Capítulo 45

Un sonido cercano.

¿De pasos?, se preguntó Sam Chang, sentado en el sofá, al lado de su hijo menor.

¿En la parte delantera? ¿En la trasera?

Estaban sentados en la penumbra de la sala de estar de su apartamento, reunidos en torno de televisor, que mostraba imágenes de un talk show. El volumen estaba alto, pero aun así Chang había oído el ruido con claridad.

Un chasquido.

Sí, eran pisadas.

¿De quién?

¿De un ave fénix que resurgía de sus cenizas, de un dragón enfadado porque alguien hubiera construido una vivienda donde él había tenido su casa?

¿O era el espíritu de su padre que regresaba para reconfortarle?

O tal vez para advertirle de un peligro.

O tal vez era Gui, el Fantasma, que había dado con ellos.

Es mi imaginación, pensó Chang.

Salvo que al mirar a su alrededor vio a William, que un segundo antes había estado hojeando una revista de automóviles atrasada. El muchacho estaba erguido, tenía el cuello tieso y movía la cabeza de un lado a otro, como una garza tratando de identificar la procedencia de un peligro.

—¿Qué sucede, esposo? —susurró Mei-Mei, al observar la expresión de alarma de los dos varones. La mujer agarró a Po-Yee.

Otro chasquido.

Un ruido de pisadas. No podía decir de dónde procedía.

Sam Chang se levantó con rapidez y William se unió a él. Ronald hizo también ademán de levantarse, pero su padre le hizo una seña para que fuera a su dormitorio. Luego hizo otra a su esposa: ella le miró a los ojos y acto seguido tomó a la niñita y ambas se metieron también en el dormitorio, con el hijo menor.

—Haz lo que te dije, hijo.

William se puso junto a la puerta por la que se accedía a la parte trasera del apartamento asiendo un pedazo de tubo que Chang había encontrado en el patio. Padre e hijo habían planeado qué hacer en el caso de un ataque del Fantasma. Chang dispararía a la primera persona (ya fuera el Fantasma o su bangshou) a través de la puerta. Era probable que al oír el disparo los demás se retiraran un poco, dándole a William una oportunidad para recoger la pistola del hombre caído.

Entonces Chang apagó dos de las luces de la sala de estar para que no fuera fácil acertarle y al mismo tiempo poder ver la silueta del asaltante en la puerta. Dispararía a la cabeza; a esa distancia no podía fallar.

Sam Chang estaba acurrucado tras una silla. Se olvidó de su cansancio tras la ordalía del barco, de la extenuación por la pérdida de su padre, de su agotamiento por la erosión de su alma en los últimos dos días y sus templadas manos de calígrafo apuntaron el arma hacia la puerta.

*****

Dentro de la casa Amelia Sachs se adentró en el oscuro pasillo.

—Espera aquí un segundo, John —susurró.

—Sí —le respondió una voz apagada.

Ella avanzó por el pasillo. Titubeó un segundo y luego dijo:

—¡Ahora!

—¿Qué? —preguntó el Fantasma, perplejo.

Pero en vez de responderle, Sachs se volvió de pronto hacia él moviendo la pistola tan rápido que el objeto negro apareció como desdibujado: le plantó el abismo del cañón del arma en el pecho antes de que él fuera capaz de elevar su Glock.

La orden pronunciada por Sachs no era para el Fantasma, sino para la media docena de hombres y mujeres vestidos con ropas de combate —Bo Haumann y los miembros de la Unidad de Servicios de Emergencia— que irrumpieron en la cocina por la puerta de atrás y también por el pasillo provenientes de la sala de estar, y que apuntaron sus armas al rostro del aturdido Fantasma mientras gritaban su ensordecedora letanía: «¡¡Abajo, abajo, abajo, policía, tire el arma, al suelo, abajo!!».

Le arrancaron la pistola de la mano y lo arrojaron al suelo boca abajo; lo cachearon y esposaron: sintió un tirón en el tobillo cuando le arrebataron su pistola de la suerte modelo 51; luego le vaciaron los bolsillos.

