Se quedó mirando el ocaso brumoso, que llegaba antes de tiempo, debido a la tormenta que se avecinaba. Se le cayó la cabeza (pesada, pesada, inmóvil al final) hacia delante. Eso no se debía a su deteriorado sistema nervioso, sino a la aflicción. Rhyme estaba pensando en Sonny Li.
En el tiempo que estuvo al frente de la unidad forense había tenido la oportunidad de contratar a cientos de empleados y de conseguir, a veces mediante la intimidación, que hombres y mujeres que cumplían otras misiones entraran en su equipo, porque él sabía que como policías eran condenadamente buenos. No podía decir con exactitud qué era lo que le atraía de esa gente, aunque, evidentemente, tenían todas las cualidades que constan en el manual: perseverancia, inteligencia, paciencia, resistencia, excelentes dotes de observación y empatía.
Pero había otra cualidad. Algo que Rhyme, hombre racional por encima de todo, no podía definir, aunque la reconociera al instante. Tal vez no había mejor manera de hacerlo que aludiendo al deseo, al gozo, de perseguir a la presa a cualquier precio. A pesar de sus defectos (los cigarrillos en la escena del crimen, su confianza en los augurios y en el factor «woo-woo») Sonny Li tenía esa cualidad. El solitario policía había viajado prácticamente hasta el fin del mundo para atrapar a su criminal. Con gusto Rhyme hubiera canjeado un centenar de primerizos entusiastas y otro centenar de cínicos veteranos por un solo policía como Li, un hombrecillo que no deseaba otra cosa que ofrecer a sus conciudadanos algún tipo de compensación por todos los crímenes que se cometían contra ellos: un poco de justicia, un poco de desahogo tras el ataque de la maldad. Y como recompensa, Li no pedía nada más que una buena caza, un desafío y, tal vez, un poco del respeto de aquellos por los que se desvivía.
Echó un vistazo al libro que le había dedicado a Li.
Para mi amigo…
—Vale, Mel —dijo con calma—. Veamos qué tenemos. ¿Qué hay?
Mel Cooper estaba encorvado sobre las bolsas de plástico que un patrullero había llevado desde Chinatown.
—Huellas de pisadas.
—¿Estamos seguros de que se trata del Fantasma? —preguntó Rhyme.
—Sí —le confirmó Cooper—. Son idénticas. —Estudiaba al detalle las impresiones electrostáticas que Sachs había sacado.
Rhyme estuvo de acuerdo: eran las mismas.
—Ahora las balas. —Estaba examinando dos proyectiles, uno aplastado y el otro intacto; ambos ensangrentados—. Comprueba las estrías.
Se refería a las marcas angulares que el cañón deja en la blanda cabeza del proyectil, las muescas espirales que marcan la bala para que ésta vaya más rápida y con mayor precisión. Al examinar el número de estrías y el grado de torsión, un experto en balística podía determinar el tipo de arma que se había utilizado.
Cooper, que se había puesto guantes de látex, midió la bala intacta y las marcas del estriado.
—Es un cuarenta y cinco ACP. Perfil octagonal en las estrías, gira hacia la derecha. Intuyo que un giro completo cada quince, dieciséis pulgadas. Lo comprobaré y…
—No te molestes —dijo Rhyme—. Es una Glock. —Las pistolas austríacas, poco atractivas aunque muy de fiar, se iban poniendo cada vez más de moda en todo el mundo, tanto entre los criminales como entre los agentes de la ley y el orden—. ¿Cuál es el desgaste en el tambor?
—De perfil aguzado.
—Así que es nueva. Una G36, lo más probable. —Estaba sorprendido. Aquella arma, compacta pero extremadamente poderosa, resultaba cara y aún no se podía encontrar en muchos lugares. En Estados Unidos sólo era conocida entre agentes federales.
—¿Esto nos es útil? —se preguntó.
Aún no. Sólo les revelaba el tipo de arma, pero no dónde la habían comprado ni dónde habían adquirido la munición. En cualquier caso era una prueba y su lugar estaba en la pizarra.
—¡Thom, Thom! —gritó Rhyme—. ¡Te necesitamos!
El ayudante apareció al instante.
—También hay otras cosas que yo necesito…
—¡No! —Replicó Rhyme—. No hay nada más. Escribe.
El ayudante debió intuir el desaliento de Rhyme por la muerte de Sonny Li, y no replicó. Cogió el rotulador y fue hacia la pizarra.
Entonces Cooper extendió las ropas de Li sobre una hoja nueva de papel de periódico. Con un cepillo frotó las prendas y examinó los restos que caían sobre el papel.
—Mugre, restos de pintura, partículas de papel amarillo, probablemente de la bolsa, y materia vegetal, especias o hierbas, a la que ya había aludido Amelia —dijo Cooper.
—Precisamente es eso lo que está investigando, así que mete eso en una bolsa y déjalo a un lado de momento. —Rhyme, que a través de los años se había vuelto inmune a los horrores de las escenas de un crimen, sintió sin embargo dolor cuando vio la sangre oscura de Li que manchaba sus ropas.
