Algunos días después, el Fantasma compareció ante un tribunal y se le negó la libertad bajo fianza.
La lista de los delitos cometidos era inmensa: tanto en el ámbito estatal como federal, se le imputaban cargos por asesinato, tráfico de personas, agresiones, posesión de armas de fuego y blanqueo de dinero.
Dellray y sus jefes del Departamento de Justicia hicieron valer sus contactos en la oficina del fiscal general y, a cambio de su testimonio contra el Fantasma, Sen Zi-jun, el capitán del Fuzhou Dragón, recibió la inmunidad para los cargos de tráfico de personas. Testificaría en el juicio contra el Fantasma y, una vez terminado, sería deportado a China.
Rhyme y Sachs estaban en el dormitorio de éste y ella se miraba al espejo.
—Estás muy guapa —dijo el criminalista. En una hora ella debería presentarse en el juzgado. Era una sesión muy importante y estaba nerviosa pensando en la inminente intervención que debería hacer ante el juez. Movió la cabeza, dubitativa.
—No sé.
Amelia Sachs, que nunca echó en falta la profesión de modelo desde que la dejara, se consideraba a sí misma una chica «de vaqueros y camiseta». En ese momento llevaba un traje azul, una blusa blanca y, Dios mío, observó entonces Rhyme, unos zapatos Joan & David de tacón que la hacían que pareciera medir casi dos metros. Llevaba el pelo perfectamente recogido.
Aun así, ella recordó un detalle importante: sus pendientes de plata tenían forma de balas.
Sonó el teléfono y Rhyme dijo al instante: «Orden. Responder teléfono».
—¿Lincoln? —sonó una voz femenina.
—Doctora Weaver —le dijo éste a su neurocirujana.
Sachs dejó de pensar en ropa y se sentó en una esquina de la cama Flexicair.
—He oído tu mensaje —dijo la doctora—. Mi ayudante decía que era importante. ¿Va todo bien?
—Sí —dijo Rhyme.
—¿Sigues el régimen que te di? ¿Nada de alcohol y mucho descanso? —Y luego añadió, de buen humor—: Mejor me lo dices tú, Thom, ¿estás ahí?
—No, está en otra habitación —contestó Rhyme, riendo—. Aquí no hay nadie que vaya a mostrarme la tarjeta roja.
Excepto Sachs, claro, pero ella no iba a chivarse.
—Me gustaría que vinieras a la oficina mañana para un último examen antes de la operación. Estaba pensando que…
—¿Doctora?
—¿Sí?
Rhyme miró a Sachs a los ojos.
—He decidido no hacerme la operación.
—Estás…
—… cancelándola. A pesar de que pierdo el depósito —bromeó— y el pago por adelantado.
Hubo una pausa. Y luego, ella dijo:
—Deseabas esto más que ningún otro paciente que haya tenido.
—Lo deseaba, es cierto. Pero he cambiado de opinión.
—¿Recuerdas que te advertí de que los riesgos eran muchos? ¿Es ésa la razón de que…?
Él miraba a Sachs.
—Supongo que a fin de cuentas no le he visto grandes beneficios —dijo solamente.
—Creo que es una buena elección, Lincoln. Una sabia elección —añadió—. Estamos progresando mucho con las lesiones de columna. Sé que has leído la bibliografía…
—Me la sé al dedillo, cierto —respondió él, disfrutando de la ironía implícita en la metáfora.
—Pero cada semana aparece un nuevo adelanto. Llámame cuando quieras. Podemos pensar en opciones para el futuro. O llámame sólo para charlar un rato, si quieres.
—Sí. Lo haré.
—Me encantaría. Adiós, Lincoln.
—Adiós, doctora. Orden, colgar.
El silencio invadió la estancia. Luego, un aleteo y una sombra enturbiaron la paz cuando un halcón peregrino se posó en el alero de la ventana. Ambos observaron al ave.
—¿Estás seguro, Rhyme? —preguntó Sachs—. Sabes que estaré contigo codo con codo si decides seguir con la operación.
Él ya sabía que ella estaba de su parte. Pero asimismo no le cabía ninguna duda de que no deseaba pasar por esa intervención.
