Necrópolis de Luxor Pueblo de Qurna 14.15 horas

El policía tenía razón. Qurna no era un lugar amistoso. Mientras Erica trepaba trabajosamente la colina que separaba el pueblo del camino asfaltado, no tuvo la sensación de bienvenida que había sido evidente en otros pueblos. Vio poca gente, y aquellos a quienes cruzaba la miraban de un modo penetrante para volver a hundirse inmediatamente en las sombras. Hasta los perros eran gruñones y sarnosos.

Erica había comenzado a sentirse incómoda en el taxi cuando el chofer se negó a ir a Qurna en lugar del Valle de los Reyes u otro punto más distante. El hombre la había depositado en la base de la colina de tierra y arena, diciendo que con su coche le era imposible subir hasta el pueblo mismo.

Hacía un calor espantoso, bastante más de cuarenta grados, y no había sombra de ninguna especie. El sol egipcio abrasaba las rocas y se reflejaba en la tierra color arena. Ni una brizna de pasto, ni un yuyo, sobrevivían al ataque furibundo del calor. Y sin embargo la gente de Qurna se negaba a partir. Querían vivir en la misma forma en que lo habían hecho sus abuelos, sus bisabuelos y sus antepasados a través de los siglos. Erica pensó que si Dante hubiese conocido Qurna lo hubiera incluido entre los círculos del infierno.

Las casas eran de adobe, y algunas conservaban su color natural, mientras que otras habían sido blanqueadas. Mientras Erica trepaba la colina pudo ver ocasionalmente algunas aberturas practicadas en salientes de roca entre las casas. Eran las entradas de las antiguas tumbas. Algunas casas tenían patios y en ellos se levantaban unas curiosas estructuras: unas plataformas de alrededor de un metro ochenta de largo, y un metro veinte de alto, sostenidas por angostas columnas. Estaban hechas de un adobe parecido al de los ladrillos. Erica no tenía la menor idea de la utilidad que podían prestar.

La mezquita era un edificio encalado, de una sola planta, con un grueso minarete. Erica lo había visto la primera vez que pasó junto a Qurna. Igual que el resto del pueblo estaba hecha de adobe, y la joven se preguntó si una buena lluvia no barrería el lugar como si fuese un castillo de arena. Entró en la mezquita a través de una puerta de madera baja, y se encontró en un pequeño patio frente a un angosto pórtico sostenido por tres columnas. A la derecha vio una sencilla puerta de madera.

Sin saber si correspondía que entrara, Erica permaneció en el umbral de la mezquita hasta que sus ojos se acostumbraron a la relativa oscuridad. Las paredes interiores habían sido blanqueadas y luego se había pintado sobre ellas una serie de complicados dibujos geométricos. El piso estaba profusamente cubierto de alfombras orientales. Arrodillado frente a una alcoba orientada hacia La Meca, se hallaba un viejo barbudo de negras y abundantes vestiduras. Mientras cantaba, mantenía las manos abiertas junto a sus mejillas.

Aunque el viejo no se dio vuelta, debió presentir a Erica, porque muy pronto se inclinó, besó la página del libro abierto frente a él, y se puso de pie para dirigirse a la muchacha.

Erica no tenía la menor idea sobre la forma correcta de dirigirse a un hombre sagrado del Islam, de manera que decidió improvisar. Cuando habló, inclinó levemente la cabeza.

—Quiero hacerle algunas preguntas acerca de un hombre, un hombre viejo.

El imán estudió a Erica con sus oscuros ojos hundidos y luego le hizo señas de que lo siguiera. Cruzaron el patio y entraron por la puerta de madera que Erica había visto. Conducía a una habitación pequeña y austera con un jergón en un extremo y una mesa chica en el otro. El anciano indicó a Erica que tomara asiento y él también lo hizo.

—¿Por qué desea localizar a alguien en Qurna? —Preguntó el imán—. Aquí sospechamos de todos los extranjeros.

—Soy egiptóloga y quiero averiguar si uno de los capataces de Howard Cárter vive aún. Se llamaba Sarwat Raman. Vivía en Qurna.

—Sí, lo sé —contestó el imán.

Erica sintió un atisbo de esperanza, hasta que el imán continuó hablando.

—Murió hace alrededor de veinte años. Era uno de los fieles. Las alfombras de esta mezquita son fruto de su generosidad.

—Ya veo —dijo Erica, obviamente desilusionada. Se puso de pie—. Bueno, de todos modos era una posibilidad. Gracias por su ayuda.

—Fue un buen hombre —afirmó el imán.

Erica asintió y salió al sol enceguecedor, preguntándose cómo conseguiría un taxi que la llevara de vuelta al embarcadero. Cuando estaba a punto de salir del patio, el imán la llamó.

