaba se colocó sobre el hombro la correa de su viejo rifle, abandonado en Egipto durante la Primera Guerra Mundial. Estaba enojado porque no le tocaba el turno de caminar hasta el extremo del valle y de vuelta a la sala de guardia donde podría descansar y tomar un trago. Una vez más, sus colegas se habían aprovechado de su juventud y falta de antigüedad ordenándole que hiciera las rondas.

La noche de luna pronto calmó su enojo, dejándolo simplemente inquieto y ansioso de que sucediera algo que quebrara el aburrimiento de su guardia. Pero el valle estaba en calma y cada una de las tumbas permanecía sellada por una gruesa puerta de hierro. A Nassif le hubiera encantado tener oportunidad de usar su rifle contra un ladrón, y su mente se perdió en una de sus habituales fantasías en la que él protegía el valle contra un montón de bandoleros.

Se detuvo frente a la entrada de la tumba de Tutankamón. Deseó que hubiese sido descubierta en ese momento, en lugar de medio siglo antes. Miró el quiosco de refrescos, porque ése hubiera sido el lugar en que él hubiera estado de guardia en la época de Carter. Se hubiese escondido detrás del parapeto de la terraza, no hubiese permitido que nadie se acercara a la tumba sin sucumbir bajo sus disparos asesinos.

Al levantar la vista, Nassif se dio cuenta de que la puerta de los baños estaba abierta. No era la primera vez que se habían olvidado de cerrarla, y se quedó pensando si tenía ganas de caminar hasta el edificio. Después miró el valle y decidió que revisaría el baño a su regreso. Mientras caminaba, se imaginó a sí mismo viajando a El Cairo con un grupo de hombres a quienes había arrestado.

Erica calculó que debía estar muy cerca de la tumba de Tutankamón. Debido al piso desparejo del túnel había adelantado con mucha lentitud. Frente a ella encontró una curva cerrada que doblaba a la izquierda y hasta llegar al recodo no pudo ver la continuación del pasillo. El piso del túnel se inclinaba entonces hasta terminar en una habitación. Con las manos apretadas contra las toscas paredes de roca, avanzó poco a poco hasta que sus pies descansaron sobre una superficie lisa. Había llegado a una cámara subterránea.

En ese momento Erica adivinó que se hallaba directamente debajo de la antecámara de la tumba de Tutankamón. Levantó la lámpara de aceite por encima de su cabeza y la luz se extendió, iluminando paredes bien terminadas pero carentes de todo adorno. El ámbito tenía alrededor de siete metros y medio de largo por cuatro y medio de ancho y el techo era una única y gigantesca placa de piedra. Cuando la joven fijó sus ojos en el piso, se encontró con una enorme maraña de esqueletos, algunos de los cuales estaban parcialmente cubiertos por trozos de tela momificada por el tiempo. Al acercar la lámpara, comprobó que cada una de las calaveras presentaba señales de haber sido fracturada por un golpe producido por un objeto pesado.

—¡Mi Dios! —susurró Erica. Sabía lo que estaba contemplando. Eran los restos de la masacre de los antiguos obreros que habían cavado la cámara.

Lentamente atravesó el cuarto con su horripilante testimonio de crueldad y comenzó a descender un largo tramo de escalones que terminaban en una pared de mampostería. En ella Raman había practicado una gran abertura, y Erica entró a otra cámara, de dimensiones mucho mayores. Cuando la luz penetró en la oscuridad, Erica lanzó una exclamación de asombro y se apoyó contra la pared para mantener el equilibrio. Delante de sus ojos se extendía un cuento de hadas arqueológico. La cámara estaba sostenida por cuatro macizas columnas cuadradas. Las paredes habían sido pintadas con exquisitas imágenes del antiguo panteón egipcio. Frente a cada una de las deidades estaba la imagen de Seti I. Erica había descubierto el tesoro del Faraón. En su tiempo, Nenephta comprendió que el lugar más seguro para un tesoro era estar ubicado debajo de otro tesoro.

Avanzó cautelosamente, sosteniendo la lámpara en forma tal que la luz vacilante jugara sobre los innumerables objetos cuidadosamente almacenados en la habitación. En contraste con la pequeña tumba de Tutankamón, allí no existía el desorden. Cada cosa ocupaba su lugar. Las carrozas doradas parecían estar a la espera del momento de ser atadas a un caballo. Alineados contra la pared de la derecha había enormes cofres y arcas verticales de cedro con incrustaciones de ébano.

Una pequeña arca de marfil se hallaba abierta y su contenido de joyas de sin igual elegancia había sido cuidadosamente colocado sobre el piso. Sin lugar a dudas allí estaba la fuente de los robos de Raman.

Mientras paseaba alrededor de las columnas centrales, Erica descubrió otra escalera. Ésta conducía a una habitación de las mismas dimensiones que la anterior y que también estaba atestada de tesoros. De ella partían varios pasillos que llevaban a otras tantas cámaras.

—¡Mi Dios! —exclamó nuevamente Erica, sólo que esta vez su exclamación no fue de horror sino de estupefacción. Se dio cuenta de que se hallaba en un vasto complejo de cámaras que se extendían hacia arriba y hacia abajo, en sorprendentes direcciones.

Sabía que estaba contemplando un tesoro cuya riqueza estaba más allá de toda comprensión. Y mientras continuaba paseándose por el lugar, pensó en el famoso escondrijo de Deir el-Bahri descubierto a fines del siglo XIX y que había sido cuidadosamente explotado por la familia Rasul durante diez años. Aparentemente allí, la familia Raman primero y luego la familia Abdulah, habían estado haciendo lo mismo.

Al entrar en otro cuarto, Erica se detuvo. Estaba en una cámara relativamente vacía. Cuatro cofres que hacían juego, tenían la forma de Osiris. Las decoraciones de las paredes habían sido tomadas del Libro de los Muertos. El techo abovedado estaba pintado de negro, con estrellas de oro. Frente a ella vio una puerta cuidadosamente cerrada con mampostería y sellada con los antiguos sellos de la necrópolis. A cada lado de la puerta había zócalos de alabastro con jeroglíficos tallados en relieve en su parte delantera. Erica pudo leer instantáneamente la frase: «Eterna vida otorgada a Seti I, que descansa bajo Tutankamón».

