Capítulo 7

En la playa mató a otros dos cochinillos: el tipo herido y una mujer.

Pero en esa lancha debía de haber habido al menos una docena. ¿Dónde estaban los demás?

Se oyó un claxon. El Fantasma se dio la vuelta. Era Jerry Tang, que buscaba su atención. Señalaba al escáner de la policía con movimientos frenéticos.

—La policía llegará en cualquier momento. Tenemos que irnos.

El Fantasma se volvió para otear la costa, la playa, otra vez. ¿Adónde podían haber ido? Tal vez ellos…

El cuatro por cuatro de Tang se adentró en la carretera, sus ruedas sacaron humo al acelerar a tope.

—¡No! ¡Detente!

Movido por la furia, el Fantasma levantó la pistola e hizo un disparo. El tiro dio en la puerta trasera pero el vehículo continuó su huida sin aminorar la marcha, hasta un cruce, por donde torció y desapareció. El Fantasma se quedó inmóvil, helado, observando a través de la neblina la carretera donde acababa de perderse el único medio que tenía para escapar. Estaba a ciento sesenta kilómetros de sus pisos francos en Manhattan, su asistente seguía desaparecido, probablemente había muerto, y no tenía dinero ni teléfono móvil. Y Tang acababa de abandonarlo. Podría…

Se puso tenso. De pronto, no muy lejos de allí apareció una furgoneta blanca que venía del otro lado de la iglesia y que se adentró en la carretera. ¡Eran los cochinillos! El Fantasma alzó su pistola de nuevo pero el vehículo se perdió entre la niebla. Mientras bajaba el arma, el Fantasma respiró hondo. En un instante volvió a estar tranquilo. Sí, era cierto que en ese momento se veía expuesto a una serie de problemas, pero en su vida había experimentado tribulaciones mucho peores.

Eres parte del pasado.

Debes corregir tu proceder.

Morirás por tus viejas creencias…

Con los años, había aprendido que un infortunio no es sino un desequilibrio temporal y que incluso los peores acontecimientos de su vida, al final, habían sido transformados por la buena fortuna. Su práctica filosofía se resumía en una sola palabra: naixin. Esto se traducía del chino como «paciencia» pero, según el Fantasma, significaba algo más parecido a «cada cosa a su tiempo». Si había sobrevivido durante aquellos cuarenta y tantos años era por haber pasado por encima de los problemas, los peligros y las penas.

Por ahora los cochinillos se habían esfumado. Tendría que esperar para liquidarlos. Ahora lo único que importaba era escapar de la policía y del INS.

Se metió la vieja pistola en el bolsillo y caminó por la playa, bajo la lluvia y contra el viento, hacia las luces del pueblo. El edificio más cercano era un restaurante, frente al cual había un coche con el motor en marcha.

¡Vale! ¡Al menos un golpe de suerte en lo que iba de día!

Y entonces, al mirar al mar, vio algo que le hizo reír. Aún mejor suerte: no lejos de la orilla vio a otro cochinillo, un hombre que luchaba por mantenerse a flote. Al menos podría matar a otro antes de que escapara a la ciudad.

El Fantasma se sacó la pistola del bolsillo y se encaminó de nuevo a la playa.

*****

El viento lo estaba matando.

De camino al pueblo, Sonny Li avanzaba por la arena con dificultad. Era un hombre menudo y, en el duro y peligroso mundo en el que le había tocado vivir, solía confiar en la sorpresa, en marcarse faroles, en el ingenio (y, por supuesto, también en las armas), pero no en la fortaleza física. Ahora se hallaba al límite de sus fuerzas, la ordalía de esa mañana le había dejado exhausto.

El viento… por segunda vez lo tiró de rodillas al suelo.

Se acabó, pensó. A pesar de que corría el riesgo de ser visto, avanzar sobre arena era algo que le sobrepasaba, así que se dirigió hacia el asfalto mojado de la carretera, camino de las luces del pueblo. Avanzaba como podía, temeroso de que el cabeza de serpiente se largara antes de que Li pudiera encontrarlo.

