—¿Extraditado? —preguntó Rhyme.
—Ése es el truco que se han sacado de la manga —gruñó Dellray—. Pero aún no hemos visto ninguna orden de arresto para él de la justicia china.
—¿Qué significa eso de que no hay orden de arresto? —preguntó Sachs.
—Que su puto guanxi le va a salvar el culo —respondió Rhyme con amargura.
Dellray asintió.
—A menos que el país que quiere la extradición aporte la documentación en regla, nunca, nunca enviamos a nadie a su casa. Nunca, nunca y nunca.
—Bueno, pero ellos se encargarán de él, ¿no? —preguntó Sachs.
—No. He hablado con los tipos de allá. Los altos mandos chinos le buscan, dejadme que lo cite textualmente, «… para interrogarle sobre su relación en causas dudosas de comercio externo». Ni una palabra sobre tráfico de personas, ni una palabra sobre asesinato, ni una palabra sobre nada.
Rhyme estaba asombrado.
—En un mes andará suelto. —Los Chang, los Wu, un montón de gente volvía a estar en peligro—. Fred, ¿puedes hacer algo? —le preguntó. Dellray tenía buena fama dentro del FBI y amigos poderosos en la central de Washington que queda entre Pennsylvania Avenue y la calle 10: a su manera, no le faltaba guanxi.
Pero el agente negó con la cabeza mientras estrujaba el cigarrillo que llevaba en la oreja.
—Esto ha sido una decisión del Departamento de Estado en Washington. No en mi Washington. Y allí no tengo influencia.
Rhyme se acordó del tipo callado del traje azul: Webley del Departamento de Estado.
—Maldita sea —susurró Sachs—. Él lo sabía.
—¿Qué? —preguntó Rhyme.
—El Fantasma sabía que estaba a salvo. Cuando lo detuvimos estaba sorprendido pero no preocupado. Mierda, si me contó cómo había asesinado a Sung para suplantarle. Y estaba orgulloso. Cualquiera que hubiéramos detenido así, se habría limitado a escuchar sus derechos y mantener la boca cerrada. Y él fanfarroneaba.
—No puede ser —dijo Rhyme, pensando en la pobre gente cuyos cadáveres habían encontrado inertes dentro del Fuzhou Dragón o tirados sobre la arena de la playa de Easton. Pensó en el padre de Sam Chang.
Pensó en Sonny Li.
—Pues sí, está sucediendo —dijo Dellray—. Se va esta tarde. Y no hay nada que podamos hacer para impedirlo.
*****
En el Centro de Detención Federal del sur de Manhattan, el Fantasma estaba sentado ante la mesa de una sala privada de conferencias con su abogado, quien había comprobado con el escáner manual que la sala estaba libre de micrófonos.
Hablaban en minnanhua, tranquilos pero a toda velocidad.
Cuando el abogado acabó de contarle los procedimientos para su traspaso a la policía de Fuzhou, el Fantasma asintió con la cabeza y le hizo una petición.
—Quiero que me encuentres información.
El abogado cogió un cuaderno. El Fantasma le vio hacerlo y puso mala cara. El hombre volvió a dejar el cuaderno donde estaba.
—Hay una mujer que trabaja en el departamento de policía. Necesito su dirección. La de su casa. Se llama Amelia Sachs y vive en algún lugar de Brooklyn. S-A-C-H-S. Y Lincoln Rhyme. R-H-Y-M-E. Él vive en Manhattan.
El abogado asintió.
—Luego necesito encontrar a dos familias. —Pensó que no era inteligente mencionar que era para asesinarlos, por mucho que no hubiera micrófonos en la sala—. Los Wu y los Chang. Del Dragón. Los tiene el INS en alguno de sus centros de detención pero no sé dónde.
—¿Qué es lo que va a…?
—Tu pregunta es irrelevante.
El hombre quedó callado. Luego dijo:
—¿Cuándo necesita esta información?
El Fantasma no estaba seguro de lo que le esperaba en China. Pensó que en tres meses estaría de vuelta en uno de sus lujosos apartamentos, aunque tal vez fuera aún menos tiempo.
—Tan pronto como te sea posible. Les seguirás la pista y si cambian de dirección me dejarás un mensaje con mi gente en Fuzhou.
—Sí. Por supuesto.
Entonces el Fantasma se dio cuenta de que estaba cansado. Vivía para el combate, para jugar a aquellos juegos letales. Vivía para ganar. Pero qué cansado era eso de romper calderas y hundir barcos, cuan cansado era negarse a aceptar la derrota. Ahora necesitaba descansar. Su qi necesitaba reponerse.
