Avanzando a gatas entre los arbustos, Sonny Li pudo observar mejor a la mujer del pelo rojo cuando ésta se descalzó y se lanzó a las violentas aguas, para alejarse de la orilla en dirección a alguien que luchaba con las olas. Li no pudo ver de quién se trataba, tal vez fuera John Sung o el esposo de la pareja que se había sentado con ellos en el fueraborda, pero en cualquier caso tenía la atención puesta en la mujer, a quien había estado observando desde su escondrijo en los arbustos desde que había llegado a la playa hacía una hora.
Aunque no era su tipo. A él no le interesaban las mujeres occidentales, al menos no las que había visto en Fuzhou. Las occidentales, o bien andaban del brazo de ricos hombres de negocios (altas y bellas, lanzaban miradas de desdén a los chinos que las observaban) o eran turistas que viajaban con sus maridos y sus hijos (mal vestidas, lanzaban miradas de desdén a los hombres que escupían en las aceras y a los ciclistas que no les permitían cruzar las calles).
En cambio, aquella mujer le intrigaba. En un principio no había sabido qué andaría haciendo allí: había llegado en su flamante coche amarillo en compañía de un soldado con una metralleta… Luego se dio la vuelta y vio las siglas NYPD en la espalda de su impermeable. Así que era una oficial de policía. A resguardo, oculto al otro lado de la calzada, la había visto buscar supervivientes y pruebas.
Pensó que era sexy, a pesar de su preferencia por las mujeres chinas, elegantes y sumisas.
¡Y ese pelo! ¡Vaya color! Se sintió tentado de ponerle un mote, «Hongse», que en chino significa rojo.
Al final de la calzada, Li vio un camión de emergencias amarillo que se les acercaba a toda velocidad. Tan pronto como llegó a un aparcamiento vacío y se detuvo, gateó hasta la carretera. Sabía que corría el peligro de ser visto, pero tenía que actuar en ese momento, antes de que ella volviera. Esperó a que los operarios de rescate advirtieran la situación en la que se hallaba Hongse y entonces se arrastró por la carretera en dirección al coche amarillo. Era un coche viejo, de los que se veían en la tele en series como Kojak o Canción triste de Hill Street. No le interesaba robarlo (la mayoría de los soldados y de los oficiales de policía se había ido, pero aún quedaban los suficientes como para salir en su busca y capturarlo, en especial si se encontraba al volante de un coche amarillo como una yema de huevo). No, en ese momento le bastaba con un arma y algo de dinero.
Abrió la puerta del copiloto, entró y se puso a hurgar en la guantera. No había armas. Con rabia, se acordó de su pistola Tokarev que yacía en el fondo del mar. Ni rastro de cigarrillos. Mierda de mujer… Rebuscó en su bolso y encontró unos cincuenta dólares en billetes. Se guardó el dinero y echó un vistazo a un papel en el que la mujer había estado escribiendo. Su inglés hablado era bueno, gracias a las películas americanas y al programa Follow Me, que emitía Radio Beijín, pero su inglés leído era terrible (lo que parecía injusto si se considera que el inglés tiene un alfabeto de veinticinco letras, mientras que en chino hay cuarenta mil). Después de quedarse atascado, reconoció el nombre real del Fantasma, Kwan Ang, en inglés, y descifró otros apuntes escritos. Dobló la hoja y se la metió al bolsillo y luego tiró los demás papeles al suelo junto a la puerta del conductor, para que pareciera que el viento los había volado.
Se acercaba otro coche: un sedán negro que a Li le dio la impresión de ser un vehículo gubernamental. A gatas, volvió al otro lado de la carretera. De nuevo oculto tras los arbustos, echó un vistazo al turbulento mar y vio que Hongse parecía luchar con el océano tanto como el hombre que se ahogaba. Le dio pena de que aquella bella mujer se encontrara en peligro. Pero eso no era de su incumbencia: sus prioridades eran encontrar al Fantasma y seguir con vida.
*****
El esfuerzo invertido en adentrarse entre la resaca para alcanzar al inmigrante en apuros había dejado a Amelia Sachs casi exhausta; se dio cuenta de que tendría que patear con fuerza si quería que ambos permanecieran en la superficie. Tanto la rodilla como la cadera le dolían horriblemente. Además, el inmigrante no le servía de ayuda; era de estatura media y delgado, sin grasa que le ayudara a flotar. Apenas movía los pies y tenía el brazo izquierdo inutilizado debido a un disparo recibido en el pecho.
Jadeante, escupiendo el agua salobre que se le metía por la boca y la nariz, fue avanzando hacia la orilla. El agua le nublaba la visión y le escocían los ojos, pero sobre la arena, cerca de la orilla, pudo ver a dos médicos con una camilla y una bombona de oxígeno verde que le hacían señas para que nadara hacia ellos.
Gracias, chicos… Lo intento, lo intento.