Pero un segundo después, le tranquilizó saber que el hombre aún se encontraba allí: oyó más disparos.

Li subió la colina y oteó el horizonte, entre el viento y la lluvia, pero no alcanzó a ver a nadie. Daba la impresión de que el viento hacía que los sonidos se oyeran a pesar de la distancia.

Apesadumbrado, siguió adelante. Durante diez minutos interminables avanzó como pudo por la carretera, volviendo la cabeza de cuando en cuando y dejando que la lluvia empapara su boca reseca. Después de haber tragado tanta agua salobre estaba muerto de sed.

Luego vio a su derecha una pequeña lancha naranja sobre la playa. Supuso que sería la del Fantasma. Recorrió la costa con la vista, pero la lluvia y la niebla hacían que fuera imposible ver nada.

Fue hacia el fueraborda, pensando que tal vez podría seguir las huellas del hombre hasta el pueblo donde estaría escondido. Pero nada más salir de la carretera vio una luz centelleante. Se limpió la lluvia de los ojos y miró. La luz era azul y avanzaba con rapidez en su dirección por la carretera. ¿El INS? ¿Oficiales del FBI?

Li se apresuró a esconderse en unos arbustos al otro lado de la carretera. Se agachó y vio cómo la luz se hacía más visible a medida que el vehículo del que procedía, un deportivo descapotable de color amarillo, se materializaba entre la lluvia y la oscuridad, derrapando hasta detenerse a unos cien metros. En cuclillas, Li comenzó a avanzar hacia el coche.

*****

Amelia Sachs estaba sobre la arena empapada de la playa y observaba el cuerpo de la mujer derrumbada y muerta en una pose grotesca.

—Los está asesinando, Rhyme —susurró azorada, hablando al micrófono de auriculares de su Motorola SP-50—. Ha disparado a dos, un hombre y una mujer. Por la espalda. Están muertos.

—¿Les ha disparado? —La voz del criminalista sonaba apagada y ella intuyó que él se estaba echando a sus espaldas la responsabilidad por la muerte de dos más.

El oficial de la ESU corrió hacia ella, con la metralleta preparada.

—Ni rastro de él —gritó entre el vendaval—. Los de aquel restaurante me han dicho que alguien ha robado un coche hace unos veinte minutos. —El oficial proporcionó a Sachs la descripción de un Honda y su número de matrícula y ésta le pasó la información a Rhyme.

—Lon lo dirá por radio —dijo él—. ¿Estaba solo?

—Eso creo. Debido a la lluvia no hay pisadas en la arena pero he encontrado algunas en el barro, donde se puso para disparar a la mujer. En ese momento se encontraba solo.

—Entonces hemos de presuponer que su bangshou sigue sin dar señales de vida. Tal vez haya llegado a tierra en otra lancha. O tal vez se encontraba en la que naufragó.

Con la mano cerca de la pistola, echó un vistazo a los alrededores. Se encontraba rodeaba por las formas envueltas en la niebla de los acantilados, las rocas y las dunas. Allí, un hombre con un arma era invisible.

—Vamos a ver si vemos a los inmigrantes, Rhyme —añadió, tras una pausa.

Esperaba que Lincoln le llevara la contraria, que la instara a investigar la escena del crimen en primer lugar, antes de que los elementos destruyeran todas las pruebas. Pero él sólo dijo: «Buena suerte, Sachs. Cuando empieces con la cuadrícula, llámame». Y colgó.

Investiga afondo pero cúbrete las espaldas…

Ambos oficiales corrieron por la playa. Divisaron una segunda lancha, más pequeña que la primera y a unos noventa metros de ésta. La reacción instintiva de Sachs fue la de buscar pruebas pero prosiguió con su cometido más inmediato y, con la artritis machacándole las articulaciones, corrió con el viento dándole en la espalda mientras oteaba las inmediaciones en busca de inmigrantes, de signos que mostraran una emboscada o un escondrijo donde el Fantasma se hubiera ocultado.

No encontraron nada de nada.

