Erica se apoyó contra el respaldo de la silla mientras dos mozos atentos retiraban los platos. Yvon había sido tan cortante con ellos que Erica había llegado a sentirse casi incómoda, pero era evidente que él estaba acostumbrado a tratar sirvientes eficientes, con los que cuanto menos se hablara, mejor. Habían cenado suntuosamente, iluminados por velas, y comieron aromáticos platos regionales que Yvon ordenó con gran autoridad. El restaurante se llamaba románticamente, aunque en forma poco apropiada, Casino de Monte Bello, y estaba situado en la cima del monte Mukattam. Desde el lugar en que Erica estaba sentada, en el balcón, mirando hacia el este podía divisar las montañas árabes que atravesando la península arábiga, llegaban hasta la China. Al norte se veía el delta, el lugar en que el Nilo se abría como abanico en busca del Mediterráneo, y hacia el sur, el río que llegaba en su viaje desde el corazón de África como una víbora chata y brillante. Pero la vista más impresionante era la del oeste, donde los minaretes y las cúpulas de El Cairo erguían sus cabezas a través de la niebla que cubría la ciudad. Las estrellas surgían en el cielo plateado que comenzaba a oscurecerse, igual que aparecían debajo las luces de la ciudad. Erica rotaba obsesionada con imágenes de Las Mil y Una Noches. La ciudad tenía una cualidad exótica, sensual y misteriosa que obligaba a olvidar los sórdidos eventos del día.
—El Cairo posee un encanto poderoso y amargo —dijo Yvon. Su cara se perdía en las sombras, hasta que el fulgor del cigarrillo, en el momento en que aspiraba el humo, iluminaba sus facciones agudas—. Es una historia tan increíble. La corrupción, las brutalidades, la continuidad de la violencia son tan fantásticas, tan grotescas, que están más allá de toda comprensión.
—¿Ha cambiado mucho? —Preguntó Erica pensando en Abdul Hamdi.
—Menos de lo que la gente piensa. La corrupción es un modo de vida. Y la pobreza es la misma.
—¿Y el soborno? —Preguntó Erica.
—Eso no ha cambiado en absoluto —contestó Yvon, dejando caer con cuidado la ceniza de su cigarrillo dentro del cenicero.
Erica bebió un sorbo de vino.
—Me ha convencido de que no me presente a la policía. No sé si sería capaz de identificar a los asesinos del señor Hamdi, y la última cosa que deseo es verme envuelta en una ciénaga de intrigas asiáticas.
—Es la cosa más inteligente que puede hacer. Créame.
—Pero es una resolución que todavía me molesta. No puedo evitar la sensación de que estoy evadiendo mi responsabilidad como ser humano. Me refiero a esto de ser testigo de un asesinato y después no hacer nada al respecto. ¿Pero usted cree que si yo no voy a la policía, lo ayudaré en su cruzada contra el mercado negro?
—Decididamente. Si las autoridades se enteran de la existencia de esa estatua de Seti antes de que yo pueda localizarla, se habrá perdido toda posibilidad de que pueda penetrar en el mercado negro. —Yvon estiró una mano y apretó la de Erica para infundirle confianza.
—¿Y mientras intenta encontrar la estatua, tratará de descubrir también quién mató a Abdul Hamdi? —Preguntó Erica.
—Por supuesto —dijo Yvon—. Pero no me entienda mal. Mi finalidad es la estatua y llegar a controlar el mercado negro. No me engaño pensando que seré capaz de ejercer influencia en las actitudes morales de Egipto. Pero si descubro a los asesinos, avisaré a la policía. ¿Eso ayudará a descargar su conciencia?
—Ayudará —contestó Erica.
Debajo de ellos, se encendieron las luces, iluminando la ciudadela. El castillo fascinó a Erica, evocando en ella imágenes de las cruzadas.
—Algo que usted mencionó esta tarde me sorprendió —dijo la joven, volviéndose para mirar a Yvon—. Hablo de la «Maldición de los Faraones». Supongo que no cree en esas tonterías.
Yvon sonrió, pero no habló hasta que el mozo les hubo servido el aromático café árabe.
