Luxor 20.00 horas

Mientras cruzaba los extensos jardines que separaban el viejo Winter Palace del nuevo hotel, Erica comprendió el motivo por el que tantos Victorianos ricos elegían el Alto Egipto para pasar sus inviernos. Aunque el día había sido sumamente caluroso, una vez que el sol se ponía, refrescaba agradablemente. Mientras bordeaba la pileta de natación, vio que una bandada de niños norteamericanos aún la estaban disfrutando.

Había sido un día maravilloso. Las antiquísimas pinturas que había visto en las tumbas eran fabulosas, increíbles. Y después, cuando regresó al hotel, había encontrado dos notas, y ambas eran invitaciones. Una de Yvon y otra de Ahmed. Le costó decidirse, pero finalmente resolvió encontrarse con Yvon, con la esperanza de que pudiera haber descubierto nuevas informaciones respecto a la estatua. Yvon le había dicho por teléfono que cenarían en el comedor del New Winter Palace y que la pasaría a buscar a las ocho. Siguiendo un impulso, Erica le contestó que prefería encontrarse con él en el vestíbulo del hotel.

Yvon se había puesto un saco cruzado azul marino y pantalones blancos, y tenía el pelo castaño cuidadosamente peinado. El francés le ofreció el brazo para entrar al comedor.

El restaurante no era viejo, pero su poco armoniosa decoración que evidenciaba un intento fallido de imitar un elegante comedor continental le daba un aspecto decadente. Pero en cuanto Yvon comenzó a entretenerla con historias de su infancia en Europa, Erica olvidó todo lo que la rodeaba. La manera en que el francés describía su relación formal y muy fría con sus padres, hacía que la historia pareciera más cómica que deplorable.

—¿Y qué me cuentas de tu vida? —Preguntó Yvon mientras buscaba el atado de cigarrillos en su chaqueta.

—Yo vengo de otro mundo. —Erica miró su copa de vino y la hizo girar—. Crecí en una casa ubicada en una ciudad pequeña del Medio Oeste. Éramos una familia chica pero muy unida. —Erica apretó los labios y se encogió de hombros.

—¡Ummm! Tiene que haber más que eso —dijo Yvon con una sonrisa—. Pero no quiero ser mal educado… y no te sientas obligada a contarme.

Erica no pretendía ser reservada. Simplemente no pensaba que a Yvon le interesarían sus historias sobre Toledo, Ohio. Y no quería hablar de la muerte de su padre en un accidente aéreo, ni decir que se llevaba mal con su madre porque eran demasiado parecidas. Y de todos modos, prefería escuchar los cuentos de Yvon.

—¿Te has casado alguna vez? —Preguntó la muchacha.

Yvon rió y después estudió la cara de Erica.

—Soy casado —dijo con aire casual.

Erica desvió la mirada, segura de que la instantánea desilusión que había sufrido se reflejaba en sus ojos. Debió haberlo sabido.

—Hasta tengo dos hijos maravillosos —continuó Yvon—. Jean Claude y Michelle. Jamás los veo.

—¿Nunca? —La idea de que no viera a sus propios hijos le parecía incomprensible. Erica levantó la mirada; ya se había controlado.

—Los visito muy de vez en cuando. Mi mujer eligió vivir en St. Tropez durante el verano. De manera que…

—Tú vives solo en tu castillo —dijo Erica, adoptando un tono más superficial.

—No, el castillo es un lugar espantoso. Yo tengo un lindo departamento en París, en la Rué Verneuil.

Hasta que terminaron de comer y comenzaron a tomar el café, Yvon no se mostró dispuesto a hablar sobre la estatua de Seti I ni sobre la muerte de Abdul.

—Traje estas fotografías para que las vieras —dijo, sacando cinco fotografías del bolsillo de su saco y colocándolas frente a Erica—. Ya sé que viste a los asesinos de Abdul Hamdi sólo durante un segundo, ¿pero reconoces alguna de estas caras?

Tomando las fotografías, una a una, Erica las estudió.