De golpe le resultó claro que el verbo era «descansa» y no «gobierna», y que la preposición era «bajo» y no «después». También se dio cuenta de que estaba contemplando la ubicación original de las dos estatuas de Seti. Éstas habían estado situadas a ambos lados de la pared de albañilería durante tres mil años.

Repentinamente Erica cayó en la cuenta de que se hallaba frente a la entrada no violada de la cámara funeraria del poderoso Seti I. Lo que había descubierto no era sólo un tesoro, sino una tumba faraónica completa. La estatua de Seti que ella buscaba había sido uno de los guardias de la cámara funeraria, igual que las estatuas embetunadas que fueron halladas en la tumba de Tutankamón. Seti I no había sido enterrado en la tumba constituida según el diseño de las otras tumbas faraónicas del Nuevo Reino. Ésa fue la artimaña final de Nenephta. Un cadáver substituto había sido enterrado en la tumba que públicamente se proclamó como perteneciente a Seti, cuando en realidad éste fue enterrado en una tumba secreta debajo de la de Tutankamón. Nenephta había conseguido darle el gusto a ambos bandos. Proporcionó a los ladrones profesionales una tumba para saquear, mientras aseguraba a su soberano una protección que ningún otro Faraón había tenido. Probablemente el arquitecto también supuso que aun en el caso de que alguien entrara en la tumba de Tutankamón, jamás imaginaría que ésta servía de protección al majestuoso tesoro enterrado debajo de ella. Había comprendido «la modalidad de los injustos y codiciosos».

Después de sacudir la lámpara para constatar cuánto aceite le quedaba, Erica comprendió que era mejor que emprendiera el camino de regreso. A regañadientes volvió sobre sus pasos, sin dejar de maravillarse ante la imaginación de Nenephta. Sin duda el arquitecto había sido inteligente, pero también fue arrogante. Dejar ese papiro dentro de la tumba de Tutankamón constituyó el punto débil en su plan tan cuidadosamente elaborado. Con él proporcionó una pista para develar el misterio al igualmente inteligente Raman. Erica se preguntó si, igual que ella, el árabe habría ido a la Gran Pirámide, y habría notado que las cámaras habían sido edificadas una sobre la otra, o bien si al visitar una de las tumbas de los nobles habría descubierto la existencia de otra tumba debajo.

Mientras caminaba por el pasillo, Erica pensó en la enormidad de su descubrimiento, y en los riesgos que éste involucraba. No era sorprendente que se hubiera cometido un asesinato. Ese pensamiento la hizo detenerse. Se preguntó cuántos crímenes habrían sido cometidos. El secreto debió ser guardado cuidadosamente durante cincuenta años. El muchacho de Yale… De repente Erica comenzó a cuestionar la llamada «Maldición de los Faraones». Quizá toda esa gente fue muerta para proteger el secreto. ¿A lo mejor la muerte de Lord Carnarvon mismo?…

Al llegar a la cámara superior, Erica se detuvo para mirar de soslayo las joyas que habían sido sacadas del arca de marfil. Aunque ella había sido escrupulosamente cuidadosa tratando de no mover ningún objeto por temor a desarreglar el aspecto arqueológico de la tumba, no le incomodó tocar algo que ya estaba fuera de su lugar original. Recogió un pendiente en oro macizo con el sello de Seti I. Quería tener algún objeto en su poder para el caso de que Yvon y Ahmed se negaran a creer en su historia. De manera que conservó el pendiente mientras subía la escalera hasta la habitación que contenía los restos de los infortunados obreros.

Trepar por el túnel en su camino de regreso resultó mucho más fácil que el descenso inicial. En el tramo final colocó la lámpara de aceite sobre el piso de tierra y se arrastró para entrar en el espacio cavado debajo del quiosco de refrescos. Era necesario que decidiera cuál era el medio mejor para regresar a Luxor. Ya había pasado la medianoche, de modo que las posibilidades de toparse con Muhammad o con el nubio eran mucho menores. Lo que más la preocupaba era el guardia oficial, que trabajaba bajo las órdenes de Muhammad. Recordaba haber visto la sala de guardias sobre el camino de asfalto. Por lo tanto no le convenía regresar por el camino, sino que sería necesario que tomara el sendero que conducía a Qurna.

En el reducido espacio existente, resultaba difícil mover la plancha de metal. Erica tuvo que deslizaría sobre la tierra dejándola caer después en su lugar. Entonces, utilizando la lata de sardinas que había visto anteriormente, comenzó a cubrir la tapa de metal con la tierra suelta que había a su alrededor.

Nassif estaba a casi cien metros de distancia del quiosco de refrescos cuando oyó el ruido producido por el metal al caer sobre la piedra. Inmediatamente se quitó el rifle del hombro y corrió hacia la puerta entornada de los baños. Con el caño del rifle la abrió de par en par. La luz de la luna se filtró en el pasillo de entrada.

Erica oyó que la puerta se abría y apagó con la mano la llama de la lámpara de aceite. Estaba como a tres metros del borde de la plataforma que terminaba en el baño de hombres. Sus ojos se acostumbraron rápidamente a la oscuridad y consiguió ver la puerta que conducía al vestíbulo. El corazón comenzó a latirle desaforadamente, igual que la noche en que Richard entró en su habitación del hotel.

En ese momento, una negra silueta se deslizó dentro de la habitación. A pesar de la débil penumbra, la joven distinguió el perfil del rifle. Una sensación de pánico comenzó a hacer presa de ella cuando el hombre se acercó lentamente. Caminaba inclinado, y se movía igual que un gato en el momento de acechar su presa.

Sin tener idea de lo que el hombre alcanzaba a ver, Erica se apretó contra el piso. Cuando el guardia llegó a la pared del urinal, parecía estarla mirando directamente a la cara. Entonces se detuvo, y durante un lapso que a ella le pareció interminable, permaneció allí mirando fijamente. Finalmente estiró la mano y tomó un puñado de tierra suelta. Encogiendo el brazo, arrojó la tierra hacia la plataforma. Erica cerró los ojos en el momento en que parte de la tierra caía sobre ella. El hombre repitió la acción. Algunas de las piedritas que arrojó rebotaron sobre la chapa de metal que aún estaba al descubierto. Nassif se irguió.