—¡La maldición de los Faraones! Digamos que no descarto totalmente esas ideas. Los antiguos egipcios se tomaron mucho trabajo para preservar a sus muertos. Eran famosos por su interés en las ciencias ocultas, y eran expertos en toda clase de venenos. Alors…
Yvon bebió un sorbo de café.
—Muchas de las personas relacionadas con los tesoros de las tumbas faraónicas han muerto en forma misteriosa. De eso no cabe ninguna duda.
—La comunidad científica tiene muchas dudas —contestó Erica.
—Es evidente que la prensa se ha apresurado a exagerar algunas historias, pero se han producido algunas muertes muy extrañas relacionadas con la tumba de Tutankamón, empezando por Lord Carnarvon mismo. Tiene que haber algo de verdad en todo eso, aunque ignoro cuánta. El motivo por el que mencioné la «maldición», es que aparentemente dos comerciantes que eran buenas «pistas», como usted dice, fueron muertos justo antes de que yo me encontrara con ellos. ¿Fue una coincidencia? Probablemente.
Después del café caminaron por la cima de la montaña hasta una obsesionante y hermosa mezquita en ruinas. No hablaron. La belleza los acunaba y los llenaba de temor reverente. Yvon le ofreció la mano mientras trepaban por unas piedras para pararse sobre las altas paredes sin techo de lo que una vez había sido un orgulloso edificio. Encima de ellos se hallaba la Vía Láctea, salpicada sobre el cielo azul de medianoche. Para Erica, el mágico encanto de Egipto residía en su pasado, y allí, en medio de la oscuridad de las ruinas medievales, pudo sentirlo.
En el camino de regreso al auto, Yvon le rodeó los hombros con un brazo, pero continuó hablando plácidamente sobre la mezquita y la depositó en la entrada del Hilton muy cerca de las diez de la noche, tal como lo había prometido. Sin embargo, mientras subía en el ascensor, Erica admitió que estaba un poco enamorada. Yvon era un hombre encantador y endiabladamente atractivo.
Al llegar a su cuarto, metió la llave en la cerradura, abrió la puerta y encendió la luz dejando caer su bolsón de lona en el perchero del pequeño hall de entrada. Cerró la puerta y le echó doble vuelta de llave. El aire acondicionado funcionaba al máximo, y como prefería no dormir en una habitación artificialmente refrigerada, se dirigió al control que se hallaba cerca del balcón, para desconectarlo.
A mitad de camino se detuvo, conteniendo un alarido. Había un hombre sentado en el sillón ubicado en un ángulo del cuarto. Ni se movió, ni habló. Tenía facciones de beduino puro, pero estaba cuidadosamente vestido con un traje europeo de seda gris, camisa blanca y corbata negra. Su total inmovilidad y sus ojos penetrantes la paralizaron. Era igual que una terrorífica escultura de bronce. Aunque en su país, Erica había fantaseado muchas veces acerca de la forma violenta en que reaccionaría si estuviese en peligro de ser violada, en ese momento no hizo nada. Le falló la voz, y sus brazos colgaron sin fuerzas.
—Me llamo Ahmed Khazzan —dijo por fin con voz profunda y fluida—. Soy el Director General del Departamento de Antigüedades de la República Árabe Egipcia. Le pido disculpas por esta intromisión, pero era necesaria. —Metió la mano en el bolsillo del saco y extrajo una billetera de cuero negro. La abrió, mostrándole sus credenciales—. Si desea verlas, éstas son mis credenciales.
Erica se demudó. Había querido ir a la policía. Sabía que debió haber hecho la denuncia en la policía. Y ahora se hallaba en graves problemas. ¿Por qué había seguido el consejo de Yvon? Todavía paralizada por la mirada hipnótica del hombre, Erica no pudo articular palabra.
—Me temo que será necesario que me acompañe, Erica Baron —dijo Ahmed, poniéndose de pie y acercándose a ella. Erica jamás había visto unos ojos de mirada tan penetrante. En una cara que, objetivamente, era tan apuesta como la de Omar Sharif, esos ojos la absorbían y la aterrorizaban.
