Capítulo 5

Yacían a sus pies, una docena más o menos, en la sopa fría del suelo del fueraborda, atrapados entre las montañas de agua que fluían a sus pies y la lluvia lacerante del cielo. Sus manos se agarraban desesperadas a la cuerda que rodeaba la balsa naranja.

Sam Chang, capitán a su pesar de la frágil embarcación, miró a sus pasajeros. Las dos familias, la de los Wu y la suya propia, iban agachadas junto a él en la parte trasera del fueraborda. En la parte delantera estaban el doctor John Sung y los otros dos que habían escapado de la bodega y que Chang conocía sólo por sus nombres de pila, Chao-hua y su mujer, Rose.

Una ola les cayó encima y empapó aún más a los ocupantes de la desventurada embarcación. Mei-Mei, la mujer de Chang, se quitó el suéter para envolver con él a la pequeña hija de la mujer del rostro marcado. Chang recordó que el nombre de la niña era Po-Yee, lo que significaba Niña Afortunada; ella había sido la mascota del viaje y les había traído buena suerte.

—¡Vamos! —gritó Wu—. Vete hacia la costa.

—Tenemos que buscar a los otros.

—¡Pero nos está disparando!

Chang miró la mar embravecida. Pero no había rastro del Fantasma.

—Iremos enseguida. Pero antes debemos rescatar a cuantos podamos. Mirad a ver si veis a alguno.

William, de diecisiete años, se puso de rodillas y entrecerró los ojos para divisar las aguas a través del velo de lluvia. La hija adolescente de Wu hizo lo mismo.

Wu gritó algo pero tenía vuelta la cabeza y a Chang le fue imposible oír lo que le decía.

Chang se enroscó el brazo en la cuerda y afianzó los pies contra una abrazadera para remos para asegurar el cuerpo y hacer contrapeso a medida que hacía girar la barca a unos ochos metros de distancia alrededor del Fuzhou Dragón. El barco se hundía cada vez más y de cuando en cuando despedía un chorro de agua turbia que ascendía elevada por el aire que salía expulsado por el agujero abierto de una escotilla o un ojo de buey. Entonces se oía un quejido como de animal dolorido.

—¡Ahí! —gritó William—. Creo haber visto a alguien.

—¡No! —repuso Wu Qichen—. ¡Tenemos que irnos! ¿A qué estás esperando?

William apuntaba a algo con el dedo.

—Sí, padre. ¡Allí!

Chang podía ver un bulto oscuro cerca de otro bulto blanco mucho más pequeño, a unos diez metros de ellos. Tal vez se tratara de una cabeza y una mano.

—Déjalos —dijo Wu—. ¡El Fantasma nos verá! ¡Nos disparará!

Haciendo caso omiso de estas palabras, Chang llevó la barca hacia los bultos, que de hecho eran un hombre. Estaba pálido, atragantado, medio ahogado; en su rostro se pintaba una expresión de pánico. Chang recordó que se llamaba Sonny Li. Mientras la mayoría de los inmigrantes pasaba una buena parte del tiempo hablando entre sí y leyendo para los demás, varios de quienes viajaban sin su familia se habían mantenido apartados. Li se encontraba entre estos últimos. Había algo en él que daba mala espina. Durante toda la travesía se había sentado solo, huraño, mirando de cuando en cuando a los niños que alborotaban cerca de él, y colándose con frecuencia en el puente, algo que el Fantasma había prohibido rigurosamente. Y cuando le daba por hablar, hacía demasiadas preguntas acerca de los planes que tenían las familias cuando llegaran a Nueva York y los lugares donde pensaban vivir: temas todos ellos a los que no alude ningún inmigrante ilegal.

En cualquier caso, Li era un hombre en dificultades y Chang trataría de salvarlo.

Una ola se lo tragó.

—¡Déjalo! —susurró Wu, enfadado—. Está muerto.