Nadaba hacia ellos con todas sus fuerzas, pero la resaca era feroz. Echó un vistazo a la roca a la que se había aferrado el inmigrante y vio que, a pesar de su enorme esfuerzo, sólo había avanzado unos cuatro metros.
Nada con más fuerza, ¡vamos!
Se recitó uno de sus mantras más íntimos: «Cuando te mueves no pueden atraparte…».
Otros tres o cuatro metros. Pero Sachs tuvo que parar para recobrar el resuello y con abatimiento vio cómo la marea los arrastraba de nuevo mar adentro.
Venga, sal de aquí…
El débil inmigrante, ahora ya prácticamente inconsciente, seguía tirando de ella hacia abajo. Sachs nadó con más fuerza. Le dio un calambre en la pantorrilla, gritó y empezó a hundirse. El agua gris y turbia, llena de algas y arena, se la tragaba. Con una mano asiendo la camisa del inmigrante y la otra agarrada a la pantorrilla para acabar con el calambre, luchó para mantener la respiración tanto como le era posible.
¡Oh, Lincoln!, pensó. Se hundía cada vez más en el agua gris.
Y luego: ¡Por Dios! ¿Qué era aquello?
Una barracuda, un tiburón, una anguila… surgió de las aguas turbias y la agarró por el pecho… De forma instintiva Sachs pensó en coger la navaja que llevaba en el bolsillo trasero pero aquel pez horrible había apresado su brazo. Tiró de ella hacia arriba y unos segundos más tarde estaba otra vez en la superficie, llenándose los pulmones dolidos con dulce aire.
Miró hacia abajo: el pez resultó ser un hombre vestido con un traje de buceo de color negro.
El submarinista del equipo de rescate del Condado de Suffolk escupió el regulador de una botella de aire comprimido y dijo:
—Está bien, señorita. La tengo. Está bien.
Un segundo hombre-rana sostenía al inmigrante con cuidado para que su cabeza inconsciente no quedara bajo el agua.
—Un calambre —balbuceó Sachs—. No puedo mover la pierna. Duele.
El hombre metió una mano bajo el agua, le estiró la pierna, y luego apretó los dedos del pie hacia su cuerpo para estirar los músculos de su pantorrilla. En un instante el dolor había desaparecido. Amelia asintió.
—No dé patadas. Relájese. Yo la sacaré. —Empezó a arrastrarla y ella echó atrás la cabeza, concentrada en su respiración. Con fuertes patadas, ayudados por las aletas, los sacaron con rapidez hacia la orilla.
—Ha tenido arrestos al tirarse al agua —dijo—. La mayoría de la gente se hubiera quedado viéndole ahogarse.
Nadaron en el agua gélida durante lo que le pareció una eternidad. Por fin Sachs pisó sobre guijarros. Se tambaleó por la orilla y aceptó la manta que le ofrecía uno de los médicos. Después de haber recuperado el resuello, caminó hacia el inmigrante, que yacía sobre una camilla con una máscara de oxígeno en el rostro. Sus ojos parecían velados pero estaba consciente. Tenía la camisa abierta y un médico le curaba una herida sangrante con desinfectante y vendas.
Sachs se quitó toda la arena que pudo de pies y piernas, luego se puso el calzado otra vez y se colgó la pistolera.
—¿Cómo se encuentra?
—La herida no es mala. El tirador le dio en el pecho pero con ángulo. Sin embargo, hemos de vigilar su hipotermia y su agotamiento.
—¿Puedo hacerle unas preguntas?
—Sólo lo mínimo, por ahora —respondió el médico—. Necesita oxígeno y reposo.
—¿Cómo se llama? —le preguntó Sachs al inmigrante.
Él se quitó la mascarilla.
—John Sung.
—Yo soy Amelia Sachs, del departamento de policía de Nueva York —le enseñó la placa y el carné, tal y como mandaba la ley—. ¿Qué pasó?
El hombre volvió a quitarse la mascarilla.
—Me caí del fueraborda. El cabeza de serpiente del barco, le llamamos el Fantasma, me vio y se acercó a la orilla. Me disparó y falló. Empecé a bucear pero tuve que volver a la superficie para tomar aire. Él me estaba esperando. Me disparó otra vez y me dio. Me hice el muerto y cuando volví a mirar se había subido a un coche rojo y escapaba. Traté de nadar hasta la orilla pero no pude. Así que me agarré a esas rocas y esperé.
Sachs le estudió. Era atractivo y parecía estar en buena forma. Hacía poco tiempo había visto en la televisión un documental sobre China donde se decía que, al contrario de los norteamericanos que sólo hacen ejercicio de forma temporal, y por una mera cuestión de vanidad, muchos chinos hacen deporte durante toda la vida.
—¿Cómo…? —preguntó el hombre, que sufrió un ataque de tos. Los espasmos eran violentos. El médico le dejó que expulsara el agua que había tragado y luego volvió a ponerle la máscara.