Erica tartamudeó incoherentemente, pero finalmente consiguió desviar la mirada. Tenía la frente perlada de sudor frío. Sintió que sus axilas estaban húmedas. Dado que jamás, en ninguna parte, había tenido problemas con la autoridad, estaba terriblemente nerviosa. Mecánicamente se puso un suéter y recogió su bolsón.
Mientras abría la puerta que conducía al pasillo, Ahmed permaneció en silencio; intensa y reconcentrada, su expresión no se alteró en absoluto. Mientras caminaba junto a él por el vestíbulo, Erica conjuró imágenes de celdas húmedas y horribles. Boston repentinamente le pareció muy lejano.
En la entrada del Hilton, Ahmed hizo una seña con la mano y un automóvil negro se acercó a ellos. Abrió la puerta del asiento trasero, y le indicó a Erica que entrara, cosa que ella hizo rápidamente, esperando que su cooperación atenuara el hecho de no haber denunciado el asesinato de Abdul. Cuando el auto arrancó, Ahmed mantuvo su silencio opresivo e intimidatorio, y de tanto en tanto fijó en Erica su firme mirada.
La imaginación de la joven volaba, recorriendo caminos ansiosos y sin salida. Pensó en la Embajada de Estados Unidos y en el Consulado. ¿Debería pedir que la dejaran llamar? Y en ese caso, ¿qué diría? Mirando por la ventanilla se dio cuenta de que la ciudad todavía estaba completamente despierta, llena de vehículos y de gente caminando, aunque el gran río parecía un lago estancado de tinta negra.
—¿Adónde me llevan? —Preguntó, y aun para ella misma, su voz tuvo un sonido extraño.
Ahmed no contestó inmediatamente. Erica estaba a punto de repetir la pregunta, cuando él habló.
—A mi oficina en el Ministerio de Obras Públicas. Queda cerca.
Fiel a estas palabras, el automóvil negro pronto salió de la calle principal para entrar en un semicírculo de cemento frente a un edificio público con pilares en la fachada. En el momento en que subían los escalones de la entrada, un sereno abrió una puerta imponente para dejarlos entrar.
Entonces comenzó una caminata que parecía tan larga como el trayecto que habían recorrido desde el Hilton. Con el único acompañamiento del sonido hueco de sus pisadas sobre el piso de mármol manchado, cruzaron una asombrosa cantidad de corredores desiertos, que los hacían entrar más y más profundamente dentro de los laberintos de una prodigiosa burocracia. Por fin llegaron al despacho de Ahmed. Este introdujo su llave en la cerradura, abrió la puerta y condujo a Erica a través de una oficina atestada de escritorios de metal y de viejas máquinas de escribir. Entraron luego en una espaciosa oficina, y Ahmed le señaló una silla. Estaba frente a un antiguo escritorio de caoba, prolijamente ordenado y lleno de lápices de punta cuidadosamente afilada y con un papel secante verde completamente nuevo. Ahmed mantuvo su silencio mientras se sacaba el saco de seda.
Erica se sentía igual que un animal acorralado. Suponía que la conducirían a una habitación llena de caras acusadoras, en la que sería sometida a las rutinas burocráticas oficiales de costumbre, como tomarle las impresiones digitales. Creyó que se le crearían problemas por el hecho de que no tenía consigo su pasaporte, que el hotel había exigido que entregara para su registro, diciendo que era necesario sellarlo y que no se le devolvería hasta veinticuatro horas después. Pero esa habitación vacía le resultaba aún más aterradora. ¿Quién podría saber su paradero? Pensó en Richard y en su madre, y se preguntó si le permitirían hacer una llamada de larga distancia.
Miró nerviosamente a su alrededor, estudiando la oficina. Había sido amueblada en forma espartana y estaba muy ordenada. Las paredes habían sido adornadas con fotografías de varios monumentos arqueológicos y con un moderno póster de la máscara funeraria de Tutankamón. Dos mapas enormes cubrían la pared de la derecha. Uno era un mapa de Egipto y en varias zonas tenía insertados una serie de alfileres de cabeza colorada. El otro era un mapa de la Necrópolis de Tebas, con las tumbas marcadas por cruces de Malta.
Erica miró a Ahmed, mordiéndose el labio para esconder su ansiedad. Para su sorpresa, vio que estaba encendiendo un calentador eléctrico.