Entonces oyó sirenas distantes cuyo sonido traía el fuerte viento, y vio un desfile de vehículos de emergencia que aceleraban camino del pueblo. La docena de paisanos que estaban a cubierto en el restaurante y la gasolinera desafiaron ahora el temporal para descubrir con exactitud qué tipo de distracción había traído la galerna a aquel diminuto pueblo.

La primera misión de un oficial de escena del crimen es la de controlar la escena para que la contaminación sea mínima y las pruebas no se esfumen, tanto de forma accidental o a manos de cazadores de recuerdos o del mismo criminal, enmascarado como un curioso más. A regañadientes, Sachs dejó la búsqueda de inmigrantes y de los miembros de la tripulación, pues había mucha gente que se podía dedicar a eso, y corrió hacia el autobús, pintado de blanco y azul, de los de Escena del Crimen del NYPD para dirigir la operación.

Mientras los técnicos de Escena del Crimen delimitaban la playa con cinta amarilla, Sachs se vistió con lo que era la última moda para forenses, que se puso sobre los vaqueros empapados y la camiseta. El nuevo mono del NYPD, confeccionado en Tyvek blanco y con gorro, impedía que el experto dejara sus propias huellas —pelos, por ejemplo, piel o sudor— y contaminara la escena.

A Lincoln Rhyme le gustaba el traje, de hecho había solicitado que les proporcionaran algo parecido cuando estuvo a cargo de la División de Investigaciones y Recursos que supervisaba a la de Escena del Crimen. Sin embargo, Sachs no estaba tan segura: el problema no residía en que el mono la hiciera parecer una extra-terrestre en una mala película de ciencia-ficción, lo que le importunaba era que fuese de color blanco fácilmente visible para cualquier criminal que, por las razones que fuera, deseara darse una vuelta por la escena del crimen y practicar su puntería con los policías que recogían pruebas. De ahí que denominara a la prenda como «el traje de dar en el blanco».

Un somero interrogatorio a los dueños del restaurante, a los empleados de la gasolinera y a los vecinos que vivían en las casas de la playa no reveló nada salvo detalles que ya sabían, como que el Fantasma había escapado en el Honda. No había más vehículos robados ni habían visto a nadie acercándose a la orilla, ni oído ningún disparo por culpa de la lluvia y el viento.

De tal forma que la tarea de estrujar de la escena del crimen algo de información sobre el Fantasma, la tripulación y los inmigrantes recaía ahora directamente sobre Amelia Sachs… y sobre Lincoln Rhyme.

¡Y menuda escena del crimen tenía frente a sí, una de las mayores que había visto! Kilómetro y medio de playa, una carretera y, al otro lado de la franja de asfalto, un laberinto de maleza asilvestrada. Millones de sitios donde buscar pruebas. Y por donde era más que posible que siguiera un criminal armado.

—Es una escena fatal, Rhyme. La lluvia ha amainado un poco pero cae aún con fuerza y la velocidad del viento es de treinta kilómetros hora.

—Lo sé. Estamos viendo el pronóstico del tiempo en la tele —su voz era distinta ahora, más calmada. Su sonido la atemorizó un poco. Le recordaba ese tono plácido e inquietante que usaba cuando hablaba de finales, de matarse, de acabar de una vez—. Razón de más para empezar la búsqueda, ¿no crees?

Ella miró la playa de un extremo al otro.

—Es sólo que… todo es demasiado grande. Aquí hay demasiadas cosas.

—¿Cómo puede ser demasiado grande, Sachs? En cada escena trabajamos de quince en quince centímetros. Y no nos importa si se trata de una hectárea o de un metro cuadrado. Sólo llevará más tiempo. Además, nos encantan las escenas grandes. Hay tantos lugares fenomenales donde buscar pistas…

Genial, pensó ella con ironía.

