La vida de un encargado de peajes que trabaja en una de las bocas de los túneles de entrada a la ciudad de Nueva York no tiene excesivo glamour.
De cuando en cuando hay algo de alboroto: como aquella vez que un ladrón atracó a uno de los encargados y le robó trescientos doce dólares; su único problema fue que se le ocurrió hacerlo a la entrada del puente Triborough, mientras al otro lado una docena de policías desconcertados lo esperaban en la única salida que podía tomar.
Pero el operario que estaba sentado en la cabina del túnel Midtown de Queens aquella mañana lluviosa, justo después de las ocho a.m. —un neoyorquino, guardia de tráfico jubilado, que trabajaba en los peajes a tiempo parcial—, no había visto ningún problema serio en años y le resultaba excitante que ocurriera algo que rompiera la monotonía. Todos los trabajadores de las cabinas de peajes de Manhattan habían recibido una llamada de alta prioridad desde la oficina central de la autoridad portuaria, para informarles acerca de un barco hundido frente a las costas de Long Island, uno de esos barcos que cargaban con inmigrantes ilegales. Se suponía que algunos de los chinos que iban a bordo se dirigían a la ciudad, y también el propio traficante. Iban en una furgoneta blanca con el nombre de una iglesia pintado y en un Honda rojo. Se sabía que al menos uno de ellos, quizás todos, estaba armado.
Había varias maneras de acceder a la ciudad desde Long Island por tierra: por puentes o túneles. Algunos eran gratis —por ejemplo, no había peaje en los puentes de Brooklyn o de Queensboro—, pero la ruta más directa desde las inmediaciones de Long Island era el túnel de Midtown Queens. La policía y el FBI habían conseguido los permisos necesarios para cerrar todas las líneas Express y las de importe exacto, para que los delincuentes tuvieran que pasar necesariamente por una cabina con asistente.
El ex policía jamás hubiera pensado que iba a ser él quien viera a los inmigrantes.
Pero daba la impresión de que así era como iban a suceder las cosas. Se secó el sudor de las manos en las perneras de sus pantalones mientras observaba cómo la furgoneta blanca con una inscripción a un lado, conducida por un chico chino, se acercaba poco a poco hasta su cabina.
A diez coches… A nueve…
Sacó de la funda su vieja arma de servicio, una Smith & Wesson 357 con un cañón de cuatro pulgadas, y la dejó en el extremo más alejado de la caja registradora, mientras se preguntaba cómo iba a abordar la situación. Pensó en hacer una llamada pero ¿qué pasaría si los tipos reaccionaban de forma extraña o evasiva? Decidió que les ordenaría que salieran de la furgoneta.
Aunque, ¿qué sucedería si alguno de ellos rebuscaba bajo el cuadro de mandos o entre los asientos?
Mierda, se hallaba metido en un cubículo al descubierto, sin refuerzos y con un montón de gánsteres chinos que iban hacia él. Y tal vez estuvieran armados con la que era la mayor contribución rusa a las armas pequeñas: metralletas AK-47.
Joder, iba a tener que abrir fuego…
El operador ignoró a una mujer que se quejaba de que hubieran cerrado las líneas de importe exacto y miró la línea de coches. La furgoneta se hallaba a tres vehículos de distancia.
Echó mano al cinturón y sacó el Speedloader, un anillo de metal que contenía seis balas, con el que podría recargar su arma, su Smittie, en cuestión de segundos. Lo dejó junto a la pistola y se secó el sudor de la mano con la que disparaba otra vez en la pernera. Titubeó un instante, cogió el arma, la amartilló y volvió a dejarla sobre el mostrador. Aquello iba contra las normas pero, diantre, era él quien estaba en la pecera y no el mandamás que escribía las reglas.
*****
En un principio, Sam Chang se había temido que la larga cola de coches significara que habían puesto controles, pero cuando vio las cabinas decidió que seguramente se trataba de alguna frontera que había que cruzar.
