PRÓLOGO

Año 1301 a.c. Tumba de Tutankamón. Valle de los Reyes. Necrópolis de Tebas. Año 10 de Su Majestad, Rey del Alto y Bajo Egipto, Hijo de Re, Faraón Seti I. Cuarta luna de la estación de la Inundación, Día 10.

Emeni hundió el cincel de cubre en los apretados trozos de piedra caliza que había directamente frente a él y sintió que chocaba contra una sólida mampostería. Lo hizo nuevamente, nada más que para estar seguro. Sin duda alguna había llegado a la puerta interior. Tras ella se hallaba un tesoro cuya riqueza resultaba difícil imaginar; tras ella se hallaba la casa de la eternidad del joven faraón Tutankamón, enterrado hacía cincuenta y un años.

Con renovado entusiasmo continuó cavando en los apretados fragmentos de piedra. El polvo le dificultaba la respiración. La transpiración corría en forma de arroyos incesantes por su cara angulosa. Se hallaba boca abajo en un túnel oscuro como la noche y tan angosto que apenas cabía en él su cuerpo flaco y sinuoso. Rastrilló con la mano las piedras sueltas que estaban debajo de él hasta que consiguió ubicarlas al alcance de su pie. Entonces, igual que un insecto que estuviera cavando su madriguera, las empujó detrás de sí para que el aguatero Kemese pudiera juntarlas en una canasta. Emeni no sintió ningún dolor cuando con la mano lastimada buscó a tientas en la oscuridad la pared que había frente a él. Con la punta de los dedos recorrió el sello de Tutankamón que se hallaba sobre la puerta clausurada, inviolada desde el entierro del joven Faraón.

Apoyó la cabeza sobre su brazo izquierdo, permitiendo que su cuerpo se relajara. El dolor le laceraba los hombros, y detrás de sí podía oír la respiración agitada de Kemese juntando las piedras en la canasta.

—Hemos alcanzado la puerta interior —dijo Emeni con una mezcla de miedo y excitación. Más que cualquier otra cosa, deseaba que esa noche llegara a su fin. No era un ladrón. Pero sin embargo allí estaba, cavando un túnel para llegar al eterno santuario del desventurado Tutankamón—. Que Iramen busque mi maza. —Emeni se dio cuenta de que dentro de los estrechos confines del túnel su voz adquiría un tono extraño semejante a un gorjeo. Kemese gritó de contento ante la noticia y gateó hacia atrás para salir del túnel, arrastrando su canasta.

Entonces se hizo un silencio. Emeni sintió que las paredes del túnel se le venían encima. Luchó contra ese miedo claustrofóbico recordando que su abuelo Amenemheb había supervisado el cavado de esa pequeña tumba. Emeni se preguntó si Amenemheb había tocado con sus manos la superficie que se hallaba directamente encima de él. Girando sobre sí mismo apoyó las palmas de las manos sobre la sólida roca, y ese gesto lo reaseguró. Los planos de la tumba de Tutankamón que Amenemheb había puesto en manos de su hijo Per Nefer, padre de Emeni, quien a su vez se los había entregado a él, eran exactos. Emeni había cavado exactamente doce codos a partir de la puerta exterior y había dado con la puerta interior. Tras ella se hallaba la antecámara. Le había tomado dos noches de dura labor, pero para la mañana habría finalizado todo. Emeni planeaba retirar sólo cuatro estatuas de oro, cuya ubicación también estaba marcada en los planos. Una estatua para sí mismo y una para cada uno de sus colaboradores. Entonces volvería a sellar la tumba. Esperaba que los dioses comprenderían. Él no hubiera robado para su propio provecho. Necesitaba esa única estatua para pagar el embalsamamiento completo y la preparación funeraria de sus padres.

Kemese volvió a entrar al túnel, empujando delante de sí la canasta con la maza y una lámpara de aceite. También había colocado en ella una daga de bronce con mango de hueso. Kemese era un verdadero ladrón y no existían escrúpulos que limitaran su apetito de oro.

