Capítulo 49

El cabeza de serpiente era más pequeño y compacto de lo que se había imaginado Lincoln Rhyme. Era éste un fenómeno que le solía suceder desde los tiempos en el equipo forense del NYPD: los criminales que perseguía cobraban en su mente una estatura desproporcionada y cuando por primera vez les veía en persona, normalmente en el juicio, se sorprendía de lo diminutos que eran.

El Fantasma estaba de pie, esposado y rodeado de agentes. Se le veía algo preocupado, sí, pero mantenía el control y parecía sereno, con los hombros y los brazos relajados. El criminalista comprendió al instante por qué Sachs se había dejado embaucar por él: el Fantasma tenía ojos de curador, de médico, de hombre espiritual. Eran ojos que ofrecían bienestar, que invitaban a las confidencias. Pero, ahora que conocía al hombre, Rhyme podía distinguir en esa mirada tranquila muestras de un ego enorme, de dureza.

—Señor, ¿podría decirme a qué viene todo esto? —preguntó el amigo de Peabody (Webley, del Departamento de Estado, recordó Rhyme, quien aún oía el eco pomposo de sus palabras cuando se presentó en su sala de estar unos días atrás).

—¿Saben ustedes lo que sucede a veces en un trabajo como el nuestro, caballeros? —les dijo Rhyme a los dos hombres—. Me refiero al de la ciencia forense.

Webley del Departamento de Estado empezó a hablar, pero Peabody le hizo un gesto para que se callara. Rhyme no habría permitido que nadie le apartara de allí. Tampoco permitiría que nadie le metiera prisa si él no deseaba apresurarse.

—A veces no vemos los árboles entre tanto bosque. Vale, admito que a veces soy yo quien no ve lo que tiene enfrente de sus narices más que, digamos, Sachs. Ella se fija en los motivos, se fija en por qué la gente hace lo que hace. Pero eso no está en mi naturaleza. Mi naturaleza me lleva a estudiar cada prueba y a colocarla en su sitio. —Miró al Fantasma con una sonrisa en la boca—. Que es como poner una ficha en un tablero de wei-chi.

El cabeza de serpiente que a tanta tristeza había condenado a tantas personas no dijo nada, como si no se diera por enterado. Anunciaron el pre-embarque para los pasajeros del vuelo a Los Angeles de Northwest Airlines.

—En cuanto a las pistas, nos han servido de ayuda —dijo Rhyme, y ladeó la cabeza hacia el Fantasma—. Después de todo, le han atrapado, ¿no? Gracias a nuestra colaboración. Y tenemos pruebas suficientes para encerrarlo y condenarlo a muerte. Pero, ¿qué pasa? Que queda libre.

—No queda libre —dijo Peabody—. Vuelve a que le juzguen en China.

—Libre de la jurisdicción donde ha estado cometiendo una serie de crímenes tanto en el pasado como en los últimos días —le corrigió Rhyme, sin dudarle— ¿Es que tenemos que discutir también eso?

Esto fue demasiado para Webley el del Departamento de Estado que dijo:

—O vas al grano o lo meto en el avión.

Rhyme siguió ignorando a ese hombre. Se había adueñado del escenario y no iba a dejar escapar esa oportunidad.

—Pero la visión total del asunto… la totalidad… Pensaba en lo mal que me sentía. Mirad, encuentro el paradero del Fuzhou Dragón y mandamos al guardacostas y, ¿qué sucede? Que el tipo hunde el barco y empieza a asesinar gente.

—Claro que te sentiste mal —dijo Peabody, moviendo la cabeza—. Todos nos sentimos mal. Pero…

—La visión total… —dijo Rhyme, que seguía enfrascado en su parlamento—. Pensemos en ello. Martes, justo antes del alba, en la cubierta del Dragón. Tú eres el Fantasma, un hombre al que se busca por delitos muy graves y el guardacostas está a media hora de interceptar tu barco. ¿Qué habrías hecho?

El del mostrador siguió con el embarque del avión.