—¿Le gustaría tomar un poco de té? —Preguntó, dándose vuelta para mirarla.
—No, gracias —contestó Erica, atónita ante tan extrañas circunstancias. Gradualmente, comenzó a pensar que había sacado conclusiones apresuradas, y dio gracias a Dios por no haber hecho una confesión atropellada antes de enterarse de lo que el árabe tenía que decirle.
Ahmed se sirvió una taza de té y la llevó hasta el escritorio. Después de ponerle dos terrones de azúcar, comenzó a revolverlo lentamente y una vez más fijó en Erica su mirada poderosa. Ella bajó rápidamente los ojos para sustraerse al impacto, y habló sin levantar la vista.
—Me gustaría saber por qué motivo he sido traída a esta oficina.
Ahmed no le contestó. Erica levantó la mirada para estar segura de que la había oído, y en el momento en que sus ojos se encontraron, la voz de Ahmed surgió como un latigazo.
—¡Y yo quiero saber qué está haciendo usted en Egipto! —dijo, prácticamente gritando.
El enojo del hombre tomó a Erica por sorpresa, y sus palabras salieron en forma atropellada y confusa.
—Estoy… estoy acá… soy egiptóloga.
—Y es judía, ¿verdad? —respondió Ahmed de mal modo.
Erica fue lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de que el hombre pretendía confundirla, pero no estuvo segura de tener la fuerza necesaria para resistir el ataque.
—Sí —dijo simplemente.
—Quiero saber por qué está en Egipto —repitió Ahmed, levantando la voz nuevamente.
—Vine aquí… —comenzó a decir la joven, poniéndose a la defensiva.
—Quiero saber cuál es el motivo de su viaje, y para quién trabaja.
—No trabajo para nadie, y en mi viaje no hay ningún motivo secreto —contestó Erica nerviosamente.
—¿Pretende que crea que no hay un motivo detrás de su viaje? —dijo Ahmed cínicamente—. ¡Vamos, Erica Baron! —Sonrió y su piel morena realzó la blancura de sus dientes.
—Por supuesto que hay un motivo —dijo Erica, y su voz se quebró—. Lo que quise decir es que no vine por un motivo ulterior. —Su voz se perdió mientras recordaba los complicados problemas que tenía con Richard.
—Lo que dice no es convincente —respondió Ahmed—. No es para nada convincente.
—Lo lamento —dijo Erica—. Soy egiptóloga. He estudiado el antiguo Egipto durante ocho años. Trabajo en el departamento de egiptología de un museo. Siempre he querido venir. Planeaba venir hace años, pero la muerte de mi padre me lo impidió. Y hasta este año no me fue posible venir. He hecho arreglos para hacer algunos trabajos mientras estoy aquí, pero en general éste es un viaje de placer. Estoy de vacaciones.
—¿Qué tipo de trabajo piensa hacer?
—Pienso hacer in situ, algunas traducciones de jeroglíficos del Imperio Nuevo en el Alto Egipcio.
—¿No ha venido a comprar antigüedades?
—¡Por Dios, no! —exclamó Erica.
—¿Cuánto tiempo hace que conoce a Yvon Julien de Margeau? —Se inclinó hacia adelante, y sus ojos se clavaron en los de Erica.
—Lo conocí hoy —dijo Erica abruptamente.
—¿Cómo se conocieron?
El pulso de la joven se aceleró, y volvieron a aparecer gotas de transpiración en su frente. ¿Estaba enterado Ahmed del crimen, después de todo? Un momento antes hubiera afirmado que no, pero ahora no estaba segura.
—Nos conocimos en la feria —tartamudeó. Contuvo el aliento.
—¿Está enterada de que el señor de Margeau ha adquirido valiosos tesoros nacionales de Egipto?
Erica tuvo miedo de que se notara el alivio que sentía. Obviamente, Ahmed no estaba enterado del crimen.
—No —dijo—. No tenía la menor idea.
—¿Comprende —continuó Ahmed—, la magnitud del problema que debemos enfrentar al intentar detener el mercado negro de antigüedades? —Se puso de pie y caminó hasta el mapa de Egipto.