Erica se dio vuelta. El anciano estaba parado junto a la puerta de su habitación.

—La viuda de Raman todavía vive. ¿Le gustaría hablar con ella?

—¿Cree que ella estaría dispuesta a hablar conmigo? —Preguntó Erica.

—Estoy seguro que sí —respondió el imán—. Trabajó como ama de llaves de Cárter, y habla mejor inglés que yo.

Mientras Erica seguía al imán hasta la parte más alta de la colina, se preguntó cómo era posible soportar vestiduras tan pesadas con el calor reinante. Aun con su ropa liviana ella tenía la espalda empapada de transpiración. El imán la condujo hasta una casa blanqueada ubicada un poco más arriba que las demás, en la parte sudoeste del pueblo. Inmediatamente detrás de la casa se alzaban dramáticamente los riscos. A la derecha de la casa Erica alcanzó a ver el comienzo de un sendero que adivinó conduciría al Valle de los Reyes.

La blanca fachada de la casa estaba cubierta de dibujos desteñidos e infantiles que representaban coches de ferrocarril, barcos y camellos.

—Raman dejó constancia de su viaje a La Meca —explicó el imán, llamando a la puerta.

En el patio junto a la casa había una de esas extrañas plataformas que a Erica le habían intrigado. Preguntó al imán para qué servían.

—Durante los meses del verano la gente a veces duerme a la intemperie. En esos casos usan esas plataformas para evitar el peligro de los escorpiones y las cobras.

Erica sintió que se le erizaba la piel de la espalda.

Una mujer muy anciana abrió la puerta. Al reconocer al imán, sonrió. Hablaron en árabe. Cuando la conversación concluyó, la mujer volvió hacia Erica su grueso rostro de pesadas facciones.

—Bienvenida —dijo con fuerte acento inglés, mientras abría la puerta de par en par para que la joven entrara. El imán se excusó y partió.

Al igual que la pequeña mezquita, la casa era sorprendentemente fresca. A pesar de lo tosco de su aspecto exterior, por dentro era encantadora. Tenía piso de madera, cubierto por una alfombra oriental de brillantes colores. Los muebles eran sencillos pero bien hechos, y las paredes estaban revocadas y pintadas. Numerosas fotografías enmarcadas adornaban tres paredes, mientras que de la cuarta colgaba una pala de largo mango, cuya hoja tenía inscripciones.

La anciana se presentó como Aida Raman. Le comunicó orgullosamente que el siguiente mes de abril cumpliría ochenta años. Con verdadera hospitalidad árabe le ofreció una bebida fresca hecha de frutas, explicando que había sido preparada con agua hervida, de manera que Erica no debía preocuparse por su salud al beberla.

A Erica le gustó la mujer. Tenía cara redonda y el pelo ralo peinado hacia atrás, y un vestido alegre y suelto de algodón estampado con dibujos de plumas de brillantes colores. En la muñeca izquierda usaba una pulsera de plástico color naranja. Sonreía con frecuencia, y al hacerlo revelaba sus dos únicos dientes, ambos ubicados en el maxilar inferior.

Erica le explicó que era egiptóloga, y Aida evidentemente se alegró de tener oportunidad de hablar de Howard Carter. Le contó que ella había adorado a Carter, aun cuando éste era algo extraño y muy solitario. Recordó cuánto quería Howard Carter a su canario, y la pena que había tenido cuando fue devorado por una cobra.

Erica bebió su refresco, completamente fascinada por las narraciones de la anciana. Y resultaba evidente que Aida disfrutaba tanto como ella de ese encuentro.

—¿Recuerda el día en que fue abierta la tumba de Tutankamón? —quiso saber Erica.

—¡Oh, sí! —Exclamó Aida—. Ése fue el día más maravilloso. Mi marido se convirtió en un hombre feliz. Muy poco después, Cárter aceptó ayudar a Sarwat para que obtuviera la concesión del puesto de refrescos del Valle. Mi marido adivinó que llegarían millones de turistas para ver la tumba que Howard Cárter había descubierto. Y tuvo razón. Después de eso continuó ayudando con la tumba, pero dedicó sus mayores esfuerzos a edificar la casa de descanso. En realidad, la construyó prácticamente él solo, aunque fue necesario que trabajara en ella de noche…

Erica dejó que Aida divagara un rato, luego formuló la pregunta siguiente.

—¿Usted recuerda todo lo que sucedió el día que la tumba fue abierta?

—¡Por supuesto! —dijo Aida, un poco sorprendida por la interrupción.

—¿Habló su marido alguna vez de un papiro?