¡Abarca quién eres! Abarca tus limitaciones… El destino te hizo así, Loaban. Y te hizo así a propósito. Tal vez tú el mejor detective que puedes ser por lo que sucedió. Ahora tu vida equilibrada, digo.
—Estoy seguro —dijo.
Ella le apretó la mano. Volvieron a mirar al halcón en la ventana. Rhyme observó cómo una luz oblicua y pálida caía sobre el rostro de la joven, el mismo efecto que aparecía en los cuadros de Vermeer. Por fin dijo:
—Sachs, ¿estás tú segura de que quieres pasar por esto?
Con la cabeza hizo una seña hacia la carpeta que reposaba en una mesa cercana, que contenía una fotografía de Po-Yee y un montón de declaraciones juradas y de documentos de contenido oficial.
En el membrete estaba escrita la siguiente frase: PETICIÓN DE ADOPCIÓN.
Ella miró a Rhyme y éste vio en esa mirada la corroboración de que ella estaba muy segura de la decisión que acababa de tomar.
*****
En el despacho del juez, Sachs sonrió a Po-Yee, la Niña Afortunada, que estaba sentada junto a ella en la silla donde una trabajadora social la había depositado unos momentos antes. La niñita jugaba con su gato de tela.
—Señorita Sachs, éste es un procedimiento de adopción verdaderamente poco ortodoxo. Pero supongo que ya lo sabe. —La magistrada Margaret Benson-Wailes, una mujer oronda, estaba sentada tras su escritorio atiborrado de documentos en el oscuro monolito que es el juzgado Familiar de Manhattan.
—Sí, señoría.
La mujer se inclinó hacia delante y leyó un poco más.
—Lo único que puedo decir es que en el transcurso de los últimos días he hablado con más gente de Servicios Humanos, Servicios Familiares, el Ayuntamiento, Albany, One Police Plaza y el INS que lo que suelo hacer en un mes en la mayoría de los casos. Dígame, oficial, ¿cómo puede una delgaducha como usted tener tantas influencias en esta ciudad?
—Supongo que tengo suerte.
—Más que eso —dijo la jueza, volviendo al informe—. Me han dicho cosas muy buenas sobre usted.
Al parecer, Sachs también tenía buen guanxi. Sus contactos iban de Fred Dellray y Lon Sellitto hasta Alan Coe, quien, en vez de ser despedido, acababa de aceptar el puesto de Harold Peabody en el INS, pues éste había pedido la jubilación anticipada. En unos pocos días se habían acortado los kilómetros de cinta roja que atan las solicitudes de adopción.
—Usted, por supuesto —prosiguió la jurista—, entiende que el bienestar de la niña es lo primero, y que si no estoy del todo segura de que este arreglo es lo mejor para la pequeña no firmaré los papeles. —Esa mujer tenía el mismo talante, a la vez cascarrabias y benevolente, que el que Lincoln Rhyme se había molestado en perfeccionar año tras año.
—No desearía que fuera de ninguna otra forma, señoría.
Sachs había comprendido que, al igual que a tantos otros magistrados, a Benson-Wailes le gustaba dar consejos. La mujer se apoyó en la silla y observó a su público.
—Veamos, el procedimiento de adopción en Nueva York requiere una apreciación del entorno familiar, realizar algunos cursillos y pasar tiempo con el niño, así como un periodo de prueba de tres meses de duración. Me he pasado toda la mañana revisando informes y hablando con trabajadores sociales y con el tutor legal que le hemos asignado a la niña. Hemos tenido informes muy buenos, pero este caso ha ido más rápido que el declive de los Bulls cuando se largó Michael Jordán. Así que esto es lo que vamos a hacer: voy a conceder la tutela durante los tres meses de prueba, sujeta a la supervisión del Departamento de Servicios Sociales. Si cuando acabe ese periodo no hay problemas, firmaré una adopción permanente, sujeta a otros tres meses de prueba. ¿Le parece bien?
—Me parece excelente —asintió Sachs—, su señoría.
La jueza miró a Sachs con detenimiento. Luego miró a Po-Yee y pulsó el botón de su interfono:
—Que vengan los solicitantes.
Un instante después se abría la puerta y entraban con cautela Sam Chang y su esposa Mei-Mei. Junto a ellos estaba su abogado, un chino vestido con traje gris y una camisa de un rojo tan chillón que parecía sacada del guardarropa de Fred Dellray.