Pasaportes, papeles, visados… No tenían nada de eso.
Presa del pánico, buscó una salida pero no había: la carretera estaba rodeada de altos muros.
Entonces, William dijo con calma:
—Tenemos que pagar.
—¿Por qué pagar? —preguntó Sam Chang al muchacho, su experto particular en aduanas americanas.
—Es un peaje —le explicó como si fuera algo obvio—. Necesito dólares americanos. Tres y medio.
En la faltriquera Chang llevaba miles de yuan de curso legal, por muy empapados y salados que estuvieran, pero no se había atrevido a cambiar a dólares en el mercado negro de Fuzhou pues esto habría alertado a la seguridad pública de que se disponía a abandonar el país. En un hueco entre los dos asientos delanteros encontraron un billete de cinco dólares.
La furgoneta avanzaba muy poco a poco. Había dos coches por delante.
Chang miró al hombre de la cabina y observó que parecía estar muy nervioso. No dejaba de mirar la furgoneta aunque lo disimulara.
Ahora sólo tenían un coche por delante.
El hombre de la cabina los observaba con atención por el rabillo del ojo. Tenía la lengua en las comisuras de los labios y se balanceaba entre ambos pies.
—Esto no me gusta —dijo William—. Sospecha algo.
—No hay nada que podamos hacer —le contestó su padre—. Sigue.
—Me la pasaré.
—¡No! —musitó Chang—. Puede que tenga un arma. Nos disparará.
William llevó la furgoneta frente a la cabina y la detuvo. ¿Acaso el chico, en este estado de rebelión nuevo para Chang, sería capaz de hacer caso omiso de su orden y cruzar la barrera a toda velocidad?
El hombre de la cabina tragó saliva y asió algo que tenía sobre el mostrador. ¿Pulsaba algún botón que enviara una señal?, se preguntó Chang.
William miró hacia abajo y cogió el billete americano que descansaba en la divisoria entre ambos asientos.
El oficial pareció estremecerse. Se agachó y movió el brazo hacia la furgoneta.
Luego se fijó en el billete que William le ofrecía.
¿Iba algo mal? ¿Le ofrecía demasiado dinero? ¿Demasiado poco? ¿Esperaba un soborno?
El hombre de la cabina entrecerró los ojos. Tomó el billete con una mano temblorosa, inclinándose al hacerlo, y miró el lateral de la furgoneta donde se leían las siguientes palabras:
The Home Store
Mientras el guardia contaba las vueltas se fijó en la parte trasera de la furgoneta. Chang rezó para que todo lo que el hombre llegara a ver fueran las docenas de arbolillos y setos que Chang, William y Wu habían arrancado de un parque, y que habían colocado en la furgoneta para dar la impresión de que transportaban plantas para alguna tienda. El resto de los integrantes de ambas familias estaban tirados en el suelo, escondidos entre las ramas de los arbustos.
El oficial le devolvió el cambio.
—Un buen sitio, The Home Store. Siempre voy a comprar allí.
—Gracias —respondió William.
—Un mal día para andar llevando entregas, ¿eh? —le preguntó a Chang apuntando al cielo de tormenta.
William puso en marcha la furgoneta, aceleró y pocos instantes después entraban en el túnel.
—Bien, estamos a salvo, hemos dejado atrás a los guardias —anunció Chang, y los demás pasajeros se sentaron, sacudiéndose el polvo y las hojas de la ropa.
Bueno, su idea había funcionado.
Una vez que salieron de la playa y tomaron la autopista, Chang se había dado cuenta de que la policía americana haría lo que acostumbraba a hacer la policía china y el PLA cuando buscaban disidentes políticos: establecer controles de carretera.
