A medio kilómetro de la costa, el Fantasma se inclinaba sobre su teléfono móvil para protegerlo de la lluvia y de las olas mientras su lancha saltaba sobre la superficie del mar hacia los cochinillos.
La recepción era mala —la señal que emitía rebotaba vía satélite por Fuzhou y Singapur— pero se las arregló para contactar con Jerry Tang, un bangshou del que a veces se servía en el Chinatown de Nueva York y que ahora esperaba en algún lugar de las costas cercanas para recogerle.
Sin resuello a causa del viaje, el Fantasma pudo señalar al conductor más o menos dónde atracaría: a unos trescientos o cuatrocientos metros al este de lo que parecía un grupo de tiendas y casas.
—¿Qué armas llevas? —gritó el Fantasma.
—¿Qué? —gritó Tang.
—¡Armas! —tuvo que repetir la pregunta unas cuantas veces.
Pero Tang era un recaudador de deudas, algo más parecido a un hombre de negocios que a un tipo duro, y sólo llevaba consigo una pistola.
—Gan —gruñó el Fantasma. Joder. Iba armado tan sólo con su vieja pistola modelo 51, y había confiado con hacerse con algún tipo de arma automática.
—Los guardacostas… —le dijo Tang, mientras la transmisión se perdía por la estática y el sonido del viento—, vienen… por aquí. Los estoy escuchando por… escáner… tengo que largarme. ¿Dónde…?
—Si ves a algún cochinillo, mátalo. ¿Me has oído? Están en la costa, cerca de ti. ¡Encuéntralos! ¡Mátalos!
—¿Qué los mate? ¿Quieres…?
Pero una ola barrió el bote y lo dejó calado hasta los huesos. El teléfono se quedó mudo y el Fantasma miró la pantalla. Se había apagado, se había fundido. Desanimado, lo tiró al suelo del fueraborda.
Entre la niebla surgió una pared de piedra y el Fantasma maniobró para evitarla, dirigiéndose a la ancha playa que quedaba al extremo izquierdo del pequeño pueblo. Le llevaría tiempo volver a la zona donde los cochinillos habían desembarcado, pero no quería arriesgarse con los escarpados fondos de roca. Y, en cualquier caso, varar el bote en la playa le resultó angustioso. Mientras se acercaba a la arena una ola por poco hizo volcar la embarcación pero el Fantasma maniobró a tiempo y logró volver a posarla sobre el agua. Entonces, otra ola le dio por detrás y lo arrojó al suelo del bote, empapándolo y girando de lado la embarcación, que encalló en la arena con una explosión de espuma y arrojó a su ocupante sobre la playa. El motor quedó fuera del agua y se oyó su chirrido mientras seguía dando vueltas. El Fantasma, temeroso de que ese ruido pudiera delatarlo, gateó, frenético, hasta el motor y se las arregló para apagarlo.
Vio a Jerry Tang en un BMW cuatro por cuatro plateado, en una carretera asfaltada y llena de arena a unos veinte metros de la orilla. Se puso en pie y fue corriendo hacia el vehículo. Tang, gordo y sin afeitar, lo divisó y condujo a su encuentro. El Fantasma se apoyó en la ventanilla del copiloto.
—¿Has visto a los otros?
—¡Tenemos que irnos! —replicó Tang, nervioso, mientras señalaba el escáner de la policía—. Los guardacostas saben que estás aquí. Han enviado a la policía a que investigue.
—¿Y los otros? —replicó el Fantasma—. ¿Los cochinillos?
—No he visto a nadie. Pero…
—Tampoco puedo encontrar a mi bangshou. No sé si salió del barco. —El Fantasma echó un vistazo a la costa.
—No he visto a nadie —dijo Tang con voz de pito—. Pero no podemos quedarnos aquí.
Con el rabillo del ojo, el Fantasma vio movimiento en la orilla: un hombre vestido de gris gateaba por las rocas como un animal herido. El Fantasma se alejó del coche y sacó la pistola.
—Espérame aquí.
—¿Qué haces? —preguntó Tang, desesperado—. ¡No podemos quedarnos aquí ni un segundo más! Ya vienen. Se presentarán en diez minutos. ¿Entiendes lo que te digo?
Pero el Fantasma no prestó ninguna atención al matón mientras volvía sobre sus pasos. El cochinillo alzó la vista y vio cómo el Fantasma se le acercaba, pero debía de haberse roto la pierna al desembarcar y no podía ponerse en pie y aún menos darse a la fuga. Empezó a gatear hacia el agua. El Fantasma se preguntó con curiosidad para qué se molestaba.
*****
Sonny Li abrió los ojos y dio gracias a los diez jueces del infierno: no por haber sobrevivido al naufragio sino porque, por primera vez en las últimas dos semanas, habían desaparecido las arcadas que le nacían en la boca del estómago.