—Conozco algo el problema —dijo Erica, confundida por los múltiples giros que tomaba la conversación. Todavía no sabía por qué había sido llevada a la oficina de Ahmed.
—La situación es pésima —dijo Ahmed—. Tome, por ejemplo, el robo altamente destructivo de diez tablas de jeroglíficos en relieve del templo de Dendera, realizado en 1974. Una tragedia, una desgracia nacional. —El dedo índice de Ahmed se apoyó sobre la cabeza colorada del alfiler clavado en el mapa que señalaba la ubicación del Templo de Dendera—. Debió ser un trabajo realizado por gente del mismo templo. Pero el caso nunca fue resuelto. Aquí, en Egipto, la pobreza trabaja en contra de nosotros. —La voz de Ahmed se perdió. Su rostro tenso reflejaba preocupación. Cuidadosamente tocó con el dedo índice la cabeza colorada de otros alfileres—. Cada uno de estos alfileres indica un robo importante de antigüedades. Si yo tuviera bastante personal, y si tuviese dinero para pagarles salarios decentes a los guardias, tendría posibilidades de tomar medidas con respecto a esto. —Ahmed hablaba más para sí mismo que para Erica. Al darse vuelta, pareció estar casi sorprendido de verla en la oficina—. ¿Qué está haciendo el señor de Margeau en Egipto? —Preguntó, enojándose nuevamente.
—No lo sé —contestó Erica. Pensó en la estatua de Seti y en Abdul Hamdi. Sabía que si hablaba sobre la estatua, tendría que referirse al asesinato.
—¿Cuánto tiempo se queda él en Egipto?
—No tengo la menor idea. Recién conocí a ese hombre hoy.
—Pero cenó con él esta noche.
—Es verdad —dijo Erica poniéndose nuevamente a la defensiva.
Ahmed volvió a su escritorio. Se inclinó hacia adelante y miró amenazadoramente los ojos gris verdosos de Erica. Ella pudo percibir su intensidad, y trató de mantener la mirada sin mucho éxito. Se sentía un poco más confiada al darse cuenta de que Ahmed no estaba interesado en ella sino en Yvon, pero aún tenía miedo. Además, había mentido. Sabía que Yvon estaba en Egipto por la estatua.
—¿Qué descubrió con respecto a Monsieur de Margeau durante la comida?
—Que es un hombre encantador —respondió Erica evasivamente.
Ahmed golpeó con fuerza el escritorio con el puño, haciendo volar algunos de los lápices tan cuidadosamente afilados y sobresaltando a Erica.
—No me interesa la personalidad de ese hombre —dijo el árabe lentamente—. Quiero saber por qué está en Egipto Yvon de Margeau.
—Bueno, ¿por qué no se lo pregunta? —dijo Erica finalmente—. Todo lo que yo hice fue salir a cenar con él.
—¿Sale a menudo a cenar con hombres a los que acaba de conocer? —Preguntó Ahmed.
Erica estudió cuidadosamente la cara del árabe. La pregunta la sorprendió, pero en realidad, casi todo había sido sorprendente. En la voz del hombre había una especie de desilusión, pero Erica sabía que eso era absurdo.
—Muy pocas veces salgo a cenar con desconocidos —dijo desafiante—, pero inmediatamente me sentí cómoda con Yvon de Margeau y lo encontré encantador.
Ahmed se dirigió hacia donde estaba su chaqueta y se la puso cuidadosamente. Bebiendo de un trago el resto de su té, volvió a mirar fijamente a Erica.
—Por su propio bien le pediría que no repita esta conversación. Ahora la llevaré a su hotel.
Erica estaba más confundida que nunca. Mientras observaba a Ahmed, colocar en su lugar los lápices que habían caído al suelo, repentinamente se sintió llena de culpa. El hombre obviamente era sincero en su deseo de luchar contra el mercado negro de antigüedades, y ella estaba reteniendo información. Al mismo tiempo, la experiencia vivida con Ahmed había sido aterrorizante; tal como se lo había advertido Yvon, el árabe ciertamente no se había comportado como ningún oficial norteamericano que ella conociera. Decidió no decir nada y permitir que la llevara de regreso al hotel. Después de todo, siempre podría volver a ponerse en contacto con él, si sintiera que era su obligación hacerlo.