De tal modo que se detuvieron en un gran centro comercial, donde estaba The Home Store. Abría las veinticuatro horas del día y, al haber pocos empleados dado lo temprano de la hora, Chang, Wu y William no tuvieron problema para colarse dentro por la zona de carga. Robaron unos cuantos botes de pintura, pinceles y herramientas del almacén y salieron sin ser vistos. Pero no antes de que Chang cruzara un pasillo y echara un vistazo por la puerta que conectaba el almacén y la tienda. Lo que vio le dejó estupefacto: pasillos inmensos en todas direcciones. Era increíble: Chang jamás había visto tal cantidad de herramientas, útiles y electrodomésticos. Cocinas listas para su instalación, millares de lámparas, muebles de exterior, hornillos, puertas, ventanas, alfombras… hileras e hileras de objetos prácticos para la casa, de clavos y tornillos. La primera reacción de Chang fue ir a buscar a Mei-Mei y a su padre para enseñarles el lugar. Bueno, ya tendrían tiempo después para eso.
—Cojo todo esto porque lo necesitamos —le dijo Chang a William—, para sobrevivir. Pero en cuanto tenga dinero verde, voy a pagárselo. Les enviaré el dinero.
—Estás loco —le contestó el muchacho—. Ellos tienen más de lo que necesitan. Ya cuentan con que les roben cosas. Lo añaden al precio.
—¡Les devolveremos el dinero! —replicó Chang. Esta vez el chico ni siquiera se molestó en contestarle. Chang encontró una pila de lo que parecían periódicos a todo color en la zona de carga y descarga. Luchando con el inglés, se dio cuenta de que era un folleto de propaganda y que contenía un listado de direcciones de diversas tiendas de la cadena The Home Store. En cuanto recibiera su primera paga en dinero verde o cambiara algunos yuan les devolvería el dinero.
Volvieron a la furgoneta y encontraron un camión aparcado en las inmediaciones. William cambió las matrículas de ambos vehículos y condujeron hacia la ciudad hasta que encontraron una fábrica abandonada. Aparcaron en el muelle de carga protegido de la lluvia y Chang y Wu pintaron de blanco sobre las letras de la iglesia para borrarlas. Una vez que se hubo secado la pintura blanca, Chang, calígrafo desde hacía años, pintó con pericia las palabras «The Home Store» usando un tipo de letra similar al del folleto de propaganda que había cogido.
El truco había funcionado y, tras lograr pasar desapercibidos ante la policía y el guarda de la cabina de peaje, cruzaron el túnel y salieron a las calles de Manhattan. Mientras esperaban en la cola del peaje, William había estudiado el mapa con detenimiento y más o menos sabía cómo llegar a Chinatown. Las calles de una sola dirección les causaron algún que otro contratiempo, pero William pronto se orientó, y llegó a la carretera que buscaba.
A través del denso tráfico de la hora punta, moviéndose entre la lluvia intermitente y los jirones de niebla, avanzaron a lo largo del río cuya forma era similar a la del mar al que acababan de sobrevivir.
Tierra gris, pensó Chang. Nada de autopistas de oro ni de ciudades de diamantes, tal y como les había prometido el desdichado capitán Sen.
Chang echó un vistazo a las calles y a los edificios y se preguntó qué les esperaría ahora.
En teoría, aún le debía mucho dinero al Fantasma. La tarifa usual para introducir a alguien de China en los Estados Unidos rondaba los cincuenta mil dólares. Y como Chang era un disidente y estaba desesperado por largarse cuanto antes, suponía que el agente del Fantasma en Fuzhou le cobraría un plus añadido. Sin embargo, le sorprendió saber que la tarifa del Fantasma era sólo de ochenta mil dólares para toda la familia, incluido su padre. Chang había reunido sus magros ahorros, y había pedido dinero prestado a familiares y a amigos hasta llegar a reunir un diez por ciento del pago total.
