Vestido con una camisa suelta y pantalones sport, Ahmed Khazzan se sentía bastante descansado. Todavía estaba perplejo por la muerte violenta de Gamal Ibrahim pero la atribuía a los inescrutables designios de Alá, y su sensación de culpa disminuyó. Como dirigente, sabía que era necesario que enfrentara episodios como ése.
La noche anterior había realizado su visita obligatoria a la casa de sus padres. Amaba profundamente a su madre, pero no aprobaba su decisión de permanecer en la casa cuidando de su padre inválido. Su madre había sido una de las primeras mujeres que en Egipto obtuvo un diploma universitario, y él hubiese preferido que hiciera valer su educación. Se trataba de una mujer sumamente inteligente que hubiera podido ser una gran ayuda para Ahmed. Su padre había sido muy mal herido en la guerra de 1956, la misma que había segado la vida de su hermano mayor. Ahmed no conocía una sola familia egipcia que no hubiese sido castigada por la tragedia de las múltiples guerras, y cuando lo pensaba, temblaba de furia.
Después de la visita al hogar de sus padres, Ahmed durmió largamente en su propia casa de ladrillos de Luxor. Su ama de llaves le había preparado un desayuno maravilloso consistente en pan fresco y café. Y Zaki lo había llamado, informándole que había despachado para Saqqara a dos agentes especiales de civil. El Cairo parecía estar tranquilo. Y quizá lo más importante de todo era que él mismo había podido manejar exitosamente una potencial crisis familiar. Un primo suyo, al que había promovido al cargo de jefe de guardia de la Necrópolis de Luxor, había comenzado a impacientarse y exigía ser trasladado a El Cairo. Ahmed intentó razonar con él, y cuando esa actitud no dio resultado, prescindió de toda diplomacia y, enojándose, le ordenó que permaneciera donde estaba. El padre de su primo, tío político de Ahmed, intentó intervenir. Ahmed se vio obligado a recordarle que su permiso como concesionario del puesto de refrescos del Valle de los Reyes podía ser fácilmente revocado. Y luego de haber solucionado ese asunto, finalmente pudo sentarse a trabajar con algunos papeles. De tal modo que ese día el mundo parecía mejor y más organizado que el día anterior.
Guardando en su portafolios el último memorándum que había llevado a Luxor para estudiar, Ahmed tuvo la sensación del deber cumplido. En El Cairo le hubiese tomado el doble del tiempo realizar el mismo trabajo. Estar en Luxor lo beneficiaba. Amaba a Luxor. La antigua Tebas. Para Ahmed había allí una magia en el aire que lo hacía sentirse feliz y en paz consigo mismo.
Se puso de pie en el gran living de su casa. Hecho de estuco de un blanco deslumbrante en su parte exterior, aunque rústica en su interior, estaba increíblemente limpia. El edificio había sido construido conectando una serie de estructuras de ladrillos ya existentes. El resultado era una casa angosta, de sólo seis metros de ancho, pero muy profunda y con un largo vestíbulo en el costado izquierdo. Sobre la derecha se encontraban los cuartos de huéspedes. La cocina estaba ubicada en la parte de atrás de la casa, y era muy primitiva, tanto que no tenía agua corriente. Detrás de la cocina había un pequeño patio con un establo al fondo en el que Ahmed guardaba su más preciada posesión: un padrillo árabe negro, de tres años de edad, llamado Sawda.
Ahmed había ordenado a su caballerizo que tuviera ensillado y listo a Sawda a las once y media. Se había propuesto que antes de almorzar interrogaría a Tewfik Hamdi, el hijo de Abdul Hamdi, en su tienda de antigüedades. Ahmed sentía que era importante que lo hiciera él mismo. Entonces, cuando se hubiera atemperado el calor del mediodía, pensaba cruzar el Nilo y cabalgar sin anuncio previo hasta el Valle de los Reyes para inspeccionar su nuevo sistema de seguridad. Tendría tiempo de regresar a El Cairo por la noche.