Echó a su abogado y se tumbó en el jergón de su celda pulcra y antiséptica: una estancia que le recordaba a una funeraria china, pues las paredes estaban pintadas de blanco y azul. El Fantasma cerró los ojos y pensó en Yindao.
Tendida en una habitación, un almacén, un garaje que habría sido preparado por su experto en feng shui para conseguir el efecto contrario: para maximizar lo malvado, lo doloroso y lo violento. El arte del aire y del agua también puede hacer eso, pensó el Fantasma.
Yin y yang, los opuestos y la armonía.
La suave mujer atada en el duro suelo.
Su piel blanca en la oscuridad.
Duro y suave…
Placer y agonía.
Yindao…
Pensar en ella le ayudaría a pasar mejor las semanas venideras. Cerró los ojos.
*****
—Hemos tenido nuestras diferencias, Alan —dijo Rhyme.
—Supongo que sí. —El agente Coe del INS hablaba con cautela. Estaba sentado en el dormitorio de Lincoln Rhyme, sobre una de las incómodas sillas de mimbre que el criminalista había sembrado por toda la habitación con la esperanza de que sus visitas no se quedaran mucho rato. Coe no se fiaba de la invitación de Rhyme, pero el criminalista no quería que nadie pudiera oír su conversación. Tenía que ser una reunión completamente privada.
—¿Ya te has enterado de que sueltan al Fantasma?
—Claro que he oído lo del Fantasma —murmuró el hombre de mal humor.
—Dime cuál es tu interés real en el caso —le dijo Rhyme—. Nada de memeces.
Coe titubeó y contestó:
—Mató a una de mis informantes. Eso es todo.
—He dicho que nada de memeces. Hay algo más, ¿no?
—Sí, hay algo más —concedió Coe, finalmente.
—¿Qué?
—Julia, la mujer que era mi informante… éramos… Éramos amantes.
Rhyme miró al agente a la cara. A pesar de ser un firme creyente en el valor superior de las pruebas físicas, no desdeñaba los mensajes que emitían los ojos, y las expresiones de un rostro. Vio dolor, vio pena.
Después de un momento de congoja, el agente dijo:
—Murió por mi culpa. Debería haber tenido más cuidado. Salimos juntos en público. Fuimos a Xiamen, una ciudad turística al sur de Fuzhou. Allí hay muchos turistas occidentales y pensé que nadie nos reconocería. Pero creo que sí lo hicieron. —Tenía los ojos inundados de lágrimas—. Jamás le dejé que hiciera nada peligroso: sólo mirar los calendarios de operaciones de cuando en cuando. Ella nunca llevó un micro oculto, jamás se coló en una oficina. Pero yo debería haber sabido quién era el Fantasma. Nadie puede huir de él si le ha traicionado, por mínima que haya sido la traición.
Vengo a ciudad en autobús, digo. Veo cuervo en carretera cogiendo comida. Otro cuervo trató de robar comida y el primero no asustado, al contrario: persigue segundo cuervo y trata de sacarle ojos. No deja solo al ladrón.
—El Fantasma la hizo desaparecer —dijo Coe—. Y ella dejó dos niñas huérfanas.
—¿Es por eso que te fuiste al extranjero cuando pediste la baja?
Coe asintió.
—Buscaba a Julia. Pero luego me rendí y traté de conseguir que las niñas fueran aceptadas en una casa católica. Ya sabes cuál es el destino habitual de las huérfanas en ese país.
Rhyme no dijo nada: pensaba en un incidente de su propia vida que era similar a la tragedia de Coe. En una mujer a la que estaba unido antes de su accidente, en una amante. Ella también era policía, experta en escenas del crimen. Y murió porque él la ordenó entrar en una escena plagada de bombas trampa. Una bomba la mató al instante.
—¿Funcionó? —preguntó el criminalista—. ¿Lo de las chicas…?
—No. El Estado se las llevó y jamás volví a verlas. —Alzó la mirada y se secó los ojos—. Así es que por eso estoy obsesionado con los indocumentados. Mientras sigan pagando cincuenta mil dólares por un viaje ilegal a este país, nosotros tendremos cabezas de serpiente como el Fantasma que asesinarán a todo aquél que se les ponga a tiro.
Rhyme acercó su silla a Coe.
—¿De veras quieres detenerle?
—¿Al Fantasma? Con toda mi alma.
Esa pregunta era la fácil, se dijo Rhyme. Ahora venía la difícil:
—¿Qué estás dispuesto a arriesgar para conseguirlo?
Pero no hubo ni un asomo de duda, pues el agente contestó de inmediato:
—Todo.