Ante la pregunta, los ojos de la anciana se nublaron instantáneamente. Movió la boca, sin que de ella surgiera sonido alguno. Erica sintió una oleada de excitación. Contuvo el aliento, observando la extraña actitud de la vieja.

—¿Usted trabaja para el gobierno? —Preguntó la anciana finalmente.

—No —contestó Erica.

—¿Y por qué me hace esa pregunta? Todo el mundo sabe lo que se encontró. Existen libros al respecto.

Depositando el vaso sobre la mesa, Erica le explicó la curiosa discrepancia que existía entre la carta que Carnarvon había escrito a Sir Wallis Budge y el hecho de que en las notas de Carter no existiera la mención de ningún papiro. Ella no tenía ninguna relación con el gobierno, agregó para tranquilizar a la anciana. Su interés era puramente académico.

—No —dijo Aida después de una pausa incómoda—. No había ningún papiro. Mi marido hubiera sido incapaz de robar un papiro de la tumba.

—Aida —dijo suavemente Erica—, yo nunca dije que su marido se hubiera apropiado de un papiro.

—Sí lo dijo. Dijo que mi marido…

—No. Simplemente pregunté si alguna vez él dijo algo sobre un papiro. No lo estoy acusando.

—Mi marido era un hombre bueno. Tenía una buena reputación.

—Por supuesto. Carter era un individuo exigente. Su marido necesariamente debió ser el mejor. Nadie está poniendo en duda la reputación de su marido.

Se produjo otro largo silencio. Finalmente Aida se dio vuelta para mirar a Erica.

—Mi marido ha muerto hace más de veinte años. Me dijo que nunca mencionara el papiro. Y no lo he hecho, ni siquiera después de su muerte. Pero tampoco nadie me lo ha mencionado a mí. Por eso me impresionó tanto lo que usted dijo. En cierto modo es un alivio hablar con alguien. ¿No se lo dirá a las autoridades?

—No, no lo haré —prometió Erica—. Eso depende de usted. ¿De manera que había un papiro y su marido lo tomó de la tumba?

—Sí —dijo Aida—. Hace muchísimos años.

En ese momento Erica se imaginó lo sucedido. Raman había sacado el papiro y sin duda luego lo habría vendido. Iba a ser difícil encontrarlo.

—¿Cómo consiguió su marido sacar el papiro de la tumba?

—Me dijo que lo había tomado ese primer día, en cuanto lo vio en la tumba. ¡Todo el mundo estaba tan excitado por los tesoros! Pensó que contenía una maldición, y temió que si alguien se enteraba, detendrían la excavación. Lord Carnarvon estaba muy interesado en las ciencias ocultas.

Erica trató de imaginar los acontecimientos de ese día agitado. En su apuro por constatar la integridad de la pared que conducía a la cámara funeraria, Carter no debió ver el papiro y los demás estarían demasiado deslumbrados por el esplendor de los objetos que los rodeaban, para darse cuenta de su existencia.

—¿Y el papiro contenía una maldición?

—No. Mi marido dijo que no. Jamás se lo mostró a ninguno de los egiptólogos. En vez de eso, fue copiando pequeñas secciones y pidió a los expertos que se las tradujeran. Finalmente las juntó todas. Pero afirmó que no era una maldición.

—¿Y le dijo de qué se trataba? —Preguntó Erica.

—No. Lo único que dijo fue que había sido escrito en la época de los faraones por un hombre inteligente que quiso dejar constancia de que Tutankamón había ayudado a Seti I.

El corazón de Erica latió apresuradamente. El papiro asociaba a Tutankamón con Seti I, igual que la inscripción de la estatua.

—¿Tiene idea de lo que sucedió con el papiro? ¿Su marido lo vendió?

—No. No lo vendió —dijo Aida—. Lo tengo yo.

Erica se puso pálida de emoción. Y mientras permanecía como paralizada, Aida se fue hasta la pala que colgaba de la pared.

—Howard Cárter le regaló esta pala a mi marido —dijo Aida. Tironeó el mango de madera hasta separarlo de la hoja grabada. En la punta del mango había un hueco—. Este papiro no ha sido tocado durante cincuenta años —continuó diciendo Aida mientras luchaba por extraer el documento que comenzaba a desmenuzarse. Lo extendió sobre la mesa, usando ambos extremos de la pala como pisapapeles.

Erica se puso de pie lentamente, y dejó que sus ojos se regodearan en el texto del jeroglífico. Se trataba de un documento oficial con los sellos del Estado. Distinguió inmediatamente los sellos de Seti I y de Tutankamón.

—¿Me permite fotografiarlo? —Preguntó Erica que casi ni se animaba a respirar.

—Con tal de que con eso no se eche una sombra sobre el nombre de mi marido —contestó Aida.

