Abydos 11.30 horas

Erica pasaba de una habitación increíble a la siguiente, explorando el templo de Seti I. Por fin estaba experimentando el misterio electrizante de Egipto. Los bajorrelieves eran magníficos. Planeó regresar a Abydos algunos días más tarde para realizar un trabajo serio de traducción de las valiosísimas inscripciones jeroglíficas que cubrían las paredes del templo. Por el momento, lo único que hizo fue examinar los textos para comprobar si el nombre de Tutankamón aparecía alguna vez entre las inscripciones de Seti. No lo encontró, con excepción de una sala llamada la Galería de los Reyes, en la que aparecía una lista cronológica de casi todos los faraones del Antiguo Egipto.

Mientras caminaba a través de las cámaras interiores, cuyo techo aún permanecía intacto, usó la linterna para revisar los jeroglíficos.

Erica repitió para sus adentros una traducción abreviada de la frase tallada en la estatua de Seti I: «Descanso eterno concedido a Seti I, que reinó después de Tutankamón». Tuvo que admitir que, para ella, la frase no tenía más sentido allí, en el interior del templo de Seti I, que el que había tenido en el balcón de su habitación del Hilton. Revolviendo su bolsón, extrajo la fotografía de los jeroglíficos de la estatua de Houston. Buscó dentro del templo, tratando de encontrar una combinación de signos parecida. Fue un proceso lento, y en definitiva no tuvo éxito. Al principio ni siquiera pudo encontrar el nombre de Seti ligado al del dios Osiris, como estaba escrito en la estatua. En el templo generalmente se lo identificaba con el dios Horus.

La mañana transcurrió con toda felicidad para Erica, que se olvidó completamente del calor y del apetito que pudiera sentir. Eran más de las tres de la tarde cuando, a través de la capilla de Osiris, pasó al santuario interior de ese dios. Alguna vez el lugar había sido un espléndido vestíbulo, cuyo techo estaba sostenido por diez columnas. En ese momento el sol inundaba la habitación, iluminando los magníficos bajorrelieves asociados con el culto de Osiris, el dios de los muertos.

No había otros turistas dentro del arruinado vestíbulo, y Erica se movió lentamente, sin que nadie la molestara en su contemplación admirativa de la artesanía de los murales esculpidos. En el extremo opuesto del desierto vestíbulo, llegó hasta una puerta baja. Del otro lado, estaba completamente oscuro. Consultando su Baedeker, se enteró de que la habitación era sólo una cámara con cuatro columnas.

Burlándose de sus propios recelos, Erica sacó la linterna y se agachó para trasponer la puerta. Lentamente paseó el rayo de luz por las paredes, columnas y techo de esa habitación mortalmente silenciosa. Con gran cuidado, eligió su camino a través del piso irregular y caminó alrededor de las pesadas columnas. En el extremo opuesto de la cámara se hallaban las entradas de tres capillas dedicadas a Isis, Seti I y Horus. Llena de ansiedad, Erica penetró en la capilla de Seti I; el hecho de que estuviera ubicada dentro del santuario de Osiris resultaba alentador.

En la pequeña capilla no entraba un solo rayo de luz. La linterna de Erica iluminaba una zona muy reducida. El resto del lugar se perdía en la oscuridad más completa. Comenzó a deslizar la luz de la linterna por la habitación, pero casi inmediatamente vislumbró entre los jeroglíficos un sello de Seti I exactamente igual al de la estatua. Era Seti, identificado con Osiris.

Erica escudriñó los jeroglíficos cercanos al sello, adivinando que el texto corría verticalmente de izquierda a derecha. Sin necesidad de traducirlo palabra por palabra, comprendió rápidamente que la pequeña capilla había sido terminada después de la muerte de Seti y que era utilizada para los rituales de Osiris. Y entonces se topó con algo extraño. Parecía un nombre propio. Increíble. Jamás aparecían nombres propios en los monumentos faraónicos. Erica unió los sonidos del jeroglífico. Ne-neph-ta.

Dirigió entonces el haz de luz hacia el piso, para dejar su bolsón en el suelo. Quería fotografiar ese curioso nombre. Comenzó a inclinarse, pero se congeló de espanto. Dentro del círculo de luz había una cobra con la cabeza levantada y el cuerpo arqueado, cuya lengua en forma de tenedor se movía como un látigo en miniatura y cuyos ojos amarillos de negras pupilas la miraban fijamente con mortal concentración. Erica estaba paralizada de terror. Hasta que la serpiente no bajó la cabeza y comenzó a deslizarse del lugar en que estaba encaramada, Erica no fue capaz de moverse. Recién entonces consiguió darse vuelta y mirar hacia la puerta baja de la capilla. Después de asegurarse de que la cobra se alejaba, la muchacha huyó rumbo a la luz del sol y regresó, con las piernas temblorosas, a la entrada del templo.