—¡Vámonos, por favor! —dijo Rose, su joven esposa, desde la parte delantera.

Chang maniobró para evitar que una gran ola los hiciera volcar. Cuando volvieron a encontrarse estables, Chang vislumbró un destello naranja, a unos cincuenta metros, que subía y bajaba. Era la barca del Fantasma. El cabeza de serpiente se dirigía a su encuentro. Una ola se alzó entre las dos lanchas y por un momento éstas se perdieron de vista.

Chang aceleró y se acercó al hombre que se ahogaba.

—¡Abajo, todos abajo!

Aminoró con presteza al acercarse a Li, se agachó sobre la goma dura de la lancha, asió al inmigrante por el hombro, lo alzó sobre la lancha, y éste cayó sobre el suelo, tosiendo con violencia. Nuevo disparo. Un chorro de agua saltó frente al bote mientras Chang aceleraba el motor y lo conducía alrededor del Dragón, para que el barco que se hundía volviera a servirles de parapeto ante el Fantasma.

El cabeza de serpiente se olvidó de ellos durante un instante, cuando vio a dos personas en el agua: eran miembros de la tripulación que flotaban con chalecos salvavidas color naranja a unos veinte o treinta metros del asesino. El Fantasma aceleró el motor a toda máquina en su dirección.

Ellos, al ver que el hombre se disponía a acabar con sus vidas, agitaron los brazos hacia Chang con desesperación, y trataron de alejarse del fueraborda que se les aproximaba. Chang consideró la distancia que le separaba de los miembros de la tripulación, preguntándose si podría alcanzarlos antes de que el cabeza de serpiente estuviera lo bastante cerca como para hacer blanco. La bruma, la lluvia y el oleaje le impedirían disparar con precisión. Sí, pensó que podía hacerlo. Empezó a dar potencia al motor.

—No —dijo de pronto una voz en su oído—. Es hora de irse. —Era su padre, Chang Jiechi, quien había hablado; el anciano se había puesto de rodillas para acercarse más a su hijo—: Lleva a tu familia a un lugar seguro.

Chang asintió.

—Sí, Baba —dijo, usando el término chino familiar para «padre». Dirigió la barca hacia la orilla y la puso a toda potencia.

Un segundo más tarde se oyó una detonación y luego otra, cuando el cabeza de serpiente asesinó a los dos miembros de la tripulación. A Chang se le encogió el alma al oír aquellos sonidos. Perdonadme, se dijo, pensando en los marineros. Perdonadme.

Se volvió y vio un destello naranja entre la bruma. El fueraborda del Fantasma iba tras ellos. Le invadió cierta desesperación. Como disidente político en China, estaba habituado al miedo. Pero en la República Popular el miedo era un desosiego insidioso con el que uno aprendía a convivir y no se parecía en nada a esto: ver cómo un loco asesino iba a la caza de tu amada familia y de tus compañeros.

—¡Agachaos! ¡Todo el mundo al suelo!

Se concentró en mantener el fueraborda estable y que éste avanzara a toda la potencia que le fuera posible.

Otro disparo. El proyectil rozó las aguas muy cerca. Si el Fantasma alcanzaba a la goma se hundirían en cuestión de minutos.

Se oyó un estertor inmenso y sobrenatural. El Fuzhou Dragón se escoró del todo y desapareció bajo las aguas. La ola inmensa que formó al hundirse avanzó como la onda expansiva de una bomba. La lancha de los inmigrantes se encontraba lo bastante alejada como para no sufrir las consecuencias del hundimiento, pero la del Fantasma no se hallaba tan lejos del barco. El cabeza de serpiente giró la cabeza y vio una gran ola que se le aproximaba. La lancha viró y, en un instante, la habían perdido de vista.

A pesar de su condición de profesor, artista y activista político, Sam Chang también era, como muchos chinos, más proclive a la espiritualidad de lo que se estila entre los intelectuales occidentales. Durante un momento pensó que Guan Yin, la diosa de la misericordia, había intercedido por ellos para enviar al Fantasma a una muerte entre las aguas.