Cuando Ahmed apareció, Sawda pateaba el piso con impaciencia. El joven padrillo parecía un estudio renacentista, con cada músculo de su cuerpo definido en un mármol negro perfecto. La cabeza del caballo parecía haber sido agudamente cincelada, con un belfo resplandeciente. Y sus ojos rivalizaban con los de Ahmed en el intenso negro profundo. Una vez en marcha, Ahmed sintió la fortaleza y la vida en el exuberante animal que montaba. Le resultaba difícil impedir que el caballo se lanzara a una carrera desenfrenada. Ahmed sabía que la personalidad imprevisible de Sawda era un fiel reflejo de sus propias pasiones volátiles. Debido a la similitud existente entre ambos, para controlar el padrillo era necesario que empleara duras palabras en árabe y toda la fuerza de las riendas, para que caballo y jinete se movieran como si fueran uno solo, en la sombra salpicada de sol de las palmeras plantadas en la ribera del Nilo.
La tienda de antigüedades de Tewfik Hamdi era una de tantas instaladas en una serie de callejuelas serpenteantes y polvorientas detrás del antiguo Templo de Luxor. Todas ellas estaban ubicadas en las proximidades de los hoteles más importantes, y dependían por completo de los incautos turistas para continuar existiendo. La mayor parte de los objetos que vendían eran falsificaciones fabricadas en la ribera oeste. Ahmed no conocía la ubicación exacta de la tienda de Tewfik Hamdi, de manera que una vez que llegó a la zona, preguntó por ella.
Le dieron la calle y el número, y la encontró sin dificultad. Pero estaba cerrada con llave. No había sido cerrada simplemente por ser la hora del almuerzo. Estaba tapiada con maderas, tal como se cerraban esas tiendas a la noche.
Ahmed ató a Sawda a la sombra y comenzó a preguntar por Tewfik en las tiendas vecinas. Las respuestas fueron contundentes. Su negocio había estado cerrado todo el día, y, sí, era extraño, porque Tewfik Hamdi jamás lo había abandonado en años. Uno de los propietarios agregó que la ausencia de Tewfik podía tener relación con la reciente muerte de su padre, acaecida en El Cairo.
Al volver hacia el lugar en donde había dejado atado a Sawda, Ahmed pasó directamente frente al negocio. Los tablones que habían sido clavados contra la puerta, le llamaron la atención. Mirándolos más de cerca, Ahmed descubrió una larga y reciente rajadura en uno de ellos. Aparentemente un trozo de tablón había sido quitado y luego vuelto a poner en su lugar. Ahmed insertó los dedos entre los tablones y tiró. Las maderas no se movieron en lo más mínimo. Cuando miró la parte superior de la primitiva persiana, se dio cuenta de que los tablones habían sido clavados al marco de la puerta desde el exterior, en lugar de haber sido asegurados desde adentro. Decidió que Tewfik Hamdi debió partir suponiendo que estaría ausente un largo tiempo.
Ahmed dio unos pasos atrás, acariciándose el bigote. Entonces se encogió de hombros y caminó hasta donde había dejado a Sawda. Pensó que probablemente era cierto que Tewfik Hamdi hubiese ido a El Cairo. Se preguntó si podría averiguar dónde vivía.
Camino a su caballo, Ahmed se encontró con un viejo amigo de su familia, y se detuvo a conversar; sin embargo, sus pensamientos no se detuvieron en las frases agradables que pronunciaba. Había algo particularmente perturbador en el hecho de que Tewfik hubiera clavado la puerta de su tienda. En cuanto pudo, Ahmed se excusó, rodeó la parte comercial de la calle y se internó en el laberinto de pasajes abiertos que conducían a la parte posterior de los negocios. El ardiente sol de mediodía se reflejaba en las paredes de estuco, perlándole la frente de transpiración. Sintió que un hilo de sudor le corría por la espalda.
En la parte posterior de las tiendas de antigüedades, Ahmed se encontró en una especie de conejera de refugios precarios. A su paso iba dispersando pollos y unos niños desnudos detuvieron sus juegos para mirarlo fijamente. Después de algunas dificultades y de equivocar el camino varias veces, Ahmed llegó a la puerta posterior de la tienda de antigüedades de Tewfik Hamdi. A través de las maderas de la puerta, pudo ver un pequeño patio de ladrillos.