El guardián le agradeció la información, diciendo que hacía años que trataban de matar a esa cobra. Luego, el santuario de Osiris fue cerrado.

A pesar del episodio de la víbora, Erica abandonó el templo a regañadientes para emprender el regreso a Balianeh. Había sido un día maravilloso. Lo único que la desilusionaba era tener que esperar para obtener una fotografía del nombre de Nenephta. Había decidido investigar ese nombre, y se preguntó si se trataría de alguno de los visires de Sed.

El tren con destino a Luxor, partió con sólo cinco minutos de retraso. Erica se instaló en su asiento con los libros sobre Tutankamón, pero el paisaje atrajo toda su atención. El valle del Nilo comenzaba a estrecharse, de modo que en algunos lugares se alcanzaba a contemplar ambas riberas cultivadas. Y mientras el sol se acercaba al horizonte en el oeste, Erica vio que la gente regresaba a sus hogares. Niños montados sobre bueyes. Hombres que conducían burros cargados. Desde el tren, Erica pudo ver los patios domésticos, y se preguntó si esa gente, en sus casas de adobe, sentía la seguridad y el amor que describían los mitos pastorales… ¿o estaban siempre conscientes de su precaria forma de vida? En cierto sentido, esas existencias eran intemporales, un momento de tiempo prestado.

Al llegar a Nag Hammadi, el tren cruzó de la ribera oeste a la ribera este del Nilo y penetró en una larga franja de caña de azúcar que impedía ver el paisaje. Entonces Erica volvió a sus libros, tomando El descubrimiento de la tumba de Tutankamón, por Howard Cárter y A. C. Mace. Comenzó a leer, y a pesar de que el libro le era sumamente familiar, inmediatamente se sintió atrapada por él. Le resultaba una constante sorpresa que un hombre maduro y meticuloso como Carter fuese tan buen escritor. Cada página del libro contagiaba al lector el entusiasmo del descubrimiento y Erica se descubrió leyendo cada vez más rápido, como si estuviera ante un libro de suspense.

A medida que iban apareciendo, Erica estudiaba las soberbias fotografías tomadas por Harry Burton. Encontró particularmente interesante la de las dos estatuas de tamaño natural de Tutankamón que custodiaban la entrada de la cámara funeraria. Comparándolas con la estatua de Seti, comprendió por primera vez que ella era una de las pocas personas en el mundo que sabía que ambas estatuas de Seti formaban una pareja. Eso era muy importante, dado que las posibilidades de encontrar dos estatuas así eran sumamente remotas, mientras que no era raro que en el mismo sitio se desenterraran otras clases de objetos. Repentinamente, Erica cayó en la cuenta de que arqueológicamente, el lugar donde fueron encontradas las estatuas de Seti podía ser tan importante como las estatuas en sí. Probablemente llegar a localizar ese lugar fuese un objetivo más razonable que intentar encontrar la estatua. Mientras pensaba, Erica miró por la ventanilla la mancha borrosa de la caña de azúcar.

Probablemente la mejor manera de enterarse dónde habían sido descubiertas las estatuas, fuese hacerse pasar por una importante compradora de antigüedades para el Museo de Bellas Artes. Si conseguía convencer a la gente de que estaba dispuesta a pagar precios tope en dólares, era probable que le mostraran algunas piezas valiosas. Y si entre ellas aparecía material de la época de Seti, quizá pudiera averiguar el origen de las mismas. Pero había muchos «quizá». De todos modos era un plan de acción, particularmente si el hijo de Abdul Hamdi no estaba en condiciones de suministrarle más información.

El guarda recorrió el tren anunciando que llegaban a Luxor. Erica sintió una emoción anticipada. Sabía que Luxor era para Egipto lo mismo que Florencia para Italia: la joya. Al salir de la estación le esperaba otra sorpresa. Los únicos taxis disponibles eran coches de caballos. Sonriendo de placer, Erica decidió que ya amaba a Luxor.