—Se lo puedo prometer —aseguró Erica, atareada con su cámara fotográfica—. No haré nada sin su permiso. —Tomó varias fotografías y se aseguró de que fueran suficientemente nítidas como para permitirle trabajar.— Gracias —dijo cuando terminó—. Y ahora pongamos el papiro nuevamente en su lugar, pero por favor, trátelo con cuidado. Puede ser valiosísimo y hasta podría hacer famoso el nombre de Raman.

—Más que eso me preocupa la reputación de mi marido —dijo Aida—. Por otra parte, el nombre de Raman muere conmigo. Tuvimos dos hijos, pero ambos murieron en las guerras.

—¿Su marido no tenía ningún otro objeto procedente de la tumba de Tutankamón? —Preguntó Erica.

—¡Oh no! —exclamó Aida.

—Muy bien. Traduciré el papiro y después le contaré lo que dice para que decida lo que quiere hacer con él. No les diré nada a las autoridades. Eso lo tendrá que decidir usted misma. Pero, por ahora, no se lo muestre a nadie. —Erica ya se había puesto posesiva con su descubrimiento.

Al salir de la casa de Aida Raman, comenzó a debatirse respecto a la mejor forma de regresar al hotel. El solo pensamiento de caminar seis kilómetros hasta el embarcadero del ferry la deprimía, y decidió arriesgarse a tomar el sendero que corría detrás de la casa de Aida Raman y caminar hasta el Valle de los Reyes. Allí, sin duda conseguiría un taxi.

Aunque trepar el risco fuese cansador el panorama era espectacular. Qurna había quedado directamente debajo de ella. Justo detrás del pueblo, anidada en la montaña, se encontraban las ruinas majestuosas del Templo de la Reina Hatshepsut. Erica continuó trepando hasta llegar a la cima y desde allí miró hacia abajo. Delante de sus ojos se extendía el verde valle, con el Nilo serpenteando en el centro. Protegiéndose los ojos del sol, dirigió la mirada hacia el oeste. Delante de ella estaba el Valle de los Reyes. Desde el sitio privilegiado en que estaba, la joven alcanzaba a ver, más allá del valle, los picos color rojo óxido de las montañas tebanas en el lugar en que éstas se confundían con el grandioso Sahara. Erica tuvo una sensación de abrumadora soledad.

Descender al valle fue relativamente fácil, aunque en la parte más inclinada del sendero tuvo que cuidarse de las piedras sueltas. El caminito convergía con otro más ancho procedente de la ahora ruinosa Villa de la Verdad, en la que Erica sabía habían vivido los antiguos obreros de la Necrópolis. Cuando finalmente llegó al valle tenía mucho calor y estaba tremendamente sedienta. A pesar de sus deseos de regresar al hotel y comenzar a trabajar cuanto antes en la traducción del papiro, caminó hacia el atestado quiosco de refrescos. Y mientras subía los escalones que conducían al edificio, no pudo dejar de pensar en Sarwat Raman.

Realmente era una historia sorprendente. El árabe había robado un papiro porque temía que contuviese una antigua maldición. ¡Y le preocupaba la posibilidad de que esa maldición detuviera los trabajos de excavación!

Compró una Pepsi-Cola y encontró una silla vacía en la terraza. Observó la estructura de la casa de descanso. Había sido construida con piedras del lugar. Erica se maravilló de que Raman mismo la hubiese edificado. Deseó haber conocido a ese hombre. Sobre todo había una pregunta que le hubiese gustado hacerle. ¿Por qué no buscó la forma de devolver el papiro, una vez que se enteró de que no contenía una maldición? Obviamente el hombre no había deseado venderlo. La única explicación que a Erica se le ocurrió, fue que hubiese tenido miedo de afrontar las consecuencias de su acción. Bebió un largo trago de Pepsi y sacó una de las fotografías del papiro. A primera vista se dio cuenta de que debía leerse en la forma habitual: de la parte inferior derecha hacia arriba. En el principio del texto tropezó con un nombre propio, y casi no pudo creer lo que veían sus ojos. Lentamente, pronunció el nombre para sí misma: Nenephta… ¡Mi Dios!

Al ver un grupo de turistas que subía a un ómnibus, Erica pensó que a lo mejor conseguía que la llevaran hasta el embarcadero. Volvió a guardar las fotografías en el bolsón de lona, y rápidamente buscó el baño de damas. Un mozo le informó que los cuartos de descanso estaban justo debajo del quiosco de refrescos, pero después de encontrar la entrada, el olor ácido de la orina la desanimó. Decidió que podía esperar hasta llegar al hotel. Corrió hacia el ómnibus y llegó justo en el momento en que subían los últimos pasajeros.