Atenas 23.45 horas

Stephanos Markoulis apagó la lámpara, estirando la mano por detrás de su hombro. La habitación estaba bañada por el suave resplandor azul de la luna que entraba a través de los ventanales franceses del balcón.

—Atenas es una ciudad tan romántica —dijo Deborah Graham, desligándose del abrazo de Stephanos. Sus ojos brillaban en la penumbra. Se sentía mareada por la atmósfera y por la botella de vino Demestica que se hallaba vacía sobre una mesa cercana. Su pelo lacio y rubio le caía sobre los hombros, y haciendo un gesto coqueto con la cabeza se lo echó detrás de las orejas. Tenía la blusa desabrochada, y la blancura de sus pechos contrastaba fuertemente con el bronceado mediterráneo de su piel.

—Estoy de acuerdo —contestó Stephanos. Estiró su mano para acariciarla—. Es por eso que elegí vivir en Atenas. Atenas es la ciudad de los amantes. —Stephanos había oído esa expresión de labios de otra joven durante otra noche, y en ese momento se dijo que a él le gustaría usar esa frase. La camisa de Stephanos también estaba abierta, pero siempre estaba abierta. Tenía un pecho ancho cubierto de vello negro que constituía el marco ideal para lucir su colección de cadenas y medallones de oro sólido.

Stephanos estaba ansioso por llevar a Deborah a la cama. Siempre había encontrado que las muchachas australianas eran fáciles y de una habilidad poco común en la cama. Una cantidad de gente le había dicho que en Australia misma actuaban de manera muy distinta, pero eso no le importaba. Le gustaba atribuir su suerte a la atmósfera romántica y a su propio poder de seducción, pero sobre todo a esto último.

—Gracias por invitarme a venir, Stephanos —dijo Deborah con aire sincero.

—El gusto es mío —contestó Stephanos sonriendo—. ¿Te importaría si saliera al balcón un momento?

—En absoluto —dijo Stephanos, sufriendo interiormente por la demora.

Deborah juntó los bordes de su blusa, mientras se dirigía a las ventanas francesas.

Stephanos se quedó mirando el movimiento ondulante de su trasero bajo los desteñidos vaqueros. Adivinó que tendría alrededor de diecinueve años.

—No te pierdas allí afuera —exclamó.

—¡Stephanos, este balcón no tiene más de noventa centímetros de ancho!

—Veo que eres rápida para descubrir la ironía —contestó el hombre. Y en ese momento le asaltó la duda de que Deborah accediera a acostarse con él. Impacientemente encendió un cigarrillo, arrojando el humo con fuerza contra el cielorraso.

—Stephanos, ven aquí y explícame qué es lo que estoy contemplando.

—¡Dios! —dijo Stephanos hablando para sí mismo. A regañadientes se levantó y salió al balcón. Deborah estaba inclinada hacia afuera señalando la calle Ermont.

—¿Eso que se ve es la plaza Constitution?

—Así es.

—Y esa es la esquina del Partenón —afirmó Deborah señalando en dirección opuesta.

—Exactamente.

—¡Oh, Stephanos, esto es hermoso! —Clavándole la mirada, lo abrazó. Desde el primer momento, cuando él la detuvo en el Plaka, su apariencia la había excitado. Tenía profundas arrugas provocadas por la risa, que le daban carácter a su rostro, y una pesada barba que, según Deborah, aumentaba su masculinidad.

Todavía estaba un poco atemorizada por haber aceptado subir al departamento de ese desconocido, y sin embargo, porque estaba en Atenas y no en Sydney, el hecho no parecía estar mal. Por otra parte, ese temor le daba alas a su estado de ánimo, y ya estaba increíblemente excitada.

—¿En qué trabajas, Stephanos? —Preguntó, sintiendo que la demora aumentaba sus expectativas.

—¿Importa eso?

—Me interesa, eso es todo. Pero no tienes obligación de decírmelo.

—Soy dueño de una agencia de viajes, pero también introduzco de contrabando máquinas en Egipto, y en la misma forma saco antigüedades de ese país. Pero, como te dije, mi ocupación principal consiste en perseguir mujeres. Es lo único que jamás me cansa.

Deborah miró los ojos oscuros de Stephanos. Para su sorpresa, el hecho de que el hombre admitiera que era un Don Juan, aumentaba el júbilo prohibido de la experiencia. Se apretó contra él.

Stephanos era un hombre sobresaliente en casi todo lo que hacía. Sintió que las inhibiciones de la joven cedían. Con una sensación de satisfacción la alzó, conduciéndola al departamento. Atravesó el living, y la llevó directamente al dormitorio. Sin encontrar resistencia alguna en Deborah, le quitó la ropa. En la luz azul de la habitación, la joven, totalmente desnuda, se veía deliciosa.

Stephanos se sacó los pantalones, se inclinó y la besó suavemente en los labios. Ella estiró la mano, deseando que el hombre la hiciera suya.

Repentinamente, destrozando el clima que se había creado, el teléfono que estaba junto a la cama comenzó a sonar. Stephanos encendió la luz para ver la hora. Era casi medianoche. Algo andaba mal.

