Capítulo 48

—Puede que haya un problema —dijo una voz de hombre al otro lado del teléfono.

Sentado en la hilera del medio de la inmensa furgoneta del INS, camino del aeropuerto JFK, un sudoroso Harold Peabody asintió como si su interlocutor pudiera verle.

—Un problema. Ya veo. Prosiga. —No quería más problemas, y menos en aquel caso.

El hombre sentado junto a Peabody tembló al oír esas palabras: era un tipo callado vestido con un traje azul marino, se llamaba Webley y pertenecía al Departamento de Estado; le había hecho la vida imposible a Peabody desde que llegó de Washington la tarde del día en que se hundió el Fuzhou Dragón. Webley miró a Peabody pero mantuvo el rostro impertérrito, algo que se le daba extremadamente bien.

—Alan Coe ha desaparecido —dijo su interlocutor, el ayudante del agente especial al cargo de la oficina de Manhattan del FBI—. Sabemos que estuvo hablando con Rhyme. Y luego desapareció.

—Vale —Harold Peabody trataba de interpretar qué significaba todo aquello.

Detrás de Peabody y Webley había dos guardias armados a cada lado del Fantasma, cuyas esposas seguían haciendo ruido mientras él bebía su café en un vaso de Starbucks. Al menos, el cabeza de serpiente se mantenía tranquilo a pesar de los problemas que le habían anunciado.

—Prosiga —dijo Peabody.

—Estábamos siguiendo a Coe, tal como nos pidió que hiciéramos, porque no estábamos seguros de que no tratara de atentar contra el detenido.

tratara de atentar contra… Menuda puta manera de hablar, pensó Peabody.

—¿Y?

—Bueno, pues que no logramos dar con él. Ni con Rhyme.

—Va en silla de ruedas. ¿Es que tan difícil resulta seguirle la pista? —Peabody estaba pálido y calado hasta los huesos. La tormenta había amainado y a pesar de que el cielo seguía encapotado, la temperatura ya alcanzaba los veintisiete grados. Y la furgoneta del gobierno tenía aire acondicionado también gubernamental.

—No había orden de vigilancia —le recordó el ayudante del agente especial al cargo, tranquilo—. Tenemos que ocuparnos de esto… de manera discreta. —Peabody se dio cuenta de que esa sangre fría ponía al agente del FBI en posición de controlar la situación, y pensó que debía volver a ganar cierto poder.

La burocracia era un coñazo.

—¿Cuál es tu evaluación situacional? —preguntó Peabody. Pensaba: ¿Querías jerga, imbécil? Pues ahí tienes jerga.

—Usted sabe que Coe tiene una prioridad inmediata, que es atrapar en persona al Fantasma.

—Cierto. ¿Y?

—Rhyme es el mejor policía forense del país. Por lo que parece, tal vez Rhyme y Coe hayan planeado atrapar al Fantasma.

—¿A qué se refiere?

—Con la experiencia forense de Rhyme tal vez encuentren alguna forma de hacer que sea imposible procesar a Coe. Tal vez manipulen las pruebas.

—¿Qué? —se burló Peabody—. Eso es ridículo. Rhyme jamás haría eso.

Aquellas palabras despertaron alguna emoción en Webley, que frunció el entrecejo.

—¿Por qué no? —preguntó—. Desde que sufrió el accidente no es precisamente la persona más estable del mundo. Siempre anda a punto de suicidarse. Y parece que hizo muy buenas migas con ese policía chino. Tal vez el Fantasma le puso contra las cuerdas cuando disparó a Li.

Parecía una locura, pero ¿cómo saberlo? Peabody se limitaba a atrapar a gente que trataba de colarse en el país y los devolvía a su casa. No conocía los mecanismos de la mente criminal. De hecho, no tenía la menor relación con la psicología, salvo la de pagar a regañadientes las facturas del psiquiatra de su ex mujer.

Y en cuanto a Coe… estaba claro que era lo bastante inestable como para tratar de acabar con el Fantasma. De hecho, ya lo había intentado frente al apartamento de los Wu en Canal Street.

—¿Qué dice Dellray? —preguntó Peabody.

—Está operativo en la zona en estos momentos. No contesta al teléfono.

—¿No trabaja para ti?

—Dellray trabaja para alguien llamado Dellray —contestó el del FBI.