Pero acto seguido John Sung, que miraba hacia atrás, gritaba: «Sigue ahí. Se acerca. El Fantasma nos persigue».

Vale, parece que Guan Yin tiene mucho que hacer hoy, pensó Chang con amargura. Si queremos sobrevivir tendremos que arreglárnoslas solos. Ajustó el rumbo para dirigirse a tierra, y aceleró para alejarse de los cadáveres y de los desechos que hacían las veces de lápidas flotantes para las sepulturas del capitán Sen, de su tripulación y de toda la gente que se habían hecho amigos de Chang durante las últimas semanas.

*****

—Ha hundido el barco.

—Dios mío —Lon Sellitto habló con un hilo de voz. El teléfono se le cayó de la oreja.

—¿Qué? —preguntó Harold Peabody, alterado. Con una mano se quitó las pesadas gafas—. ¿Lo ha hundido?

El detective asintió apesadumbrado.

—Dios mío, no —dijo Dellray.

Lincoln Rhyme volvió la cabeza, una de las partes de su anatomía que aún tenía movilidad, hacia el grueso policía. Disgustado por la noticia, sintió cómo una ola de calor le recorría todo el cuerpo: se trataba tan sólo, como es natural, de una sensación emocional, que bajaba desde el cuello.

Dellray dejó de dar vueltas de un lado a otro, y Peabody y Coe se miraron. Sellitto mantenía la vista en el parqué amarillo mientras seguía atento al teléfono y luego alzó la mirada.

—Dios, Linc, el barco se ha ido a pique. Con todos a bordo.

—Oh, no…

—Los guardacostas no saben con exactitud qué ha pasado, pero detectaron una explosión submarina y diez minutos más tarde el Dragón desaparecía de su radar.

—¿Bajas? —preguntó Dellray.

—Ni idea. El guardacostas aún se encuentra a varias millas. Y desconocen el lugar del suceso. Nadie a bordo del Dragón pulsó ningún tipo de dispositivo de señal de emergencia. Están enviando las coordenadas exactas.

Rhyme observó el mapa de Long Island; el extremo oriental acababa como en forma de cola de pescado. Sus ojos se fijaron en la pegatina roja que marcaba la ubicación aproximada del Dragón.

—¿A qué distancia de la costa?

—Como a una milla.

Con su mente incansable, Rhyme había procesado media docena de perspectivas lógicas de lo que podía ocurrir cuando el guardacostas interceptara al Fuzhou Dragón: algunas eran optimistas; otras conllevaban daños y pérdidas humanas. La detención de criminales se basaba en un equilibrio en el que uno podía minimizar los riesgos pero nunca eliminarlos del todo. Pero, ¿hundirlo con ellos dentro? ¿Ahogar a todas esas familias y a sus niños? No, eso jamás se le hubiera ocurrido.

Dios, había estado echado en su lujosa cama de tres mil dólares mientras escuchaba el pequeño problema de los de Inmigración sobre el paradero del Fantasma como si se tratara de un acertijo que alguien cuenta en un cóctel. Luego había sacado sus conclusiones y, ¡les había dado la solución!

Y se había conformado con eso: no había ido un paso más allá, no había pensado que los inmigrantes podían estar expuestos a semejante peligro.

A los ilegales se les llama los «desaparecidos»: si tratan de engañar a un cabeza de serpiente, los matan. Si se quejan, los matan. De pronto desaparecen para siempre.

Lincoln Rhyme estaba enfurecido consigo mismo. Sabía cuan peligroso era el Fantasma: debería haberse anticipado a aquel giro mortal del destino. Durante un segundo cerró los ojos y colocó esta carga en algún lugar de su alma. Renuncia a los muertos, se decía con frecuencia a sí mismo y a los técnicos de Escena del Crimen que trabajaban con él, y ahora se repitió esta orden en silencio. Pero no podía renunciar a ellos del todo, no a esa pobre gente. El hundimiento del Dragón era otra cosa. Esos muertos no eran cadáveres en una escena del crimen, cuyos ojos vidriosos y rígidas sonrisas uno aprendía a ignorar a la hora de hacer su trabajo. Lo que tenía delante era un buen número de familias muertas por culpa suya.