Chang le hizo un gesto a Sachs, quien se levantó y le dio la mano primero a él y luego a su mujer. A Mei-Mei se le abrieron los ojos cuando vio a la niña, que Sachs le pasó. Abrazó a Po-Yee con fuerza.
—Señor y señora Chang, ¿hablan ustedes inglés?
—Yo hablo un poco —dijo Chang—. Mi esposa no.
—¿Es usted el señor Sing? —preguntó la juez al abogado.
—Sí, señoría.
—Si puede hacerme de intérprete…
—Por supuesto.
—Por lo general, en este país un proceso de adopción resulta arduo y complicado. Para una pareja de inmigrantes cuyo estatus es más que incierto es virtualmente imposible recibir un permiso de adopción.
Tras una pausa en la que Sing tradujo sus palabras, Mei-Mei asintió.
—Pero aquí nos enfrentamos a unas circunstancias especiales.
Nueva pausa en la que las palabras brotaron de forma explosiva de la boca de Sing. Tanto Chang como su esposa asintieron. Estaban callados. A Mei-Mei le brillaban los ojos y respiraba con rapidez. Sachs advirtió que ella deseaba sonreír, pero que prefería abstenerse de hacerlo.
—Los de Inmigración y Naturalización me han comunicado que ustedes han solicitado asilo político y que, dado su estatus de disidentes en su país, lo más probable es que les sea concedido. Eso me reafirma en la creencia de que pueden ofrecer cierta estabilidad a esta niña. También debido a que tanto usted como su hijo, señor Chang, tienen trabajo.
—Sí, señor.
—Señora, si no le molesta —le corrigió sin ambages la magistrada Benson-Wailes, una mujer cuyas órdenes en el juzgado no necesitaban ser repetidas dos veces.
—Perdón. Señora.
Entonces la jueza les repitió a los Chang lo que le había dicho a Sachs sobre el periodo de prueba y la adopción.
Su comprensión del inglés era al parecer lo bastante buena como para entender el significado último de las palabras de la jueza sin necesidad de esperar a la traducción. Mei-Mei empezó a llorar y Sam Chang la abrazó, mientras le sonreía y le susurraba al oído. Entonces Mei-Mei se levantó, fue donde Sachs y la abrazó.
—Xiexie, gracias, gracias.
La jueza firmó el documento que tenía enfrente.
—Pueden llevarse a la niña ahora —dijo al despedirlos—. Señor Sing, hable con mi ayudante para ocuparse del papeleo.
—Sí, señoría.
*****
Sam Chang llevó a su familia, ahora oficialmente aumentada con un nuevo miembro, al aparcamiento cercano al oscuro edificio del Juzgado Familiar. Era la segunda visita a un juzgado que había realizado aquel día. Anteriormente, Chang había testificado en el vista preliminar de la familia Wu; su petición de asilo era menos sólida que la de los Chang, pero su abogado tenía esperanzas de que les permitieran permanecer en los Estados Unidos.
Los Chang y la mujer policía se detuvieron junto al deportivo amarillo de esta última. William, quien había estado malhumorado durante todo el día, se alegró al verlo.
—Un Cámaro SS —apuntó.
La mujer se rió.
—¿Sabes de coches americanos?
—¿Quién conduciría cualquier otra cosa? —dijo por respuesta. El muchacho delgado lo examinó de cerca—. Es de puta madre.
—William —le susurró Chang con tono amenazador para recibir una mirada ofuscada de su hijo.
Mei-Mei y los niños fueron hacia la furgoneta y Chang se quedó un segundo con la mujer policía. Traduciendo sus propias palabras con lentitud, Chang le dijo a la pelirroja:
—Todo lo que hacéis por nosotros, tú y el señor Rhyme… No sé cómo agradecéroslo. Y la niña… Es que, mi mujer, siempre ha deseado…
—Lo entiendo —dijo la mujer con la voz entrecortada y él se dio cuenta de que, aunque agradecía la gratitud mostrada, no se sentía cómoda recibiéndola. Ella se sentó en el asiento de su coche e hizo un gesto de dolor a causa de una articulación dolorida o de algún esguince. Encendió el motor con un ruido atronador y salió disparada del aparcamiento; las ruedas sacaron humo al acelerar.