—¿Qué es lo que sugieres que hagamos? —preguntó Peabody antes de usar su chaqueta arrugada para secarse la cara.

—¿Crees que Coe os está siguiendo?

Peabody echó un vistazo al billón de vehículos que circulaban por la autovía Van Wyck.

—Ni puta idea —dijo, prescindiendo por completo de la jerga gubernamental.

—Si va a hacer algo, lo intentará en el aeropuerto. Dile a tu gente que estén al tanto por si lo ven. Yo avisaría a la seguridad de la Autoridad Portuaria.

—No me imagino qué iba a poder hacer Lincoln.

—Gracias por la valoración, Harold. Pero deberías recordar que el que atrapó al hijoputa ese fue Rhyme. No tú. —Al otro lado de la línea telefónica colgaron.

Peabody se dio la vuelta y le echó un vistazo al Fantasma, quien preguntó:

—¿Qué pasaba?

—No es nada. —Peabody entonces preguntó a uno de sus agentes—: ¿Llevamos chalecos antibalas ahí detrás?

—No —respondió uno. Luego añadió—: Yo lo llevo puesto.

—Yo también —dijo el otro agente.

A juzgar por su tono de voz no estaban dispuestos a quitárselos.

Ni tampoco Peabody les pediría algo así. Si Coe intentaba cargarse al Fantasma y tenía suerte… Bueno, así eran las cosas. Rhyme y él tendrían que pagar las consecuencias.

Se inclinó hacia delante y abordó al conductor:

—¿Puedes hacer algo con ese maldito aire acondicionado?

*****

Las esposas que le ceñían las muñecas le parecían tan livianas como la seda.

Se las quitarían en cuanto estuviera en la puerta del avión que le llevaría a casa desde el País Bello y, como estaba seguro de que iba a ser así, esas argollas de metal habían dejado de existir para él.

Mientras caminaba por la terminal internacional del aeropuerto JFK, pensaba en cuánto habían cambiado los viajes al Lejano Oriente. Recordó los viejos tiempos, cuando viajaba en las líneas aéreas nacionales de China, la CAAC, que todo viajero que hablara inglés conocía porque había un chiste sobre sus siglas: «Chinese Airliners Always Crash[8]». Ahora las cosas eran muy diferentes: uno podía viajar con Northwest Airlines a Los Angeles, y luego tomar un vuelo de China Air a Singapur con conexión a Fuzhou, y siempre en clase preferente.

El séquito era cuando menos curioso: el Fantasma, dos guardias armados y dos hombres al cargo, Peabody en representación del INS y el hombre del Departamento de Estado. Se les unieron dos guardias armados, enormes y nerviosos como ardillas, de la Autoridad Portuaria que no apartaban la mano de sus armas mientras observaban a la gente.

El Fantasma no sabía con exactitud a santo de qué venía tanta arma y tanta vigilancia pero supuso que se habrían recibido amenazas de muerte contra su persona. Vale, no era nada nuevo. A fin de cuentas, había convivido con la muerte desde la noche en que asesinaran a toda su familia.

Oyó pisadas a su espalda.

—¡Señor Kwan, señor Kwan!

Se volvió y vio a un chino trajeado que caminaba apresuradamente hacia ellos. Los guardias aferraron sus armas y el hombre se detuvo, con los ojos muy abiertos.

—Es mi abogado —dijo el Fantasma.

—¿Está seguro? —le preguntó Peabody.

—¿A qué se refiere con eso de si estoy seguro…?

Peabody le hizo una seña al hombre, le cacheó a pesar de las protestas del Fantasma y permitió que él y el cabeza de serpiente charlaran en una esquina del pasillo. El criminal acercó la boca a la oreja del hombre y dijo:

—Adelante.

—Tanto los Chang como los Wu han salido bajo fianza, hasta la vista oral. Parece que les van a conceder asilo político. Los Wu están en Flushing, Queens. Los Chang han vuelto a Owls Head. Al mismo apartamento.

—¿Y Yindao? —susurró el Fantasma.

El hombre guiñó los ojos ante una palabra tan obscena. El cabeza de serpiente se corrigió.

—Me refiero a esa chica, Sachs.

—Oh, también tengo su dirección. Y la de Lincoln Rhyme. ¿Quiere que se las escriba?

—No, bastará con que me las digas muy despacio. Las recordaré.

Cuando se las hubo repetido tres veces el Fantasma ya las había memorizado.