En un principio Rhyme había pensado que, una vez hubieran abordado el barco, arrestado al Fantasma e investigado la escena del crimen, su participación en el caso finalizaría y volvería a prepararse para la intervención. Pero en aquel momento supo que ya no podría abandonar el caso. El cazador que había en él sabía que tenía que encontrar a ese hombre y llevarlo ante la justicia.

Sonó el teléfono de Dellray y contestó. Tras una breve conversación, colgó sirviéndose de un solo dedo.

—Así es como está la cosa. Los guardacostas creen que un par de lanchas motorizadas se dirigen a la costa. —Fue hacia el mapa y señaló un punto—. Más o menos aquí. Easton, una pequeña población en la carretera de Orient Point. Debido a la tormenta no pueden mandar un helicóptero, pero han enviado a unos guardacostas a buscar supervivientes y vamos a ordenar a nuestra gente de Port Jefferson a que se dirija también donde se supone que van los botes salvavidas.

Alan Coe se pasó una mano por el cabello, de un pelirrojo algo más oscuro que el de Sachs, y le dijo a Peabody:

—Quiero ir con vosotros.

—Ahora no puedo tomar decisiones sobre el personal —replicó al momento el supervisor del INS. Un comentario más y no muy sutil precisamente sobre el hecho de que quienes llevaban el caso eran Dellray y el FBI, una más de las abundantes pullas que ambos agentes llevaban lanzándose desde hacía días.

—¿Cómo lo ves, Fred? —preguntó Coe.

—No —respondió el agente, preocupado.

—Pero yo…

Dellray negó enfático con la cabeza.

—No hay nada que puedas hacer, Coe. Si lo pillan podrás interrogarlo mientras esté detenido. Y puedes protestar lo que te venga en gana, pero estamos ante una operación táctica de detención y ésa no es tu especialidad.

El joven agente les había suministrado valiosa información sobre el Fantasma, pero Rhyme opinaba que trabajar con él era difícil. Aún estaba enfadado y resentido porque le habían denegado el permiso para estar en el cúter que abordaría al barco: otra de las batallas que Dellray había tenido que lidiar.

—Vale, pero eso es una chorrada —Coe se dejó caer sobre una silla.

Sin responderle, Dellray aspiró el cigarrillo que llevaba tras la oreja y contestó a una nueva llamada. Después de colgar se dirigió al equipo.

—Estamos tratando de formar controles en las carreteras secundarias de la zona: en la 25, la 48 y la 84 —anunció—. Pero es hora punta y nadie tiene huevos para atreverse a cerrar la autopista de Long Island ni la autovía Sunrise.

—Podemos advertir a los peajes del túnel y de los puentes —dijo Sellitto.

—Eso está bien —respondió Dellray, encogiéndose de hombros—, pero no es suficiente. Diablos, ese tipo se mueve por Chinatown como por su sala de estar. En cuanto llegue allí será como buscar una aguja en un pajar. Tenemos que detenerle en la playa si es posible.

—¿Y cuándo llegarán los botes a tierra? —preguntó Rhyme.

—Suponen que será en unos veinte, veinticinco minutos. Y nuestros chicos se encuentran a setenta y cinco kilómetros de Easton.

—¿No hay forma de poner allí a nadie antes? —preguntó Peabody.

Rhyme meditó un segundo y luego habló por el micrófono acoplado a su silla de ruedas:

—Orden, teléfono.

*****

El coche de las carreras de las 500 millas de Indianápolis de 1969 era un Camaro Super Sport descapotable de la General Motors.