Y, empezando lo más cerca posible del fueraborda desinflado, empezó su examen siguiendo el modelo de cuadrícula, esto es, la técnica de búsqueda de pruebas en una escena del crimen en la que el oficial rastrea el suelo de adelante hacia atrás, como si cortara el césped, y luego gira de forma perpendicular y lo rastrea de nuevo. La idea en la que se sustenta este método de búsqueda es que uno ve cosas que puede haber pasado por alto al observarlas desde un ángulo distinto. A pesar de que existían docenas de otros métodos de investigación en escenas del crimen mucho más rápidos, la cuadrícula —el tipo de búsqueda más tedioso— era también la que ofrecía resultados provechosos. Rhyme insistía en que Sachs debía usarla, tal y como había hecho antes con los oficiales y los técnicos que trabajaban con él en el departamento forense del NYPD. Gracias a Lincoln, la expresión «caminar la cuadrícula» se había convertido en sinónimo de examen de la escena del crimen entre los policías del área metropolitana.

Pronto ya no podría ser vista desde el pueblo de Easton, y la única señal de que no estaba sola eran las difusas luces centelleantes, inquietantes y perturbadoras como el pulso de la sangre bajo la piel pálida, de los vehículos de emergencias.

Pero pronto también aquellas luces desaparecieron en la niebla. La soledad —y un intranquilizador sentimiento de vulnerabilidad— se ciñeron sobre ella. Esto no me gusta, pensó. Allí la niebla era mucho más densa y el ruido de la lluvia que caía con estrépito sobre la capucha de su traje, las olas y el viento podrían enmascarar la cercanía del asesino.

Asió la empuñadura de su pistola Glock para tranquilizarse y prosiguió con la cuadrícula.

—Voy a callarme un rato, Rhyme. Siento que aún hay alguien aquí. Alguien que me observa.

—Llámame cuando acabes —dijo él. Su tono titubeante sugería que quería añadir algo más, pero en un instante la línea se cortó.

Cúbrete las espaldas…

Durante la siguiente hora, a pesar de lluvia y del viento, estuvo examinando la playa, la carretera y la vegetación, como una niña que buscara conchas. Examinó el fueraborda intacto, en el que encontró un teléfono móvil, y también la lancha desinflada que los agentes de la ESU habían llevado a tierra. Finalmente reunió su colección de pruebas, casquillos de bala, muestras de sangre, huellas digitales y Polaroids de pisadas.

Entonces se detuvo y miró a su alrededor. Luego puso la radio y se comunicó con una acogedora vivienda de la ciudad, a años luz de allí.

—Aquí hay algo raro, Rhyme.

—Eso no es de ayuda, Sachs. ¿Raro? ¿Qué significa eso?

—Los inmigrantes, unos diez o más, se han esfumado. No lo entiendo. Dejan un refugio de la playa, cruzan la carretera y se esconden entre los arbustos. He visto las pisadas sobre el barro al otro lado de la carretera. Y de pronto desaparecen sin más. Supongo que han ido tierra adentro para esconderse, pero no encuentro ningún rastro. Y por aquí nadie llevaría a unos autoestopistas como ellos, ni tampoco nadie en el pueblo ha visto ningún camión que los esperara. Tampoco hay huellas de neumáticos.

—Vale, Sachs, acabas de seguirle los pasos al Fantasma. Has visto lo que ha hecho, sabes quién es, has estado donde él ha estado. ¿Qué se te pasa por la mente?

—Yo…

—Tú eres ahora el Fantasma —le recordó Rhyme con voz calmada—. Eres Kwan Ang, apodado Gui, el Fantasma. Eres un multimillonario, un traficante de personas: un cabeza de serpiente. Un asesino. Acabas de hundir un barco y has matado a una docena de personas. ¿Qué se te pasa por la mente?

—Encontrar al resto —respondió ella de inmediato—. Encontrarlos y matarlos. No quiero irme. Aún no. No estoy segura del porqué pero tengo que encontrarlos —durante un breve segundo le vino una idea a la mente. Sí que se veía como una cabeza de serpiente, salivaba con la pulsión salvaje por encontrar a los inmigrantes y asesinarlos. La sensación era desgarradora—. Nada —susurró— puede detenerme.

—Bien, Sachs —contestó Rhyme con suavidad, como si temiera romper el delgado hilo que conectaba una parte del alma de ella a la del cabeza de serpiente—. Ahora piensa en los inmigrantes. Les persigue un tipo así. ¿Qué crees que harían?