Peabody suspiró. Webley del Departamento de Estado murmuró algo sotto voce; Rhyme sabía que no era precisamente un piropo. El Fantasma se movió inquieto, pero siguió guardando silencio.

Ya que nadie se animaba a echarle una mano, Rhyme prosiguió.

—Yo, personalmente, habría cogido el dinero, habría ordenado que el Dragón volviera mar adentro a toda velocidad y me habría escapado a tierra en uno de los botes salvavidas. Los guardacostas, los del INS y la policía habrían estado tan atareados con la tripulación y los inmigrantes que me habría resultado muy fácil llegar a tierra y estar a medio camino de Chinatown antes de que se dieran cuenta de que me había largado. Pero, ¿qué es lo que hizo el Fantasma?

Rhyme miró a Sachs, quien dijo:

—Encerró a los inmigrantes en la bodega, hundió el barco y luego cazó a los supervivientes, arriesgándose, a que le atraparan o lo asesinaran.

—Y cuando no pudo matarlos a todos en la costa —siguió Rhyme—, los persiguió hasta la ciudad y allí volvió a tratar de asesinarlos. ¿Por qué demonios haría eso?

—Bueno, eran testigos —repuso Peabody—. Tenía que matarlos.

—Vale, Pero ¿por qué? Ésa es la pregunta que nadie se ha hecho —dijo Rhyme—. ¿Qué ganaba con ello?

Tanto Peabody como Webley del Departamento de Estado se quedaron callados. Rhyme continuó.

—Todo lo que los pasajeros del barco podían hacer era testificar en un único caso de tráfico de personas. Pero lo cierto es que ya había una docena de órdenes de búsqueda por tráfico de personas en todo el mundo. Y cargos por homicidio: echadle un vistazo a la lista roja de la Interpol. No tenía sentido molestarse en asesinarlos sólo porque fueran testigos. —Calló durante unos segundos, para dar más efecto a sus palabras—. Pero asesinarlos tenía todo el sentido del mundo si esos pasajeros hubieran sido sus víctimas desde un principio.

Rhyme podía ver en los rostros que tenía delante dos reacciones diferentes. Peabody parecía perplejo y sorprendido. En los ojos de Webley del Departamento de Estado había otro tipo de mirada: la de quien sabe con exactitud a qué se estaba refiriendo Rhyme.

—Víctimas —continuó Rhyme—. He ahí la palabra clave. Mirad, Sachs encontró una carta cuando se dio una vueltecita por el Dragón.

El Fantasma, que había estado observando a Sachs, se volvió hacia Rhyme cuando oyó esto.

—¿Una carta? —preguntó Peabody.

—Decía más o menos esto: aquí tienes tu dinero y ésta es la lista de víctimas que llevarás a Norteamérica. ¿Nos damos cuenta ahora de qué va el asunto, caballeros? La carta no hablaba ni de «pasajeros» ni de «cochinillos» ni de «inmigrantes»… ni de ese término tan poco delicado que tú usas, Peabody: «indocumentados». La carta decía, y cito textualmente: «víctimas». Cuando tuve delante por primera vez una traducción de la carta no caí en la cuenta de la palabra exacta que su redactor había utilizado. Pero la visión total queda mucho más clara si nos fijamos en quiénes eran esas víctimas: disidentes chinos con sus familias. El Fantasma no es un mero cabeza de serpiente. Es también un asesino profesional. Le habían contratado para matarlos.

—Este hombre está loco —dijo el Fantasma—. Está desesperado. Quiero irme ya.

—El Fantasma ya había decidido hundir el barco —dijo Rhyme—. Tan sólo esperaba a que estuviera lo bastante cerca de la costa para que su bangshou y él pudieran llegar a tierra sanos y salvos. Pero se torcieron un par de cosas: localizamos el barco y enviamos a los guardacostas, por lo que tuvo que actuar antes de lo previsto; algunos inmigrantes escaparon. Para colmo, el explosivo era muy potente y el barco se hundió antes de que pudiera recoger su dinero y sus armas y encontrar a su bangshou.