Cuando el bote había chocado contra las rocas, tanto él como John Sung y la joven pareja habían caído al agua y la corriente los había arrastrado. Li había perdido de vista a los otros tres al instante y se había dejado arrastrar hasta una playa a un kilómetro de distancia donde había podido arreglárselas para llegar hasta la orilla. Una vez allí y, habiendo gateado todo lo que pudo orilla adentro, se desplomó.
Había permanecido inmóvil bajo la lluvia hasta que se le disipó el mareo y el dolor de cabeza dejó de ser tan punzante. Entonces, poniéndose en pie con dificultad, Li comenzó a acercarse poco a poco a la carretera, con la piel irritada por el roce de la tela de los vaqueros y la sudadera, llena de arena y del residuo picante del agua salobre. No veía nada a ningún lado. Sin embargo, recordaba las luces de una pequeña población a su derecha y echó a andar en aquella dirección por la carretera llena de arena.
¿Dónde estaba el Fantasma?, se preguntó Li.
Y entonces, como respuesta, se oyó un ruido seco que reconoció de inmediato como un disparo de pistola. El eco reverberó en el alba húmeda y oscura.
Pero ¿sería del Fantasma? ¿O de algún lugareño? (Todos sabían que los americanos llevan armas). Tal vez fuera un oficial de policía americano.
Mejor estar seguro. Tenía ganas de encontrar al Fantasma sin demora pero debía ser cuidadoso. Salió de la carretera y fue hacia unos matorrales, donde era menos visible, y siguió adelante tan rápido como le permitían sus pobres piernas exhaustas.
*****
Cuando lo oyeron, las familias se detuvieron.
—Eso ha sido un… —dijo Wu Qichen.
—Sí —murmuró Sam Chang—. Un disparo.
—Nos está asesinando. Nos buscará y nos liquidará.
—Lo sé —replicó Chang. Su corazón lloraba por ellos: por el doctor Sung, por Sonny Li, por la joven pareja, por cualquiera de ellos que hubiera muerto. Pero ¿qué podía hacer él?
Miró a su padre y vio que Chang Jiechi respiraba con dificultad pero, a pesar de la paliza del bote salvavidas y de haber nadado hasta tierra, el anciano no mostraba señales de hallarse muy dolorido. Le hizo una seña a su hijo que significaba que podía continuar. El grupo siguió caminando de nuevo, entre la lluvia y el viento.
Su angustia sobre si tendrían que suplicar a los conductores para que los llevaran hasta Chinatown resultaba infundada, pues no les esperaba ningún camión. Chang supuso que los vehículos estarían en otra localidad, o que tal vez el Fantasma los había llamado para que se fueran tan pronto como decidió hundir el barco. Wu y él habían pasado un buen rato tratando de localizar a Sung, Li y los demás que se habían caído del bote salvavidas; sin embargo, cuando divisó la barca naranja del cabeza de serpiente, sacó a las familias de la carretera y les hizo adentrarse entre la hierba y los arbustos, donde permanecieron ocultos, para después emprender camino hacia las luces; allí esperaban encontrar un camión.
Las señales luminosas que los guiaron resultaron ser las de un par de restaurantes, una gasolinera, una serie de tiendas donde vendían recuerdos, parecidas a las de los muelles de Xiamen, unas diez o doce casas y una iglesia.
Era la hora del alba, las cinco y media o las seis, pero ya había señales de vida: una docena de coches aparcados frente a los dos restaurantes, incluido uno sin conductor y con el motor en marcha. Pero era un sedán pequeño y Chang necesitaba un vehículo en el que cupieran diez personas. Necesitaba uno cuyo robo no fuera advertido en al menos dos o tres horas: el tiempo que le habían dicho que tardarían a llegar a Chinatown en la ciudad de Nueva York.
Les dijo a los otros que le esperaran tras un grupo de espesos arbustos y conminó a su hijo William y a Wu para que le siguieran. A gatas, se aproximaron a la parte trasera de los edificios. Detrás de la gasolinera había dos grandes camiones, pero ambos quedaban en el campo visual de un joven empleado del garaje. La lluvia corría por los cristales y dificultaba la visibilidad, pero en el caso de que ellos hubieran tratado de llevarse el camión se habría dado cuenta en el mismo instante.
A unos veinte metros había una casa a oscuras y tras ella una camioneta. Pero Chang no quería que su padre y los niños quedaran a merced de la lluvia y el mal tiempo. Para colmo, sería muy fácil distinguir a diez chinos supervivientes de un naufragio sobre semejante vehículo destartalado, camino de Nueva York como un grupúsculo de la llamada «población flotante», los braceros itinerantes que en China van de ciudad en ciudad en busca de trabajo.
—No piséis el barro —les ordenó Chang a su hijo y a Wu—. Caminad sólo sobre la hierba, sobre ramas o sobre las piedras. No hay que dejar ninguna huella. —La cautela era algo instintivo en Chang: los chinos disidentes, a quienes en todo momento perseguían tanto la policía como los agentes del Ejército Popular de Liberación, aprendían muy pronto a ocultar sus movimientos.