—Contesta tú —ordenó.

Deborah lo miró sorprendida, pero rápidamente levantó el receptor. Dijo «hola», e inmediatamente intentó entregarle el tubo a Stephanos, diciendo que se trataba de una llamada de larga distancia. Stephanos le hizo señas de que siguiera hablando ella, y en voz baja le indicó que averiguara quién llamaba. Deborah escuchó obedientemente, preguntó quién llamaba, y luego cubrió el receptor con la mano.

—Llaman de El Cairo. Un Monsieur Yvon Julien de Margeau.

Stephanos le arrancó el receptor, y la expresión juguetona de su rostro se convirtió repentinamente en un aire calculador. Deborah se alejó, cubriendo su desnudez. Mirando la cara del hombre en ese momento, se dio cuenta de que se había equivocado. Intentó juntar su ropa, pero Stephanos estaba sentado sobre sus vaqueros.

—No me vas a convencer de que lo único que querías era mantener conmigo una conversación amistosa en medio de la noche —dijo Stephanos, sin esconder su irritación.

—Tienes razón, Stephanos —dijo Yvon con calma—. Quería preguntarte algo con respecto a Abdul Hamdi. ¿Lo conoces?

—Por supuesto que conozco a ese bastardo. ¿Qué pasa con él?

—¿Has realizado negocios con él?

—Ésa es una pregunta bastante personal, Yvon. ¿Qué estás pretendiendo averiguar?

—Hamdi fue asesinado hoy.

—¡Qué lástima! —exclamó Stephanos sarcásticamente—. ¿Pero eso qué tiene que ver conmigo?

Deborah todavía estaba tratando de rescatar sus vaqueros. Cautelosamente apoyó una mano sobre la espalda de Stephanos mientras tiraba de los vaqueros con la otra. Stephanos tuvo conciencia de que lo estaba interrumpiendo, aunque no se dio cuenta del motivo, brutalmente estiró el brazo y la golpeó con el dorso de la mano, haciéndola caer al piso en el costado opuesto de la cama. Con manos temblorosas, Deborah se puso las ropas que tenía.

—¿Tienes alguna idea respecto a quién asesinó a Hamdi? —Preguntó Yvon.

—Hay una cantidad de gente que estaba deseando que ese bastardo estuviese muerto —dijo Stephanos con enojo—. Incluyéndome a mí mismo.

—¿Trató de chantajearte?

—Escucha, de Margeau, creo que no quiero contestar ninguna de esas preguntas. Quiero decir, ¿qué gano yo con todo eso?

—Estoy dispuesto a negociar la información que me suministres. Sé algo que a ti te gustaría averiguar.

—Ponme a prueba.

—Hamdi tenía una estatua de Seti I igual que la que hay en Houston.

La cara de Stephanos se puso colorada como la sangre.

—¡Dios! —gritó, poniéndose de pie de un salto sin recordar su desnudez. Deborah se dio cuenta de que ésa era su oportunidad, y rescató sus vaqueros. Finalmente vestida, se refugió al otro lado de la cama, con la espalda contra la pared.

—¿Cómo consiguió la estatua de Seti? —Preguntó Stephanos, controlando su enojo.

—No tengo la menor idea —respondió Yvon.

—¿Ha habido alguna publicidad oficial? —Quiso saber Stephanos.

—Ninguna. Estuve por casualidad en la escena del crimen inmediatamente después del asesinato. Tengo en mi poder todos los papeles y la correspondencia de Hamdi, incluyendo tu última carta.

—¿Y qué piensas hacer con eso?

—Por el momento nada.

—¿Hay entre esos papeles alguna información referente al mercado negro en general? ¿Estaba planeando Hamdi algún tipo de gran exposé?

—Hum, ¡de manera que realmente intentó chantajearte! —exclamó Yvon con aire triunfante—. La respuesta es «no». No había ningún tipo de gran exposé. ¿Lo mataste tú, Stephanos?

—Si lo hubiera hecho, ¿crees honestamente que te lo diría, de Margeau? Sé realista.

—Simplemente quise preguntártelo. En realidad poseemos una buena pista. El asesinato fue visto desde muy cerca por un testigo experto.

Stephanos se detuvo en el umbral, mirando el balcón a través del living mientras pensaba.

—Este testigo, ¿es capaz de identificar a los asesinos?

—Por supuesto. Y sucede que el testigo es una testigo llena de atributos, que casualmente también es egiptóloga. Se llama Erica Baron y se aloja en el Hilton.

Después de apretar el botón para cortar la comunicación, Stephanos marcó un número local. Mientras le daban la comunicación, golpeaba impacientemente el teléfono.

—Evangelos, prepara tu equipaje. Salimos para El Cairo por la mañana. —Cortó la comunicación antes de que Evangelos pudiera responder—. ¡Mierda! —gritó, dirigiéndose a la noche. En ese momento vio a Deborah. Por un instante permaneció atónito, puesto que se había olvidado de su presencia—. ¡Vete de aquí! —aulló. Deborah se puso de pie de un salto y salió corriendo de la habitación. En Grecia la libertad parecía ser tan peligrosa e impredecible como se lo habían advertido en su casa.