—Tendrás el dinero en tu cuenta —dijo.

No necesitaba explicar ni cuánto dinero ni en qué cuenta.

El abogado asintió, miró a los guardias, dio media vuelta y se largó.

El grupo siguió atravesando el pasillo. Al fondo, el Fantasma podía ver la puerta de embarque y las preciosidades que atendían el mostrador de facturación. Y a través de la ventana pudo otear el 747 que muy pronto le llevaría hacia el oeste, como el Rey Mono en su peregrinaje, y al final del trayecto encontraría el contento y la iluminación.

La tarjeta de embarque sobresalía por el bolsillo de su camisa. Tenía diez mil yuan en la cartera. Una escolta proporcionada por el gobierno de los EEUU. Volvía a casa, a sus apartamentos, sus mujeres y su dinero.

Era libre. Era…

De pronto hubo un revuelo.

Alguien se movía hacia él deprisa, y los guardias sacaban las armas y le echaban a un lado. El Fantasma tragó saliva y pensó que iba a morir. Se encomendó a su guardián, Yi el arquero.

Pero su atacante se detuvo de golpe. Con la respiración entrecortada, el Fantasma se echó a reír.

—Hola, Yindao.

Ella vestía vaqueros, camiseta y un impermeable y de su cuello colgaba una placa. Apoyaba las manos en las caderas, una de ellas muy cerca de su arma. La mujer ignoró al Fantasma y echó un vistazo a los jóvenes agentes del INS, que estaban muy nerviosos.

—Será mejor que tengáis una buena razón para andar apuntándome con eso.

Ellos empezaron a enfundar sus armas, pero Peabody les hizo un gesto para que no lo hicieran.

El Fantasma miró más allá de Yindao. Detrás de ella había un negro grande vestido con un traje blanco y una camisa de color azul chillón. También estaba el gordo que le había arrestado en Brooklyn, así como un buen número de policías uniformados. Pero la única persona que captó toda su atención era un tipo atractivo, moreno, de la misma edad que el Fantasma que estaba sentado en una complicada silla de ruedas roja a la que tenía atados brazos y piernas. Un joven delgado, su ayudante o enfermero, estaba detrás de la silla.

Por supuesto, se trataba de Lincoln Rhyme. El Fantasma examinó a aquel curioso personaje: el hombre que, como de milagro, había descubierto las coordenadas del Fuzhou Dragón, el que había dado con el paradero de los Wu y de los Chang, el que había conseguido atrapar al mismísimo Fantasma. Algo que ningún otro policía había logrado en ningún otro lugar del mundo.

Harold Peabody se secó el rostro con una manga, estudió la situación e hizo una seña a los guardias para que se retiraran. Ellos bajaron las armas.

—¿A qué viene todo esto, Rhyme?

Pero el criminalista no le hizo ni caso, y siguió examinando al cabeza de serpiente con cuidado. El Fantasma se sintió incómodo, pero se sobrepuso con rapidez. Tenía guanxi al más alto nivel. Era inmune hasta a la magia de Lincoln Rhyme, a quien preguntó con desdén:

—¿Y quién eres tú?

—¿Yo? —respondió el inválido—. Soy uno de los diez jueces del infierno.

El Fantasma se rió.

—¿Así que te dedicas a inscribir nombres en el Registro de los Vivos y los Muertos?

—Sí, eso es exactamente lo que hago.

—¿Y has venido a despedirte de mí?

—No —respondió.

—¿Y entonces qué quieres? —preguntó Peabody con cautela.

El burócrata del Departamento de Estado intervino entonces:

—Todos ustedes, venga, dejen paso.

—No va a subir a ese avión —dijo Lincoln Rhyme.

—Claro que sí —dijo el adusto burócrata. Dio un paso al frente, le arrancó al Fantasma su billete y se dirigió hacia el mostrador de facturación.

—Da un paso más hacia ese avión —le dijo el policía gordo— y autorizo a estos oficiales a que te detengan.

—¿A mí? —dijo Webley, enfadado.

Peabody soltó una carcajada y le preguntó al agente del FBI:

—Dellray, ¿qué coño es todo esto?

—Mejor será que escuches a mi amigo, Harold. Te interesa, hazme caso.

—Cinco minutos —concedió Peabody.

Lincoln Rhyme fingió poner cara de pena:

—Vaya, me temo que puede que me lleve un poquito más.