—No —dijo por fin—. Pero que yo no los reconozca no quiere decir que no hayan sido ellos.

—Comprendo —dijo Yvon, recogiendo las fotografías—. No era más que una posibilidad. Dime, Erica, ¿has tenido algún problema desde que llegaste al Alto Egipto?

—Ninguno… excepto que estoy segura de que me están siguiendo.

—¿Siguiendo? —dijo Yvon.

—Es la única explicación que se me ocurre. Hoy, en el Valle de los Reyes, vi a un hombre que también creo haber visto en el Museo Egipcio. Es un árabe con una nariz grande y ganchuda, una sonrisa de desprecio y un diente que termina en punta. —Erica mostró los dientes y señaló su incisivo derecho. El gesto obligó a sonreír a Yvon, aunque no le agradaba que la joven hubiese individualizado a Khalifa—. Lo que te cuento no tiene nada de gracioso —continuó Erica—. Hoy me asustó simulando ser un turista mientras leía la página equivocada de su guía. Yvon —dijo, cambiando de tema—, ¿es cierto que tienes un avión? ¿Lo tienes aquí, en Luxor?

Yvon movió la cabeza, confundido.

—Sí, por supuesto. El avión está aquí, en Luxor. ¿Por qué?

—Porque quiero volver a El Cairo. Tengo que hacer un trabajo que me tomará alrededor de medio día.

—¿Cuándo? —Preguntó Yvon.

—Cuanto antes, mejor —replicó Erica.

—¿Qué te parece esta misma noche? —Estaba deseando que Erica estuviese de vuelta en la ciudad.

Erica se sorprendió ante el ofrecimiento, pero confiaba en Yvon, sobre todo ahora que sabía que era casado.

—¿Por qué no? —contestó.

Aunque nunca había viajado en un jet pequeño, se había imaginado que sería mucho más espacioso. Erica estaba sujeta en uno de los cuatro grandes asientos de cuero. En el sillón junto al de ella, Raoul, trataba de darle conversación, pero Erica estaba más interesada en lo que sucedía a su alrededor y también inquieta por el despegue. No creía en absoluto en los principios de la aerodinámica. Dentro de los grandes aviones no se preocupaba, porque el hecho de que un objeto tan inmenso pudiese volar le parecía lo suficientemente descabellado como para negarse a pensar en eso. Pero cuanto más pequeño era el avión, mayor era su desconfianza.

Yvon tenía un piloto a su servicio, pero ya que él mismo tenía carnet, generalmente prefería estar al frente de los controles de mando. En ese momento no había tránsito aéreo y les dieron salida inmediatamente. El pequeño jet que parecía un cuchillo carreteó ruidosamente por la pista y tomó altura mientras los dedos de Erica se ponían blancos de temor.

Una vez que estuvieron en ruta, Yvon abandonó los controles y fue a conversar con Erica, quien comenzaba a tranquilizarse.

—Me dijiste que la familia de tu madre es inglesa —dijo, dirigiéndose a Yvon—. ¿Crees que es posible que ella conozca a los Carnarvon?

—Pero sí. Yo mismo conocí al duque actual —contestó Yvon—. ¿Por qué preguntas?

—En realidad me interesa saber si la hija de Lord Carnarvon todavía vive. Creo que se llama Evelyn.

—No tengo la menor idea —contestó Yvon—, pero puedo averiguarlo. ¿Por qué quieres saberlo? ¿Has comenzado a interesarte en «La Maldición de los Faraones»? —Sonrió en la media luz de la cabina del avión.

—A lo mejor —dijo Erica en broma—. Tengo una teoría con respecto a la tumba de Tutankamón, y quiero investigarla. Te la contaré cuando obtenga más información. Pero te agradeceré mucho que averigües lo de la hija de Lord Carnarvon. Ah, otra cosa. ¿Alguna vez has oído el nombre Nenephta?

—¿Relacionado con qué?

—Relacionado con Seti I.

Yvon se quedó pensando un momento y después hizo un movimiento negativo con la cabeza.