Avanzaron entre arbustos y árboles azotados por el viento, pasaron por delante de más casas, algunas de las cuales mostraban señales del despertar de sus ocupantes: el brillo de un televisor, los preparativos del desayuno. Al ver aquella conmovedora evidencia de la vida normal, Chang no pudo evitar sentir cierta desesperanza por sus propias dificultades. Pero, tal como había aprendido a hacer en China, donde el gobierno le había arrebatado tantas cosas, dejó a un lado aquellos pensamientos y urgió a su hijo y a Wu a que se movieran con mayor rapidez. Por fin, llegaron al último edificio de aquella población: una pequeña iglesia, a oscuras y en apariencia abandonada.
Tras el edificio destartalado encontraron una vieja furgoneta blanca. Chang sabía algo de inglés, aprendido en las horas consumidas en Internet o frente al televisor, pero no llegaba a entender estas palabras. No obstante, había animado a su hijo a que aprendiera la lengua y la cultura americanas. William echó una ojeada a la furgoneta y se lo explicó.
—Ahí dice «Iglesia Baptista de Pentecostés de Easton».
En la distancia sonó otro ruido sordo. Chang se quedó helado al instante. El Fantasma acababa de asesinar de nuevo.
—¡Vamos! —dijo un ansioso Wu—. Démonos prisa. Vamos a ver si está abierta.
Pero la puerta de la furgoneta estaba cerrada.
Mientras Chang miraba a su alrededor en busca de algo que pudieran usar para romper la ventana, William echó un vistazo a la cerradura.
—¿Tienes mi cuchillo? —le preguntó a su padre entre el viento.
—¿Tu cuchillo?
—El que te di en el barco para que cortaras la cuerda del fueraborda.
—¿Era tuyo? —¿Qué diantre hacía su hijo con un arma así? Era una navaja automática.
—¿Lo tienes o no? —repitió el muchacho.
—No, se me cayó mientras subía al fueraborda.
El chico le puso mala cara pero Chang no hizo caso de su expresión, por la sencilla razón de que era casi impertinente, y rebuscó en el suelo encharcado. Encontró un pedazo de tubería de metal con el que golpeó la ventanilla de la furgoneta. El cristal reventó convirtiéndose en un millar de pequeños pedazos de hielo. Subió al asiento del copiloto y buscó las llaves en la guantera. No las encontró y bajó de nuevo. Mientras miraba el edificio se preguntó si en su interior habría un juego de llaves. Y, en tal caso, ¿dónde? ¿En alguna oficina? Tal vez ahí dentro había un guarda, ¿qué pasaría si el hombre los oía y les hacía frente? Chang no se sentía capaz de hacerle daño a nadie que fuera inocente incluso si…
En ese instante, sobresaltado, oyó cómo a su lado arrancaban y rompían algo. Su hijo estaba agachado en el asiento del piloto y acababa de arrancar la carcasa de plástico de la llave de una patada. Mientras Chang, asombrado, atónito, le observaba, el muchacho arrancó unos cables y comenzó a frotarlos entre sí. De repente la radio comenzó a sonar con estruendo: «Él siempre te amará, alberga a Nuestro Salvador dentro de tu corazón…».
William tocó un botón en el tablero de mandos y bajó el volumen. Juntó otros cables. Una chispa… El motor arrancó.
Chang se quedó con la boca abierta.
—¿Cómo has aprendido a hacer eso?
El chico se encogió de hombros.
—Dímelo…
—¡Vámonos! —dijo Wu mientras le tocaba el brazo a Chang—. Tenemos que recoger a nuestra gente y largarnos. El Fantasma nos anda buscando.
El padre atravesó a su hijo con una mirada de recriminación. Esperaba que el muchacho humillara la cabeza, avergonzado. Pero William le mantuvo la mirada con una frialdad que el propio Chang jamás se habría atrevido a demostrar ante su propio padre, a ninguna edad.
—Por favor —suplicó Wu—. Volvamos a por el resto.
—No —dijo Chang, tras un instante—. Será mejor que vengan ellos. Vuelve por nuestros pasos y cerciórate de que nadie deja una sola huella.
Wu se largó a advertir a los otros.
William había encontrado una serie de mapas de la zona dentro de la furgoneta y los estudiaba con atención. Asintió con la cabeza, como si estuviera memorizando recorridos.
—¿Sabes adonde debemos ir? —le preguntó su padre, tras haber resistido la tentación de interrogarle acerca de su notoria habilidad para hacerle el puente a un coche.
—Puedo imaginármelo —replicó el chico, alzando la vista—. ¿Quieres que conduzca yo? —Y luego añadió—: Tú no es que seas un gran conductor. —Como casi todos los chinos habitantes de una urbe, el medio de locomoción que Chang usaba con más frecuencia era una bicicleta.
Chang parpadeó al oír estas palabras en boca de su hijo: de nuevo parecían proferidas en un tono que resultaba insolente. Entonces llegó Wu con el resto de los inmigrantes y Chang corrió a ayudar a su esposa y a su padre a entrar en la furgoneta, mientras le decía su hijo: «Sí, tú conduces».