—Harrah —musitó. Estaba enojado porque ni siquiera se le presentaba la oportunidad de matar una rata.

Erica sintió un pequeño alivio, pero notó que el hombre no se alejaba. Permaneció allí mirándola fijamente en la oscuridad, con el rifle sobre el hombro. Erica se sintió perpleja hasta que oyó el goteo de la orina.

La luz de la luna que se reflejaba sobre la vela de la chalupa fue suficiente para que Erica pudiese ver la hora. Era más de la una de la mañana. El cruce del Nilo fue tan tranquilo, que ella pudo haber dormitado. Cruzar el río era el último obstáculo que le quedaba, y la joven se relajó. Estaba segura de que en Luxor estaría a salvo. La excitación del descubrimiento casi le había hecho olvidar su horrorosa experiencia en la tumba, y el entusiasmo que tenía por revelar lo que había descubierto la mantenía despierta.

Al mirar hacia atrás, a la ribera oeste, Erica se sintió satisfecha. Había trepado desde el Valle de los Reyes hasta la dormida aldea de Qurna, y después de atravesarla cruzó los valles cultivados y llegó a la orilla del Nilo sin problemas. Había resuelto su enfrentamiento con algunos perros agachándose simplemente para recoger una piedra. La joven estiró sus cansadas piernas.

Un golpe de viento escoró la chalupa, y Erica levantó la mirada para contemplar la graciosa curva de la vela contra el cielo estrellado. No sabía en qué momento disfrutaría más: si cuando le contara su descubrimiento a Yvon, a Ahmed y a Richard. Yvon y Ahmed lo apreciarían más, Richard sería el más sorprendido. Hasta su madre, por una vez en la vida, se alegraría genuinamente: ya no sería necesario que en el club campestre tratara de justificar la carrera que había elegido su hija.

Ya en la ribera este, le alegró que el vestíbulo del Winter Palace estuviese desierto. Fue necesario que hiciera sonar la campanilla del mostrador de recepción para despertar al empleado. El somnoliento egipcio, aunque sorprendido por su aspecto, le entregó la llave y un sobre sin decir una palabra. Erica comenzó a subir la ancha escalera alfombrada, mientras el empleado la seguía con la mirada, preguntándose qué pudo haber estado haciendo para llegar al hotel en ese estado deplorable. Erica ojeó el sobre. Tenía el membrete del hotel y le había sido dirigido con una escritura atrevida y pesada. Cuando llegó al corredor, metió el dedo en una esquina del sobre y lo abrió, mientras sorteaba los restos de los materiales de construcción esparcidos por el piso. Una vez junto a su puerta, estaba a punto de insertar la llave en la cerradura cuando se detuvo y abrió la carta. Era un garabato sin sentido. Al mirar el sobre una vez más, Erica se preguntó si se trataba de alguna broma. Si era así, ni la comprendía ni le gustaba. Era lo mismo que recibir una llamada telefónica y oír que la persona del otro lado de la línea colgaba la comunicación sin hablar. Esas cosas le ponían los nervios de punta.

Miró la puerta de su cuarto. Si algo había aprendido durante el viaje, era que los hoteles no eran lugares seguros. Recordó la noche en que había encontrado a Ahmed en su dormitorio, la llegada de Richard, y el hecho de que su habitación hubiera sido revisada. Con una renovada sensación de inseguridad, introdujo la llave en la cerradura.

Repentinamente le pareció oír un ruido. En su estado de ánimo actual, eso era todo lo que necesitaba para aterrorizarse. Dejó la llave colgando en la cerradura y literalmente voló por el corredor. En su apuro por huir, golpeó el bolsón de lona contra una pila de ladrillos, produciendo un ruido inusitado. A sus espaldas, oyó que la puerta de su habitación era rápidamente abierta desde el interior.

Cuando Evangelos oyó el sonido de la llave, se puso de pie de un salto y corrió hacia la puerta.

—Mátala —ordenó Stephanos a quien el ruido había despertado. Extrayendo su Beretta, Evangelos abrió la puerta a tiempo para ver que Erica desaparecía por la escalera principal.

La joven no sabía quién estaba en su cuarto, pero no se hizo ilusiones de ser protegida por el somnoliento empleado de recepción. Por otra parte, éste ni siquiera estaba detrás del mostrador. Tenía que llegar hasta la suite de Yvon en el New Winter Palace. Salió corriendo al jardín por la puerta trasera del hotel. A pesar de su tamaño, Evangelos se movía como un gavilán en el momento de atacar, especialmente cuando se concentraba. Y una vez que recibía una orden de ataque, era igual que un perro rabioso.

Erica corrió a través de un cantero de flores y llegó al borde de la pileta. En su afán de rodearla a la carrera, resbaló sobre las lajas húmedas y cayó de costado. Poniéndose de pie a toda velocidad, dejó caer el bolsón y comenzó a correr nuevamente. El ruido de pasos de su perseguidor se acercaba a ella cada vez más.

Evangelos estaba lo suficientemente cerca como para no errar el disparo.

—¡Deténgase! —aulló, apuntando con la pistola la espalda de Erica.

La joven comprendió que no tenía escapatoria. Todavía estaba a cuarenta y cinco metros del New Winter Palace. Se detuvo, exhausta, con el pecho palpitante, y se dio vuelta para mirar a su perseguidor. Estaba a sólo nueve metros de distancia. Recordó haberlo visto en la mezquita El Azhar. El enorme tajo de ese día había cicatrizado y le daba un aspecto parecido al del monstruo de Frankenstein. La pistola del hombre, con el caño escondido bajo un silenciador de malévolo aspecto, la estaba apuntando.

Evangelos se detuvo para decidir a qué lugar del cuerpo de Erica dispararía. Finalmente, sosteniendo el arma con el brazo extendido, apuntó al cuello de su víctima y lentamente comenzó a apretar el gatillo.

Erica vio que el brazo del hombre se extendía levemente, y sus ojos se agrandaron cuando comprendió que le iba a disparar a pesar de haberse detenido tal como se le había ordenado.