—Nunca.

Tuvieron que sobrevolar la ciudad de El Cairo antes de que les concedieran permiso para aterrizar, pero una vez que lo hicieron las formalidades fueron breves. Era más de la una de la mañana cuando llegaron al hotel Méridien. La gerencia fue extraordinariamente cordial con Yvon, y aunque supuestamente el hotel estaba colmado, de alguna manera consiguieron una habitación para Erica justo al lado del cuarto que ocupaba Yvon sobre la terraza. Éste invitó a la muchacha a su suite para tomar una última copa después que se hubiera instalado.

El único equipaje de Erica consistía en su bolsón de lona en el que había puesto un mínimo de ropa, su maquillaje, y material de lectura. Había dejado las guías y la linterna en su habitación de Luxor. De modo que tenía poco que hacer en el sentido de «instalarse», y cruzó muy pronto la puerta que comunicaba su habitación con la sala de estar de la suite de Yvon.

En el momento en que Erica entró el francés se había quitado el saco, arremangándose la camisa, y se disponía a abrir una botella de Dom Perignon. Ella aceptó una copa de champagne, y por un momento, las manos de ambos se tocaron. Repentinamente Erica se dio cuenta de lo extraordinariamente buen mozo que era Yvon. Sintió que, desde la noche en que se conocieron, todo los había ido conduciendo hacia ese momento. Yvon estaba casado y obviamente no la tomaba en serio, pero bueno, ella tampoco lo tomaba en serio a él. Decidió tranquilizarse y dejar que la noche siguiera su curso. Pero la joven comenzó a sentirse extrañamente excitada y, para dominar su turbación, se sintió obligada a hablar.

—¿Por qué te interesas tanto por la arqueología?

—Comenzó a interesarme en París, cuando todavía era un estudiante. Algunos de mis amigos me convencieron de que ingresara en la École de Langue Oriéntale. Me fascinó, y por primera vez en mi vida trabajé como un loco. Hasta entonces nunca había sido un buen estudiante. Estudié árabe y copto. Pero lo que me interesaba era Egipto. Supongo que lo que te digo es más bien una explicación que un motivo. ¿Te gustaría contemplar el paisaje desde la terraza? —Extendió la mano para tomar la de Erica.

—Me encantaría —contestó ella, y su pulso se aceleró. Le gustaba lo que estaba sucediendo. No le importaba si Yvon la estaba usando, si simplemente se sentía obligado a llegar a la cama con todas las mujeres atractivas que conocía. Por primera vez en su vida se dejó llevar por el deseo.

Yvon abrió la puerta y Erica salió a la terraza cubierta por un enrejado. Mientras miraba fijamente la ciudad de El Cairo que se extendía frente a ella bajo un cielo tachonado de estrellas, percibió el perfume de las rosas. La ciudadela con sus atrevidos minaretes aún estaba iluminada. Directamente frente a ellos se hallaba la isla de Gezira, rodeada por el oscuro río Nilo.

Erica sentía la presencia de Yvon a sus espaldas. Cuando levantó la mirada para fijarla en la cara angular del hombre, él la estaba estudiando. Lentamente estiró la mano y pasó la punta de los dedos por el pelo de Erica, luego le tomó la nuca y la atrajo hacia él. Primero la besó tentativamente, sensible a las emociones de la muchacha, y después más abiertamente, hasta desembocar en una verdadera oleada de pasión.

Erica estaba sorprendida ante la intensidad de su propia respuesta. Yvon era el primer hombre con quien había tenido contacto físico desde que había conocido a Richard, y no sabía cómo reaccionaría su cuerpo. Pero en ese momento recibió a Yvon con los brazos abiertos, tan excitada como él.

Se quitaron la ropa con toda naturalidad mientras sus cuerpos se hundían lentamente en la alfombra oriental. Y en la luz suave y silenciosa de la noche egipcia hicieron el amor con intenso abandono, teniendo como mudo testigo de su pasión a la ciudad palpitante que se extendía más abajo.