—El objetivo está inmovilizado —gritó un oficial—. La escena está limpia.

—¿Hay más gorilas? —arrodillada, Sachs susurraba al oído del Fantasma:

—¿Más qué…?

—Tenemos a los dos tipos que nos seguían. ¿Hay alguien más?

El Fantasma no respondió y Sachs habló por la radio:

—Sólo he visto una furgoneta. Supongo que eso es todo.

Entonces llegaron Lon Sellitto y Eddie Deng, que habían esperado arriba mientras actuaba el equipo especial. Echaron un vistazo al Fantasma tirado en el suelo, sin aliento por la brusca detención. Amelia Sachs pensó que parecía inofensivo: un tipo atractivo aunque diminuto con algunas canas.

—Francotiradores Uno y Dos a base, cambio —sonó la radio de Sellitto—. ¿Nos retiramos?

—Base a francotiradores —contestó Sellitto—. Positivo. —El enorme detective le dijo entonces al Fantasma—: Te tenían en punto de mira desde el momento en que saliste de la furgoneta. Si la hubieras apuntado a ella con tu arma ahora estarías muerto. Eres un tipo con suerte.

Arrastraron al Fantasma hasta la sala de estar y lo echaron sobre una silla. Eddie Deng le leyó sus derechos en inglés, putonghua y minnahua, sólo para estar seguro.

Él les confirmó que lo había entendido sin mostrar sorpresa dadas las circunstancias, pensó Sachs.

—¿Cómo están los Chang? —le preguntó a Sellitto.

—Están bien. En su apartamento hay ahora dos equipos del INS. Casi se pone feo el asunto. El padre echó mano a una pistola y estaba a punto de disparar pero nuestros agentes le vieron por la ventana con un visor nocturno. Consiguieron el número de teléfono del apartamento y llamaron para decirles que estaban rodeados. Una vez Chang se dio cuenta de que se trataba de verdaderos agentes del INS y no del Fantasma se rindió.

—¿Y el bebé?

—Está bien. Hay una asistente social de camino. Van a retenerlos en Owls Head hasta que acabemos aquí con toda esta mierda. —Señaló al Fantasma—. Luego podemos pasarnos por allí para darles el parte.

La casa en la que se encontraban, que quedaba a un kilómetro y medio de la de los Chang, era un lugar decorado con gusto, lleno de flores y adornos: eso le sorprendió a Sachs, que recordó que uno de los mejores detectives de homicidios de la ciudad vivía allí.

—¿Así que ésta es tu casa, Lon? —le preguntó, mientras sostenía en la mano un figura de porcelana de Little Bo Peep.

—Es la de mi mejor mitad —contestó él a la defensiva usando el apelativo que se había inventado para Rachel, su novia, que se basaba en combinar «Mi mejor amiga» con «Mi media naranja». Le arrancó la figurita de las manos a Sachs y la volvió a dejar sobre la mesa con sumo cuidado—. Esto es lo mejor que pudimos conseguir en tan poco tiempo. Pensamos que si le llevabas muy lejos de Owls Head, el hijoputa empezaría a sospechar.

—Todo era falso —dijo el Fantasma, asombrado. A Sachs le pareció que su inglés era considerablemente mejor que el dialecto que usaba cuando se hacía pasar por John Sung—: Me habéis hecho una encerrona.

—Supongo que sí.

La llamada de Lincoln Rhyme, cuando ellos conducían por Brooklyn, camino del verdadero apartamento de los Chang en Owls Head, había sido para decirle a Sachs que creía que el Fantasma se hacía pasar por John Sung. Un equipo conjunto del INS y del NYPD se dirigía en ese momento al verdadero apartamento de los Chang. Sellitto y Eddie Deng estaban preparando una artimaña para detener al Fantasma en casa de Sellitto, donde podrían hacerlo sin poner en peligro la vida de transeúntes y donde podrían además capturar sin problemas a los bangshous que le acompañaran. Rhyme supuso que éstos seguirían a Sachs desde el piso franco de Chinatown, o que el cabeza de serpiente los llamaría por teléfono móvil cuando supiera el paradero de los Chang.

