El Cairo 0.00 horas

Medianoche

Al salir del ambiente lleno de humo del bar Taverne, Erica parpadeó ante la luz brillante del vestíbulo del Hilton. La experiencia vivida con Ahmed y la sensación intimidante que le produjo el enorme edificio gubernamental, la habían puesto tan nerviosa que decidió tomar una copa. Había querido tranquilizarse, pero entrar en el bar no fue una buena idea. No pudo disfrutar de su copa en paz; varios arquitectos norteamericanos supusieron que ella era el antídoto ideal para una noche aburrida. Ninguno de ellos quiso creer que Erica deseaba estar sola. De manera que terminó su copa y salió del bar.

Parada en un extremo del vestíbulo, notó los efectos físicos que le había producido el whisky, y se detuvo un momento para que su equilibrio volviera a la normalidad. Desgraciadamente, el alcohol no había calmado su ansiedad. En todo caso, lo único que había logrado era aumentarla, y los ojos curiosos de los hombres que estaban en el bar incrementaron su incipiente paranoia. Se preguntó si la estarían siguiendo. Lentamente recorrió con la mirada el enorme vestíbulo. Ubicado en un sillón, había un hombre europeo que obviamente la estaba observando por encima de sus anteojos. Un árabe barbudo, vestido con una túnica blanca que estaba parado junto a una vitrina llena de alhajas, también la miraba fijamente y sin pestañear con unos ojos negros como el carbón. Un negro enorme, parecido a I di Amin, le sonreía desde la parte delantera de la mesa de entradas, donde estaba ubicado.

Erica sacudió la cabeza. Le constaba que se estaba dejando dominar por el agotamiento. Si estuviera en Boston, sola y a medianoche, también la mirarían fijamente. Respiró hondo y se dirigió a los ascensores.

Cuando llegó a la puerta de su cuarto, Erica recordó vívidamente el impacto emocional que le había producido la presencia de Ahmed en su dormitorio. El pulso se le aceleró en el momento de abrir la puerta. Suavemente, encendió la luz. La silla que había ocupado Ahmed, estaba vacía. Enseguida revisó el baño. También estaba vacío.

Cerrando la puerta con doble vuelta de llave, notó que había un sobre en el piso del hall de entrada.

Era un sobre con membrete del Hilton. Caminando hacia el balcón, abrió el sobre y leyó que el señor Yvon Julien de Margeau había telefoneado, dejando dicho que lo llamara en cuanto llegara, a cualquier hora que fuese. En la parte inferior de la hoja que contenía el mensaje había un cuadradito impreso en el que habían escrito la palabra «urgente».

Con el aire fresco de la noche, Erica comenzó a tranquilizarse. El panorama espectacular que se divisaba desde su balcón la ayudaba. Nunca antes había estado en el desierto, y la maravilló que hubiese tantas estrellas en el horizonte como en el cielo justo encima suyo. Inmediatamente frente a ella se estiraba la ancha cinta negra del Nilo como si fuera el pavimento mojado de una inmensa carretera. A la distancia llegaba a ver, iluminada, la misteriosa esfinge, custodiando silenciosamente los enigmas del pasado. Junto a esa mítica criatura, las fabulosas pirámides arremetían hacia el cielo con sus moles de piedra. A pesar de su antigüedad, su vigorosa geometría sugería una línea futurista, falseando completamente el contexto del tiempo. Hacia la izquierda, Erica podía contemplar la isla de Rodas que parecía un trasatlántico navegando por el Nilo. Sobre la orilla más cercana de la isla, pudo distinguir las luces del hotel Meridien, y sus pensamientos volvieron a Yvon. Releyó el mensaje, y se preguntó si existiría alguna posibilidad de que el francés estuviese enterado de la visita de Ahmed. También analizó la conveniencia de contárselo, si es que él no estaba ya enterado. Pero Erica sentía una fuerte necesidad de no comprometerse en lo que se refería a las autoridades, y le pareció que el hecho de contarle a Yvon la visita de Ahmed posiblemente la comprometería. Si existía algún problema entre Ahmed e Yvon era cosa de ellos. Yvon era completamente capaz de manejarlo.

Sentada en el borde de la cama, Erica pidió que la comunicaran con la suite 800 del Hotel Meridien. Sosteniendo el receptor entre la cabeza y el hombro, se quitó la blusa. El aire fresco le hacía bien. Tardaron casi quince minutos para establecer la comunicación y Erica se dio cuenta de que, tal como se lo había advertido, el sistema telefónico de Egipto era atroz.

—¡Hola! —era Raoul.

