Durante un rato, Erica no pudo hablar. Cuando había levantado la vista esperando encontrarse con la cara del árabe asesino, descubrió que estaba parada frente a un europeo vestido con un costoso traje beige de tres piezas. Confundidos, ambos permanecieron mirándose durante lo que pareció una eternidad. Pero Erica estaba también aterrada. Como resultado de su terror, Yvon Julien de Margeau tuvo que esforzarse durante un cuarto de hora por convencerla de que no tenía la menor intención de hacerle daño. Y aún entonces, Erica temblaba tan violentamente, que casi no podía hablar. Finalmente, y con gran dificultad, había conseguido comunicar a Yvon que Abdul yacía en el negocio, muerto o a punto de morir. Yvon, que le había explicado que la tienda estaba vacía en el momento en que él entró, accedió a mirar nuevamente, después de insistir con énfasis en que Erica se sentara. Regresó rápidamente.
—No hay nadie en la tienda —dijo—. Hay muchos vidrios rotos y un poco de sangre en el piso. Pero no hay ningún cuerpo.
—Quiero salir de aquí —dijo Erica. Era la primera frase completa que conseguía pronunciar.
—Por supuesto —la tranquilizó Yvon—. Pero primero cuénteme lo que sucedió.
—Quiero ir a la policía —continuó Erica. Comenzó a temblar nuevamente. Entonces cerró los ojos y volvió a ver la cimitarra en el momento en que cortaba la garganta de Abdul—. He visto asesinar a un hombre. Sucedió hace apenas unos minutos. Fue terrible. Yo en mi vida había visto siquiera a una persona herida. ¡Por favor! ¡Quiero ir a la policía!
Erica, cuyo cerebro comenzaba a funcionar nuevamente, miró al hombre que estaba frente a ella. Alto y delgado, tendría cerca de cuarenta años, y su cara angular estaba tostada por el sol. Había en él un aire de autoridad, aumentado por el azul intenso de sus ojos encapotados. Después de haber visto a los árabes harapientos, Erica se sintió más tranquilizada por su impecable vestimenta que por cualquier otra cosa.
—Tuve la desgracia de ser testigo del asesinato de un hombre —dijo por fin—. Espié por la cortina y vi a tres hombres. Uno estaba en la puerta, otro sostenía al viejo, y el tercero… —le costó continuar—, y el tercero le cortó la garganta.
—Comprendo —dijo Yvon con aire pensativo—. ¿Cómo estaban vestidos esos tres hombres?
—No creo que usted comprenda nada —dijo Erica levantando la voz—. ¿Cómo estaban vestidos? No le estoy hablando de vulgares ladrones. Estoy tratando de decirle que vi asesinar a un hombre. ¡Asesinar!
—Le creo. ¿Pero esos hombres eran árabes o europeos?
—Eran árabes, vestidos con túnicas. Dos de ellos estaban inmundos de sucios, y el otro tenía mucho mejor aspecto. ¡Mi Dios! ¡Pensar que vine aquí de vacaciones! —Erica movió la cabeza y comenzó a ponerse de pie.
—¿Los reconocería? —Preguntó Yvon con toda calma. Apoyó una mano sobre el hombro de Erica, tanto para tranquilizarla como para que permaneciera sentada.
—No estoy segura. Sucedió todo con tanta rapidez. A lo mejor podría reconocer al hombre del cuchillo. No lo sé. Nunca vi la cara del hombre que estaba junto a la puerta. —Erica levantó la mano y se sorprendió por la forma violenta en que temblaba—. Ni siquiera estoy segura de creer esto yo misma. Estaba conversando con Abdul, el dueño de la tienda. En realidad hacía rato que conversábamos y tomábamos té. Era un hombre lleno de sabiduría, realmente una buena persona. ¡Dios! —Erica se pasó la mano por el cabello—. ¿Y usted dice que no hay un cuerpo allá afuera? —Erica señaló el cortinaje—. Le aseguro que realmente se cometió un crimen.
—Le creo —dijo Yvon. Su mano permaneció apoyada sobre el hombro de Erica, y ésta se sintió curiosamente reconfortada.
—¿Pero qué sentido tiene que también se llevaran el cuerpo? —Preguntó Erica.
—¿Qué quiere decir con eso de «también»?
—Se llevaron también una estatua que estaba colocada aquí mismo —dijo Erica señalando el lugar—. Era una estatua fabulosa de un antiguo Faraón egipcio.
—Seti I —interrumpió Yvon—. ¡El viejo loco tenía la estatua de Seti aquí! —Yvon movió los ojos con incredulidad.