Cuando llegó al hotel Winter Palace, descubrió por qué le había sido tan fácil conseguir habitación a pesar del cúmulo de turistas. Estaban remodelando el edificio, y para llegar a su habitación tenía que atravesar un vestíbulo sin alfombras en el segundo piso, cubierto de cantidad de ladrillos, arena y cemento. Sólo unas pocas habitaciones permanecían habilitadas. Pero la obra de remodelación no consiguió enfriar su entusiasmo. Le fascinaba el hotel. Tenía un encanto elegante y Victoriano. Cruzando el jardín estaba el Nuevo Winter Palace. Comparado con el edificio en el que ella se alojaba, el nuevo hotel era una estructura moderna, alta y de poco carácter. En lugar de contar con aire acondicionado, el cuarto de Erica tenía un cielo raso extraordinariamente alto del que colgaba un ventilador que movía lentamente sus largas paletas. Un par de ventanales franceses conducían a un balcón con baranda de hierro forjado, que miraba al Nilo.

El cuarto de baño, que no tenía ducha, estaba dominado por una enorme bañera de porcelana que Erica llenó inmediatamente hasta el tope. Acababa de sumergirse en el agua refrescante, cuando comenzó a sonar el teléfono antiguo que había en su cuarto. Primero tuvo ganas de no atender. Pero luego la curiosidad pudo más que la pereza, y envolviéndose en una toalla se dirigió al dormitorio y levantó el receptor.

—¡Bienvenida a Luxor, señorita Baron! —Era Ahmed Khazzan.

Por un momento, la voz del árabe hizo renacer todos sus temores. Aun cuando había decidido encontrar la estatua de Seti, sentía que la violencia y los peligros habían quedado atrás, en El Cairo. Y ahora las autoridades ya parecían haberle seguido la pista. Sin embargo, el tono del hombre era amistoso.

—Espero que disfrute de su estadía aquí —dijo.

—Estoy segura de eso —contestó Erica—. Avisé a su oficina que venía.

—Sí, recibí el mensaje. Por eso la llamo. Solicité en el hotel que me avisaran cuando llegara, para poder darle la bienvenida. Sucede, señorita Baron, que yo tengo una casa en Luxor. Vengo tanto como puedo.

—Ya veo —comentó Erica, mientras se preguntaba adónde iría a parar esa conversación.

—Bueno, señorita Baron —dijo Ahmed, después de carraspear—, me pregunto si le gustaría cenar conmigo esta noche.

—¿Se trata de una invitación oficial o social, señor Khazzan?

—Puramente social. Puedo mandarla a buscar a las siete y media.

Erica pensó con rapidez. Parecía una invitación completamente inocua.

—Muy bien. Acepto encantada.

—Magnífico —dijo Ahmed, obviamente contento—. Dígame, señorita Baron, ¿a usted le gusta andar a caballo?

Erica se encogió de hombros. En realidad hacía años que no montaba. Pero cuando niña le encantaba, y la idea de conocer a caballo la antigua ciudad le resultó atractiva.

—Sí —contestó.

—Mejor aún —dijo Ahmed—. Póngase ropa cómoda para montar y le mostraré un poquito de Luxor.

Aferrándose con fuerza a la montura Erica permitió que el negro padrillo se desfogara cuando llegaron al borde del desierto. El animal respondió lanzándose en una carrera desenfrenada y subió a todo galope la pequeña colina de arena, galopando por la cima durante más de un kilómetro. Finalmente Erica lo sofrenó para esperar a Ahmed. El sol acababa de ponerse, pero todavía había luz y, desde las alturas, contempló las ruinas del templo de Karnak. Del otro lado del río, más allá de las praderas de regadío, se erigían agudas las montañas de Tebas. Desde donde ella estaba, hasta se alcanzaban a distinguir algunos de los caminos de entrada a las tumbas de los nobles. Erica quedó hipnotizada por el paisaje, y el palpitante animal que montaba la hizo sentir transportada al pasado. Ahmed la alcanzó, pero se abstuvo de hablar. Presintió los pensamientos de la joven y no quiso interrumpirlos. En la penumbra, Erica echó una rápida mirada de soslayo al agudo perfil de su acompañante. Éste se había puesto ropa blanca de algodón y tenía la camisa arremangada y abierta hasta la mitad del pecho. Su pelo negro y brillante estaba despeinado por el viento, y pequeñas gotas de transpiración le perlaban la frente.

Erica todavía estaba sorprendida por la invitación, y no conseguía olvidar el cargo oficial de Ahmed. Desde que ella llegó el árabe había sido sumamente cordial, pero poco comunicativo. Se preguntó si en realidad su interés no seguía siendo Yvon de Margeau.