—Lo siento, oficial. Pero ahora lo que necesita es tomar aire.
Pero Sung volvió a desprenderse de la mascarilla.
—¿Cómo están los demás? ¿Se encuentran a salvo?
Compartir información con los testigos no era un procedimiento habitual del NYPD, pero Amelia advirtió lo preocupado que estaba y le dijo:
—Lo siento. Dos han muerto.
Él cerró los ojos y aferró con la mano derecha un amuleto de piedra que llevaba colgado al cuello con una tira de cuero.
—¿Cuántos iban en el fueraborda? —le preguntó Amelia.
Él meditó un segundo.
—En total catorce —y luego preguntó a su vez—: ¿Y el Fantasma? ¿Ha escapado?
—Estamos haciendo todo lo posible para encontrarle.
De nuevo el rostro de Sung reflejó malestar y otra vez volvió a cerrar el puño sobre el amuleto.
El médico le pasó la cartera del inmigrante y ella le echó un vistazo. En su interior casi todo estaba hecho papilla por culpa del agua salobre; la inmensa mayoría de lo que contenía estaba en chino, pero una tarjeta de visita escrita en inglés aún era legible. Le identificaba como el doctor Sung Kai.
—¿Kai? ¿Es ése su nombre de pila?
—Sí —asintió él—, pero suelo usar el de John.
—¿Es usted médico?
—Sí.
—¿Doctor en medicina?
Él volvió a asentir.
Sachs vio la foto de dos niños: un niño y una niña. Al pensar que tal vez estuvieran dentro del barco tuvo un acceso de puro horror.
—¿Y sus…? —dijo con un hilo de voz.
Sung comprendió.
—¿Mis hijos? Están en casa, en Fujián. Viven con mis padres.
El médico estaba al lado de su paciente, disgustado al ver que seguía quitándose la mascarilla. Pero Sachs debía hacer su trabajo.
—Doctor Sung, ¿sabe adonde se dirige el Fantasma? ¿Sabe si tiene alguna casa o un apartamento en este país? ¿Alguna empresa? ¿Amigos?
—No. Nunca hablaba con nosotros. Nunca se mezclaba con nosotros. Nos trataba como animales.
—¿Y qué pasa con los otros inmigrantes? ¿Tiene alguna idea de su paradero?
Sung negó con la cabeza.
—No. Lo siento. Íbamos a ir a alguna casa en Nueva York pero nunca nos dijo dónde. —Dirigió su mirada al mar—. Pensamos que tal vez los guardacostas nos habían disparado con un cañón, pero luego nos dimos cuenta de que él mismo había hundido el barco. —Había asombro en su voz—. Cerró la puerta de nuestra bodega y voló el barco. Con todo el mundo a bordo.
Un hombre trajeado, un agente del INS que Sachs recordaba haber conocido en Port Jefferson, salió del coche negro que acababa de aparcar junto al vehículo sobre la arena. Se puso un impermeable y comenzó a andar por la arena hacia ellos. Sachs le pasó la cartera del doctor Sung.
—Doctor Sung, soy del INS, el Servicio de Naturalización e Inmigración de los Estados Unidos de América. ¿Tiene usted pasaporte y visado en regla?
Sachs pensó que la pregunta era absurda si no provocativa, pero supuso que era uno de los formulismos que había que llevar a cabo.
—No, señor —respondió Sung.
—Entonces me temo que nos vamos a ver obligados a detenerle por entrar de forma ilegal en territorio estadounidense.
—Deseo pedir asilo político.
—Eso es factible —contestó el agente—. Pero aun así tendremos que detenerlo hasta que se falle su solicitud.
—Entiendo —dijo Sung.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó el agente al médico.
—Se pondrá bien. Pero tenemos que llevarlo al hospital. ¿Dónde va a ser procesado?
—¿Puede ir al centro de detención de Manhattan? —les interrumpió Sachs—. Es testigo en un caso y tengo un equipo trabajando en esto.
—Eso no me importa —replicó el agente del INS encogiéndose de hombros—. Me ocuparé del papeleo.
Sachs se balanceaba repartiendo el peso entre una pierna y otra, estremeciéndose por el dolor que sentía en las articulaciones de la rodilla y de la cadera. Aferrado aún al amuleto que le colgaba del cuello, Sung observó a Sachs, y dijo en voz baja y sentida:
—Gracias, señorita.
—¿Por qué?
—Me ha salvado la vida.
Ella asintió, fijando la mirada, durante un instante, en sus ojos oscuros. Y luego el médico volvió a colocarle la mascarilla.
Algo blanco que se movía llamó su atención y, al alzar la vista, Amelia Sachs vio que se había dejado abierta la puerta del Camaro y que el viento había echado a volar todas su notas sobre la misma escena del crimen, hasta el mar. Dolorida, echó a correr hacia al coche.