Le llevó un momento pasar de ser un asesino cabeza de serpiente a una de esas pobres gentes de aquel barco, horrorizada porque el hombre al que le había pagado con los ahorros de toda su vida la hubiera traicionado de aquella manera, hubiera asesinado a sus seres queridos, quizás a miembros de su misma familia. Y ahora se dispusiera a matarla a ella.

—No voy a esconderme —dijo con firmeza—. Voy a largarme tan rápido como sea posible. De la forma que pueda, tan lejos como pueda. No podemos volver al mar. No podemos caminar. Necesitamos un vehículo.

—¿Y cómo consigues uno? —le preguntó Lincoln.

—No lo sé —replicó, experimentando la frustración de saberse cercana a la respuesta que se le escapaba, escurridiza.

—¿Hay casas tierra adentro?

—No.

—¿Camiones en la gasolinera?

—Sí, pero los de tráfico preguntaron a los encargados. No falta ninguno.

—¿Algo más?

Sachs echó un vistazo a la calle.

—Nada.

—No es posible que no haya «nada», Sachs —la regañó él—. Esa gente se juega la vida. Han tenido que escapar de alguna forma. La respuesta está allí. ¿Qué más ves?

Ella suspiró y comenzó a enumerar:

—Veo un montón de neumáticos viejos, un velero boca abajo, un cartón vacío de cervezas marca Sam Adams. Frente a la iglesia hay una carretilla…

—¿Iglesia? —exclamó Rhyme—. Antes no has mencionado ninguna iglesia.

—Es martes por la mañana, Rhyme. El lugar está cerrado y los de la ESU lo han comprobado.

—Acércate enseguida, Sachs. ¡Ahora!

Agarrotada, comenzó a andar hacia aquel lugar, aunque se le escapa qué es lo que podría encontrar allí que les fuera de alguna ayuda.

Rhyme se lo explicó.

—¿Nunca fuiste de excursión con la catequesis, Sachs? ¿A comer galletitas Ritz, beber Hawaiian Punch y oír hablar de Jesús los sábados por la tarde? ¿Nunca llevaste tu parte de la merienda? ¿Nunca estuviste en algún grupo juvenil?

—Una o dos veces. Pero solía pasar los domingos arreglando carburadores.

—¿Y cómo crees que las iglesias llevan y traen a los chavales en sus pequeñas escapadas teológicas? Con furgonetas, Sachs. Furgonetas con capacidad para una docena de personas.

—Podría ser —respondió ella, escéptica.

—Y puede que no —concedió Rhyme—. Pero no es probable que a los inmigrantes les hayan salido alas y se hayan largado volando, ¿no? Así que será mejor que comprobemos posibilidades algo más reales.

Y, como solía suceder, él tenía razón.

Amelia fue a la parte trasera de la iglesia y examinó el suelo embarrado: pisadas, pequeños fragmentos de luna de coche, el pedazo de tubería que habían usado para romper la ventana, las huellas de la furgoneta…

—Lo tengo, Rhyme. Un montón de pistas frescas. Caray, sí que han sido listos… caminaron sobre las rocas, la hierba y la maleza para evitar tener que pisar el barro y así no dejar huellas. Y parece que subieron a la furgoneta y la condujeron por un prado antes de salir a la carretera para que nadie les viera por la calle principal.

—Consigue que el cura te dé los datos de la furgoneta —le ordenó Rhyme.

Sachs le pidió a un policía que llamara al sacerdote de la iglesia. Unos minutos más tarde recibía los detalles: se trataba de una furgoneta Dodge de color blanco, comprada cinco años atrás, con el nombre de la iglesia pintado en un lateral. Ella apuntó el número de matrícula y luego llamó a Rhyme, quien a su vez le dijo que mandaría otra petición de localización para aquel vehículo —la anterior había sido para el Honda— y pediría a los de la autoridad portuaria que hicieran correr la voz a los de los peajes de los túneles y los puentes, pues suponía que los inmigrantes se dirigían a Manhattan, a Chinatown.