—Eso es absurdo —replicó Webley del Departamento de Estado—. Beijín no contrataría a nadie para asesinar disidentes. Ya no estamos en los sesenta.

—Como sospecho que sabe, Webley —repuso Rhyme—, Beijín no lo hizo. Encontramos al tipo que envió las instrucciones y el dinero al Fantasma. Su nombre es Ling Shui-bian.

El Fantasma miró desesperado hacia la puerta de embarque.

—Envié un correo electrónico a la policía de Fuzhou con el nombre y la dirección de Ling y les dije que creía que era uno de los socios del Fantasma. Pero ellos me devolvieron el mensaje diciéndome que debía estar en un error. La dirección era un edificio del gobierno en Fuzhou; Ling es el ayudante del gobernador de Fujián y se encarga del desarrollo del comercio.

—¿Qué significa eso? —preguntó Peabody.

—Que es un señor de la guerra corrupto —contestó Rhyme—: ¿No es obvio? Él y su gente ganan millones con sobornos de los negocios radicados en toda la costa suroriental de China. Lo más seguro es que esté conchabado con el gobernador, pero aún no tengo pruebas de ello. Al menos, todavía no.

—Imposible —replicó Webley, aunque con mucho menos convencimiento que antes.

—Para nada —repuso Rhyme—. Sonny Li me habló de la provincia de Fujián. Siempre ha sido más independiente de lo que le gustaría al gobierno central. Tiene las mejores conexiones con Taiwán y Occidente, y también más dinero. Beijín anda siempre amenazando con hundir la provincia: volver a nacionalizar los negocios y poner en el poder a su propia gente. Si eso sucediera, Ling y los suyos perderían sus beneficios. Luego, ¿cómo tener felices a los de Beijín? Matando a los disidentes más activos. ¿Y qué mejor forma de hacerlo que contratando a un cabeza de serpiente? Si mueren de camino a otro país es culpa suya, no del gobierno.

—Y lo más seguro, además —añadió Sachs— es que nadie se entere de que han muerto. No son sino otra carga en un barco que desaparece. —Señaló a Webley del Departamento de Estado y dijo—: ¿Rhyme?

—Ah, sí. La última pieza del puzzle. ¿Por qué queda en libertad el Fantasma? Tú le envías de vuelta para tener contentos a Ling y a sus secuaces —le dijo a Webley—. Para asegurarte de que nuestros intereses financieros no sufran. El sureste de China es el lugar con las mayores inversiones estadounidenses del mundo.

—Eso es una chorrada —replicó Webley.

—Eso es ridículo —añadió el Fantasma—. Es la mentira de un tipo desesperado. ¿Dónde está la prueba?

—¿Quieres pruebas? Bueno, tenemos la carta de Ling. Pero si deseas algo más… ¿Te acuerdas, Harold? Me dijiste que las otras cargas de inmigrantes del Fantasma habían desaparecido en el último año. Comprobé las declaraciones de sus familiares en la base de datos de la Interpol. La mayoría de sus víctimas eran también disidentes de Fujián.

—Eso no es cierto —dijo el Fantasma.

—Y luego está el asunto del dinero —dijo Rhyme, ignorándole.

—¿Del dinero?

—La tarifa del cabeza de serpiente. Cuando Sachs se dio el chapuzón en el Atlántico encontró 120000 dólares en moneda americana y unos 20000 en yuan. Invité a un amigo mío del INS a mi casa para que me echara una mano con las pruebas. Él…

—¿Quién? —preguntó Peabody de pronto. Luego entendió—. ¿Alan Coe? Era él, ¿verdad?

—Un amigo. Dejémoslo ahí. —De hecho, ese amigo había sido Coe, quien se había pasado el día robando pruebas clasificadas del edificio del INS, lo que como poco le iba a costar el empleo y como mucho la cárcel. Ése era el riesgo del que le había advertido Rhyme y que Coe había estado feliz de correr.