En su contrato con el Fantasma, Chang había acordado que Mei-Mei, William, él (y su hijo menor, cuando tuviera edad para trabajar) pagarían una cantidad al mes a los cobradores del Fantasma hasta que la deuda hubiera quedado saldada. Muchos inmigrantes trabajaban directamente para los cabezas de serpiente que los habían introducido en el país, por lo general, los hombres trabajaban en los restaurantes de Chinatown y sus mujeres en fábricas de confección, y vivían en pisos francos que se les proporcionaban a cambio de una cantidad fija. Pero Chang no se fiaba de los cabezas de serpiente, y mucho menos del Fantasma. Corrían demasiados rumores sobre inmigrantes apaleados, violados y retenidos como prisioneros en esos pisos francos infestados de ratas. Desde China él había realizado sus propios contactos para conseguir un empleo para William y para él y un apartamento en Nueva York a través del hermano de un amigo suyo.
Sam Chang siempre había pagado sus deudas. Pero ahora, tras el hundimiento del Fuzhou Dragón y los intentos del Fantasma por asesinarles, el contrato había quedado invalidado y por tanto se habían liberado de la asfixiante deuda; siempre y cuando, eso sí, pudieran seguir vivos lo suficiente como para ver que la policía detenía, mataba u obligaba a volver a China al Fantasma y a sus bahgshows, lo que en un principio significaba desaparecer lo antes posible.
William conducía con pericia entre el tráfico. (¿Dónde habría aprendido a hacerlo? No tenían coche…). Mientras, Sam Chang se volvió para mirar a los pasajeros de la furgoneta. Estaban despeinados y apestaban a agua salobre. Yong-Ping, la esposa de Wu, se encontraba mal: tenía los ojos cerrados, tiritaba y el sudor le cubría el rostro. El golpe contra las rocas le había destrozado el brazo, que sangraba copiosamente a pesar del vendaje improvisado. La guapa hija adolescente de Wu, Chin-Mei, no había sufrido ningún daño, pero se la veía claramente asustada. Su hermano menor, Lang, tenía la misma edad que el hijo menor de Chang, y ambos chavales, con un idéntico corte de pelo tipo casco, estaban sentados juntos y cuchicheaban mientras miraban por la ventanilla.
El anciano Chang Jiechi, sentado inmóvil en la parte trasera, con las piernas cruzadas, los brazos colgando y el pelo cano peinado hacia atrás, estaba callado y lo observaba todo con ojos mustios. Su piel mostraba mayores señales de ictericia que cuando dejaran Fuzhou dos semanas atrás, pero Chang se dijo que quizás no fuera sino su propia imaginación. En cualquier caso, decidió que lo primero que haría, una vez estuvieran instalados en su apartamento, sería conseguirle un médico.
La furgoneta redujo la marcha hasta detenerse a causa del tráfico. William hizo sonar el claxon con impaciencia.
—Quieto —le advirtió su padre—. No queremos llamar la atención.
El muchacho lo hizo sonar de nuevo.
Chang lo miró: la cara alargada, el pelo largo tapándole las orejas. Le preguntó con rudeza:
—¿Dónde aprendiste a arrancar así una furgoneta?
—¿Acaso importa? —respondió el muchacho.
—Dímelo.
—Me lo contó un chico del colegio.
—No, mientes. Ya lo has hecho antes.
—Sólo robo a los subsecretarios del partido y los jefes de comuna. Supongo que eso no te desagrada, ¿no?
—¿Que haces qué…?
El chico sonrió con malicia y Chang comprendió que sólo estaba bromeando. No obstante, el comentario tenía una intención cruel; se refería a los escritos políticos de Chang de carácter anticomunista, que tantos problemas habían causado a su familia dentro de China y que les habían forzado a abandonar el país.
—¿Con quién pasas tú el tiempo… con ladrones?
—Oh, padre…
El chico movió la cabeza, condescendiente, y a Chang le dieron ganas de pegarle un bofetón.
—¿Y para qué andas con una navaja encima?
—Mucha gente lleva navaja. Yeye tiene una.
«Yeye» era el término afectuoso que usaban muchos niños chinos para decir «abuelo».
—Lo que lleva es un pequeño cortaplumas para limpiar pipas —dijo Chang—, y no un arma. ¿Cómo puedes ser tan poco respetuoso? —gritó.