Zaijian, Sonny. Adiós.
—Algo en las uñas —dijo Cooper, que examinaba la etiqueta de una bolsa. Puso las muestras en un cristal del microscopio.
—Proyéctalo, Mel —dijo Rhyme, y se volvió hacia la pantalla del ordenador. Un segundo después veían una imagen clara. ¿Qué es lo que tenemos aquí, Sonny? Luchaste con el Fantasma, le agarraste. ¿Es que había algo en sus ropas o en sus zapatos que pudiste arañar?
Y, en ese caso, ¿nos llevará hasta su puerta?
—Tabaco —dijo el criminalista, riendo con tristeza al recordar la adicción del chino a los cigarrillos—. ¿Qué más vemos? ¿Qué son esos minerales de ahí, Mel? ¿Silicatos?
—Eso parece. Déjame que los pase por el cromatógrafo.
El cromatógrafo de gas y el espectrómetro determinarían con exactitud qué tipo de sustancia era. En poco tiempo tenían el resultado: magnesio y silicato.
—Eso es talco, ¿no?
—Sí.
El criminalista sabía que había gente que utilizaba los polvos de talco como desodorante, que los trabajadores que utilizaban guantes de látex también los usaban, como quienes manejaban látex en determinadas prácticas sexuales.
—Conéctate a la Red y averigua todo lo que puedas sobre el talco y el silicato de magnesio.
—Lo haré.
Mientras Cooper tecleaba como un loco, sonó el teléfono de Rhyme. Thom contestó y puso la llamada en el altavoz.
—¿Hola? —preguntó.
—Con el señor Rhyme, por favor.
—Sí, soy yo. ¿Con quién hablo?
—Soy el doctor Arthur Winslow, del centro médico de Huntington.
—Dígame, doctor.
—Hay un paciente aquí, un chino. Se llama Sen. Nos los trajeron después de que los guardacostas lo rescataran del barco hundido en la costa norte.
No habían sido exactamente los guardacostas, pensó Rhyme. Pero dijo:
—Siga.
—Nos dijeron que si había novedades debíamos llamarle a usted.
—¿Y?
—Bueno, pues creo que hay algo que debería saber.
—¿De qué se trata? —preguntó Rhyme lentamente, aunque en realidad quería decir: Vete al grano.
*****
Sorbió el café amargo aunque lo odiaba.
El joven William Chang, de diecisiete años, estaba sentado en la parte trasera del Starbucks que quedaba no lejos de su apartamento en Brooklyn. Quería tomar té Po-nee, hecho tal como lo preparaba su madre, en una tetera de metal, pero siguió bebiendo el café como si fuera adicto a aquella amarga bebida. Porque eso era lo que bebía el ba-tu de pelo de punta que tenía enfrente, y si William hubiera bebido té habría dado imagen de debilidad.
Vestido con la misma chaqueta de cuero negro que llevaba el día anterior, el otro joven, que sólo se había identificado como Chen, acabó de hablar por su Nokia y se lo colgó del cinturón. Miró la hora en su Rolex de oro.
—¿Qué ha pasado con la pistola que te vendí ayer? —preguntó en inglés.
—Mi padre la encontró.
—Gilipollas. —Se inclinó amenazador hacia delante—. No le dirías dónde la habías conseguido, ¿verdad?
—No.
—Si se lo has dicho a alguien te mataré.
William Chang, endurecido por su vida de hijo de un disidente político, sabía que con gente de aquella calaña uno no debe ceder ni un milímetro.
—No le he dicho a nadie una puta palabra. Pero necesito otra pistola.
—Él también la encontrará.
—No, no lo hará. La llevaré encima. No me cacheará.
Chen se fijó en una chica china de pelo largo que estaba cerca de ellos. Cuando vio que la joven leía lo que parecía ser un libro de texto universitario perdió el interés. Miró a William de arriba abajo y dijo:
—Hey, ¿quieres un reproductor de DVD? Un Toshiba. Maravilloso. Doscientos. ¿Un televisor de pantalla plana? Ochocientos.
—Quiero un arma. Eso es todo.
—¿Por qué no te compras ropa? Tienes una pinta de mierda.
—Ya me compraré ropa más adelante.
—Hugo Boss, Armani… puedo conseguirte lo que quieras. —Mientras sorbía su café estudiaba a William con detenimiento—. O puedes venirte con nosotros una noche. La semana que viene vamos a un almacén de Queens. Vamos a recoger un cargamento. ¿Sabes conducir?
—Sí, sé conducir. —William miró por la ventana. No había rastro de su padre.
—Tienes las pelotas bien puestas, ¿no? —le preguntó el ba-tu.
—Supongo.
—¿Tu tríada robó algo en Fujián?
No es que William hubiera pertenecido en realidad a una tríada: sólo eran una pandilla de amigos que de cuando en cuando robaban coches, licor y cigarrillos.