Con cuidado, Amelia caminó la cuadrícula en la parte trasera de la iglesia, pero no encontró nada más.

—No creo que haya mucho más aquí, Rhyme. Voy a empaquetar todas las pruebas y me largo —dijo y colgó.

Regresó al autobús de escena del crimen, guardó el traje de Tyvek y luego empaquetó todas las pruebas encontradas y les colocó las etiquetas de custodia que deben acompañar a todo artículo hallado en una escena del crimen. Mandó a los técnicos que llevaran todo a casa de Rhyme con la mayor rapidez. Aunque fuera inútil, deseaba hacer un último rastreo en busca de supervivientes. Le ardían las rodillas por culpa de la artritis crónica que había heredado de su abuelo. Aquella dolencia le molestaba con frecuencia pero en ese momento, a solas, se dio el lujo de moverse con lentitud; cada vez que estaba rodeada de colegas procuraba no dar muestras de dolor. Tenía miedo de que si los jefes se enteraban de su estado la obligaran a permanecer encerrada en una oficina por incapacidad.

Después de quince minutos de búsqueda infructuosa, al no localizar a ningún inmigrante, decidió volver al Camaro, que era el único vehículo aparcado a este lado de la playa. Estaba sola: el oficial de la ESU que la había acompañado a la ida había preferido regresar a la ciudad de forma más segura.

La niebla era menos densa. A unos setecientos metros, al otro lado del pueblo, Sachs pudo distinguir dos camiones de rescate del condado de Suffolk y un sedán negro sin identificación que supuso pertenecería al INS.

Se dejó caer sobre el asiento del piloto del Camaro, buscó una hoja de papel y se puso a tomar notas de lo que había observado en la escena del crimen para exponérselo todo a Rhyme y a su equipo cuando volviera a la casa. El viento mecía el ligero coche y la lluvia percutía con dureza sobre la carrocería. Sachs alzó la vista y observó una columna de agua que se elevaba tres metros en el aire y caía sobre una roca oscura.

Entrecerró los ojos y limpió el vaho del parabrisas con una manga.

¿Qué era eso? ¿Un animal? ¿Un pedazo del Fuzhou Dragón?

No, cayó en la cuenta al instante: era un hombre. Se asía a la roca con desesperación.

Sachs cogió su Motorola, puso la frecuencia de la policía local y radió:

—Aquí el cinco ocho ocho cinco del Escena del Crimen del NYPD para el equipo de rescate de Suffolk en la playa de Easton. ¿Me oís?

—Roger, cinco ocho ocho cinco. Habla.

—Estoy a medio camino al este del pueblo. Tengo una víctima en el agua. Necesito ayuda.

—Vale —oyó—. Vamos para allá. Corto.

Sachs salió del coche y se dirigió a la orilla. Vio cómo una gran ola alzaba al hombre y lo tiraba al agua. Él trataba de nadar pero estaba herido, tenía sangre en la camisa, y lo único que podía hacer era tratar de mantener la cabeza fuera del agua. Se hundió y volvió a aflorar en la superficie.

—Ay, Dios —murmuró Sachs, volviendo a mirar a la carretera. El camión amarillo del equipo de rescate empezaba a avanzar por la arena.

El inmigrante lanzó un grito ahogado y volvió a hundirse bajo las aguas. No había tiempo para esperar a los profesionales.

En la academia de policía había aprendido los principios básicos de las reglas de salvamento: «Llega, tira, rema, lánzate». Lo que significaba que lo mejor para salvar a una persona a punto de ahogarse era procurar hacerlo desde la orilla o desde un barco para no tener que nadar en su ayuda. Bien, las tres primeras no eran opciones posibles.

Se lo pensó: lánzate.

Haciendo caso omiso del terrible dolor de sus rodillas, corrió hacia el mar mientras se desprendía de su pistola y del cinturón con la munición. Ya en la orilla se quitó los zapatos con premura, los alejó de una patada, enfocó con la vista al nadador en dificultades y se lanzó a las frías y turbulentas aguas del mar.