—¿Usted conocía la existencia de la estatua? —Preguntó Erica.
—Sí, la conocía. En realidad vine acá especialmente para conversar sobre ella con Hamdi. ¿Cuánto hace que sucedió todo esto?
—No estoy segura. Quince o veinte minutos. Cuando usted entró, creí que eran los asesinos que regresaban.
—Merde! —exclamó Yvon, apartándose de Erica para caminar como león enjaulado por el cuarto. Se quitó la chaqueta y la dejó caer sobre uno de los almohadones—. Estuve tan cerca. —Se detuvo, dándose vuelta para mirar a Erica—. Concretamente, ¿usted vio la estatua?
—Sí, la vi. Era increíblemente hermosa, sin lugar a dudas la pieza más impresionante que he visto en mi vida. Ni siquiera el más importante de los tesoros de Tutankamón se le puede comparar. Demostraba evidentemente la perfección alcanzada por la mano de obra del Imperio Nuevo en la dinastía diecinueve.
—¿La dinastía diecinueve? ¿Cómo sabe eso?
—Soy egiptóloga —dijo Erica recobrando algo de su compostura.
—¿Egiptóloga? ¡Usted no parece egiptóloga!
—¿Y qué aspecto se supone que debe tener una egiptóloga? —Inquirió Erica malhumorada.
—Muy bien, digamos simplemente que jamás lo hubiera adivinado —dijo Yvon—. ¿Y Hamdi le mostró la estatua por el hecho de ser egiptóloga?
—Supongo que sí.
—A pesar de todo, fue tonto. Muy tonto. No comprendo por qué corrió tantos riesgos. ¿Tiene usted noción de lo que vale esa estatua? —Preguntó Yvon, casi con enojo.
—No tiene precio —retrucó Erica—. Más razón aún para acudir a la policía. Esta estatua es un tesoro nacional de Egipto. Como egiptóloga, sé que existe un mercado negro de antigüedades, pero no tenía idea de que traficaran con piezas de tanto valor. ¡Hay que hacer algo!
—¡Hay que hacer algo! —Repitió Yvon, riendo con cinismo—. Esa frase es una demostración del típico fariseísmo norteamericano. La plaza más importante para el mercado de antigüedades es Estados Unidos. Si los objetos no pudieran ser vendidos, no existiría el mercado negro. En última instancia, el culpable es el comprador.
—¿Fariseísmo norteamericano? —dijo Erica indignada—. ¿Y qué me dice de los franceses? ¿Cómo puede acusarnos con ese desparpajo cuando el Louvre está plagado de objetos valiosísimos, como el Zodíaco del Templo de Dendera, que han sido esencialmente robados? La gente viaja miles de kilómetros para venir a Egipto y termina contemplando una copia de yeso del Zodíaco.
—La piedra del Zodíaco fue retirada por razones de seguridad.
—¡Vamos, Yvon! ¡Piense en una excusa mejor que ésa! Lo que usted dice tenía cierta validez en el pasado, pero hoy en día ya no la tiene. —Erica no podía creer que se había recobrado lo suficiente como para participar en una discusión absurda. Se dio cuenta también de que Yvon le resultaba increíblemente atractivo y que estaba intentando lograr alguna respuesta emocional por parte de él.
—Muy bien —dijo Yvon con frialdad—, estamos de acuerdo en cuanto a los principios. El mercado negro debe ser controlado. Pero no coincidimos en lo que se refiere a métodos. Por ejemplo, yo no creo que debamos ir inmediatamente a la policía.
Erica se escandalizó.
—¿Usted no está de acuerdo conmigo? —Preguntó Yvon.
—No estoy segura —tartamudeó Erica, indignada porque su reacción había sido tan transparente.
—Comprendo su preocupación. Permita que le explique dónde está. No estoy asumiendo una actitud condescendiente con usted, soy simplemente realista. Estamos en El Cairo, no en Nueva York, ni en París, ni siquiera en Roma. Y le digo eso porque aun en Italia la burocracia es increíblemente eficiente cuando se la compara con la de Egipto, y eso es mucho decir. El Cairo padece de una burocracia gigantesca. Aquí, la intriga oriental y el soborno, constituyen la regla y no la excepción. Si usted acude a la policía con su historia, se convertirá automáticamente en la principal sospechosa. Consecuentemente la arrestarán, y en el mejor de los casos será un arresto domiciliario. Pueden pasar seis meses o un año antes de que se llenen los papeles necesarios. Y su vida se convertirá en un infierno. —Yvon hizo una pausa—. ¿Comprende lo que le quiero decir? Se lo explico por su propio bien.