—Lo primero que advertimos fue la cuestión del dinero. Me dijo que cuando los inmigrantes contactan con los cabezas de serpiente jamás pueden hacer el primer pago en dólares porque en China no hay dólares; al menos, no los suficientes como para pagar un billete a los Estados Unidos. Por eso siempre pagan en yuan. Eso significa que, con un cargamento de unos veinticinco inmigrantes, Sachs debería haber encontrado al menos medio millón en yuan: como primer pago. ¿Por qué entonces había tan poco dinero chino en el barco? Porque el Fantasma les había cobrado una miseria para cerciorarse de que los disidentes en la lista negra podían pagar. Total, iba a hacer su ganancia con el dinero que le pagaban por asesinarlos. ¿Y los 120000? Bueno, ése era el primer pago de Ling. Comprobé con la Reserva Federal el número de serie de algunos de los billetes y resultó que la última vez que lo vieron, ese dinero iba camino del Banco del Sur de China en Singapur. Que resulta que es el que usan los gabinetes gubernamentales de la provincia de Fujián.

Iban llamando a los pasajeros de más filas para ir embarcando. Ahora el Fantasma estaba verdaderamente desesperado.

Peabody guardaba silencio y reflexionada sobre lo que estaba escuchando. Parecía vacilar, el oficial del Departamento de Estado estaba resuelto:

—Va a subir a ese avión y no hay nada más que decir.

Rhyme parpadeó y movió la cabeza.

—¿Por qué prueba vamos, Sachs?

—¿Qué hay del explosivo C4?

—Sí, el explosivo utilizado para hundir el barco. El FBI rastreó su procedencia: provenía de un vendedor de armas coreano que habitualmente se lo suministra a… ¿Lo adivináis? Las bases del Ejército de Liberación Popular de Fujián. Fue el gobierno el que le facilitó el C4 al Fantasma. —Rhyme cerró los ojos un instante—. Luego está el móvil que encontró Sachs en la playa. Era un teléfono vía satélite, también facilitado por el gobierno. El sistema que usaba tiene su base en Fuzhou.

—Los camiones, Rhyme —le recordó Sachs—. Cuéntales lo de los camiones.

Lincoln asintió, incapaz de resistirse a dar una clase magistral sobre su oficio.

—Qué cosa más interesante en el trabajo de la escena del crimen es comprobar cómo a veces lo que uno no encuentra acaba siendo tan importante como lo que encuentra. Estaba mirando nuestro listado de pruebas cuando vi que faltaba algo: ¿dónde estaban las pruebas del transporte para los inmigrantes? Mi amigo del INS me había dicho que el transporte terrestre forma parte del contrato, pero allí no había camiones. El único vehículo en la playa era el de Jerry Tang, que estaba para recoger al Fantasma y a su bangshou. ¿Y por qué no había nada? Porque el Fantasma sabía que los inmigrantes jamás llegarían vivos a la playa.

La cola de pasajeros que quedaban por embarcar era cada vez menor.

Webley se inclinó sobre Rhyme y le susurró a la oreja:

—Te estás jugando la cabeza ahora mismito, listillo. No tienes ni idea de lo que estás haciendo.

Rhyme le miró con cara de pena.

—No, no tengo ni idea. Ni de política, ni de les affaires d'd'état… Sólo soy un pobre científico. Mi conocimiento es espantosamente limitado. Se reduce a cosas como, pongamos por caso, la dinamita falsa.

Con eso le calló la boca al instante a Webley.

—Aquí es donde entro yo en escena —dijo Dellray—. Lo siento por vosotros, chicos.

Peabody carraspeó nervioso.

—¿De qué estás hablando? —preguntó, pero sólo por exigencias del guión, porque lo último que deseaba oír era la respuesta a semejante pregunta.

—¿La bomba del coche de Fred? Bueno, llegaron los resultados sobre la dinamita del laboratorio. Y lo más interesante es que no era dinamita. Era serrín mezclado con resina. Todo falso. Se usa en entrenamientos. Mi amigo del INS me dijo que los de Inmigración tienen su propio departamento de desactivación y un centro de entrenamiento con explosivos en Manhattan, y se pasó por allí esta misma mañana. Allí tienen explosivos de pega que usan para enseñar a los principiantes a reconocer bombas y a manejarlas. Resulta que los cartuchos del coche de Fred eran idénticos a esos. Y el detonador igual a uno encontrado en un armario de custodia de pruebas del INS: confiscado junto con otros cuando unos agentes detuvieron a unos cuantos ilegales rusos el año pasado en Coney Island.