—Esto es precioso, ¿verdad? —Preguntó Ahmed por fin.

—Magnífico —contestó Erica. Luchó con el padrillo que parecía ansioso por continuar la marcha.

—Yo amo Luxor. —Y Ahmed se dio vuelta para mirarla con expresión seria pero intrigada.

Erica estaba segura de que iba a agregar algo más, pero Ahmed la contempló durante algunos minutos y luego desvió la mirada para fijarla en el paisaje del Nilo. Y mientras permanecían allí en silencio, las sombras de las ruinas se hicieron más profundas anunciando la llegada de la noche.

—Perdón —dijo él finalmente—. Usted debe estar muerta de hambre. Vamos a cenar.

Cabalgaron de regreso a la rústica casa de Ahmed rodeando el Templo de Karnak y costeando el Nilo. Pasaron junto a una chalupa cuyos tripulantes cantaban suavemente mientras arriaban las velas y la anclaban cerca de la orilla. Cuando llegaron, Erica ayudó a desensillar los caballos. Luego ambos se lavaron las manos en un cubo de madera del patio antes de entrar en la casa.

El ama de llaves había preparado todo un banquete y lo sirvió en el living. Esa noche la comida favorita de Erica fue una sopa preparada con arvejas, lentejas y berenjenas. Estaba cubierta con aceite de sésamo y sutilmente sazonada con ajo, maní y alcaravea. Ahmed se sorprendió de que ella no la hubiera comido nunca. El plato principal era de ave, y Erica pensó que se trataba de trozos de gallina. Ahmed le explicó que era hamama, o paloma. Había sido asada sobre carbones.

En su casa el árabe se distendió, y la conversación resultó fácil. Hizo a Erica mil preguntas respecto a su infancia y a su adolescencia en Ohio. Ella se sintió un poco incómoda cuando explicó su procedencia judía, y le sorprendió que eso no le importara absolutamente nada a Ahmed. Éste le aclaró que en Egipto el enfrentamiento entre árabes y judíos era un asunto político e involucraba a Israel y no a los judíos. Los egipcios no los consideraban sinónimos.

Ahmed se interesó particularmente por el departamento de Erica en Cambridge, y le hizo contarle mil detalles triviales. Recién cuando ella terminó la descripción, el hombre le confió que había estado en Harvard. Y a medida que transcurría la comida, Erica se dio cuenta de que era un hombre reservado, pero no introvertido. Si uno le hacía preguntas, estaba perfectamente dispuesto a hablar sobre sí mismo. Hablaba un inglés maravilloso, con un leve acento británico adquirido durante sus días en Oxford, donde se había doctorado. Era una persona llena de sensibilidad, y cuando Erica le preguntó si había salido con muchachas norteamericanas, le contó la historia de Pamela con tanto sentimiento que Erica sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. Entones la escandalizó con el final de la historia. Había abandonado Boston para dirigirse a Inglaterra, cortando simplemente de cuajo la relación con Pamela.

—¿Quiere decir que nunca se escribieron? —Preguntó Erica con incredulidad.

—Nunca —respondió Ahmed tranquilamente.

—Pero ¿por qué? —quiso saber Erica. Adoraba los finales felices y aborrecía las historias que terminaban mal.

—Yo sabía que tenía que regresar a mi país —dijo Ahmed, desviando la mirada—. Me necesitaban aquí. Se suponía que dirigiría el Departamento de Antigüedades. En esa época, no había tiempo para pensar en romances.

—¿Y nunca ha vuelto a ver a Pamela?

—No.

Erica bebió un poco de té. La historia de Pamela le despertó molestos sentimientos respecto a los hombres y al abandono. Pero Ahmed no parecía ser ese tipo de hombre. Quiso cambiar el tema.

—¿Alguien de su familia lo visitó mientras estuvo en Massachusetts?

—No… —Ahmed hizo una pausa y después agregó—, en realidad mi tío fue a los Estados Unidos justo antes de que yo partiera.

—¿Durante tres años nadie lo visitó y usted no regresó a su hogar?

—Así es. Boston queda un poco lejos de Egipto.

—¿Y no se sentía solo y extrañaba su casa?

—Terriblemente, hasta que encontré a Pamela.

—¿Y su tío conoció a Pamela?

En ese momento Ahmed estalló. Arrojó su taza de té contra la pared, rompiéndola en mil pedazos. Erica quedó atónita.