—¿Quién es usted? —Preguntó Erica tomando su cartera para sacar un cigarrillo. A decir verdad, ella realmente no fumaba; Richard odiaba que lo hiciera, y había comprado un cartón de cigarrillos en un puerto libre, tan sólo como un gesto de rebeldía. Pero en ese momento, necesitaba hacer algo con las manos. Viéndola revolver el bolsón, Yvon sacó una cigarrera de oro y se la tendió. Erica tomó un cigarrillo con poca naturalidad. El hombre se lo encendió con un encendedor de oro de Dior, encendiendo luego otro para sí mismo. Durante algunos instantes fumaron en silencio. Erica no inhalaba el humo.
—Yo soy lo que en su país llaman un ciudadano comprometido —explicó Yvon, acomodándose con la mano su oscuro cabello que estaba perfectamente peinado—. He deplorado la destrucción de antigüedades y de tesoros arqueológicos, y he decidido hacer algo al respecto. Esta estatua de Seti I fue el más importante… ¿cómo se dice…? —Yvon buscó la palabra correcta.
—¿Descubrimiento? —dijo Erica intentando ayudarlo. Yvon hizo un movimiento negativo con la cabeza pero formó un círculo con la mano como sugiriendo a Erica que continuara. Erica se encogió de hombros y propuso otra palabra—. ¿Oportunidad?
—Para resolver un misterio —aclaró Yvon—, es necesario tener una…
—Clave o pista —dijo Erica.
—¡Ah! Pista, sí. Era la pista más importante. Pero ahora, no sé. La estatua puede haber desaparecido definitivamente. A lo mejor usted podría ayudar si fuese capaz de identificar al asesino, pero aquí, en El Cairo, eso será una tarea difícil. Y si hace la denuncia en la policía, será definitivamente imposible.
—¿Cómo se enteró de la existencia de la estatua? —Preguntó Erica.
—Por Hamdi mismo. Y estoy seguro de que, además de escribirme a mí, le escribió a otra gente —dijo Yvon mirando a su alrededor—. Vine en cuanto pude. En realidad, llegué a El Cairo hace sólo unas horas. —Caminó hasta uno de los grandes armarios de madera y lo abrió. Estaba lleno de piezas pequeñas—. Si su correspondencia estuviese aquí, sería una ayuda —dijo tomando en sus manos una pequeña momia tallada—. La mayor parte de estas piezas son falsas —agregó.
—Hay cartas dentro de ese arcón —indicó Erica, señalándolo.
Yvon se acercó al arcón, y lo abrió.
—Muy bien —dijo, contento—. A lo mejor en estas cartas encontraremos algo que nos ayude. Pero me gustaría asegurarme de que no hay más correspondencia escondida en alguna parte. —Fue hasta el cortinaje y lo descorrió. Un poco de luz de día entró en la habitación—. ¡Raoul! —Llamó Yvon en voz alta. Las cuentas de la cortina de entrada repiquetearon. Yvon mantuvo abierto el cortinaje y Raoul entró en el cuarto.
Era menor que Yvon, tenía tez oscura y pelo negro y había en él un aire de masculina seguridad. A Erica le recordó a Jean Paul Belmondo.
Yvon lo presentó, explicando que había nacido en el sur de Francia, y que, aunque hablaba inglés con facilidad, resultaba difícil comprenderlo debido a su acento. Raoul estrechó la mano de Erica, con una amplia sonrisa. Y entonces, ignorándola, los dos hombres conversaron rápidamente en francés antes de comenzar a revisar la tienda en busca de otras pistas.
—Esto nos tomará tan sólo unos minutos, Erica —dijo Yvon mientras revisaba cuidadosamente uno de los armarios verticales.
Erica se hundió en uno de los grandes almohadones ubicados en el centro de la habitación. Se sentía entumecida por todo lo sucedido. Sabía que era completamente ilegal revisar la tienda de Abdul, pero no protestó. En lugar de eso, observó distraídamente a los dos hombres. Habían terminado de revisar los armarios, y en ese momento comenzaban a descolgar todas las alfombras que cubrían las paredes.