Con la maza y el cincel de cobre, las manos expertas de Emeni trabajaron rápidamente separando la mezcla que unía los bloques de piedra que se hallaban frente a él. Se maravilló ante la insignificancia de la tumba de Tutankamón, comparada con la enorme caverna que constituía la tumba del faraón Seti I, en la que trabajaba habitualmente. Pero la insignificancia de la tumba de Tutankamón era una bendición, puesto que en caso contrario Emeni nunca hubiera tenido posibilidades de entrar en ella. El edicto formal del faraón Horemheb de borrar la memoria de Tutankamón había traído como consecuencia que los sacerdotes Ka de Amen dejaran de montar guardia, y lo único que tuvo que hacer Emeni fue sobornar con dos medidas de grano y de cerveza al sereno nocturno de las chozas de los obreros. Probablemente ni siquiera eso habría sido necesario ya que Emeni planeaba entrar en la casa de eternidad de Tutankamón durante la gran fiesta de Ope. Todo el personal de la necrópolis, incluyendo la mayor parte de los habitantes del pueblo de Emeni, el Lugar de la Verdad, estaban regocijándose en Tebas, en la costa este del gran Nilo. Sin embargo, a pesar de las precauciones que habían tomado, Emeni aún estaba más ansioso de lo que se había sentido en toda su vida, y esa ansiedad lo llevó a realizar un esfuerzo frenético con la maza y el cincel. El bloque de piedra frente a él se inclinó hacia adelante y luego cayó al piso de la cámara mortuoria.

El corazón de Emeni se detuvo mientras esperaba ser atacado por demonios del otro mundo. En lugar de eso percibió el perfume aromático de cedro e incienso y sus oídos registraron la soledad de la eternidad. Con una sensación de temor reverente se abrió paso hacia adelante y entró a la tumba arrastrándose. El silencio era ensordecedor, la oscuridad, impenetrable. Mirando hacia atrás, por el túnel, divisó la pálida claridad de la luna en tanto Kemese se abría paso hacia adelante. Tanteando como un ciego, Kemese se esforzó por entregar a Emeni la lámpara de aceite.

—¿Puedo entrar? —Preguntó Kemese a la oscuridad después de entregar la lámpara y la yesca.

—Todavía no —respondió Emeni, ocupado en encender la luz—. Regresa y diles a Iramen y a Amasis que en poco rato comenzaremos a llenar nuevamente el túnel.

Kemese gruñó desconforme, e igual que un cangrejo comenzó a retroceder por el túnel.

De la rueda saltó una única chispa que prendió la yesca. Con habilidad, Emeni la aplicó a la mecha de la lámpara de aceite. Surgió la luz, taladrando las tinieblas igual que un repentino calor al penetrar en un cuarto helado.

Emeni se congeló y sus piernas casi se doblaron. En la semipenumbra pudo distinguir la cara de un dios, Amnut, devorador de los muertos. La lámpara de aceite se sacudió en sus manos temblorosas y él tropezó contra la pared. Pero el dios no avanzó hacia él. Y entonces, mientras la luz jugueteaba sobre la dorada cabeza del dios revelando sus dientes de marfil y su cuerpo estilizado, Emeni se dio cuenta de que estaba mirando una cama funeraria. Había dos más, uno con cabeza de vaca y otro con cabeza de león. A la derecha, contra la pared, había dos estatuas de tamaño natural del rey niño Tutankamón custodiando la entrada de la cámara funeraria. En la casa de los escultores, mientras las tallaban, Emeni ya había visto estatuas doradas similares a esas que representaban al Faraón Seti I.

Cuidadosamente evitó pisar una guirnalda de flores secas que había sido dejada sobre el umbral. Se movió con rapidez, y ubicó dos urnas doradas. Con reverencia, abrió las puertas y levantó las estatuas doradas de sus pedestales. Una era una exquisita estatua de Nekhbet, una diosa rapaz del Alto Egipto; la otra era una estatua de Isis. Ninguna de las dos tenía inscripto el nombre de Tutankamón. Eso era importante.

Emeni se deslizó, llevando en sus manos la maza y el cincel, bajó la cama funeraria de Amnut y rápidamente abrió un boquete hacia la cámara lateral. De acuerdo con los planos de Amenemheb, las otras dos estatuas que Emeni deseaba estaban dentro de un arca en esa habitación más pequeña. Sin hacer caso de un fuerte presentimiento Emeni entró dentro de esa habitación manteniendo la lámpara de aceite frente a sí. Para su gran alivio, no encontró en ella ningún objeto terrorífico. Las paredes eran de piedra toscamente cortada. Emeni reconoció el arca que buscaba por la hermosa imagen de la tapa. En ella, tallada en relieve, estaba la imagen de una joven reina que ofrecía ramilletes de lotos, papiros y amapolas al faraón Tutankamón. Pero existía un problema. La tapa había sido cerrada en una forma tan inteligente que no conseguía abrirla. Emeni depositó cuidadosamente la lámpara de aceite sobré un arcón de cedro marrón rojizo y examinó el arca desde más cerca. No tuvo conciencia de la actividad que tenía lugar en el túnel, a sus espaldas:

Kemese ya había llegado a la entrada con Iramen pegado a sus talones. Amasis, un nubio enorme que tenía gran dificultad en deslizar su cuerpo a través del estrecho túnel, se había quedado atrás, pero los otros dos ya conseguían divisar la sombra de Emeni que bailaba grotescamente sobre el piso y la pared de la antecámara. Kemese sujetó la daga de bronce entre sus dientes podridos y pasó del túnel al piso de la tumba. Silenciosamente ayudó a Iramen a ponerse de pie junto a él. Ambos esperaron, animándose a respirar apenas, hasta que con un ínfimo ruido de piedras sueltas Amasis finalmente entró en la cámara. El miedo que habían tenido rápidamente se convirtió en enloquecida avaricia a partir del momento en que la mirada de los tres campesinos se encontró con el increíble tesoro que estaba esparcido alrededor de ellos. Jamás en la vida habían puesto sus ojos sobre objetos tan maravillosos, y estaba todo allí a su alcance. Como una manada de lobos salvajes de Rusia muertos de hambre, los tres se arrojaron sobre los objetos cuidadosamente acomodados. Rajaron urnas llenas de objetos a fin de abrirlas y luego las dejaron vacías. Arrancaron el oro de los muebles y las carrozas.

Al oír el primer estrépito, el corazón de Emeni dejó de latir. Lo primero que pensó fue que habían sido descubiertos. Entonces escuchó los gritos excitados de sus compañeros y comprendió lo que estaba sucediendo. Era igual que una pesadilla.

—¡No! ¡No! —Gritó tomando la lámpara de aceite y abriéndose paso a través de la abertura hasta la antecámara—. ¡Deténganse! ¡En nombre de todos los dioses, deténganse! —El sonido de su voz reverberó dentro de la pequeña habitación, sorprendiendo por un momento a los tres ladrones y deteniendo su frenética actividad. Entonces Remese esgrimió su daga de mango de hueso. Al ver ese movimiento, Amasis sonrió. Fue una sonrisa cruel, y la luz de la lámpara de aceite se reflejó en la superficie de sus enormes dientes.

Emeni se abalanzó en busca de la maza, pero Remese apoyó el pie sobre la misma, sujetándola al piso. Amasis estiró un brazo y aferró la muñeca izquierda de Emeni, devolviendo el equilibrio a la lámpara de aceite. Con la otra mano golpeó a Emeni en la sien y continuó sosteniendo la lámpara de aceite mientras el picapiedras se desplomaba sobre la pila de ropa blanca real.

Emeni no tenía idea del tiempo que permaneció inconsciente, pero cuando volvió en sí, la pesadilla regresó como una enorme ola. Al principio no oyó más que voces apagadas. Un pequeño rayo de luz dorada entraba a través de una grieta de la pared, y moviendo la cabeza lentamente para aliviar el dolor, el picapedrero miró fijamente la cámara funeraria. En ella pudo distinguir la silueta de Kemese en cuclillas entre estatuas bituminizadas de Tutankamón. Los campesinos estaban violando el sagrado Santuario, el Santo de los Santos.

Silenciosamente, Emeni movió una de sus piernas y luego la otra. Tenía insensibles el brazo y la mano izquierda por haber estado torcidos debajo de su cuerpo, pero aparte de eso se sentía bien. Era necesario que buscara ayuda. Calculó la distancia que había entre él y la entrada del túnel. Estaba cerca, pero sería difícil entrar sin hacer ruido. Emeni se irguió a medias, permaneciendo inclinado hasta que se calmara el latido de su cabeza. Repentinamente Kemese se dio vuelta, manteniendo en alto una pequeña estatua de oro de Horus. Divisó a Emeni, y por un momento la sorpresa lo congeló. Entonces, con un alarido, saltó al centro de la antecámara, hacia el lugar en que se hallaba el aturdido picapedrero.

Emeni se zambulló dentro del túnel ignorando el dolor que sentía y raspándose el pecho y el abdomen sobre el borde filoso. Pero Kemese se movió con rapidez y consiguió aferrarle un tobillo. Sujetándolo con fuerza, llamó a los gritos a Amasis. Emeni giró sobre sí mismo hasta quedar de espaldas dentro del túnel y pateó con fuerza con el pie que tenía libre, alcanzando a Kemese en la mejilla. La mano que lo aferraba se aflojó y el picapedrero pudo arrastrarse hacia adelante por el túnel a pesar de las innumerables heridas que le producían las piedras sueltas. Así llegó al seco aire nocturno, y corrió hasta el puesto de guardia de la necrópolis en el camino a Tebas.