Para semejante ocasión, la GM había elegido el más fuerte de sus coches de serie: el SS con un motor Turbojet V-8 de 6500 centímetros cúbicos y 375 caballos. Y si uno se animaba a hacerle unos arreglos (como quitar los silenciadores, el anticorrosivo del chasis, las barras de protección) y, por ejemplo, manipulaba con las poleas y los cabezales de los cilindros, podía aumentar los caballos hasta 450.

Lo que le convertía en una máquina perfecta para una carrera de resistencia.

Y en un demonio cuando iba a 180 kilómetros por hora en medio de un vendaval.

Aferrada al volante forrado de cuero, con los dedos artríticos doloridos, Amelia Sachs conducía hacia el este a través de la autopista de Long Island. Sobre el cuadro de mandos llevaba un flash azul, las ventosas no se pegan bien sobre las capotas de los descapotables e iba dando peligrosos bandazos para colarse entre el tráfico.

Tal y como Rhyme y ella habían acordado cuando él la llamó hacía cinco minutos para decirle que saliera pitando para Easton, Sachs era la mitad del equipo de avanzadilla, que, si tenían suerte, llegaría a la playa al mismo tiempo que el Fantasma y los inmigrantes supervivientes. La otra mitad del improvisado equipo era un joven agente de la ESU (Unidad de Servicios de Emergencia) del NYPD, que estaba sentado a su lado. La ESU era la sección de operaciones especiales de la policía, los SWAT, y Sachs —aunque en realidad fue Rhyme— había decidido que necesitaría el apoyo del arma que ahora descansaba en el regazo del hombre: una ametralladora MP5 Heckler & Koch.

A kilómetros por detrás de ellos iban regazados los ESU, el autobús de Escena del Crimen, media docena de agentes del condado de Suffolk, algunas ambulancias y vehículos del INS y del FBI, que avanzaban como podían en medio de la tormenta.

—Vale —dijo el oficial de la ESU—. Bien. Ahora. —Estas palabras fueron su reacción a un momento en el que el coche parecía más bien un hidroavión a punto de despegar.

Con calma, Sachs recuperó el control del Cámaro, y recordó que también había quitado las placas de acero bajo el asiento trasero, añadido una célula de alimentación en vez del pesado tanque de gasolina y reemplazado la rueda de repuesto con un Fix-a-Flat y un juego de bujías. El SS pesaba ahora doscientos cincuenta kilos menos que cuando su padre lo comprara en los setenta. Pensó que un poco de ese lastre no le vendría nada mal en aquellas circunstancias y derrapó de nuevo.

—Vale, ahora vamos bien —dijo el de la ESU, que parecía encontrarse más a gusto en un tiroteo que corriendo a toda velocidad por la autopista de Long Island.

Sonó el teléfono de Sachs, que tuvo que hacer malabarismos para contestar la llamada.

—Eh, señorita —le preguntó el policía de la ESU—, ¿no cree que debería comprarse un equipo de manos libres? Tal vez le sería de ayuda. —Esto lo decía un tipo vestido como si fuera Robocop.

Ella rió, conectó el auricular y contestó.

—¿Cómo vamos, Sachs? —le preguntó Rhyme.

—Haciendo lo que podemos. Pero dentro de poco tendremos que meternos por carreteras de zonas urbanizadas. Quizás tenga que detenerme en algún que otro semáforo.

—¿Quizás? —repitió el de la ESU.

—¿Hay supervivientes, Rhyme? —preguntó Sachs.

—No se sabe. El guardacostas confirmó que había dos lanchas. Parece que la mayor parte de la gente no pudo escapar.

—Detecto ese tono de voz, Rhyme —le dijo la joven al criminalista—. No es culpa tuya.

—Gracias por el interés, Sachs. Pero ésa no es la cuestión. Por cierto, ¿conduces con cuidado?