Las diferencias que existían entre esos dos hombres se hicieron evidentes mientras trabajaban. No se trataba de que fueran físicamente distintos. Era mucho más. Era la forma en que se movían y manejaban los objetos. Raoul era torpe y directo, y en general confiaba puramente en su fuerza física. Yvon, en cambio, era cuidadoso y contemplativo. Raoul estaba constantemente en movimiento, un poco inclinado, con la cabeza levemente hundida entre los poderosos hombros. Yvon permanecía muy erguido y observaba los objetos desde una cómoda distancia. Se había arremangado, dejando, al descubierto unos brazos suaves que acentuaban sus manos esculturales y pequeñas. De repente, Erica descubrió por qué Yvon era tan diferente. Tenía el aspecto protegido y consentido de un aristócrata del siglo XIX. Un aire de elegante autoridad pendía sobre él como un halo.
Con el pulso todavía acelerado, Erica descubrió repentinamente que le resultaba intolerable permanecer sentada. Se puso de pie y caminó hasta los pesados cortinajes. Necesitaba tomar aire, pero se dio cuenta de que no tenía ganas de asomarse a la tienda, a pesar de las afirmaciones de Yvon de que el cadáver ya no estaba. Finalmente se decidió, y abrió el cortinaje.
Erica gritó. A sólo sesenta centímetros una cara se había dado vuelta para mirarla en el momento en que abrió el cortinaje. Se oyó un estruendo de cerámica rota cuando la persona que estaba en la tienda, evidentemente tan asustada como la misma Erica, dejó caer todo lo que llevaba en los brazos.
Raoul reaccionó instantáneamente y empujó a Erica para entrar en la tienda. Yvon lo siguió. Tratando de llegar a la puerta, el ladrón trastabilló sobre la cerámica que había en el piso, pero Raoul se movió con la rapidez de un gato, y asestándole un golpe de karate entre los hombros lo hizo caer. El intruso rodó sobre sí mismo. Era un chico como de doce años.
Yvon le echó una mirada y se acercó a Erica.
—¿Se encuentra bien? —Preguntó suavemente.
Erica movió la cabeza.
—No estoy acostumbrada a este tipo de cosas. —Permanecía aferrada a las cortinas, con la cabeza baja.
—Mire bien a este muchacho —dijo Yvon—. Quiero estar seguro de que no era uno de los tres asesinos. —La rodeó con un brazo, pero Erica lo alejó cortésmente.
—Estoy bien —dijo, dándose cuenta de que el haber reprimido su miedo anterior la había hecho reaccionar con exageración, provocándole una explosión al encontrarse con el muchacho.
Respirando profundamente se acercó al agazapado muchacho y lo miró.
—No —dijo simplemente.
Yvon dijo algo en árabe, con aire severo, dirigiéndose al muchacho y éste se puso de pie de un salto y salió corriendo, agitando a su paso la cortina de cuentas.
—La pobreza de este lugar obliga a alguna gente a actuar como buitres. Presienten los problemas.
—Quiero salir de aquí —dijo Erica intentando mantener la calma—. No sé adónde quiero ir, pero necesito salir de aquí. Y todavía siento que hay que avisarle a la policía.
Yvon estiró una mano y la colocó sobre el hombro de la joven. Habló en tono paternal.
—Podemos informar a la policía pero sin comprometerla a usted. La decisión es suya, pero créame que hablo con conocimiento de causa. Las cárceles de Egipto rivalizan con las de Turquía.
Erica estudió los serenos ojos de Yvon antes de mirar sus manos aún temblorosas. Después de la pobreza y del espantoso desorden que había visto en El Cairo, los comentarios de Yvon parecían sensatos.
—Quiero regresar a mi hotel.
—Comprendo —dijo Yvon—. Pero, por favor, permítanos acompañarla, Erica. Deje que antes recoja las cartas que encontramos. Tardaré sólo un momento. —Ambos hombres desaparecieron detrás de los pesados cortinajes.
Erica se acercó al mostrador roto y miró fijamente la mezcla de vidrios destrozados y sangre seca. Le resultó difícil impedir una sensación de náusea, pero tuvo la suerte de encontrar rápidamente lo que buscaba: el falso escarabajo que Abdul le había regalado, ése tan exquisitamente tallado por su hijo. Lo deslizó en su bolsillo mientras tocaba suavemente con el dedo del pie los trozos de cerámica rota que había en el piso. Las dos piezas auténticas estaban entre los escombros. Después de perdurar durante seis mil años habían sido rotas inútilmente, estrelladas contra el piso de esa lamentable tienda por un ladrón de doce años. La pérdida le produjo un malestar físico. Su mirada volvió a detenerse en la sangre seca y tuvo que cerrar los ojos para contener las lágrimas. Una vida humana llena de sensibilidad, destruida por la codicia. Erica intentó vanamente recordar la apariencia del hombre que esgrimía la cimitarra. Tenía las facciones afiladas del típico beduino, y piel del color del bronce bruñido. Pero le resultaba imposible formarse una imagen mental definida del hombre. Abrió nuevamente los ojos y recorrió la tienda con la mirada. Una sensación de furia comenzó a suplantar las lágrimas incipientes. Quería hacer la denuncia a la policía por el recuerdo de Abdul Hamdi, para que su asesino fuera llevado a la justicia. Pero indudablemente la advertencia de Yvon acerca de la policía de El Cairo era correcta. Y si no estaba segura de reconocer al asesino si lo veía nuevamente, el riesgo de acudir a la policía no valía la pena.