—Coño, limpiamos docenas de sitios.
—¿Cuál era tu cometido?
—Vigilancia y huida.
Chen pensó un momento y luego le preguntó:
—Vale, estamos dentro de un almacén y tú andas de guardia. Ves que un guarda de seguridad viene hacia nosotros, ¿qué harías? ¿Lo matarías?
—¿Qué es esto? ¿Un puto examen?
—Contesta. ¿Tendrías huevos para matarle?
—Claro. Pero no lo haría.
—¿Por qué no?
—Porque sólo un idiota se expone a que lo ejecuten por unos cuantos trapos —replicó.
—¿Quién ha hablado de trapos?
—Tú —replicó William—. Armani, Boss…
—Vale, hay un guarda. Contéstame. ¿Qué cojones haces?
—Le sorprendería por la espalda, le quitaría el arma y le tendría boca abajo hasta que hubierais metido toda la ropa en los vehículos de huida. Y luego le mearía encima.
—¿Le mearías encima? —dijo Chen, frunciendo el entrecejo—. ¿Por qué?
—Porque lo primero que haría sería ir a cambiarse de ropa antes de dar la alarma, para que los policías no pensaran que se había meado en los pantalones. Y así no resultaría herido, por lo que los polis no podrían acusarnos de agresión.
William había oído que una banda había hecho eso una vez en el puerto de Fuzhou.
Chen no demostró que estaba impresionado. Pero dijo:
—Vendrás con nosotros a Queens. Reúnete aquí conmigo mañana por la noche. Vendré con más gente.
—Ya veré. Me tengo que ir. Mi padre se habrá dado cuenta de que no estoy. —Sacó un fajo de billetes del bolsillo y se lo mostró al ba-tu—. ¿Qué llevas?
—Te vendí la única que tenía —dijo Chen—. Esa preciosidad cromada.
—Era una puñetera mierda. Quiero un arma de verdad.
—Sí que tienes huevos. Pero también eres un poco bocazas. Será mejor que andes con cuidado. Todo lo que tengo es un Colt del 38. Lo tomas o lo dejas.
—¿Está cargado?
Chen comprobó el arma que llevaba en una bolsa de papel.
—Tres balas.
—¿Eso es todo? —preguntó William.
—Te lo he dicho: o lo tomas o lo dejas.
—¿Cuánto?
—Quinientos.
William se rió.
—Tres o me largo.
Chen titubeó pero acabó asintiendo.
—Sólo porque me caes bien.
Ambos jóvenes echaron un vistazo a su alrededor. La bolsa y el dinero cambiaron de manos.
William se levantó sin decir palabra.
—Mañana. A las ocho. Aquí —le recordó Chen.
—Lo intentaré.
A fuera, William caminó alejándose del Starbucks por la acera, con calma.
Una figura salió de un callejón y se movió hacia él con rapidez.
William se detuvo asustado. Sam Chang se reunió con su hijo.
El muchacho siguió andando; esta vez deprisa, con la cabeza gacha.
—¿Y? —le preguntó Chang, poniéndose a su altura.
—La tengo, Baba.
—Dámela —dijo su padre.
Le pasó la bolsa a su padre y éste se la metió en el bolsillo.
—¿Le dijiste tu nombre?
—No.
—¿Mencionaste al Fantasma o el Dragón?
—No soy imbécil —replicó William—. No tiene ni idea de quién soy.
Caminaron en silencio unos minutos.
—¿Te ha cobrado todo el dinero?
William titubeó y empezó a decir algo. Luego rebuscó en su bolsillo y le pasó a su padre lo que había sobrado de los cientos de dólares que éste le había dado para comprar el arma.
—Voy a dejarla en el armario de delante —le dijo Chang a su hijo cuando llegaban al apartamento—. Sólo la usaremos si el Fantasma trata de entrar en casa. Nunca te la lleves a ningún lado. ¿Entiendes?
—Deberíamos conseguir una para cada uno y llevarlas siempre encima.
—¿Has entendido? —repitió Chang con firmeza.
—Sí.
Chang le tocó el brazo al muchacho.
—Gracias hijo. Has hecho algo muy valiente.
Si que tienes huevos…
—Yeye estaría orgulloso de ti —añadió.
William estuvo a punto de replicar: «Yeye estaría vivo de no ser por ti», pero se contuvo. Llegaron a la puerta principal. Chang y William miraron a su alrededor. Nadie les había seguido desde la cafetería. Entraron rápido.
Mientras Chang escondía el arma en el estante superior del armario, al que sólo llegaban William y él, el joven se dejó caer en el sofá junto a su hermano y la niñita. Cogió una revista y empezó a hojearla.
Prestaba poca atención a los artículos. Pensaba en lo que Chen le había propuesto. ¿Debería reunirse con los otros miembros de la tríada la noche siguiente?
Pensó que no lo haría, pero tampoco estaba seguro. Había aprendido que dejar las opciones abiertas nunca era una mala cosa.