En un segundo el coche se había desvanecido.
La familia debía acudir con presteza a una funeraria de Brooklyn donde estaban preparando el cadáver de Chang Jiechi. Pero Sam Chang se quedó un momento allí y contempló los edificios de oficinas y el complejo del juzgado que le rodeaban. Aquel hombre atrapado entre el yin y el yang de la vida necesitaba un instante de soledad. Ansiaba olvidarse por un momento de lo masculino, de lo autoritario, de lo duro, de lo tradicional —los aspectos de su pasado en China— para abrazar lo artístico, lo femenino, lo intuitivo, lo nuevo: todo lo que el País Bello representaba. Pero cuan difícil era hacer eso. Recordó que Mao Zedong había tratado de abolir todos los usos e ideas viejas a golpe de decreto y como resultado casi acabó destrozando todo el país.
No, pensó Chang, el pasado siempre irá con nosotros. Pero aún no sabía cómo buscarle un lugar en el futuro. Podría hacerse. A fin de cuentas, cuan cerca quedaba la Ciudad Prohibida con sus antiguos fantasmas de la plaza de Tiananmen y su espíritu de cambio. Pero sospechó que alcanzar cierto grado de reconciliación sería un proceso que le llevaría toda una vida.
Y ahí estaba, a medio mundo de todo lo que le había sido familiar, turbado por la confusión, acuciado por los desafíos.
Angustiado por la incertidumbre de tener que emprender una nueva vida en una tierra extraña.
Pero Sam Chang sabía algunas cosas:
Que en la festividad de los difuntos de otoño encontraría cierto desahogo en la tarea de adecentar la tumba de su padre, de dejarle una ofrenda de naranjas y de conversar con el espíritu del anciano.
Que Po-Yee, la Niña Afortunada, se convertiría en una mujer hecha y derecha, en completa armonía con su tiempo y su lugar: el País Bello al comienzo de un nuevo siglo, abrazando y a un tiempo transcendiendo con facilidad los espíritus de Hua y de Meiguo, de China y de los EEUU.
Que William acabaría teniendo una habitación para él solo y encontraría algo distinto a su padre para meterse en problemas; que poco a poco su rabia se alejaría como un fénix se aleja de las cenizas: que también encontraría el equilibrio.
Que él mismo trabajaría duro y proseguiría sus esfuerzos políticos como disidente y que en sus días libres se daría pequeños placeres: pasear por el barrio con Mei-Mei, visitar parques y galerías de arte y pasar las horas en lugares como The Home Store, donde harían sus compras o tan sólo pasearían por sus pasillos para examinar los tesoros de sus estantes.
Al final Sam Chang dejó atrás los altos edificios y regresó a la furgoneta para realizar su mayor deseo: volver a estar con su familia.
*****
Vestida aún como una ejecutiva para aquella misión especial en Manhattan, Amelia Sachs entró en la sala de estar.
—¿Y? —le preguntó el criminalista.
—Hecho —dijo ella, para desaparecer escaleras arriba. En unos minutos volvía vestida con vaqueros y una camiseta.
—¿Sabes, Sachs? —Le dijo el criminalista—. Si hubieras querido, tú misma podrías haber adoptado ese bebé. —Hizo una pausa—. Vamos, que ambos podríamos haberlo hecho.
—Lo sé.
—¿Y por qué no quisiste?
Ella se lo pensó un segundo y respondió:
—El otro día me lié a tiros con un sicario en un callejón de Chinatown, luego buceé treinta metros por debajo de la superficie del mar, y luego tocó un arresto… No puedo hacer cosas así, Rhyme. —Titubeó, pensó en la mejor manera de resumir sus sentimientos y luego se echó a reír—. Mi padre me dijo que hay dos tipos de conductores: aquellos que comprueban si tienen sitio antes de cambiar de carril y los que no lo hacen. Yo no lo compruebo. Si tuviera un bebé en casa me pasaría el día mirando hacia atrás. No funcionaría.
Él lo entendió a la perfección. Pero preguntó, juguetón:
—Si no compruebas si tienes sitio, ¿no te preocupa que pueda haber un accidente?
—El truco está en moverse más rápido que el resto. Así no hay forma de que nadie ocupe tu lugar.