—¡No!

La pistola, cubierta por el silenciador, se estremeció levemente. Erica no sintió dolor, y su visión continuó siendo clara. Entonces sucedió la cosa más extraña. Justo en el centro de la frente de Evangelos floreció un pequeño capullo rojo y el hombre se desplomó hacia adelante, dejando caer la pistola.

Erica no pudo moverse. Tenía las manos caídas e inmóviles a los costados. A sus espaldas, oyó movimientos entre los arbustos. Luego le llegó el sonido de una voz.

—No debió esmerarse tanto en perderme.

Erica se dio vuelta lentamente. Frente a ella estaba el hombre del diente en punta y la nariz ganchuda.

—Estuvo muy cerca —dijo Khalifa, señalando a Evangelos—. Supongo que usted se dirige a la habitación de monsieur de Margeau. Será mejor que se apure. No han terminado los problemas.

Erica intentó hablar, pero le fue imposible. Asintió y pasó junto a Khalifa a los tropezones, caminando con paso inseguro sobre piernas que parecían de goma. Después no consiguió recordar cómo había llegado hasta la habitación de Yvon.

El francés abrió la puerta y la joven se desplomó en sus brazos musitando palabras incoherentes con respecto al disparo, a su encierro en la tumba y a su descubrimiento de la estatua. Yvon estaba tranquilo y le acarició el cabello y, obligándola, a sentarse, le pidió que le contara la historia comenzando por el principio.

Erica estaba a punto de comenzar su narración cuando alguien llamó a la puerta.

—¿Sí? —dijo Yvon poniéndose instantáneamente alerta.

—Soy Khalifa.

Yvon abrió la puerta y Khalifa introdujo a Stephanos en la habitación a los empellones.

—Usted me contrató para que protegiera a la muchacha y para que le entregara a la persona que deseaba matarla. Aquí está. —Khalifa señaló a Stephanos.

Stephanos miró a Yvon y luego a Erica, quien no conseguía ocultar su sorpresa ante el descubrimiento de que Khalifa hubiera sido contratado para protegerla, ya que Yvon había minimizado deliberadamente los riesgos que ella podía correr. Comenzó a sentirse incómoda.

—Mire Yvon —dijo Stephanos por fin—. Es ridículo que usted y yo estemos en bandos contrarios. Usted está enojado conmigo porque le vendí la primera estatua de Seti a ese hombre de Houston. Pero todo lo que yo hice fue conseguir que la estatua llegara a Suiza. En realidad no existe competencia entre nosotros. Usted quiere controlar el mercado negro. Muy bien. Lo único que yo deseo es proteger mi parte en el asunto. Yo puedo sacar su mercadería de Egipto utilizando un método probado por el tiempo. Deberíamos trabajar juntos.

Erica miró rápidamente a Yvon para observar su reacción. Estaba deseando oírlo reír mientras le explicaba a Stephanos que estaba equivocado, que él, Yvon, quería destruir el mercado negro.

Yvon se pasó los dedos por el pelo.

—¿Y por qué amenazaba a Erica? —Preguntó.

—Porque se había enterado de muchas cosas por Abdul Hamdi. Yo estaba protegiendo mi ruta. Pero si ustedes dos trabajan juntos, todo está bien.

—¿Y usted no tuvo nada que ver con la muerte de Hamdi y con la desaparición de la segunda estatua? —Preguntó Yvon.

—No —contestó Stephanos—. Se lo juro. Ni siquiera me había enterado de la existencia de la segunda estatua de Seti. Eso fue lo que me preocupó. Temí que me estuvieran sacando del medio y que la carta de Hamdi llegara a manos de la policía.

Erica cerró los ojos, avasallada por una repentina comprensión de la verdad. Yvon no era un cruzado. Su idea de controlar el mercado negro, era controlarlo para sus propios fines, no en beneficio de la ciencia, de Egipto ni del mundo. Su pasión por las antigüedades estaba más allá de todo concepto moral. Ella había sido burlada, y lo que era aún peor, pudo haber sido, asesinada. Clavó las uñas en el sillón. Sabía que debía escapar. Era necesario que le contara a Ahmed lo de la tumba de Seti.

—Stephanos no mató a Abdul Hamdi —aseguró repentinamente—. Abdul Hamdi fue muerto por la gente de Luxor que controla la procedencia de las antigüedades. La estatua de Seti está nuevamente en Luxor. Yo la he visto y puedo conducirlos hasta el lugar en que se encuentra. —Al hablar, utilizó el plural con todo cuidado.

Yvon miró a la joven, un poco sorprendido ante su repentina recuperación. Erica le sonrió para tranquilizarlo. Su instinto de autoconservación la llenaba de inesperado poder.

—Lo que es más —continuó Erica—, la ruta de Stephanos a través de Yugoslavia es mucho mejor que intentar pasar las piezas desde Alejandría en fardos de algodón.

Stephanos asintió antes de dirigirse a Yvon.

—Es una muchacha inteligente. Y tiene razón. Mi método es mucho mejor que andar embalando antigüedades en fardos de algodón. ¿Es eso lo que usted estaba planeando? ¡Mi Dios!, no hubiera tenido éxito más que durante un embarque o dos.

Erica se desperezó. Sabía que tenía que convencer a Yvon de su interés personal en las antigüedades.

—Mañana les puedo indicar el sitio donde está la estatua de Seti.

—¿Adónde queda? —Preguntó Yvon.

—En una de esas tumbas no señaladas de los nobles de la ribera oeste… Es muy difícil describir el lugar exacto. Tendré que indicárselos personalmente. Queda encima del pueblo de Qurna. Y allí hay una serie de otras piezas sumamente interesantes. —Erica sacó del bolsillo de su vaquero el pendiente de oro de Seti. Lo arrojó con indiferencia sobre la mesa—. Mis honorarios por haber encontrado la estatua de Seti consistirán en que Stephanos saque este pendiente del país y me lo haga llegar.

—Esto es maravilloso —dijo Yvon, examinando el collar.

