La caminata parecía interminable. Los corredores se extendían delante de ella hasta que la perspectiva los reducía al tamaño de cabezas de alfiler. Y estaban atestados de gente. Egipcios vestidos de todas las formas posibles, desde trajes de seda hasta túnicas andrajosas, formaban colas frente a las diferentes puertas o salían a raudales de las oficinas. Algunos dormían sobre el piso, obligando a Erica y a su custodia a pasar sobre ellos. El aire estaba impregnado de humo de cigarrillos, de ajo y del olor grasoso del cordero.
Cuando Erica llegó a la primera oficina del Departamento de Antigüedades recordó la multitud de escritorios y de viejas máquinas de escribir que viera la noche anterior. La diferencia era que en ese momento estaban ocupados por empleados civiles, ostensiblemente ocupados. Después de esperar un momento, Erica fue conducida a la oficina de adentro. En su interior, el aire acondicionado y la frescura reinante resultaban un alivio inmenso.
Ahmed estaba parado detrás del escritorio, mirando por la ventana. Entre el edificio del Hilton y el esqueleto de la obra de un nuevo Hotel Continental se alcanzaba a ver un trozo del Nilo. Ahmed se dio vuelta en cuanto Erica entró en la oficina.
La joven estaba preparada para explicarle sus problemas a los borbotones, igual que un río desbordado, y rogarle luego que la ayudara. Pero algo en el rostro del árabe la contuvo. Tenía una expresión de profunda tristeza. Su mirada carecía de brillo y su espeso pelo negro estaba despeinado, como si se hubiera pasado las manos repetidamente por el cabello.
—¿Está usted bien, Ahmed? —Preguntó Erica, genuinamente preocupada.
—Sí —dijo Ahmed lentamente. Su voz era vacilante, depresiva—. Jamás imaginé que dirigir este departamento significaría una tensión tan grande. —Se sentó en su silla, cerrando por un momento los ojos.
Antes, Erica sólo había podido presentir la sensibilidad de Ahmed. En ese momento tuvo ganas de acercarse a él y consolarlo.
—Lo siento —dijo Ahmed, abriendo los ojos—. Siéntese, por favor.
Erica así lo hizo.
—Me han informado de lo que sucedió en el serapeum, pero me gustaría que usted misma me lo contara.
Erica comenzó por el principio. Ahmed no la interrumpió. Sólo habló cuando ella terminó de contarle lo ocurrido.
—El hombre que mataron se llamaba Gamal Ibrahim y trabajaba aquí en el Departamento de Antigüedades. Era un buen muchacho. —Los ojos del árabe se llenaron de lágrimas. Ante la emoción de un hombre tan fuerte, cosa poco común en los hombres norteamericanos que ella conocía, Erica olvidó sus propios problemas. Esa posibilidad masculina de revelar emociones era una característica que le atraía poderosamente. Ahmed bajó la vista y trató de dominarse antes de seguir hablando—. ¿Llegó a ver a Gamal alguna vez durante la mañana?
—No lo creo —respondió Erica sin demasiada convicción—. Es probable que lo haya visto en un puesto de refrescos en Memphis, pero no estoy segura.
Ahmed se pasó los dedos por el espeso cabello.
—Dígame —dijo—, ¿Gamal ya estaba sobre la plataforma de madera del serapeum cuando usted comenzó a subir la escalera?
—Así es —contestó Erica.
—¡Qué curioso! —exclamó Ahmed.
—¿Por qué? —Preguntó Erica.
Ahmed pareció levemente confuso ante la pregunta.
—Estaba sólo pensando —dijo evasivamente—. Nada tiene sentido.
—A mí me parece lo mismo, señor Khazzan. Y quiero asegurarle que no tuve nada que ver con todo ese asunto. Nada. Y creo que deberían permitir que llame a la embajada norteamericana.
—Puede llamar a la embajada si lo desea —dijo Ahmed—, pero francamente no pienso que haya ninguna necesidad.
—Creo que necesito ayuda.
—Señorita Baron, le pido perdón porque sé que se la ha molestado mucho hoy. Pero en realidad éste es problema nuestro. Puede llamar a quien quiera, cuando regrese a su hotel.
—¿No va a detenerme aquí? —Preguntó Erica, casi con miedo de creer lo que estaba oyendo.