—Si no hubiera llevado navaja —respondió el muchacho con mal genio—, y si no hubiera sabido cómo hacerle un puente a un coche, lo más probable es que ahora estuviéramos muertos.
El tráfico se aceleró y William mantuvo un silencio malhumorado.
Chang le dio la espalda: se sentía físicamente agredido por las palabras del chico, por el lado pendenciero de su personalidad. Claro que ya antes había tenido problemas con él. En su adolescencia se había vuelto amargado, violento y retraído. Empezó a faltar a clase. El día que vino del colegio con una carta de su profesor donde se le reprendía por sus bajas calificaciones, Chang tuvo unas palabras con él, pues sabía que su inteligencia era muy superior a la media. William le dijo que no tenía la culpa de aquello. En el colegio lo perseguían y lo discriminaban porque su padre era un disidente que había desacatado la regla de no tener más de un hijo, que hablaba favorablemente acerca de la independencia de Taiwán y (y éste era el peor sacrilegio de todos) que era crítico con el Partido Comunista Chino y con su política de mano dura en materia de derechos humanos y de libertades. Tanto a él como a su hermano pequeño les hostigaban por ser los «supermimados», hijos únicos de familias comunistas acomodadas, adorados por sus familiares y con tendencia a molestar al resto de los estudiantes. Y no ayudaba mucho el hecho de que William tuviera ese nombre en homenaje al emprendedor norteamericano más famoso del mundo ni que Ronald aludiera a un presidente estadounidense.
Pero Chang no había tomado muy en cuenta ni su comportamiento ni las explicaciones que le brindó entonces. Además, lo de criar a los niños era cosa de Mei-Mei y no suya.
¿Por qué el chico se comportaba ahora de manera tan distinta?
Pero entonces Chang se dio cuenta de que como trabajaba diez horas al día en una imprenta y pasaba gran parte de la noche ocupado en sus actividades disidentes, no había pasado mucho tiempo con su hijo: no hasta el viaje desde Rusia hasta Meiguo. Tal vez, pensó con un escalofrío, ésta fuera la forma en que se comportaba habitualmente.
Durante un instante sintió otro ataque de cólera, aunque sólo en parte dirigido a William. Chang no habría podido decir con exactitud por qué se sentía tan irascible. Durante un instante observó las calles llenas de gente y luego le dijo a su hijo:
—Tienes razón. Yo no habría sabido arrancar el coche. Gracias.
William no acusó recibo de las palabras de su padre y siguió colgado al volante, ensimismado en sus asuntos.
Veinte minutos después entraban en Chinatown y bajaban por una calle cuyo nombre, tanto en chino como en inglés, era Canal Street. La lluvia iba remitiendo y las aceras estaban llenas de gente, en una avenida llena de tiendas de ultramarinos y de souvenirs, de pescaderías, joyerías y panaderías.
—¿Dónde vamos ahora? —preguntó William.
—Aparca ahí mismo —le dijo Chang, y William paró la furgoneta sobre el bordillo. Salieron Chang y Wu. Fueron a una tienda y le pidieron al dependiente que les informara sobre las asociaciones del barrio: los tongs. Dichas asociaciones suelen estar compuestas por gente que proviene de una misma zona geográfica dentro de China. Chang buscaba un tong fujianés, ya que ambas familias provenían de la provincia de Fujián. A pesar de que gran parte de los primeros inmigrantes provenían de la zona de Cantón, Chang presuponía que un tong cantones no les daría la bienvenida. Se sorprendió al enterarse de que una gran parte de la gente que poblaba Chinatown era de Fujián, y que muchos cantoneses se habían mudado a otras zonas de la ciudad. A pocas manzanas de distancia había un tong fujianés.