Erica se inclinó para recoger uno de los trozos de cerámica más grandes. Sus conocimientos de experta pudieron más que ella, y con impresionante facilidad su mente reprodujo la imagen de la estatua de Seti, con sus ojos de alabastro y feldespato. En su mente tuvo la certeza de que era necesario recobrar la estatua. Nunca había sabido que objetos de tanta importancia se manejaran en el mercado negro.
Erica fue hasta el cortinaje y lo abrió. Yvon y Raoul estaban ocupados enrollando las alfombras que cubrían el piso. Yvon levantó la mirada y le hizo señas de que terminaría enseguida. Erica los miró trabajar. Era indudable que Yvon tenía interés en ponerle coto al mercado negro. Los franceses habían contribuido grandemente a impedir la desaparición de los tesoros egipcios, por lo menos cuando se trataba de aquellos que ellos mismos no habían llevado al Louvre. Si el no acudir a la policía significaba que ella podía ayudar a recuperar la estatua, entonces esa actitud era, quizá, la mejor que podía asumir. Erica decidió que seguiría el consejo de Yvon, pero supo al hacerlo que su forma de pensar era demasiado racional.
Dejando a Raoul encargado de volver a colocar las alfombras en su lugar, Yvon salió de Antica Abdul junto con Erica. Atravesar el Khan el Khalili con el francés era una experiencia totalmente diferente a la de intentar atravesarlo sola. Nadie la molestaba. Como tratando de distraerla de los acontecimientos de la última hora, Yvon conversaba continuamente sobre la feria y sobre El Cairo. Evidentemente conocía a fondo la historia de la ciudad. Se había quitado la corbata y tenía abierto el cuello de la camisa.
—¿Le gustaría tener una cabeza de bronce de Nefertiti? —Preguntó, levantando uno de los horribles recuerdos turísticos que había tomado de un carrito ambulante.
—¡Jamás! —exclamó Erica, horrorizada. Recordó la escena que había vivido después de ser molestada por el muchacho.
—Es necesario que posea una —dijo Yvon comenzando a regatear en árabe. Erica trató de intervenir, pero el francés compró la estatua y se la entregó con gran ceremonia—. ¡Un recuerdo de Egipto, para que lo conserve siempre! El único problema es que creo que los fabrican en Checoslovaquia.
Con una sonrisa, Erica recibió la pequeña estatua. El encanto de El Cairo comenzó a filtrarse a través del calor, la suciedad y la pobreza, y Erica se tranquilizó un poco.
La angosta callejuela por la que caminaban se ensanchó y entraron a la luz del sol de la plaza Al Azhar. Con una cacofonía de bocinas, el tránsito se había detenido. A la derecha, Yvon señaló un exótico edificio con un minarete cuadrado coronado por cinco cúpulas superpuestas en forma de cebolla. Luego la hizo girar. A la izquierda, casi escondida por el tránsito y por un mercado al aire libre, se hallaba la entrada de la famosa mezquita Al Azhar. Caminaron hacia la mezquita, y cuanto más se acercaban a ella, más fácil resultaba apreciar la entrada trabajada con sus dos arcos y sus intrincadas decoraciones de arabescos. Era el primer ejemplo de arquitectura medieval musulmana que Erica había contemplado desde su llegada. En realidad no tenía muchos conocimientos con respecto al Islam, y los edificios le producían una sensación particularmente exótica. Yvon presintió su interés y le señaló varios minaretes, particularmente aquellos que tenían cúpulas y filigrana de piedra. Le narró una síntesis de la historia de la mezquita, incluyendo los nombres de los sultanes que habían contribuido a edificarla.