—Por supuesto que no —respondió Ahmed.
—Ésa es una buena noticia —dijo Erica—. Pero hay otra cosa que debo contarle. Debí decírselo anoche, pero tenía miedo. De todos modos… —Respiró profundamente—. He pasado dos días muy extraños y angustiosos. No sé cuál de ellos fue peor. Por increíble que parezca, ayer a la tarde, inadvertidamente, fui testigo de otro asesinato. —Erica se estremeció involuntariamente—. Por casualidad vi a tres hombres matar a un viejo llamado Abdul Hamdi, y…
La silla de Ahmed rodó por el piso. El árabe había estado reclinado hacia atrás.
—¿Y vio a los asesinos? —Su sorpresa y su preocupación eran evidentes.
—Vi a dos de ellos. Al tercero no —contestó Erica.
—¿Podría identificar a aquéllos que vio? —Preguntó Ahmed.
—Posiblemente. No estoy segura. Pero quiero pedirle perdón por no habérselo dicho anoche. Estaba realmente asustada.
—Comprendo —dijo Ahmed—. No se preocupe. Yo me encargaré de ese asunto. Pero indudablemente tendremos que interrogarla.
—Más preguntas… —dijo Erica, sintiéndose desdichada—. En realidad me gustaría regresar a los Estados Unidos cuanto antes. Este viaje no se parece en nada a lo que yo había planeado.
—Lo siento, señorita Baron —dijo Ahmed, recobrando el aire de compostura de la noche anterior—. En las actuales circunstancias no se le permitirá partir hasta que estos asuntos se aclaren, o hasta que estemos seguros de que usted no puede sernos ya de utilidad. Lamento realmente que se haya visto envuelta en todo esto. Pero siéntase con plena libertad de movimiento; lo único que le pido es que me avise si piensa abandonar la ciudad de El Cairo. Además, le advierto que tiene todo el derecho del mundo de discutir el problema con su embajada, pero recuerde que ellos no pueden intervenir en nuestros asuntos internos.
—Que me impidan salir del país por lo menos es mucho mejor que ser encarcelada —dijo Erica sonriendo débilmente—. ¿Cuánto tiempo piensa que transcurrirá hasta que me permitan partir?
—Es difícil decirlo. A lo mejor una semana. Aunque le cueste, le sugiero que trate de pensar en las experiencias que ha tenido como infortunadas coincidencias. Creo que debe tratar de disfrutar su estadía en Egipto. —Ahmed jugueteó con sus lápices antes de seguir hablando—. Como representante del gobierno, me gustaría invitarla a cenar esta noche para demostrarle que Egipto puede ser placentero.
—Gracias —dijo Erica, genuinamente conmovida por la preocupación de Ahmed—, pero me, temo que esta noche ya estoy comprometida con Yvon de Margeau.
—Ah, ya veo —dijo Ahmed desviando la mirada—. Bueno, por favor acepte mis disculpas en nombre del gobierno. Haré que la conduzcan de regreso a su hotel, y le prometo que me mantendré en contacto con usted.
Se puso de pie y estrechó la mano de Erica a través del escritorio. Su apretón fue agradablemente fuerte y firme. Erica salió de la oficina, sorprendida de que la conversación hubiera terminado tan abruptamente, y atónita ante su inesperada libertad.
En cuanto Erica se fue, Ahmed mandó llamar a Zaki Riad, el director asistente. Riad tenía quince años de antigüedad en el departamento, pero Ahmed, en su carrera meteórica había sido nombrado director pasando por encima de él. Aunque se trataba de un hombre inteligente y rápido, físicamente Zaki parecía el reverso exacto de Ahmed. Era obeso, tenía facciones indefinidas y su cabello era tan oscuro y enrulado como el de una oveja caracul.
Ahmed había caminado hasta el gigantesco mapa de Egipto, y se dio vuelta cuando su asistente tomó asiento.
—¿Qué piensas de todo esto, Zaki?
—No tengo la menor idea —contestó Zaki secándose la frente perlada de transpiración a pesar del aire acondicionado. El hombre gozaba cuando Ahmed tenía problemas.
—No consigo imaginarme por qué mataron a Gamal —exclamó Ahmed, golpeando el puño contra la palma de la mano—. ¡Dios, un hombre joven y con hijos! ¿Crees que su muerte tiene relación con el hecho de que estaba siguiendo a Erica Baron?
