Yvon Julien de Margeau tenía puesta una bata colorada de Christian Dior con el cinturón flojamente atado a la cintura, que dejaba al descubierto la mayor parte de su pecho cubierto de vello plateado. Las puertas corredizas de vidrio de la suite 800 estaban abiertas de par en par permitiendo que la fresca brisa del desierto susurrara suavemente a través del cuarto. En el ancho balcón había sido colocada una mesa, y desde el lugar en que Yvon estaba sentado podía mirar el Nilo en dirección al delta. La isla de Gezira, con su fina torre fálica de observación, descollaba no a mucha distancia. En la orilla derecha, Yvon veía el Hilton y sus pensamientos volvían constantemente a Erica. Era muy diferente de todas las mujeres que él había conocido. Se sentía escandalizado y atraído a la vez por su interés apasionado por la egiptología, y también, confundido por su manera de hablar con respecto a su carrera. Después de un momento se encogió de hombros y comenzó a considerarla dentro del contexto que le era más familiar. No era, por cierto, la mujer más hermosa con quien él hubiera estado durante los últimos tiempos, y sin embargo había algo en ella que sugería una sensualidad sutil pero poderosa.
En el centro de la mesa, estaba su portafolios repleto de los voluminosos papeles que él y Raoul habían encontrado en lo de Abdul Hamdi. Raoul estaba estirado sobre el sofá, revisando nuevamente las cartas que Yvon ya había examinado.
—Alors —dijo Yvon súbitamente, golpeando con la mano libre la carta que estaba leyendo—. Stephanos Markoulis. Hamdi mantenía correspondencia con Markoulis. El agente de viajes de Atenas.
—Eso puede ser lo que estamos buscando —dijo Raoul expectante—. ¿Te parece que en esa carta hay una amenaza?
Yvon continuó leyendo el texto. Después de unos minutos, levantó la mirada.
—No puedo estar seguro si hay una amenaza. Todo lo que dice es que está interesado en el asunto y que le gustaría llegar a alguna clase de arreglo. Pero no aclara a qué asunto se refiere.
—A lo único que pudo estar refiriéndose es a la estatua de Seti —dijo Raoul.
—Posiblemente, pero mi intuición me dice que no es así. Conozco a Markoulis; estoy seguro de que hubiera sido más directo si se refiriese solamente a la estatua. Tiene que haber algo más. Hamdi debe haberlo amenazado.
—En ese caso, Hamdi no era ningún tonto.
—Fue el mayor de los tontos —corrigió Yvon—. Está muerto.
—Markoulis también había mantenido correspondencia con nuestro contacto de Beirut que fue asesinado —acotó Raoul.
Yvon levantó la mirada. Se había olvidado de la conexión de Markoulis con el contacto de Beirut.
—Creo que debemos comenzar por Markoulis. Sabemos que comercia con antigüedades egipcias. Trata de conseguir una comunicación con Atenas.
Raoul se levantó del sofá y dio las órdenes necesarias al operador del hotel.
—El tráfico telefónico es sorprendentemente escaso esta noche, por lo menos eso es lo que dice el operador —anunció después de un momento—. No debería haber inconvenientes con el llamado. Tratándose de Egipto, eso es un milagro.
—Espléndido —contestó Yvon, cerrando el portafolios—. Hamdi mantenía correspondencia con todos los museos importantes del mundo, pero aun así, Markoulis no deja de ser una lejana posibilidad. La única esperanza real que tenemos es Erica Baron.
—Y no veo que ella demuestre ser de mucha ayuda —comentó Raoul.
—Tengo una idea —dijo Yvon, encendiendo un cigarrillo—. Erica vio las caras de dos de los tres hombres comprometidos en el asesinato.
—Eso puede ser cierto, pero dudo que los reconociera si volviese a verlos.
—Es verdad. Pero no creo que eso importe, si los asesinos creen que puede reconocerlos.
—No te entiendo —dijo Raoul.
—¿Crees que sería posible hacer que el hampa de El Cairo se enterara de que Erica Baron fue testigo del crimen y que puede fácilmente identificar a los asesinos?
—¡Ah! —dijo Raoul demostrando por su expresión que repentinamente había comprendido—. Ya veo lo que estás pensando. Quieres usar a Erica Baron como señuelo, para obligar a los asesinos a ponerse en descubierto.
—Precisamente. La policía de ninguna manera hará nada con respecto a Hamdi. El Departamento de Antigüedades tampoco hará nada, a menos que se hayan enterado de la existencia de la estatua de Seti, de manera de Ahmed Khazzan no estará involucrado. Él es el único funcionario que podría hacer que las cosas nos resultaran difíciles.
—Existe un problema importante —dijo Raoul con seriedad.
—¿Cuál es? —Preguntó Yvon, inhalando el humo de su cigarrillo.
—Es un camino muy difícil. Probablemente signifique firmar una sentencia de muerte para Mademoiselle Erica Baron. Estoy seguro de que la matarán.
—¿Sería posible que la protegiéramos? —Preguntó Yvon recordando la delgada cintura de Erica, su calidez y su atractiva humanidad.
—Probablemente, si utilizáramos a la persona conveniente.
—¿Estás pensando en Khalifa?
—En él pienso.
—Ese hombre crea problemas.
—Sí, pero es el mejor. Si quieres proteger a la muchacha y además llegar hasta los asesinos, necesitas a Khalifa. El problema real es que es caro. Muy caro.
—Eso no me importa. Quiero y necesito esa estatua. Estoy seguro de que será el punto de apoyo que necesito. En realidad, a esta altura del partido creo que es el único camino. He revisado todo el material de Abdul Hamdi que poseemos. Desgraciadamente no hay prácticamente nada en él que se refiera al mercado negro.
—¿En realidad creíste que habría algo?
—Admito que era mucho pedir. Pero por lo que me decía Hamdi en la carta que me escribió, pensé que era posible. Pero consigue a Khalifa. Quiero que comience a seguir a Erica Baron mañana por la mañana. También creo que hasta yo mismo pasaré algún tiempo con ella. No estoy convencido de que me haya dicho todo lo que sabe.
Raoul miró a Yvon con una sonrisa incrédula.
—Muy bien —dijo éste—. Me conoces demasiado bien. Encuentro algo muy atractivo en esa mujer.