Tras él, dentro de la tumba de Tutankamón, comenzó a reinar el pánico. Los tres ladrones sabían que su única posibilidad de escapar era salir inmediatamente, aun cuando hubieran entrado solamente a uno de los dorados sepulcros de la tumba. Amasis salió a regañadientes de la cámara funeraria, tambaleándose bajo el peso de las estatuas doradas que llevaba en los brazos. Kemese ató un grupo de anillos de oro sólido en un trapo, sólo para dejar caer el bulto inadvertidamente sobre el piso sembrado de escombros. Afiebradamente echaron su botín en canastas. Iramen bajó la lámpara de aceite y empujó la canasta en el túnel, entrando luego tras ella. Kemese y Amasis lo siguieron, dejando caer una copa de alabastro en el umbral. Una vez que estuvieron fuera de la tumba, comenzaron a trepar hacia el sur, alejándose del puesto de guardia de la necrópolis. Amasis estaba sobrecargado por el botín. Para dejar libre su mano derecha escondió una copa de loza azul debajo de una roca y luego se apresuró para alcanzar a los demás. Pasaron la ruta que conducía al templo de Hatshepsut, dirigiéndose en vez al pueblo de los obreros de la necrópolis. Una vez fuera del valle, giraron hacia el oeste y entraron en la inmensidad del desierto de Libia. Eran libres y eran ricos, muy ricos.

Emeni jamás había sido torturado, aunque en alguna ocasión hubiera fantaseado con respecto a sus posibilidades de soportar la tortura. No podía soportarla. El dolor crecía con sorprendente rapidez y se convertía de tolerable en intolerable. Se le había dicho que sería examinado con el bastón. No tenía idea de lo que eso significaba hasta que cuatro fornidos guardias de la necrópolis lo obligaron a tenderse sobre una mesa baja, sosteniendo fuertemente cada una de sus extremidades. Un quinto guardia comenzó a azotarle sin piedad las plantas de los pies.

—¡Deténganse! ¡Lo diré todo! —jadeó Emeni. Pero ya lo había dicho todo, por lo menos cincuenta veces. Deseó poder desmayarse, pero no se desmayó. Tuvo la impresión de que sus pies estaban dentro de un fuego y que eran apretados contra carbones encendidos. El tórrido calor del sol de mediodía intensificaba su agonía. Aulló igual que un perro en el momento de ser muerto. Intentó morder el brazo del guardia que sostenía su muñeca derecha, pero alguien lo tomó por el pelo y le tiró la cabeza hacia atrás.

Cuando finalmente Emeni tuvo la seguridad de que se iba a volver loco, el Príncipe Maya, jefe de policía de la necrópolis, movió con aire casual su mano de uñas pulidas indicando que el castigo debía terminar. El guardia del bastón le pegó una vez más antes de detenerse. El Príncipe Maya, después de inhalar el perfume de su acostumbrado pimpollo de flor de loto, miró a sus huéspedes: Nebmare-nahkt, alcalde de Tebas Oeste y Nenephta, supervisor y arquitecto jefe de su majestad el faraón Seti I. Ninguno de ellos habló, de manera que Maya volvió a dirigirse a Emeni que había sido liberado por los guardias y estaba tendido de espaldas sintiendo todavía el incendio de sus pies.

—Dime, una vez más, picapedrero, cómo supiste el camino que conduce a la tumba del faraón Tutankamón.

Emeni fue obligado a sentarse y la imagen de los tres nobles se balanceaba ante sus ojos. Gradualmente la vista se le aclaró. Reconoció al gran arquitecto Nenephta.

—Mi abuelo —dijo Emeni con dificultad—. Él le dio los planos de la tumba a mi padre, quien me los entregó a mí.

—¿Tu abuelo fue picapedrero y trabajó en la construcción de la tumba del faraón Tutankamón?

—Sí —contestó Emeni. Volvió a explicarles que lo único que quería era obtener el dinero necesario para embalsamar a sus padres. Les suplicó que tuviesen piedad de él, explicando que se había entregado cuando vio que sus compañeros profanaban la tumba.