Chang y Wu dejaron a sus familias en la furgoneta robada y atravesaron las calles abarrotadas hasta encontrarlo. Estaba pintado de rojo y lucía el típico tejado chino en forma de ala de ave; se trataba de un edificio cochambroso de tres plantas que parecía haber sido transportado directamente desde algún barrio cutre de Fuzhou, por ejemplo, el cercano a la estación de autobuses del norte de la ciudad. Con presteza, entraron en el cuartel general del tong con la cabeza gacha, como si la gente que llenaba el vestíbulo del edificio fuera a denunciar su llegada y sacar el móvil para llamar al INS, o al Fantasma.
*****
Jimmy Mah, vestido con un traje gris manchado de ceniza, con visos de romperse por las costuras, los saludó y les invitó a que subieran hasta su oficina.
Presidente de la Sociedad Fujianesa del East Broadway, Mah en realidad venía a ser el alcalde en funciones de aquella zona de Chinatown.
Su oficina era amplia, aunque casi sin amueblar: sólo contenía dos escritorios, media docena de sillas —cada una distinta de las otras—, pilas de papeles, un ordenador y una televisión. Sobre una estantería torcida reposaba un centenar de libros en chino. En las paredes había pósteres amarillentos, sucios, con motivos de paisajes chinos. No obstante, a Chang no le engañó el estado destartalado del lugar: sospechaba que Mah debía de ser multimillonario con creces.
—Sentaos, por favor —dijo Mah en chino. Era un hombre de cara rechoncha y pelo negro y lacio; les ofreció cigarrillos y Wu tomó uno mientras que Chang negó con la cabeza. Había dejado de fumar cuando perdió su plaza de profesor y se habían quedado cortos de dinero.
Mah se fijó en sus prendas sucias, en sus pelos revueltos.
—Por vuestro aspecto parece que tenéis una buena historia. ¿Tenéis algo interesante que contarme? ¿Una historia convincente? ¿Qué podrá ser? Estoy seguro de que me encantará escucharla.
Y lo cierto es que Chang sí tenía una historia. Ignoraba si resultaría interesante o convincente, pero sí sabía una cosa: era pura ficción. Había decidido no decirle a ningún extraño que habían venido en el Fuzhou Dragón y que era posible que el Fantasma anduviera tras su rastro.
—Acabamos de llegar al puerto en un barco hondureño —le dijo a Mah.
—¿Quién era vuestro cabeza de serpiente?
—No llegamos a saber su nombre. Se llamaba a sí mismo Moxige.
—¿Un mexicano? —Mah movió la cabeza—. No trabajo con cabezas de serpiente latinos.
El dialecto de Mah mostraba la influencia del acento americano.
—Cogió nuestro dinero —dijo Chang con amargura—, pero luego nos dejó tirados en el puerto. Iba a conseguirnos papeles en regla y un medio de transporte. Se ha esfumado.
Curioso, Wu le observaba contar esta patraña. Chang le había dicho que se estuviera callado y que le dejara a él hablar con Mah. En el Dragón, Wu bebía más de la cuenta y se ponía pesado. No había sabido medir lo que les contaba a los inmigrantes y a la tripulación en aquella bodega.
—¿No es lo que acostumbran a hacer en ocasiones? —dijo Mah con jovialidad—. ¿Por qué engañan a la gente? ¿No es malo acaso para los negocios? Que se jodan los mexicanos. ¿De dónde sois?
—De Fuzhou —respondió Wu. Chang se puso tenso. Iba a mencionar una ciudad distinta de Fujián para minimizar cualquier tipo de conexión entre los inmigrantes y el Fantasma.
—Tengo dos niños y un bebé —prosiguió Chang, simulando su enfado—. Y también está mi padre. Es un anciano. Y la esposa de mi amigo está enferma. Necesitamos ayuda.
—Así que ayuda, ¿eh? Bien, ésa es una historia interesante, he de admitirlo. Pero ¿qué tipo de ayuda queréis? Hay cosas que puedo hacer. Y otras que no. ¿Soy acaso uno de los Ocho Inmortales? No, claro que no. ¿Qué es lo que necesitáis?
—Papeles, documentación. Para mi mujer, mi hijo mayor y para mí.