—Hola. Habla Erica Baron. ¿Puedo hablar con Yvon?

—Un momento.

Se produjo una pausa y Erica se sacó los zapatos. Una línea del polvo de El Cairo le cruzaba el empeine.

—¡Buenas noches! —exclamó Yvon alegremente.

—Hola, Yvon. Recibí un mensaje suyo, pidiendo que lo llamara. Decía que era «urgente».

—Bueno, quería hablar con usted lo antes posible, pero no se trata de una emergencia. Tenía ganas de decirle que pasé una noche maravillosa, y quería agradecérsela.

—Es muy lindo que diga eso —contestó Erica, levemente confundida.

—En realidad, usted estaba muy hermosa esta noche, y estoy ansioso por verla de nuevo.

—¿En serio? —Preguntó Erica sin pensar.

—Completamente en serio. De hecho, me encantaría que desayunáramos juntos mañana por la mañana. Aquí, en el Meridien, sirven unos huevos riquísimos.

—Gracias, Yvon —contestó Erica. Lo había pasado muy bien en su compañía, pero no tenía intención de perder tiempo en Egipto flirteando. Había venido a ver los objetos que le tomaron años de estudio, y no quería que la distrajeran. Y lo que era más importante aún, todavía no había decidido cuál era exactamente su responsabilidad con respecto a la fabulosa estatua de Seti I.

—Haré que Raoul la pase a buscar a la hora que usted me diga —continuó Yvon interrumpiendo sus pensamientos.

—Gracias, Yvon, pero estoy extenuada. No quiero tener que levantarme mañana a una hora determinada.

—Comprendo. Pero podría llamarme cuando se despierte.

—Yvon, me divertí mucho esta noche, sobre todo después de lo que sucedió a la tarde. Pero creo que necesito un poco de tiempo para mí misma. Quiero salir y conocer algunos lugares.

—Me encantaría mostrarle más cosas de El Cairo —dijo Yvon persistentemente.

Erica no deseaba pasar el día con Yvon. Su interés en Egipto era algo demasiado personal para compartirlo.

—Yvon, ¿qué le parece si cenamos juntos nuevamente? Eso sería lo más conveniente para mí.

—Yo hubiera incluido la cena en el programa del día, pero, comprendo, Erica. Me parece espléndido que cenemos juntos, y estaré deseando que llegue el momento. Pero fijemos una hora. ¿Digamos las nueve?

Después de una amistosa despedida, Erica cortó la comunicación. La persistencia de Yvon la sorprendía. No creía haber estado particularmente atractiva esa noche. Se levantó y fue a mirarse en el espejo del dormitorio. Tenía veintiocho años, pero algunas personas pensaban que parecía menor. Notó nuevamente las minúsculas arrugas que milagrosamente le habían aparecido junto a los ojos en su último cumpleaños. Entonces advirtió que se le estaba formando un pequeño granito en la piel.

—¡Maldito! —exclamó en voz alta, mientras lo apretaba tratando sin éxito de quitárselo. Erica volvió a contemplarse y pensó, intrigada, en los hombres. Se preguntó qué era realmente lo que les gustaba.

Se sacó el corpiño y después la pollera. Mientras esperaba que el agua de la lluvia se calentara, se miró fijamente en el espejo del baño. Dando vuelta la cabeza hacia un lado se miró de perfil y tocó la leve protuberancia de su nariz, preguntándose si convendría tomar alguna medida al respecto. Retrocediendo para verse de cuerpo entero, se sintió bastante satisfecha con su figura, aunque pensó que necesitaba hacer más ejercicio. Repentinamente se sintió muy sola. Pensó en la vida que, por su propia voluntad, había dejado en Boston. Existían problemas, pero probablemente escaparse a Egipto no era la solución. Pensó en Richard. Con la lluvia aún abierta, Erica regresó al dormitorio y miró el teléfono. Impulsivamente pidió una comunicación con Richard Harvey, y se sintió desilusionada cuando el operador le dijo que por lo menos demoraría dos horas, quizá más. Erica se quejó, y el operador le respondió que debería estar agradecida ya que las líneas no estaban demasiado ocupadas. Habitualmente tomaría varios días obtener una llamada de larga distancia, desde El Cairo; era más fácil llamar a Egipto desde el exterior. Erica le agradeció y colgó. Mientras miraba fijamente el teléfono silencioso, se sintió conmovida por una repentina emoción. Luchó contra las lágrimas, sabiendo que estaba demasiado extenuada para pensar en ninguna otra cosa hasta que pudiera dormir.