Mientras escuchaba hablar a Rhyme, ella había tenido que recurrir a toda su fuerza emocional para asentir y hacer como que Coe trabajaba para el Fantasma, y que el hombre que supuestamente era su amigo, su médico, el hombre que se sentaba a unos centímetros de ella y que sin duda iba armado, no era el asesino que habían estado buscando durante los dos últimos días.

Pensó en la sesión de acupresión de la noche anterior que ella había propiciado con la esperanza secreta y desesperada de que él la curara. Sintió asco al recordar el roce de aquellas manos en su cuello, en sus hombros. Con horror, pensó que había sido ella misma la que le había dicho dónde estaban los Wu cuando le mencionó la ubicación del piso protegido del NYPD y le preguntó si quería unirse a ellos.

—¿Cómo supo tu amigo Lincoln Rhyme que yo no era Sung? —le preguntó el Fantasma.

Ella cogió la bolsa de plástico donde había metido el contenido de los bolsillos del Fantasma. Dentro estaban los pedazos rotos del amuleto del mono. Sachs la sostuvo frente a su cara.

—El mono de piedra —le explicó—. Encontré unas muestras en las uñas de Sonny Li. Se trataba de silicato de magnesio, como talco. Rhyme descubrió que era esteatita: o sea, el mismo material en que está tallado el amuleto. —Sachs estiró el brazo y con fuerza bajó la parte superior del jersey del Fantasma, mostrando a luz la marca que le dejó el cordón de cuero en su cuello cuando le arrancaron el amuleto—. ¿Qué pasó? ¿Le dio un tirón y se rompió?

Soltó la tela y se alejó un paso.

—Antes de que le disparara él estaba tirado en el suelo —dijo el Fantasma, asintiendo—. Pensé que pedía clemencia pero luego me fijé bien y vi que se estaba riendo.

Así que Li había arañado a propósito la piedra con las uñas para que los restos les dijeran que Sung era el Fantasma.

Tan pronto como el análisis de Cooper les confirmó que el silicato de magnesio podía ser esteatita, Rhyme recordó los restos en las uñas de Sachs el día anterior. Se dio cuenta de que esta vez podían provenir del amuleto de Sung. Llamó a los oficiales que custodiaban el apartamento y éstos le confirmaron que había una entrada trasera, lo que significaba que el Fantasma había podido entrar y salir sin problemas. También les preguntó si por allí cerca había alguna zona ajardinada, la fuente del mantillo fresco que habían hallado, y le dijeron que en el piso bajo del edificio había una floristería. Luego Rhyme comprobó la lista de llamadas recibidas en el teléfono de Sachs: el número del móvil que había usado para llamarla era idéntico a uno de los que habían llamado al centro uigur.

El verdadero John Sung era médico y el Fantasma no lo era. Pero, tal como Sonny Li le había contado a Rhyme, en China todo el mundo sabe un poco de medicina tradicional. Lo que el Fantasma le había diagnosticado a Sachs y las hierbas que le había recetado no eran sino algo común para todos aquellos que habían acudido alguna vez a un doctor chino.

—¿Y tu amigo del INS? —preguntó el Fantasma.

—¿Coe? —Respondió Sachs—. Sabíamos que no tenía nada que ver contigo. Pero tenía que hacer como si él era un espía para que no sospecharas nada. Y necesitábamos que desapareciera de escena. Si hubiera sabido quién eras habría ido directo a por ti, como ya hizo en Canal Street. Queríamos una emboscada limpia. Y no queríamos que fuera a la cárcel por matar a alguien. —Sachs no pudo evitar añadir—: Incluso a alguien como tú.

El Fantasma se limitó a sonreír con calma.