Nenephta observó un halcón que volaba en la distancia formando espirales contra el cielo color zafiro. Sus pensamientos se alejaron del interrogatorio. Este ladrón de tumbas lo preocupaba. Le sobresaltaba darse cuenta con cuánta facilidad podrían frustrarse todos sus esfuerzos por asegurar la casa de la eternidad de su majestad Seti I. Repentinamente interrumpió a Emeni.

—¿Tú eres picapedrero en la tumba del faraón Seti I?

Emeni asintió. Había interrumpido sus súplicas en medio de una frase. Temía a Nenephta. Todo el mundo le temía.

—¿Crees que la tumba que estamos construyendo puede ser robada?

—Toda tumba puede ser robada en cuanto no esté custodiada.

Nenephta sintió que lo envolvía una oleada de furia. Con gran dificultad contuvo sus ganas de azotar personalmente a esa hiena humana que representaba todo lo que él odiaba. Emeni presintió la animosidad del arquitecto y retrocedió hacia sus torturadores.

—¿Y cómo sugerirías que protegiéramos al Faraón y a sus tesoros? —Preguntó Nenephta finalmente con voz que temblaba de enojo contenido.

Emeni no supo qué contestar. Permaneció con la cabeza baja soportando el pesado silencio que se produjo. El único pensamiento que se le ocurría era la verdad.

—Es imposible proteger al Faraón —dijo finalmente—. Lo mismo que ha sucedido en el pasado, sucederá en el futuro. Las tumbas serán robadas.

Con una rapidez que desafiaba la corpulencia de su cuerpo. Nenephta se puso de pie de un salto y lo golpeó con el dorso de la mano.

—¡Porquería! ¡Cómo te atreves a hablar con tanta insolencia del Faraón! —Estuvo a punto de golpearlo nuevamente, pero el dolor que le había provocado en la mano el primer golpe lo contuvo. En vez de eso, se ajustó la túnica de hilo y habló nuevamente—. Ya que eres un experto en el robo de tumbas, ¿qué explicación tiene que tu aventura fracasara tan miserablemente?

—No soy un experto en robos de tumbas. Si lo fuese hubiera previsto el efecto que los tesoros del faraón Tutankamón provocarían en mis ayudantes campesinos. La avaricia los llevó a la locura.

Las pupilas de Nenephta repentinamente se dilataron a pesar de la brillante luz del sol. Su rostro se aflojó. El cambio de expresión fue tan evidente, que aun el somnoliento Nebmare-nahkt lo advirtió, y detuvo a mitad de camino la mano con la que se llevaba un dátil a la boca.

—¿Está bien su Excelencia? —Nebmare-nahkt se inclinó hacia adelante para observar mejor el rostro de Nenephta.

Pero los veloces pensamientos de Nenephta eran más importantes que su semblante. Las palabras de Emeni le produjeron una repentina revelación. Una débil sonrisa surgió entre las arrugas de sus mejillas. Dándose vuelta hacia la mesa, se dirigió a Maya con excitación.

—¿Ha sido sellada nuevamente la tumba del faraón Tutankamón?

—Por supuesto —dijo Maya—. Inmediatamente.

—Ábranla de nuevo —dijo Nenephta, volviéndose a Emeni.

—¿Reabrirla? —preguntó Maya sorprendido. Nebmare-nahkt dejó caer su dátil.

—Sí. Deseo entrar yo mismo en esa lamentable tumba. Las palabras de este picapedrero me han provocado una inspiración digna del gran Imhotep. Ahora conozco el medio de custodiar los tesoros de nuestro faraón Seti I durante toda la eternidad. Me cuesta creer que no se me haya ocurrido antes.

Por primera vez, Emeni se sintió invadido por un rayo de esperanza. Pero la sonrisa de Nenephta desapareció cuando repentinamente se dio vuelta hacia el prisionero. Sus pupilas se estrecharon y su rostro se oscureció igual que una tormenta de verano.

—Tus palabras me han ayudado, pero eso no repara tu malévola acción. Serás juzgado pero yo seré tu acusador. Morirás en la forma prescripta. Serás empalado vivo a la vista de tus iguales y tu cuerpo será lanzado a las hienas.

Indicando con un gesto a sus asistentes que acercaran su silla, Nenephta se dirigió a los otros nobles.

—Hoy han servido bien al Faraón —dijo.

—Ese es mi deseo más ferviente, Excelencia —respondió Maya—. Pero no comprendo.

—No se trata de algo que tú debas comprender. La inspiración que he tenido hoy será el secreto más celosamente guardado del universo. Durará por toda la eternidad.