—Hay una cantidad de piezas allí, y algunas son muy superiores a ésta. Este pendiente fue lo único que pude traer. Y ahora, en primer lugar, me gustaría bañarme y descansar un poco. Por si no se han dado cuenta, les diré que he tenido una noche muy movida. —Erica se acercó a Yvon y lo besó en la mejilla. Fue la cosa más difícil que había tenido que hacer. Le agradeció a Khalifa por la ayuda que le había prestado en el jardín. Y entonces, se dirigió a la puerta.

—Erica —dijo Yvon con toda tranquilidad.

—¿Sí? —Preguntó Erica dándose vuelta.

Se produjo un silencio.

—Quizá sea mejor que te quedes aquí —aconsejó el francés. Era evidente que estaba pensando qué convenía hacer con ella.

—Esta noche estoy demasiado cansada —contestó Erica. La implicación contenida en sus palabras era obvia. Stephanos se llevó una mano a la boca para esconder una sonrisa.

—Raoul —llamó Yvon—. Quiero que te asegures de que la señorita Baron estará a salvo esta noche.

—Creo que estaré perfectamente bien —dijo Erica abriendo la puerta.

—Quiero que Raoul vaya contigo, para estar seguro —repitió Yvon.

Cuando Erica y Raoul cruzaron el jardín en su camino de regreso al Winter Palace, el cadáver de Evangelos todavía estaba tendido junto a la pileta a la luz de la luna. Hubiese parecido dormido, salvo por el charco de sangre oscura que manaba de su cabeza y goteaba dentro de la piscina. Erica dio vuelta la cara cuando Raoul se inclinó sobre él para asegurarse de que estaba realmente muerto. Repentinamente vio la pistola semiautomática de Evangelos que todavía permanecía tirada sobre las lajas.

Erica miró a Raoul de reojo. Aún luchaba en su afán de dar vuelta el cadáver de Evangelos. Sin mirarla, le habló.

—¡Dios! ¡Khalifa es fantástico! Le dio justo entre los ojos.

Erica se agachó y recogió la pistola. Era más pesada de lo que esperaba. Colocó el dedo en el gatillo. Detestaba el arma, y además la asustaba. Nunca en su vida había tenido una pistola en la mano, y la certeza de su capacidad letal la hacía temblar. No intentó engañarse. Estaba segura de que jamás se animaría a apretar el gatillo, pero se dio vuelta para mirar a Raoul quien en ese momento se ponía de pie limpiándose las manos.

—Estaba muerto antes de llegar al piso —dijo mirando a Erica—. ¡Ah! Encontró la pistola. Alcáncemela para que se la ponga en la mano.

—No se mueva —dijo Erica, hablando con lentitud.

Los ojos de Raoul volaron de la pistola a la cara de Erica, y nuevamente a la pistola.

—Erica, qué…

—Cállese la boca. Quítese la chaqueta.

Raoul hizo lo que ella le mandaba, tirando el saco al piso.

—Ahora sáquese la camisa por encima de la cabeza —ordenó la joven.

—Erica… —dijo Raoul.

—¡Ya! —y extendió el brazo que sostenía la pistola de Evangelos.

Raoul se sacó la camisa de los pantalones y con un poco de dificultad se la pasó sobre la cabeza. Debajo de la camisa tenía puesta una camiseta sin mangas. Y sujeta bajo el brazo izquierdo tenía una pequeña pistola. Erica hizo un rodeo para colocarse detrás de él y sacó la pistola de su funda. La arrojó a la pileta. Al oírla golpear contra el agua, vaciló, temerosa de que Raoul se enojara. Entonces comprendió lo absurdo de la idea que había tenido. Por supuesto que el hombre se enojaría. ¡Si lo estaba amenazando con una pistola!

Hizo que Raoul volviera a bajar su camisa para que pudiese ver por dónde caminaba. Entonces le ordenó que se dirigiera hacia el frente del hotel. Raoul intentó hablar, y Erica le ordenó nuevamente que se callara la boca. Pensó lo ridículamente fácil que parecía desmayar a un hombre de un golpe en la cabeza en las películas policiales. En realidad, ella no podía hacer nada. Si Raoul se hubiese dado vuelta, le habría podido quitar la pistola. Pero no lo hizo, y siguieron caminando en fila india por las sombras hasta llegar al frente del hotel.

Algunas lámparas antiguas colocadas en la calle iluminaban tenuemente una fila de taxis estacionados contra el cordón de la vereda de la entrada del hotel. Los conductores se habían ido a dormir hacía mucho tiempo, puesto que su principal ocupación consistía en transportar pasajeros de y hasta el aeropuerto. Pero dado que el último vuelo llegaba a las 21.10, ya no tenían nada que hacer allí. Los turistas preferían los más románticos coches a caballo como medio de transporte dentro de la ciudad y sus alrededores.

Con la pistola de Evangelos temblándole en la mano, Erica obligó a Raoul a caminar junto a la fila de viejos taxis mientras ella observaba las llaves de arranque. La mayor parte de ellas estaban colocadas en su sitio. Erica quería llegar a la casa de Ahmed, pero tenía que decidir qué haría con Raoul.

El primer coche de la fila era idéntico a los demás, con la excepción de un adorno de borlas colocado en el vidrio posterior. Las llaves estaban puestas en el contacto.

—Acuéstese —ordenó Erica. La espantaba pensar que alguien pudiese salir del hotel en ese preciso momento.

Raoul dio un paso al costado para ubicarse sobre el pasto prolijamente cortado.

—¡Apúrese! —exclamó Erica, intentando que su voz tuviera tono de enojo.

Apoyándose sobre la palma de las manos, Raoul se acostó boca abajo. Mantuvo las manos debajo del cuerpo, listo para saltar, ya que su confusión inicial se había convertido en furia.

—Extienda los brazos al frente —dijo Erica. Abrió la puerta del taxi y se sentó detrás del volante cubierto con un forro vinílico. De la llave de contacto pendía un llavero con dos dados plásticos rojos.

El motor arrancó con espantosa lentitud, despidió una nube de humo negro y luego comenzó a marchar correctamente. Sin dejar de apuntar a Raoul con el arma, Erica buscó la llave de los faros y los encendió. Entonces arrojó la pistola sobre el asiento a su lado y puso la palanca de cambios en primera velocidad. El coche arrancó con una sacudida y luego se sacudió varias veces haciendo caer la pistola al piso.