Rhyme disfrutó del semblante aterrorizado de Peabody. Al criminalista le sorprendía que Webley, del Departamento de Estado, consiguiera aún parecer indignado.

—Si estás sugiriendo que algún miembro del gobierno federal haría daño a un agente…

—¿Daño? ¿Cómo podría hacerle daño a nadie un pequeño detonador? En realidad era un petardo. No, creo que el cargo delictivo sería más bien interferencia criminal en una investigación, porque me da la impresión de que queríais a Fred fuera del caso.

—¿Y por qué?

—Porque yo —respondió Dellray, el del traje blanco, mientras daba un paso al frente y empujaba a Webley del Departamento de Estado contra la pared— estaba armando mucho barullo. Había solicitado el equipo SPEC-TAC, que no se anduviera con rodeos para atrapar al Fantasma, no como esos nenes del INS. Mierda, me preguntaba por qué me habían elegido a mí para ese caso. Para empezar, yo no tengo ni repajolera idea de tráfico de personas. Y cuando pedí que viniera un experto, Dan Wong, para sustituirme, me encuentro con que tiene el culo metido en un avión que va hacia el oeste.

Rhyme hizo un resumen.

—Fred tenía que desaparecer para que vosotros pudierais usar al Fantasma tal y como habíais planeado: lo atrapabais vivo y lo sacabais del país para cumplir el pacto entre el Departamento de Estado y Ling en Fujián. —Hizo un gesto hacia el avión—. Justo como ha sucedido.

—Yo no sabía nada de los asesinatos a disidentes —balbuceó Peabody—. Nadie me dijo nada de eso. ¡Lo juro!

—Cuidado —murmuró Webley amenazador.

—Todo lo que me dijeron fue que necesitaban minimizar las cuestiones pendientes del Departamento de Justicia. Que había temas de seguridad nacional en juego. ¡Nadie habló de intereses comerciales, nadie habló de…!

—¡Harold! —Webley hizo restallar el látigo. Luego pareció olvidarse del sudoroso burócrata y se acercó a Lincoln Rhyme. Con voz suave le dijo:

—Mira. Si, y estoy diciendo «si», algo de esto fuera cierto, tendrías que darte cuenta de que hay algo más en juego que este hombre, Lincoln. El Fantasma ya no tiene tapadera posible. Ya no va a poder andar hundiendo barcos. Después de esto, nadie le va a contratar como cabeza de serpiente. Pero —prosiguió el diplomático con delicadeza— si le mandamos de vuelta, tendremos a los chinos felices. Beijín no se lanzará contra las provincias y al final eso será positivo para todos y tendrán un mejor nivel de vida. Y con la influencia de los americanos mejorarán los derechos humanos. —Levantó las manos y mostró las palmas—. A veces tenemos que elegir aunque duela.

Rhyme asintió.

—Así que lo que dices es que estamos ante un caso de política y diplomacia.

Webley sonrió, feliz de que Rhyme por fin lo hubiera entendido.

—Exactamente. Por el bien de ambos países. Claro que es un sacrificio, cómo no, pero creo que debe hacerse.

Rhyme se lo pensó un instante.

—Podríamos llamarlo el Gran Sacrificio por el Bien del Pueblo sin Precedentes en la Historia —le dijo luego a Sachs.

Al funcionario del Departamento de Estado se le agrió el rostro ante el sarcasmo de Rhyme.

—Mira —le explicó el criminalista—, la política es compleja, la diplomacia es compleja. Pero el crimen es muy simple. No me gustan las cosas complicadas. Así que éste es el trato: o nos das al Fantasma para que le procesemos en este país o hacemos público que has soltado al culpable de una serie de homicidios por razones políticas y económicas. ¡Ah! y en el proceso atacaste a un agente del FBI. —Displicentemente añadió—: Tu turno. Tú decides.

