Pueblo de Saqqara 13.48 horas

Había una mosca en la habitación que volaba sin cesar, repitiendo su errático camino entre las dos ventanas. Esa mosca constituía el único ruido del cuarto silencioso, especialmente al estrellarse contra los vidrios. Erica miró a su alrededor. Las paredes y el cielorraso estaban blanqueados a la cal. Por toda decoración había un poster de un sonriente Anwar Sadat. La puerta de madera estaba cerrada.

Erica estaba sentada en una silla de respaldo recto. Sobre su cabeza colgaba una bombita de luz suspendida del cielorraso por un gastado alambre negro. Cerca de la puerta había una pequeña mesa de metal y una silla idéntica a la que ella usaba en ese momento. El aspecto de Erica era un desastre. Sus pantalones estaban rotos a la altura de la rodilla derecha, en la que se había hecho una lastimadura. Una gran mancha de sangre seca cubría la espalda de su blusa beige.

Extendiendo la mano, trató de comprobar si temblaba menos. Era difícil saberlo. En un momento pensó que iba a vomitar, pero las náuseas habían pasado. Ahora sentía unas intermitentes oleadas de mareo, contra las que luchaba cerrando fuertemente los ojos. Sin duda se encontraba aún en estado de shock, pero comenzaba a pensar con mayor claridad. Sabía, por ejemplo, que la habían conducido a la estación de policía del pueblo de Saqqara.

Erica refregó una mano contra la otra, notando que se le humedecían cuando recordaba lo sucedido en el serapeum. Cuando Gamal cayó encima de ella, pensó que había sido atrapada en un derrumbe de la cueva. Realizó frenéticos intentos de liberarse, pero le resultó imposible, debido a la estrechez de la escalera de madera. Por otra parte, la oscuridad era tan total que ni siquiera estaba segura de tener los ojos abiertos. Y entonces sintió ese líquido cálido y pegajoso corriendo por su espalda. Recién más tarde se enteró de que había sido la sangre del hombre que moría encima de ella.

Erica luchó contra otro ataque de náuseas y levantó la vista en el momento en que se abría la puerta. En ella reapareció el mismo hombre que antes demorara treinta minutos en llenar con un lápiz roto una especie de planilla oficial. Hablaba muy poco inglés, pero cuidadosamente indicó a Erica que lo siguiera. La vieja pistola ubicada en el cinturón del agente no la hacía sentirse más segura. Ya había experimentado en carne propia el caos burocrático que Yvon había descrito: evidentemente la consideraban más sospechosa que víctima inocente. A partir del momento en que las «autoridades» llegaron a la escena del crimen, todo se había convertido en un infierno. En determinado momento, dos policías habían discutido en tal forma sobre una prueba que podría llegar a ser una evidencia, que casi se habían agarrado a las trompadas. Se quedaron con el pasaporte de Erica, y la condujeron a Saqqara en un camión celular insoportablemente caliente. La joven preguntó en múltiples ocasiones si podía llamar al consulado norteamericano, recibiendo un encogimiento de hombros como única respuesta, mientras los hombres seguían discutiendo para decidir qué harían con ella.

Atravesando la ruinosa comisaría, Erica siguió hasta la calle al hombre del viejo revólver. Allí esperaba, con el motor en marcha, el mismo camión celular que la había conducido del serapeum al pueblo. La joven intentó pedir que le devolvieran el pasaporte, pero en lugar de contestarle, el hombre la obligó a subir rápidamente al camión. Cerraron la puerta y le echaron llave.

Anwar Selim ya se encontraba agazapado sobre el asiento de madera. Erica no lo había visto desde la catástrofe en el serapeum, y se alegró tanto de volverlo a ver que casi le echó los brazos al cuello, rogándole que le dijera que todo se solucionaría. Pero cuando ella estaba entrando en el camión, Selim la miró con ira y dio vuelta la cabeza.

—Yo sabía que usted iba a traer problemas —dijo sin mirarla.

—¿Yo? ¿Problemas? —Erica se dio cuenta de que el hombre estaba esposado, y se echó atrás.

El camión arrancó a los tumbos y ambos pasajeros tuvieron que recobrar el equilibrio. Erica sintió que la transpiración le corría por la espalda.

—Usted actuó en forma extraña desde el primer momento —dijo Selim—, especialmente en el museo. Estaba planeando algo. Y yo se los voy a decir.

—Yo… —comenzó a decir Erica. Pero no continuó. El miedo le oscureció el cerebro. Debió haber denunciado el asesinato de Hamdi.

Selim la miró y luego escupió en el piso del camión.