—Claro, claro. Puedo encargarme de algunas cosas: carné de conducir, números de la Seguridad Social, identificaciones de viejas empresas, empresas que han quebrado donde nadie te va a seguir la pista, ¿eh? ¿Soy o no soy inteligente? Sólo Jimmy Mah lo piensa todo así. Estas tarjetas te harán parecer un ciudadano normal y corriente pero no podrás conseguir un puesto de trabajo con ellas. Hoy en día los cabrones del INS obligan a las empresas a comprobar todos los datos.
—Tengo un trabajo apalabrado —dijo Chang.
—Y no hago pasaportes —añadió Mah—. Ni cartas verdes.
—¿Qué es eso?
—Permisos de residencia.
—Vamos a quedarnos de forma clandestina mientras esperamos la amnistía.
—¿Sí? Tal vez tengáis que esperar sentados.
Chang se encogió de hombros.
—Mi padre necesita que le vea un médico —añadió luego y señaló a Wu—. Su mujer también. ¿Puedes conseguirnos tarjetas de sanidad?
—No hago ese tipo de cosas. Son demasiado fáciles de detectar y luego me siguen la pista. Tendréis que acudir a un médico privado.
—¿Son muy caros?
—Sí, muy caros. Pero si no tenéis dinero id a un hospital público. Os atenderán.
—¿Te tratan bien?
—¿Cómo voy a saber yo si te tratan bien o no? Además, ¿acaso tenéis otra opción?
—Vale —dijo Chang—. ¿Cuánto por la restante documentación?
—Mil quinientos.
—¿Yuan?
Mah se rió.
—En billetes verdes.
¡Mil quinientos dólares! Chang no mostró ninguna sorpresa pero pensó que era una locura. En la faltriquera llevaba el equivalente a unos cinco mil dólares en yuan chinos. Era todo el dinero que su familia tenía en el mundo. Negó con la cabeza.
—No, imposible.
Tras unos cuantos minutos de animado regateo quedaron en que le pagaría novecientos dólares por toda la documentación.
—¿Tú también? —le preguntó Mah a Wu.
El delgado Wu asintió y luego añadió:
—Pero sólo para mí. Así será menos dinero, ¿no?
Mah dio una calada a su cigarrillo.
—Quinientos. No bajaré más.
Wu también trató de regatear pero Mah se mantuvo inflexible. Al final, el demacrado Wu aceptó a regañadientes.
—Necesito fotos de todos vosotros para los carnés de conducir y los de las empresas. Id a una galería comercial. Allí os harán las fotos.
Chang recordó con tristeza una noche años atrás en la que Mei-Mei y él se habían metido en un cubículo de aquellos en un parque de atracciones de Xiamen, poco tiempo después de conocerse. Ahora las fotos estaban en una maleta dentro del cadáver del Fuzhou Dragón, en el fondo del mar oscuro.
—También necesitamos una furgoneta. No puedo permitirme comprar una. ¿Puedo alquilártela a ti?
—¿No tengo de todo? —se mofó el jefe del tong—. Claro que sí, claro que sí.
Tras un nuevo regateo llegaron a un acuerdo sobre el alquiler. Mah calculó el total de lo que le debían y luego impuso el cambio para que le pagaran en yuan. Les dijo la cifra exorbitante y ellos la aceptaron con dolor.
—Dadme nombres y direcciones para los papeles.
Se volvió hacia el ordenador y, mientras Chang le dictaba la información, Mah tecleaba con rapidez.
El mismo Chang había pasado mucho tiempo delante de su viejo ordenador portátil. Internet se había convertido en el medio más importante que tenían los disidentes chinos para comunicarse con el resto del mundo, aunque no lo tenían fácil. El módem de Chang era dolorosamente lento, y las agencias de seguridad pública, así como los agentes del Ejército de Liberación Popular, rastreaban sin descanso los correos electrónicos y los mensajes y llamamientos que colgaban los disidentes. En su ordenador, Chang tenía un cortafuegos que con un bip le advertía si el gobierno trataba de infiltrarse en su sistema. Entonces se desconectaba al instante y después tenía que agenciarse una nueva dirección electrónica y un nuevo proveedor. Pensó con pena que también su portátil estaba ahora en el fondo del mar, donde dormiría para siempre en el vientre del Fuzhou Dragón.