Erica intentó concentrarse en el monólogo de Yvon, pero le resultó imposible. La zona situada directamente enfrente de la mezquita era utilizada como mercado y estaba atestada de gente. Por otra parte, su recuerdo volvía permanentemente a Abdul, y a la imagen de su muerte repentina y horrible. Cuando Yvon cambió de tema, Erica no respondió. Fue necesario que repitiera la pregunta.
—Este es mi coche. ¿Quiere que la lleve hasta el hotel? —Se trataba de un Fiat negro fabricado en Egipto, relativamente nuevo, pero completamente cubierto de abollones y rayaduras—. No es un Citroën, pero funciona bien.
Por un momento, Erica permaneció confundida. No esperaba encontrarse con un automóvil particular. Regresar al hotel en taxi hubiera sido mejor; Yvon le gustaba, pero se trataba de un desconocido en un país también desconocido. La expresión de sus ojos traicionó sus pensamientos.
—Por favor, comprenda mi posición —dijo Yvon—. Me doy cuenta de que ha sido sorprendida por circunstancias muy desagradables. Me alegro de haber pasado por la tienda de Abdul, y hubiera deseado llegar veinte minutos antes. Lo único que quiero es ayudarla. El Cairo es una ciudad que puede resultar difícil, y después de la experiencia que usted ha tenido, puede resultar agobiante. A esta hora del día no encontrará un taxi desocupado. Los que hay simplemente no son suficientes. Permítame que la lleve a su hotel.
—¿Y Raoul? —Preguntó Erica, tratando de ganar tiempo.
Yvon metió la llave en la cerradura de la puerta del lado del acompañante y la abrió. En lugar de presionar a Erica, se acercó a un árabe de turbante que aparentemente había estado cuidando el automóvil, le dijo algunas palabras en árabe y dejó caer unas monedas en la mano extendida del hombre. Entonces abrió la puerta del lado del conductor y subió al coche, inclinándose para sonreír a Erica. Sus ojos azules tenían una expresión suave en el sol de la tarde.
—No se preocupe por Raoul. Es muy capaz de cuidarse solo. Es usted la que me preocupa. Si tuvo el coraje de caminar sola por las calles de El Cairo, sin duda no debería tener miedo de ir en auto conmigo hasta su hotel. Pero si prefiere no ir conmigo, dígame dónde se aloja y yo me encontraré con usted en el vestíbulo del hotel. No estoy dispuesto a abandonar este asunto de la estatua de Seti I, y es probable que usted pueda ayudarme.
Yvon comenzó a ajustarse el cinturón de seguridad. Erica miró la plaza, suspiró y entró en el auto.
—El Hilton —dijo.
El viaje hasta el hotel no contribuyó a tranquilizarla. Antes de arrancar el auto, Yvon se había puesto un par de suaves guantes de cabritilla, acomodándose con todo cuidado los dedos de cada mano. Cuando finalmente puso el auto en marcha, fue como un acto de venganza, y el pequeño coche se precipitó con un chirriar de ruedas. Debido a lo enmarañado del tránsito, era necesario frenar bruscamente, con el resultado de que Erica debió sujetarse para evitar los magullones. Y así continuó el trayecto, en medio de aceleradas y de frenadas, que arrojaban a Erica hacia atrás y hacia adelante constantemente. Pasaban de un posible accidente a otro, rozando autos, camiones, carritos tirados por burros y hasta edificios. Tanto animales como gente se hacían a un lado, mientras Yvon, aferrado al volante con ambas manos, conducía como si estuviera en medio de una competencia deportiva. Era decidido y agresivo, aunque no se enojaba ni se exasperaba ante el comportamiento de los demás. Si otro automóvil o un carro le impedían el paso, no se preocupaba. Esperaba pacientemente hasta que se abriera un resquicio, y entonces aceleraba.
Salieron del conmocionado centro dirigiéndose hacia el sudoeste y pasaron junto a las ruinas de la muralla de la ciudad vieja y la magnífica ciudadela de Saladino. Dentro de la ciudadela, las cúpulas y los minaretes de la mezquita de Muhammad Ali se elevaban hacia el cielo en una atrevida afirmación del poder del Islam. Llegaron al Nilo a la altura del extremo norte de la isla de Roda. Doblaron a la derecha, y entraron en la ancha avenida que corría paralela a la orilla este del poderoso río. El reluciente y fresco azul del agua, reflejando el sol de la tarde en un millón de diamantes, proporcionaba un refrescante contraste con el calor y la suciedad del centro de la ciudad. Cuando el día anterior, Erica contempló el Nilo por primera vez, se sintió impresionada por su historia y por el hecho de que sus aguas llegaban desde la distante África ecuatorial. Hoy, comprendía realmente que tanto El Cairo como todo el Egipto habitado, no podrían existir sin el río. El polvo opresivo y el calor proclamaban el poder y la dureza del desierto que constantemente presionaba la puerta trasera de El Cairo, amenazando a la ciudad como una plaga.