Cuando ella dejó a Coe con los tres policías de la comisaría, aprovechó para explicarle lo que pasaba. El agente se había quedado asombrado al saber que había estado sentado a pocos centímetros del asesino de su informante china, y con vehemencia había exigido participar en la detención. Pero la orden de mantenerlo en custodia preventiva venía directamente del One Police Plaza y no iba a poder ir a ningún sitio hasta que el Fantasma estuviera encerrado.

Ella miró al criminal y sacudió la cabeza con asco.

—Disparaste a Sung, escondiste su cuerpo, te pegaste un tiro y volviste para nadar mar adentro. Un poco más y te ahogas.

—No tenía otra alternativa, ¿no crees? Jerry Tang me había abandonado. De no haberme hecho pasar por Sung no habría podido escapar de la playa.

—¿Y qué hay de tu pistola?

—En la ambulancia la metí en un calcetín. Luego la escondí en el hospital y la recogí cuando el agente del INS me dejó libre.

—¿Un agente del INS? —susurró ella, asintiendo—. Sí, se dieron mucha prisa en soltarte. —El Fantasma no dijo nada y ella añadió—: Bueno, nos queda eso por investigar…. Todo lo que me contaste de John Sung, ¿te lo inventaste?

El Fantasma se encogió de hombros.

—No, lo que te dije era cierto. Antes de asesinarle le obligué a que me contara cosas de su vida, que me hablara de la gente que iba en el bote, de los Chang y los Wu lo suficiente como para que mi interpretación resultara creíble. Tiré su carné y me quedé con la cartera y el amuleto.

—¿Dónde está el cadáver?

Por toda respuesta le dedicó una serena sonrisa.

Esa serenidad la indignó. Le habían pillado, iba a pasar el resto de su vida en la cárcel, incluso tal vez fuera ejecutado, y él se lo tomaba con tanta calma como si fuera el retraso de un tren. La furia se apoderó de ella y cerró la mano para golpearle, pero al darse cuenta de que le hombre no mostraba ningún tipo de reacción, ningún sobresalto, ningún parpadeo, bajó el brazo, negándose a darle la satisfacción de recibir un golpe con estoicismo.

Sonó el móvil de Sachs. Ella se alejó y contestó la llamada.

—¿Sí?

—¿Nos lo estamos pasando bien? —dijo un sarcástico Rhyme.

—Yo…

—¿Dónde te crees que has ido, a un picnic? ¿A ver una película? ¿Os habéis olvidado de nosotros?

—Rhyme, estábamos en medio de una detención.

—Supongo que al final alguien iba a molestarse en llamarme para decirme lo que ha sucedido. En algún momento… No, me niego, Thom. Me tienes harto.

—Hemos estado ocupados, Rhyme.

—Sólo me preguntaba cómo iban las cosas. No soy adivino.

Ella sabía que ya le habían informado de que nadie había resultado herido; si no fuera así, no le estaría hablando con tal sarcasmo.

—Arría tu mal humor… —dijo ella.

—¿«Arría»? Hablas como un verdadero lobo de mar, Sachs.

—… porque le hemos atrapado. —Y añadió—: Traté de conseguir que me dijera dónde está el cadáver de John Sung pero él…

—Bueno, pero eso ya nos lo imaginamos, ¿no, Sachs? Después de todo, resulta obvio.

Tal vez para alguna gente, pensó ella, aunque le encantaba volver a oír sus características pullas en lugar de esa voz rendida de antes.

—Está en el maletero del Honda robado —dijo el criminalista.

—Que anda todavía aparcado en algún lugar de la costa oeste de Long Island, ¿no? —preguntó ella, que por fin lo entendía.

—Claro. ¿Dónde si no? El Fantasma lo robó, mató a Sung y luego fue hacia el este para esconderlo; nosotros no íbamos a buscar en esa dirección. Pensábamos que venía hacia la ciudad, por el oeste.

Sellitto colgó su teléfono y señaló la calle.

Sachs asintió y dijo:

—Tengo que ir a ver a una gente, Rhyme.

—¿A ver a una gente? ¿Te crees que esto es un maldito picnic? ¿A quién?

Ella se lo pensó un momento:

—A unos amigos —contestó.