—Claro —dijo ella, y con calma hizo un giro que desplazó el coche cuarenta grados de su centro, aunque eso no aceleró su ritmo cardiaco. El Cámaro se enderezó como si estuviera sujeto por cables y luego prosiguió por la autopista a una velocidad superior a los doscientos kilómetros por hora. El policía de la ESU cerró los ojos.

—Estará cerca, Sachs. Ten el arma a mano.

—Siempre la tengo a mano —derrapó de nuevo.

—Nos llaman desde el guardacostas, Sachs. Tengo que colgar. —Hubo un pequeño silencio, y luego añadió—: Investiga a fondo pero cúbrete las espaldas.

Ella se rió.

—Me gusta eso. Tenemos que hacer camisetas para la Unidad de Escena del Crimen con esa frase.

Colgaron.

La autopista llegó a su fin y ella torció por una autovía menor. Estaba a cuarenta kilómetros de Easton, donde desembarcarían los botes. Nunca había estado allí; la urbanita Sachs se preguntó cómo sería la topografía. ¿Habría una playa? ¿Acantilados? ¿Tendría que escalar? Su artritis se le había complicado en los últimos días y con la humedad el dolor y la rigidez de sus miembros se habían duplicado.

También pensó esto: si el Fantasma aún estaba en la playa, ¿habría muchos sitios donde esconderse y dispararles?

Echó un vistazo al cuentakilómetros.

¿Aminorar la marcha? No, los dibujos de las llantas estaban en buen estado y la humedad de sus manos se debía a la lluvia que la había empapado en Port Jefferson. Siguió pisando a fondo.

*****

A medida que el bote saltaba sobre la superficie y se acercaba a la costa las rocas se advertían con mayor nitidez.

Y se veían más rocas dentadas.

Sam Chang oteó entre la lluvia y la niebla. Enfrente había algunas calas de arena sucia y guijarros, pero la mayor parte de la costa era rocosa y llena de acantilados. Para acceder a alguna playa donde desembarcar tendría que sortear obstáculos de piedra como colmillos.

—¡Sigue ahí detrás! —gritó Wu.

Chang volvió la cabeza y pudo advertir que la pequeña mancha naranja del fueraborda del Fantasma se dirigía directamente hacia ellos, aunque no avanzaba tan rápido. Al Fantasma lo frenaba su manera de tripular: iba directo hacia la costa y tenía que vérselas con las olas, lo que aminoraba su avance. Pero Chang, aplicando sus conocimientos taoístas, pilotaba su lancha de forma distinta: buscaba la corriente natural del agua y no iba contra las olas sino que rodeaba las crestas de las más grandes y se servía de ellas para aumentar la velocidad, así la distancia entre ellos y el cabeza de serpiente iba aumentando.

Estudió la costa: más allá de la playa habías árboles y césped. Por culpa de la lluvia, el viento y la niebla la visibilidad era muy mala, pero creyó advertir una carretera. Y algunas luces. Un grupo de luces: lo que parecía un pequeño pueblo.

Se limpió los ojos de agua salobre y contempló a la gente que yacía a sus pies, mirando en silencio la costa, las corrientes turbulentas, la resaca y los remolinos, las rocas cada vez más cercanas, afiladas como cuchillos, oscuras como coágulos de sangre.

Y entonces, justo enfrente, bajo la superficie del agua, apareció un banco de rocas. Chang giró con rapidez y viró hacia un lado, evitando la colisión. El fueraborda dio un terrible bandazo y las olas lo inundaron. De nuevo estuvieron a punto de volcar. Chang intentó buscar una vía que los condujera por el banco de rocas, pero el motor se detuvo. Tiró del acollador pero no consiguió nada más que un resoplido seguido de silencio. Repitió la operación una docena de veces. Pero no sucedió nada. El motor no funcionaba. Su hijo mayor se lanzó hacia adelante y comprobó el depósito de combustible.

—¡Está vacío! —gritó William.