—Cuando te mueves no pueden atraparte.
—Eso.
—Serías una buena madre, Sachs.
—Y tú un buen padre. Ya lo verás, Rhyme. Pero démonos un par de años. Por ahora tenemos mucho que hacer con nuestras vidas, ¿no crees?
Señaló la pizarra donde estaban escritos los listados de pruebas del caso GHOSTKILL, la misma pizarra que había acogido las anotaciones de una docena de casos anteriores y que albergaría las de docenas de casos futuros.
Rhyme vio que, como siempre, ella tenía razón; el mundo que esas notas y esas fotografías representaban era el lugar que ellos compartían, era su naturaleza: al menos, durante esos días.
—Me he ocupado de los detalles —le dijo.
Rhyme había estado al teléfono, con los trámites para conseguir que repatriaran el cadáver de Sonny Li a su padre en Liu Guoyuan, China. Una funeraria china se había ocupado de todos los preparativos.
Había una sola cosa que Rhyme tenía que hacer. Ordenó que se activara el programa del procesador de textos, y Sachs se sentó a su lado.
—Adelante —le dijo.
Tras media hora de escritura y reescritura, Amelia y él llegaron a este resultado.
Querido señor Li:
Le escribo para expresarle mis más sentidas condolencias por la muerte de su hijo.
Quiero que sepa lo profundamente agradecidos que estamos tanto mis colegas como yo por haber tenido la suerte de trabajar con Sonny en un caso difícil y peligroso que supuso su propia muerte.
No sólo se salvaron muchas vidas y se consiguió arrestar a un peligroso asesino, una proeza que no podríamos haber conseguido sin su ayuda; también fue un buen amigo. Sus acciones se recordarán con el mayor honor y su memoria será honrada y respetada en la comunidad policial de los Estados Unidos de Norteamérica. En verdad espero que usted se sienta tan orgulloso de su hijo por su coraje y sacrificio como todos nosotros.
Lincoln Rhyme, Det. Cap., NYPD (Ret.)
Rhyme la releyó y gruñó.
—Es demasiado. Demasiado emocional. Empecemos de nuevo.
Pero Sachs se echó hacia delante y pulsó la tecla IMPRIMIR.
—No, Rhyme. Déjala así. A veces es bueno que sea demasiado.
—¿Estás segura?
—Estoy segura.
Sachs dejó la carta a un lado para que Eddie Deng la tradujera a la mañana siguiente.
—¿Quieres volver a revisar las pruebas? —le preguntó Sachs, señalando a la pizarra. Antes del juicio del Fantasma tendrían que ocuparse de mucho trabajo preliminar.
—No —dijo Rhyme—, quiero jugar a un juego.
—¿Un juego?
—Sí.
—Vale —dijo ella tímidamente—. Tengo ganas de ganar.
—Creo que te gustará.
—¿Qué juego es?
—Wei-chi. El tablero está ahí. Y coge esas bolsas con las fichas.
Ella encontró el juego y lo dispuso en la mesa, cerca de Rhyme. Le miró a los ojos y vio que examinaba la cuadrícula del tablero.
—Creo que me estás timando, Rhyme —dijo—. Tú ya has jugado antes.
—Sonny y yo jugamos unas cuantas partidas —comentó él.
—¿Cuántas?
—Tres en total. No es que yo sea precisamente un experto, Sachs.
—¿Y cómo te fue?
—Tardas un poco en encontrarle el gustillo —contestó el criminalista, a la defensiva.
—Las perdiste todas —dijo Sachs—, ¿a que sí?
—Pero en la última estuve cerca.
Ella miró el tablero.
—¿Qué nos jugamos?
—Ya pensaremos algo —dijo Rhyme, lanzándole una críptica sonrisa. Luego le explicó las reglas y ella se echó hacia delante, asimilando sus palabras—. Eso es. Ahora bien, como no has jugado nunca tienes una pequeña ventaja. Puedes mover primero.
—No —dijo Sachs—, nada de ventajas. Echémoslo a cara o cruz.
—Es la costumbre —le aseguró Rhyme.
—Nada de ventajas —repitió ella. Sacó una moneda de veinticinco centavos del bolsillo—. Elige.
Y la lanzó al aire.
Fin