Por el rabillo del ojo, Erica vio que Raoul se ponía de pie y corría hacia el taxi. La joven jugó con el acelerador y el embrague tratando de evitar las sacudidas y ganar velocidad, mientras Raoul saltaba sobre el paragolpes trasero aferrándose al baúl del automóvil.

La palanca estaba en segunda velocidad cuando Erica logró salir a la amplia e iluminada avenida. No había tránsito, y la joven aceleró tanto como pudo al pasar junto al Templo de Luxor. Cuando el motor estaba funcionando a toda velocidad, Erica forzó la palanca de cambios para pasarla a tercera. No tenía idea de la velocidad que estaba desarrollando el coche, puesto que el velocímetro no funcionaba. Por el espejo retrovisor vio que Raoul seguía aferrado al baúl. El viento le despeinaba el pelo negro en forma enloquecida. Erica quería librarse de él.

Movió el volante de un lado al otro. El taxi continuó su carrera zigzagueante, con las ruedas chirriando. Pero Raoul se apretó con fuerza contra la parte posterior y consiguió mantenerse en su lugar.

Erica puso el coche en cuarta y pisó el acelerador. El coche pegó un salto hacia adelante, pero la rueda delantera derecha comenzó a bambolearse. La vibración era tan violenta que Erica tuvo que aferrarse al volante con ambas manos mientras pasaba a toda velocidad junto a las casas de dos ministros. Los soldados que estaban de guardia, simplemente sonrieron al contemplar el taxi tembloroso que pasaba a la disparada con un hombre aferrado al baúl.

Con una frenada violenta, Erica detuvo el auto repentinamente. Raoul quedó encaramado sobre la luneta trasera. Erica volvió a poner primera y aceleró nuevamente, pero Raoul continuó prendido a su lugar, aferrándose a los marcos de las ventanillas traseras. Erica todavía podía verlo por el espejo retrovisor, por lo que deliberadamente condujo el auto a la banquina en busca de baches en los que el taxi fue cayendo con tremendas sacudidas. La puerta trasera derecha se abrió de golpe. Los rojos dados se desprendieron del llavero.

En ese momento Raoul estaba tendido sobre el baúl con los brazos en cruz y había pasado cada una de sus manos por las ventanillas sin vidrios de las puertas traseras. El impacto de cada bache hacía que tanto su cuerpo como su cabeza golpearan con fuerza contra la carrocería. Estaba decidido a no separarse de Erica. Pensó que la joven se había vuelto completamente loca.

En la curva que conducía a la casa de Ahmed, los faros iluminaron una pared de ladrillos a un costado del camino. Erica detuvo el auto y puso marcha atrás. La repentina detención impulsó a Raoul al techo del automóvil. El hombre manoteó en busca de un punto de apoyo, y con la mano izquierda intentó agarrarse del marco de la ventanilla junto a la cara de Erica.

Erica arrancó y el auto retrocedió salvajemente antes de incrustarse contra la pared. La súbita acelerada cerró la puerta delantera derecha sobre la mano de Raoul.

El hombre gritó de dolor y, con un movimiento reflejo, consiguió sacar la mano. En ese momento el auto mordió el borde de asfalto del camino y el cimbronazo arrojó a Raoul a la arena de la banquina. Casi al instante de caer, el hombre se puso nuevamente de pie. Sosteniéndose la mano dolorida corrió en persecución de Erica, notando que ésta detenía el taxi frente a una casa de ladrillos blanqueados. Raoul se detuvo cuando Erica saltó del auto para precipitarse hacia la puerta de entrada. Después de asegurarse de que conocía exactamente el paradero de la joven, se dio vuelta y regresó en busca de Yvon.

Cuando Erica llegó a la puerta de la casa de Ahmed, tuvo miedo de que Raoul estuviese detrás de ella. La puerta no estaba cerrada con llave, de manera que entró como una exhalación, dejándola abierta de par en par. Era necesario que convenciera cuanto antes a Ahmed de la conspiración existente, a fin de obtener adecuada protección policial.

Sin miramientos, entró directamente a la sala de estar y la llenó de felicidad comprobar que Ahmed todavía estaba levantado y conversaba allí con un amigo.

—¡Me persiguen! —gritó.

Ahmed se puso de pie de un salto, atónito al reconocer a Erica.

—¡Rápido! —continuó ésta—. Debemos conseguir ayuda.

Ahmed se recuperó de la sorpresa y salió corriendo en dirección a la puerta de calle. Entonces Erica se volvió hacia el amigo de Ahmed para pedirle que llamara a la policía. Abrió la boca para comenzar a hablar, pero en ese momento sus ojos se agrandaron de asombro y terror.

Ahmed cerró la puerta de calle y regresó al living para tomar a Erica en sus brazos.

—No hay peligro, Erica —dijo—. No hay peligro y estás a salvo. Déjame que te mire. No puedo creerlo, es un milagro.

Pero Erica no respondió, lo único que conseguía hacer era mirar fijamente sobre el hombro de Ahmed. Se le congeló la sangre. ¡Frente a ella estaba Muhammad Abdulah! ¡Ahora tanto ella como Ahmed serían asesinados! Se dio cuenta de que Muhammad estaba tan asombrado como ella por el encuentro, pero rápidamente consiguió dominarse y dejó escapar un torrente de furibundas palabras en árabe.

Al principio Ahmed ignoró la furia de Muhammad. Le preguntó a Erica quién la perseguía, pero antes de que ésta pudiera responder Muhammad dijo algo que desató en Ahmed la misma violencia reprimida que Erica había presenciado el día en que hizo trizas la taza de té. Sus ojos se oscurecieron y se dio vuelta para enfrentar a Muhammad. Hablaba en árabe y al principio su voz fue baja y amenazadora pero gradualmente fue subiendo de tono hasta que se convirtió en un grito.

Erica miraba de un hombre al otro, esperando que en cualquier momento Muhammad sacara un arma. Para su alivio se dio cuenta de que en lugar de eso, el jefe de guardias retrocedía. Aparentemente el hombre acataba las órdenes de Ahmed, porque tomó asiento cuando Ahmed le señaló una silla. Entonces el alivio se convirtió en temor. Cuando Ahmed se volvió a Erica, ésta clavó la mirada en los ojos poderosamente profundos del árabe. ¿Qué estaba sucediendo?