—No veo por qué —contestó Zaki—, pero supongo que existe una posibilidad de que sea así. —Ese último comentario fue hecho con intención de molestar a Ahmed. Zaki se metió la pipa apagada en la boca, sin importarle que las cenizas le rociaran el pecho.
Ahmed se cubrió los ojos con la mano, se refregó la cabeza, y comenzó a acariciarse lentamente el bigote.
—Lo que pasa es que no tiene sentido. —Se dio vuelta para mirar el inmenso mapa—. Me pregunto si está sucediendo algo en Saqqara. A lo mejor se han producido nuevos descubrimientos ilícitos de tumbas. —Volvió a su escritorio y se sentó—. Para peor, las autoridades de inmigración me notificaron que Stephanos Marcoulis llegó a El Cairo hoy. Como sabes, él no viene muy a menudo. —Ahmed se inclinó hacia adelante y miró directamente a Zaki Riad—. Dime, ¿qué ha informado la policía con respecto a Abdul Hamdi?
—Muy poco —contestó Zaki—. Aparentemente el hombre fue robado. La policía descubrió que recientemente el viejo había experimentado un cambio importante en su situación económica, mudando su antigua tienda de Luxor a El Cairo. Al mismo tiempo pudo comprar una cantidad de piezas valiosas. Debe haber tenido algo de dinero. De modo que lo robaron.
—¿Se te ocurre de dónde procedía ese dinero? —Preguntó Ahmed.
—No, pero hay alguien que puede saberlo. El viejo tiene un hijo que quedó a cargo de la tienda de antigüedades de Luxor.
—¿Y la policía ha hablado con el hijo? —Preguntó Ahmed.
—Que yo sepa, no —dijo Zaki—. Ésa es una actitud demasiado lógica para pretender que la adopte la policía. En realidad, el asunto no les interesa en absoluto.
—A mí me interesa —dijo Ahmed—. Haz los arreglos para que yo viaje a Luxor por avión esta noche. Visitaré al hijo de Abdul Hamdi mañana por la mañana. También quiero que envíes varios guardias adicionales a la Necrópolis de Saqqara.
—¿Estás seguro de que éste es el momento indicado para que abandones El Cairo? —Preguntó Zaki, apuntándolo con la pipa—. Como acabas de decir, la presencia de Stephanos Marcoulis indica que está sucediendo algo.
—A lo mejor, Zaki —dijo Ahmed—, pero creo que necesito alejarme y pasar un día o dos en mi casa junto al Nilo. No puedo evitar una sensación de tremenda responsabilidad por la muerte del pobre Gamal. Y cuando me siento deprimido hasta este punto, Luxor es para mí un bálsamo emocional.
—¿Y qué hacemos con respecto a Erica Baron, la mujer norteamericana? —Zaki encendió su pipa con un encendedor de acero inoxidable.
—Ella está bien. Está asustada, pero ya se había repuesto cuando abandonó la oficina. No sé cómo reaccionaría yo si hubiese sido testigo de dos crímenes en veinticuatro horas, especialmente si una de las víctimas hubiera caído sobre mí.
Zaki fumó pensativamente su pipa antes de continuar hablando.
—Es extraño. Pero, Ahmed, cuando te pregunté por la señorita Baron, no estaba preguntando por su salud. Quiero saber si deseas que continuemos siguiéndola.
—No —dijo Ahmed con enojo—. Esta noche no. Va a estar con de Margeau. —Casi en el instante de pronunciar esas palabras, Ahmed se sintió avergonzado. Su emoción estaba fuera de lugar.
—Estás extraño, Ahmed —comentó Zaki, observando muy atentamente al director. Hacía varios años que conocía a Ahmed y nunca había descubierto en él ningún interés por las mujeres. Y ahora, repentinamente, parecía estar celoso. Interiormente Zaki se alegró de descubrir una debilidad humana en Ahmed. Había llegado a odiar la perfecta hoja de servicios de su jefe—. Probablemente sea mejor que vayas a Luxor a pasar unos días. Con gusto me haré cargo de controlar todo lo que suceda aquí, en El Cairo, y me encargaré personalmente del asunto de Saqqara.