Yvon condujo el auto directamente hasta la entrada principal del Hilton. Dejó las llaves puestas y consiguió ganarle de mano al portero de turbante y llegar antes que él a la puerta de Erica para abrirla galantemente y ayudarla a descender. Erica, que acababa de ser testigo de las escenas más violentas de su vida, sonrió ante la inesperada galantería. Dado que era norteamericana, no estaba acostumbrada a que un hombre tan evidentemente masculino se preocupara por detalles de cortesía. Ésa era una costumbre típicamente europea, y a pesar de estar exhausta, Erica la encontró encantadora.
—Si quiere subir a su cuarto y refrescarse antes de conversar, la esperaré —dijo Yvon mientras entraban en el ruidoso vestíbulo. Habían llegado los vuelos internacionales de la tarde.
—Creo que antes que nada necesito una copa —dijo Erica sin vacilar un instante.
La temperatura del bar con aire acondicionado era deliciosa, algo así como deslizarse dentro de una pileta de agua cristalina. Se sentaron en un reservado y pidieron las bebidas. Cuando éstas llegaron, Erica apoyó contra su mejilla el vaso helado de vodka con agua tónica y lo mantuvo allí un momento para gozar de su frescura.
Mientras observaba a Yvon beber con toda calma su Pernod, se dio cuenta de la rapidez con que ese hombre se adaptaba al lugar en que se hallaba. Estaba tan cómodo en pleno mercado Khan el Khalili como en el hotel Hilton. Actuaba con la misma seguridad, con el mismo control. Observando más cuidadosamente la ropa de Yvon, Erica advirtió que había sido hecha muy cuidadosamente a la medida de su cuerpo. Erica sonrió al comparar la elegancia de esa ropa con los trajes confeccionados en serie que usaba Richard, pero sabía que Richard no se interesaba por su vestimenta y que la comparación no era justa.
La joven probó su bebida y comenzó a tranquilizarse. Tomó otro trago, más grande que el anterior, y respiró profundamente antes de tragar.
—¡Dios! ¡Qué experiencia! —Comentó. Apoyó la cabeza en una mano y se masajeó la sien. Yvon permaneció en silencio. Después de unos minutos, la muchacha se irguió y enderezó los hombros—. ¿Qué va a hacer con respecto a la estatua de Seti?
—Voy a tratar de encontrarla —contestó Yvon—. Debo encontrarla antes de que salga de Egipto. ¿Le dijo algo Abdul Hamdi con respecto al lugar al que la enviaban? ¿Le hizo algún comentario?
—Solamente que estaría en la tienda durante pocas horas y que pronto continuaría su viaje. Nada más.
—Hace un año apareció una estatua similar y…
—¿Qué quiere decir eso de similar? —Preguntó Erica excitada.
—Quiero decir que era una estatua dorada de Seti I —contestó Yvon.
—¿Y usted llegó a verla, Yvon?
—No. Si la hubiese visto, hoy no estaría en Houston. Fue adquirida por un petrolero a través de un Banco suizo. Traté de seguirle el rastro, pero los Bancos suizos no cooperan. No llegué a ninguna parte.
—¿Sabe si la estatua de Houston tiene jeroglíficos tallados en la base? —Preguntó Erica.
Yvon hizo un movimiento negativo con la cabeza, mientras encendía un cigarrillo Gauloise.
—No tengo la menor idea. ¿Por qué lo pregunta?
—Porque la estatua que yo vi tenía jeroglíficos tallados en la base —dijo Erica, entusiasmándose con el tema—. Y lo que me llamó la atención fue que figuraban los nombres de dos faraones, ¡Seti I y Tutankamón!
Mientras inhalaba profundamente el humo de su cigarrillo, Yvon miró a Erica con curiosidad. Sus delgados labios se apretaron cuando exhaló el humo por la nariz.
—Los jeroglíficos son mi especialidad —dijo Erica poniéndose a la defensiva.
—Es imposible que los nombres de Seti y Tutankamón estén en la misma estatua —afirmó enfáticamente Yvon.
—Es extraño —continuó Erica— pero no me cabe ninguna duda de que es así. Desgraciadamente no tuve tiempo de traducir el resto. Mi primer pensamiento fue que la estatua era falsa.