Mientras varios niños pequeños lo observaban, Ahmed apoyó el hombro contra la puerta de madera y la forzó lo suficiente para poder entrar. El patio tenía alrededor de cuatro metros y medio de largo y otra puerta de madera en el extremo opuesto. A la izquierda había un portal abierto. Mientras Ahmed colocaba la puerta de madera en su posición original, vio una rata marrón oscuro que, saliendo del portal, cruzó el patio para meterse en un caño de desagüe. El aire estaba pesado, caliente y quieto.
El portal conducía a una pequeña habitación en la que aparentemente vivía Tewfik. Ahmed cruzó el umbral. Sobre una simple mesa de madera comenzaba a pudrirse un mango y había un trozo de queso de cabra cubierto por moscas. Todo el resto de los objetos de la habitación estaban abiertos y desperdigados por el piso. En un rincón, un armario tenía la puerta arrancada. El lugar estaba lleno de papeles diseminados por todas partes. Las paredes de ladrillo habían sido agujereadas. Ahmed observó el lugar con creciente ansiedad, tratando de comprender lo que había sucedido.
Rápidamente fue hasta la puerta que conducía a la tienda. Estaba sin llave y se abrió con un crujido. Adentro estaba oscuro. Sólo penetraban débiles rayos de luz por las hendijas de las tablas de la puerta del frente, y Ahmed se detuvo mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad. Oyó el ruido de pequeñas pisadas. Más ratas.
El desorden de la tienda era mucho mayor que el del dormitorio. Los enormes armarios que cubrían las paredes habían sido arrancados, astillados y luego tirados al centro de la habitación en donde formaban una enorme pila. Su contenido aparecía destrozado y diseminado por el cuarto. Era como si la tienda hubiese estado en el epicentro de un ciclón. Ahmed tuvo que levantar trozos de muebles rotos para poder entrar. Se abrió camino hasta el centro del local; entonces quedó como congelado. Había hallado a Tewfik Hamdi. Torturado. Muerto. Lo habían colocado sobre el mostrador de madera que estaba manchado de sangre seca. Cada una de sus manos había sido clavada al mostrador con un solo clavo, obligándolo a permanecer con los brazos en cruz. Le habían arrancado casi todas las uñas. Le habían tajeado las muñecas. Lo habían obligado a observarse desangrar hasta morir. Su cara sin sangre estaba pálida como la de un espectro, y tenía metido un trapo inmundo en la boca para silenciar sus gritos, convirtiendo sus mejillas en una grotesca protuberancia.
Ahmed espantó las moscas; notó que las ratas ya habían convertido el cadáver en un festín. La bestialidad de la escena lo sublevó, y el hecho de que hubiese ocurrido en su amada Luxor lo llenó de ira. Además lo embargó el pánico de que la enfermedad y los pecados de la ciudad de El Cairo se extendieran como una plaga. Ahmed supo que era necesario que él contuviera la peste.
Se inclinó para mirar los ojos sin vida de Tewfik Hamdi. Eran el espejo del horror que había sentido mientras le arrancaban la vida. Pero ¿por qué? Ahmed se irguió. El hedor de la muerte era abrumador. Cuidadosamente eligió su camino a través del piso regado de escombros dirigiéndose hacia el pequeño patio. La luz del sol le bañó el rostro con su calor y Ahmed permaneció allí un momento, respirando profundamente. Se dio cuenta de que no le sería posible regresar a El Cairo hasta que supiera más. Pensó en Yvon de Margeau. Siempre que ese hombre andaba por ahí, había problemas.
Ahmed se escurrió a través de la puerta que conducía a las callejuelas, y la cerró tras de sí. Decidió dirigirse directamente a la jefatura de policía ubicada cerca de la estación ferroviaria de Luxor, después llamaría a El Cairo. Mientras montaba a Sawda, se preguntó qué habría hecho Tewfik Hamdi o qué sabría para haber merecido un destino tan horrible.