Ahmed le habló suavemente.

—Erica, es realmente un milagro que hayas podido regresar.

La mente de Erica comenzaba a advertirle a los gritos que algo andaba mal. ¿Qué estaba diciendo Ahmed? ¿Qué quería decir con eso de regresar?

—Debe ser la voluntad de Alá que tú y yo estemos juntos —continuó diciendo el árabe—, y estoy dispuesto a aceptar su decisión. He estado hablando con Muhammad durante horas respecto a ti. Iba a ir a buscarte, para conversar contigo, para rogarte.

El corazón de Erica latía como enloquecido; toda su sensación de realidad se desintegraba.

—¿Tú sabías que yo estaba atrapada en una tumba?

—Sí. Fue una decisión que me resultó muy difícil tomar, pero era necesario detenerte. Ordené que no fueras lastimada. Yo mismo me iba a dirigir a la tumba para convencerte de que te unieras a nosotros. Te amo, Erica. Ya una vez en la vida debí renunciar a la mujer que amaba. Mi tío se aseguró de que no me quedara elección posible. Pero esta vez no será así. Quiero que entres a formar parte de la familia: de mi familia y la de Muhammad.

Erica cerró los ojos para tratar de enfrentar todos sus conflictivos pensamientos. No podía creer lo que estaba sucediendo ni lo que oía. ¿Casamiento? ¿Familia? Habló con voz insegura.

—¿Tú estás emparentado con Muhammad?

—Sí —dijo Ahmed. La condujo lentamente hasta el sofá y la hizo sentar—. Muhammad y yo somos primos. Aída Raman es nuestra abuela. Es la madre de mi madre. —Ahmed le explicó cuidadosamente la complicada genealogía de su familia, partiendo de Sarwat y Aida Raman.

Cuando Ahmed terminó su explicación, Erica echó una temerosa mirada a Muhammad.

—Erica… —dijo Ahmed—. Has conseguido algo que nadie más fue capaz de conseguir en los últimos cincuenta años. Nadie que no pertenezca a la familia ha visto el papiro de los Raman, y cualquiera que haya tenido la menor idea de su existencia ha perdido la vida. Gracias a la credulidad de la gente, esas muertes fueron atribuidas a una misteriosa maldición. Para nosotros fue muy conveniente.

—¿Y el objeto de todo ese secreto es preservar la tumba? —Preguntó Erica.

Ahmed y Muhammad intercambiaron miradas.

—¿A qué tumba te refieres? —Preguntó Ahmed.

—A la tumba auténtica de Seti que está debajo de la de Tutankamón —contestó Erica.

Muhammad se puso de pie de un salto y dedicó a Ahmed otro torrente de duras palabras en árabe. Esta vez, Ahmed escuchó sin hacerlo callar. Cuando Muhammad terminó de hablar, Ahmed se volvió hacia Erica.

Su voz todavía era calma.

—Verdaderamente eres una maravilla, Erica. Supongo que ahora comprendes todo lo que hay en juego. Sí, estamos custodiando la tumba no saqueada de uno de los grandes faraones egipcios. Con tus conocimientos, sabes bien lo que eso significa. Una riqueza increíble. De modo que comprenderás que nos has colocado en una situación embarazosa. Pero si te casas conmigo, esa riqueza pasa a pertenecerte también a ti, y puedes ayudarnos a desmontar este espectacular descubrimiento arqueológico.

Erica trató nuevamente de pensar en una forma de escapar. Primero fue necesario que escapara de Yvon, ahora de Ahmed. Y lo más probable era que Raoul hubiese vuelto para informar a Yvon. Se produciría un horrible enfrentamiento. El mundo estaba loco. Para ganar tiempo, comenzó a hacer preguntas.

—¿Por qué no han desmontado la tumba antes?

—Porque está llena de tales riquezas que para retirarlas es necesario planear las cosas cuidadosamente. Mi abuelo Raman se dio cuenta de que transcurriría una generación antes de poder montar la organización necesaria para vender los tesoros de la tumba, y para ubicar a algunos miembros de la familia en posiciones ventajosas desde las que pudieran controlar la salida de Egipto de objetos valiosísimos. Durante los últimos años de su vida, extrajo de la tumba lo estrictamente necesario como para poder educar a la generación siguiente. Recién el año pasado yo me convertí en Director del Departamento de Antigüedades, y Muhammad en Jefe de Guardias de la Necrópolis de Luxor.

—De modo que es el mismo caso de la familia Rasul en el siglo XIX —comentó Erica.

—Superficialmente es un caso parecido —contestó Ahmed—. Nosotros estamos trabajando en un nivel muy sofisticado. Tomamos cuidadosamente en cuenta los intereses arqueológicos del asunto. En realidad, Erica, en ese aspecto tu actuación puede ser muy importante.

—¿Lord Carnarvon fue una de las personas de las que tuvieron que «encargarse»? —Preguntó Erica.

—No estoy seguro —contestó Ahmed—. Eso sucedió hace mucho tiempo, pero creo que sí. —Muhammad asintió—. Erica —continuó Ahmed— ¿cómo te enteraste de todo? Quiero decir, ¿qué te hizo…?

Repentinamente se apagaron las luces de la casa. La luna se había puesto, y la oscuridad era absoluta, igual a la de una tumba. Erica no se movió. Oyó que alguien levantaba el receptor del teléfono y lo volvía a colocar violentamente en su lugar. Adivinó que Yvon y Raoul habían cortado los cables.

Oyó que Ahmed y Muhammad hablaban rápidamente en árabe. Entonces sus ojos comenzaron a acostumbrarse a la oscuridad y empezó a distinguir formas vagas dentro de la habitación. Se le acercó una sombra, y ella se echó atrás. Era Ahmed, que aferró su muñeca y la obligó a ponerse de pie. Lo único que alcanzaba a distinguir eran los ojos y los dientes del árabe.

—Te pregunto una vez más, ¿quién te estaba siguiendo? —susurró Ahmed en tono perentorio.