Mientras Chang le dictaba la dirección, el jefe del tong alzó la mirada del teclado.
—¿Así que viviréis en Queens?
—Sí. Un amigo nos consiguió un sitio donde quedarnos.
—¿Es grande? ¿Estaréis cómodos? ¿No crees que mi agente os podría encontrar algo mejor? Estoy pensando que sí. Tengo mis contactos en Queens.
—Es el hermano de mi mejor amigo. Y ya nos ha pagado la fianza.
—Ah, el hermano de un amigo. Bueno, allí tenemos una asociación afiliada, la Asociación de Comerciantes de Flushing. Muy grande, poderosa. Ahí está el nuevo Chinatown de Nueva York, en Flushing. Tal vez no te guste tu apartamento. Tal vez tus hijos no estén seguros. Es posible, ¿no crees? Vete a la asociación y diles mi nombre.
—Lo recordaré.
Mah señaló la pantalla del ordenador y preguntó a Wu:
—¿Estaréis los dos en esta dirección?
Chang empezó a decir que así sería pero Wu le interrumpió.
—No, no. Quiero quedarme en Manhattan. Aquí, en Chinatown. ¿Podrá tu agente encontrarnos una casa?
—Pero… —empezó a decir Chang, asombrado.
—No te refieres a una casa en condiciones, ¿no? —preguntó Mah, pasmado—. No hay ninguna… que puedas permitirte.
—¿Y un apartamento?
—Sí —dijo Mah—, él alquila habitaciones por días. Puedes mudarte hoy y estar el tiempo que tardes en encontrar un hogar permanente. —Mientras Mah tecleaba y el susurro del módem sonaba en la estancia, Chang le pasó el brazo a Wu por el hombro y le murmuró—: No, Qichen, debéis venir con nosotros.
—Nos quedamos en Manhattan.
Chang se acercó más para que Mah no pudiera oír lo que decían y le susurró: «No seas tonto. El Fantasma os encontrará».
Wu se rió.
—No te preocupes por él.
—¿Que no me preocupe? Ha asesinado a una docena de amigos nuestros.
Una cosa era que Wu arriesgara su propia vida, pero otra muy distinta era que comprometiera la de su mujer e hijos. Pero Wu estaba decidido.
—No. Nos quedaremos aquí.
Chang guardó silencio mientras Mah introducía la información en el ordenador para luego escribir una nota que le dio a Wu.
—Éste es mi agente. Vive muy cerca de aquí. Tendrás que pagarle una fianza. —Y luego añadió—: No te cobraré por esto. ¿Soy o no soy generoso? Todos dicen que Jimmy Mah es generoso. Ahora, por lo que respecta al coche del señor Chang…
Mah hizo una llamada y empezó a hablar deprisa. Lo arregló todo para que les trajeran una furgoneta. Luego colgó y se volvió hacia los dos hombres.
—Hecho. Aquí se acaba nuestro negocio por hoy. ¿Es o no es un placer tratar con gente razonable?
Al unísono se pusieron en pie y se dieron la mano.
—¿Quieres un cigarrillo para el camino? —preguntó a Wu, que cogió tres—. Una última cosa —les dijo Mah cuando los inmigrantes se disponían a salir por la puerta—. Es sobre ese cabeza de serpiente mexicano. No hay razón para pensar que os sigue la pista, ¿no? ¿Estáis en paz con él?
—Sí, estamos en paz.
—Bien, bien. Ya tenemos demasiadas razones para andar con cuidado, ¿no? —preguntó jovial—. ¿Acaso no hay ya demasiados demonios en este mundo?