—No nos amenaces. No sois más que una panda de putos polis callejeros.

El agente de la puerta anunció el final del embarque. Ahora el Fantasma estaba asustado: tenía perlas de sudor en la frente, expresión de cólera contenida. Fue hacia Webley y levantó las manos; las esposas tintinearon. Le susurró algo con rabia. El burócrata no le hizo caso y se volvió hacia Rhyme.

—¿Cómo coño lo vas a hacer público? A nadie le interesa una historia como ésta. ¿Te crees que es el puto Watergate? Enviamos a un chino a su tierra para que le juzguen allí por varios crímenes.

—¿Harold? —preguntó Rhyme.

—Lo siento —dijo Peabody cobardemente—. No hay nada que pueda hacer.

—Vale, por fin una respuesta —contestó Rhyme con una sonrisa—. Era todo lo que quería. Una decisión. Tú has tomado la tuya. Bien.

Con pena y asombro, pensó que todo esto se parecía mucho al juego del wei-chi.

—Thom, ¿podrías ser tan amable de mostrarles nuestro trabajito? —le pidió a su ayudante.

El joven se sacó un sobre del bolsillo y se lo pasó a Webley. Lo abrió. Dentro había un largo informe de Rhyme a Peter Hoddins, de la sección de Internacional de The New York Times. Relataba con todo detalle lo que el criminalista acababa de decirles a él y a Peabody.

—Peter y yo somos buenos amigos —dijo Thom—. Le comenté que tal vez tuviéramos una exclusiva sobre el hundimiento del Fuzhou Dragón y de sus implicaciones en Washington. Parecía muy intrigado.

—Peter es un buen editor —dijo Rhyme, y añadió con orgullo—: Ha estado nominado para el Pulitzer.

Webley y Peabody se miraron. Luego cada uno se retiró a una esquina de la puerta de embarque, ya desierta, y llamaron por teléfono.

—El señor Kwan debe embarcar ya mismo —dijo el agente de embarque.

Finalmente los dos federales colgaron sus teléfonos, y Rhyme obtuvo su respuesta: Webley se volvió sin decir palabra y salió caminando por el pasillo.

—¡Espera! —gritó el Fantasma—. ¡Teníamos un trato! ¡Teníamos un trato!

El tipo siguió andando, mientras rompía el informe de Rhyme, cuyos pedazos tiró a una papelera sin detenerse siquiera.

Sellitto ordenó al empleado que cerrara la puerta de embarque. El señor Kwan no iba a tomar aquel vuelo.

El Fantasma posó los ojos en Rhyme y dejó caer los hombros, claramente derrotado. Pero en un instante pareció que el desconsuelo de su derrota daba paso a la confianza en una victoria futura, como si el yang consiguiera el equilibrio con un resurgimiento del yin, como habría dicho Sonny Li. El cabeza de serpiente se volvió hacia Sachs. La miró con una sonrisa gélida.

—Tengo paciencia, Yindao. Estoy seguro de que volveremos a encontrarnos. Naixin… Todo a su debido tiempo, todo a su debido tiempo.

Amelia Sachs le devolvió la mirada.

—Cuanto antes, mejor —dijo.

Rhyme se dijo que la de Sachs era una mirada infinitamente más gélida que la del Fantasma.

Los policías uniformados del NYPD se llevaron al cabeza de serpiente.

—Juro que no sabía nada de todo esto —dijo Harold Peabody—. Nunca me dijeron que…

Pero Rhyme estaba cansado de esa suerte de esgrima verbal. Sin decir palabra, con el dedo condujo su silla de ruedas Storm Arrow y dejó plantado al burócrata.

Fue Amelia Sachs quien provocó la última comunicación entre los representantes de las distintas ramas gubernamentales en el asunto de Kwan Ang, Gui, el Fantasma. Simplemente extendió una mano ante Harold Peabody y dijo:

—¿Me das las llaves de las esposas, por favor? Las dejaré en la comisaría por si deseas recuperarlas.