Erica intentó contestar, pero las palabras se le agolpaban en la garganta; estaba aterrorizada. Se hallaba atrapada entre dos fuerzas horrendas. Ahmed le tironeó la muñeca impacientemente. Finalmente la joven consiguió hablar.

—Yvon de Margeau.

Ahmed comenzó a conversar con Muhammad sin soltar la muñeca de Erica. La joven percibió el brillo del caño de una pistola en la mano de Muhammad. La invadió una sensación de impotencia cuando comprendió que, una vez más, los acontecimientos se habían tornado incontrolables.

Sin previo aviso, Ahmed comenzó a tironearla obligándola a cruzar la sala e internarse en el pasillo rumbo a la parte de atrás de la casa. Erica luchó por liberarse, incapaz de ver nada en medio de esa oscuridad y temiendo tropezar y caer. Pero la mano con que Ahmed la sostenía parecía de hierro. Muhammad corría detrás de ellos.

Salieron al patio en el que había un poco más de luz. Rodearon el establo y llegaron a la puerta posterior. Ahmed y Muhammad cambiaron ideas con rapidez; entonces Ahmed abrió la puerta de madera. Detrás de la casa, el callejón estaba desierto y mucho más oscuro que el patio debido a la doble hilera de palmeras de la acera. Muhammad se asomó cuidadosamente asiendo la pistola, y sus ojos escrutaron la oscuridad. Satisfecho por su observación, dio un paso atrás para dejar pasar a Ahmed. Sin soltar la muñeca de Erica, éste la empujó obligándola a entrar en el callejón. Él la siguió de cerca.

Lo primero que Erica notó fue que la mano de Ahmed se apretaba aún más a su muñeca. Entonces oyó el ruido del disparo. Era el mismo ruido sordo que escuchó cuando estaba frente al enloquecido Evangelos. Era el sonido de un disparo de pistola con silenciador. Ahmed cayó hacia un costado sobre el umbral, sin soltar a Erica que cayó encima de él. En la penumbra se dio cuenta de que el árabe había recibido un disparo idéntico al de Evangelos, entre los ojos. Trozos del cerebro de Ahmed le salpicaron la mejilla.

Erica consiguió ponerse de rodillas en estado catatónico. Muhammad pasó junto a ella en una carrera desesperada para refugiarse detrás de la hilera de palmeras. En un estado de completo estupor, Erica lo observó darse vuelta para disparar su pistola hacia el otro extremo del callejón. Entonces Muhammad se dio vuelta y escapó.

Completamente aturdida, Erica se puso de pie y sus ojos se clavaron en el cuerpo sin vida de Ahmed. Retrocedió en las sombras hasta que su espalda golpeó contra la pared. Tenía la boca abierta y respiraba entrecortadamente. En ese momento, procedente del frente de la casa, oyó un ruido de madera que se astillaba seguido de un estruendo producido sin duda por la puerta de calle. A sus espaldas, Sawda se movía nerviosamente en el establo. Erica no conseguía moverse, estaba como paralizada.

Justo frente a ella, y enmarcada por la puerta trasera, vio una figura agazapada que pasaba corriendo. Casi inmediatamente sonaron más disparos desde la derecha. Luego percibió el ruido de gente que corría dentro de la casa y su aturdimiento se convirtió en terror. Sabía que era a ella a quien Yvon buscaba. Estaba desesperada.

De repente oyó que la puerta trasera de la casa se abría violentamente. Entonces distinguió una figura silenciosa, y contuvo el aliento. Era Raoul. Lo observó mientras se inclinaba sobre Ahmed y luego desaparecía por el callejón.

La parálisis de Erica duró cinco minutos más, mientras el ruido de los disparos se apagaba en el callejón. Repentinamente la joven se alejó de la pared y entró a tientas a la casa oscura para volver a salir por la puerta del frente.

Cruzó el camino y corrió por un pasaje de ladrillos. Cruzó un patio, y luego otro más, y a su paso ruidoso se encendieron algunas luces. Se abrió paso a través de algunos escombros, un gallinero, y cruzó, alborotando el agua, una cloaca abierta. A la distancia, todavía se oían tiros y un hombre que gritaba. Continuó corriendo hasta que sintió que estaba al borde del colapso. Pero hasta que llegó a los tropezones al Nilo, no se permitió descansar. Trató de pensar adonde ir. No podía confiar en nadie. Siendo Muhammad Abdulah el jefe de guardias, hasta la policía la aterraba.

En ese momento Erica recordó las dos casas de los ministros que eran custodiadas por soldados. Consiguió ponerse de pie con dificultad y comenzó a caminar hacia el sur. Se mantuvo en las sombras y lejos del camino hasta que llegó a las propiedades custodiadas. Entonces, igual que un autómata, salió a la calle iluminada para rodear la pared delantera de la primera casa. Los soldados estaban allí, conversando a través de los quince metros que separaban ambas entradas. Los dos se dieron vuelta para mirarla, cuando Erica caminó directamente hacia el primero de ellos. El soldado era un muchacho joven, enfundado en un uniforme marrón que le quedaba grande, y con botas cuidadosamente lustradas. De su hombro colgaba una ametralladora. Movió el arma, y en el momento que Erica se acercaba a él, comenzó a decir algo.

Sin la menor intención de detenerse, Erica pasó junto al sorprendido joven y se internó en los terrenos de la casa.

—¡O afandak! —aulló el soldado, siguiéndola.

Erica se detuvo. Entonces, después de reunir todo el coraje que le quedaba, comenzó a gritar con toda la fuerza de sus pulmones.

—¡Socorro! —y no dejó de gritar hasta que se encendió una luz dentro de la casa oscura. Un instante después apareció en la puerta principal una figura envuelta en una bata: era un hombre calvo, gordo y descalzo.

—¿Usted habla inglés? —Preguntó Erica, sin aliento.

—Por supuesto —contestó el hombre, sorprendido y levemente irritado.

—¿Trabaja para el gobierno?

—Sí, soy asistente del Ministro de Defensa.

—¿Tiene algo que ver con las antigüedades?

—Nada en absoluto.

—Maravilloso —dijo Erica—. Quiero contarle la historia más increíble…