Desesperado, temeroso por la seguridad de su familia, Chang se dio la vuelta. La niebla era ahora mucho más espesa y los ocultaba, pero también ocultaba al Fantasma. ¿Estaría cerca?

Una gran ola alzó el bote y luego lo deslizó con gran estrépito por un barranco de agua.

—¡Abajo, todos abajo! —gritó Chang—. Agachaos.

Se puso de rodillas sobre el suelo del bote lleno de agua. Agarró un remo y trató de usarlo como timón, pero las corrientes y las olas eran muy fuertes y el bote pesaba mucho. Un puño de agua le golpeó, arrancándole el remo de las manos. Chang cayó hacia atrás. Miró el lugar hacia el que se dirigían y vio una gran línea de rocas justo enfrente, a escasos metros.

El agua jugó con el bote como si éste fuera una tabla de surf y lo aceleró. Luego lo golpeó contra las rocas con gran fuerza, por el lado de proa. La estructura de goma naranja se rajó y con un resoplido comenzó a desinflarse. El golpe tiró a Sonny Li, John Sung y la pareja que estaba delante —Chao-hua y Rose— al agua, a poca distancia de las rocas, y la corriente se los llevó.

Las dos familias, la de los Wu y la de los Chang, se encontraban en la parte trasera del fueraborda que aún estaba parcialmente inflado, y se las arreglaron para aguantar. La mujer de Wu se golpeó con fuerza contra una roca pero no cayó al agua; con un grito de dolor, se desplomó de nuevo sobre el bote con el brazo ensangrentado, y permaneció tendida sobre el suelo, sin sentido. Nadie más resultó herido por el impacto.

Luego el fueraborda pasó entre las rocas y fue en dirección a la costa, mientras se desinflaba con rapidez.

Chang oyó el grito de alguien que pedía ayuda: se trataba de alguno de los cuatro que habían desaparecido cuando chocaron contra la roca, pero no pudo decir de dónde provenía la voz.

El bote pasó sobre otra roca que quedaba bajo el agua, a unos quince metros de la orilla. La corriente los arrastró con rudeza hacia la playa de guijarros. Wu Qichen y su hija se las arreglaron para que su esposa, inconsciente y herida, no se hundiera bajo el agua; en el brazo tenía una profunda herida que sangraba copiosamente. Po-Yee, la niña que Mei-Mei llevaba en brazos, había dejado de llorar y miraba a su alrededor en silencio.

Pero el motor del bote había quedado enganchado en la roca y los mantenía a unos ocho o nueve metros de la orilla. Allí, aunque la profundidad no era mucha —unos dos metros—, las olas golpeaban sin cesar.

—¡A la orilla! —gritó, tragando agua—. ¡Ahora!

Tardaron una eternidad en nadar hasta la orilla. Hasta Chang, el más fuerte de todos, se encontraba sin aliento y sacudido por calambres cuando llegó a tierra firme. Por fin sintió bajo sus pies los guijarros resbaladizos por las algas, y se derrumbó fuera del agua. De inmediato volvió a ponerse en pie y fue a ayudar a su anciano padre a salir del agua.

Exhaustos, reposaron en un refugio cercano a la playa, con un techo de planchas de metal ondulado que los protegía de la pertinaz lluvia. Las familias se derrumbaron sobre la arena oscura: tosían porque habían tragado agua, lloraban, suspiraban, rezaban. Sam Chang consiguió ponerse en pie. Miró al mar pero no encontró rastro ni del bote del Fantasma ni de los cuatro que habían sido barridos de su fueraborda.

Luego cayó de rodillas y hundió la frente en la arena. Sus compañeros, sus amigos, estaban muertos; ellos mismos estaban heridos, cansados hasta lo indecible y acosados por un asesino… Y aun así, pensó Chang, seguían vivos y se hallaban en tierra firme. Su familia y él por fin habían acabado el difícil trayecto que los había llevado por medio mundo hacia su nueva casa, Norteamérica, el País Bello.