El árabe enterró la cabeza entre las manos y ella pudo oír su pesada respiración. Se produjo un incómodo silencio, mientras Erica se debatía entre el miedo y la comprensión. La intrigaban Pamela y el tío de Ahmed. ¿Qué pudo haber sucedido para que, al evocarlo, provocara tal ataque de pasión?

—Perdóneme —dijo Ahmed, con la cabeza aún inclinada.

—Lamento si dije algo inconveniente —murmuró Erica depositando su taza de té—. Quizá sería mejor que regresara al hotel.

—No, por favor no se vaya —dijo Ahmed levantando la cabeza. Estaba ruborizado—. No es culpa suya. Lo que sucede es que he estado sometido a muchas tensiones. No se vaya. Por favor. —Se puso de pie de un salto para servirle más té, y buscó otra taza para él. Entonces, para aliviar la atmósfera que se había creado, sacó algunas antigüedades que el Departamento había confiscado recientemente.

Erica las admiró, especialmente una hermosísima figura tallada en madera. Comenzó a sentirse más cómoda.

—¿Tiene algún objeto de la época de Seti I, que haya sido confiscado en el mercado negro? —Con todo cuidado, colocó las piezas en una mesa cercana.

Ahmed la miró durante unos minutos, mientras pensaba.

—No, no lo creo. ¿Por qué lo pregunta?

—Por ningún motivo en particular, excepto que hoy visité el templo de Seti en Abydos. Y ya que hablamos de eso, ¿conoce el problema que tienen allí con una cobra?

—Las cobras constituyen un problema potencial en todas partes, especialmente en Aswan. Supongo que en realidad deberíamos advertir a los turistas. Pero no causan dificultades en los lugares más poblados. Y de todos modos, el problema de las cobras no se puede comparar con las complicaciones que nos produce el mercado negro. Hace sólo cuatro años hubo un saqueo inmenso de piedras talladas en el Templo de Hathor en Dendera, ¡a plena luz del día!

Erica asintió, demostrando su comprensión.

—Este viaje me ha enseñado el poder destructivo que tiene el mercado negro. En verdad, he decidido que, aparte de mi trabajo de traducciones, voy a tratar de hacer algo al respecto.

—Eso es algo muy peligroso —dijo Ahmed, levantando súbitamente la mirada—. No se lo recomiendo en absoluto. Para darle una idea de lo peligroso que es, le contaré que hace más o menos dos años vino a Egipto un joven idealista norteamericano, procedente de Yale, que se propuso la misma meta que usted. Desapareció sin dejar rastros.

—Bueno —dijo Erica—. Yo no soy ninguna heroína. Lo único que tengo son algunas ideas pacíficas que quiero llevar a la práctica. ¿Usted conoce la ubicación exacta de la tienda de antigüedades del hijo de Abdul Hamdi, aquí, en Luxor?

Ahmed desvió la cara. Su mente revivió en forma nítida el espectáculo del cuerpo torturado de Tewfik Hamdi. Cuando se dio vuelta para mirar a Erica, el rostro de Ahmed estaba tenso.

—Tewfik Hamdi, igual que su padre, ha sido asesinado hace poco. En este momento está sucediendo algo que no alcanzo a comprender, pero que la policía y mi departamento investigan. Usted ya ha sufrido una serie de contrariedades, de manera que le ruego que se concentre en su trabajo de traducciones y que no intervenga.

Erica quedó atónita ante la noticia de la muerte de Tewfik Hamdi. ¡Otro asesinato! Trató de pensar en lo que eso podría significar, pero a esa altura del día y después de tanta actividad, comenzaba a sentirse cansada. Ahmed notó la fatiga de la muchacha y se ofreció a acompañarla de regreso, cosa que Erica aceptó complacida. Llegaron al hotel antes de las once, y después de agradecer a Ahmed su hospitalidad, Erica se retiró a su cuarto, cerrando cuidadosamente la puerta con llave.

Se desvistió despacio, anticipando el placer de acostarse. Mientras se quitaba el maquillaje, pensó en Ahmed. La intensidad de sentimientos del hombre la impresionaba, y a pesar de su explosión, ella había disfrutado muchísimo de la velada. Una vez cumplido su ritual de la noche, se metió en la cama. Justo antes de quedarse dormida, pensó en Ahmed y en Pamela; se preguntó… Pero el último pensamiento de Erica fue para un nombre surgido del lejano pasado: Nenephta.