—No era falsa —dijo Yvon—. Hamdi no hubiera sido asesinado por una imitación. ¿No pudo haber confundido el nombre de Tutankamón por algún otro?
—Jamás —contestó Erica. Buscó una lapicera de su bolsón y dibujó el nombre de coronación de Tutankamón en una servilleta y con aire de desafío se la pasó a Yvon—. Eso era lo que había tallado en la base de la estatua que yo vi.
Yvon miró el dibujo, fumando silencioso y pensativo. Erica lo observaba.
—¿Por qué mataron al viejo? —Preguntó finalmente—. Eso es lo que parece tan insensato. Si querían la estatua, podían haberla robado. Hamdi estaba solo en el negocio.
—No tengo la menor idea —admitió Yvon levantando la mirada del dibujo de Tutankamón—. A lo mejor tiene alguna conexión con la maldición de los faraones. —Sonrió—. Hace alrededor de un año descubrí una ruta de antigüedades egipcias que llegaban a un intermediario de Beirut, quien obtenía las piezas de los peregrinos egipcios que iban a La Meca. No bien establecí contacto con él, ese caballero fue asesinado. ¡Me pregunto si todo esto tiene algo que ver conmigo!
—¿Y usted cree que ese hombre fue asesinado por los mismos motivos que Abdul Hamdi? —Preguntó Erica.
—No. En realidad ese hombre murió en medio de una batalla entre cristianos y musulmanes. Sin embargo, yo me dirigía a verlo cuando eso sucedió.
—Es una tragedia tan sin sentido —dijo Erica con tristeza, pensando nuevamente en Abdul.
—Por cierto —convino Yvon. Pero recuerde que Hamdi no era un espectador inocente y conocía los riesgos, de lo que estaba haciendo. Esa estatua no tenía precio, y en medio de toda esta pobreza, el dinero es capaz de mover montañas. Ésa es la verdadera razón por la que sería un error que usted hablara con las autoridades. En el mejor de los casos es difícil encontrar alguien en quien confiar, y cuando lo que está en juego es esa enormidad de dinero, es probable que ni aun la policía actúe con honestidad.
—No estoy segura de lo que debo hacer —dijo Erica—. ¿Pero cuáles son sus planes, Yvon?
Yvon permitió que su mirada recorriera el vestíbulo decorado con tan poco gusto, al tiempo que saboreaba su Gauloise.
—Espero que haya alguna información en la correspondencia de Hamdi. No es mucho, pero es una forma de empezar. Es necesario que averigüe quién lo mató. —Se volvió hacia Erica, y su rostro adquirió una expresión más seria—. Puedo necesitarla a usted para realizar la identificación final. ¿Se prestaría a hacerla?
—Si puedo, por supuesto —dijo Erica—. En realidad no pude ver bien a los asesinos, pero me gustaría ayudarlo. —Erica pensó en lo que acababa de decir. Las palabras parecían tan trilladas. Pero Yvon pareció no darse cuenta de eso. En cambio, estiró la mano y suavemente le tomó la muñeca.
—Me alegro mucho —dijo con calidez—. Ahora debo marcharme. Me alojo en el hotel Meridien, departamento 800. Queda en la isla de Roda. —Yvon hizo una pausa, pero su mano todavía sostenía suavemente la muñeca de Erica—. Me haría muy feliz que usted aceptara cenar conmigo esta noche. El día de hoy debe haberle producido una impresión terrible de El Cairo, y me gustaría mostrarle la otra cara de la moneda.
La inesperada invitación aduló a Erica. Yvon era increíblemente encantador y probablemente podría cenar con cualquier mujer que se le ocurriera. Obviamente el interés del hombre residía en la estatua, pero la reacción que tuvo Erica ante la invitación lo confundió.
—Gracias, Yvon, pero estoy extenuada. Todavía estoy cansada por el viaje en avión, y anoche no dormí bien. Alguna otra noche, quizá.
—Podríamos cenar temprano. La traeré de regreso a las diez. Después de la experiencia que ha tenido hoy, no creo que le convenga estar sola sentada en un cuarto de hotel.
Erica miró su reloj y comprobó que todavía no eran las seis. Las diez de la noche no sería demasiado tarde, y de todos modos tenía que comer.
—Si está seguro de que no le molestará traerme de vuelta a las diez, me encantaría cenar con usted.
Yvon aumentó la presión de su mano sobre la muñeca de Erica durante un instante, y luego la soltó.
—Entendu —dijo, y después llamó al mozo para pedir la cuenta.