Capítulo 4

El ruido había sido ensordecedor. Como un centenar de martillos neumáticos sobre una pieza de acero.

Casi todos los inmigrantes se vieron lanzados sobre el suelo duro, gélido e inundado. Sam Chang se levantó y tomó en brazos a su pequeño, que había caído sobre un charco de agua aceitosa. Acto seguido ayudó a su mujer y a su anciano padre.

—¿Qué ha pasado? —gritó al capitán Sen, que trataba de avanzar hacia la puerta que conducía a cubierta a través de la gente asustada—. ¿Hemos encallado en las rocas?

—No, nada de rocas —le respondió el capitán—. Aquí hay unos treinta metros de profundidad. O bien el Fantasma ha hecho estallar una bomba o bien los guardacostas nos disparan. No lo sé.

—¿Qué está sucediendo? —Preguntó un hombre al borde de un ataque de nervios que se encontraba sentado cerca de Chang. Era el padre de la familia que se había aposentado al lado de los Chang en la bodega, se llamaba Wu Qichen. Su mujer estaba echada en el camastro contiguo, desfallecida. Durante todo el viaje había estado aletargada, con fiebre, y ahora no parecía darse cuenta ni de la explosión ni del caos reinante—. ¿Qué sucede? —volvió a preguntar Wu a gritos.

—¡Nos hundirnos! —dijo el capitán y, en compañía de varios de sus hombres, se dispuso a abrir el cerrojo de la puerta de la bodega, pero ésta no cedió—: ¡La ha atrancado!

Algunos de los inmigrantes, mujeres y hombres, empezaron a gemir moviéndose de un lado a otro; los niños estaban paralizados por el miedo y las lágrimas corrían por sus mejillas mugrientas. Sam Chang y varios miembros más de la tripulación se unieron al capitán en su esfuerzo por correr el pasador de la puerta. Pero las gruesas barras de metal no se movieron ni un milímetro.

Chang reparó en un maletín apostado en el suelo, que poco a poco se fue venciendo hasta caer de lado sobre el agua: el Dragón se escoraba cada vez más. Por las hendiduras que habían aparecido en la superficie de metal se iba llenando la bodega de fría agua salobre: el charco donde su hijo menor había caído tenía ahora una profundidad de medio metro. Muchos cayeron en esas charcas cada vez más hondas, atestadas de basura, comida, equipajes, vasos de plástico y papeles… La gente gritaba y sacudía los brazos en el agua.

Hombres, mujeres y niños desesperados golpeaban en vano las paredes con sus maletas, se abrazaban, sollozaban, pedían socorro, rezaban… La mujer con una cicatriz en el rostro acunaba a su hija, tal y como ésta hacía con un sucio muñeco de Pokémon. Ambas lloraban.

El barco moribundo soltó un potente gemido que saturó el aire, y el agua sucia y horrible lo inundó todo aún más.

Los hombres no progresaban con la puerta. Chang se retiró el pelo de los ojos.

—Esto no conduce a nada. Necesitamos otra salida —le dijo al capitán.

—Hay otra escotilla de acceso en el suelo, al fondo de la bodega —contestó éste—. Lleva a la sala de máquinas. Pero si ha sido allí donde se ha hecho la brecha en el casco no podremos abrirla, habrá demasiada presión…

—¿Dónde está? —preguntó Chang.

El capitán se la señaló, una pequeña trampilla asegurada con cuatro tuercas, tan menuda que sólo podrían pasar por ella de uno en uno. Chang y él se lanzaron en esa dirección mientras luchaban por mantener el equilibrio en el suelo ya muy inclinado. El esquelético Wu Qichen ayudó a su esposa enferma a ponerse en pie; ella tiritaba de frío. Chang se inclinó ante su mujer y le dijo, con voz decidida:

—Escúchame bien. Mantendrás la familia unida. No te alejes de mí, ahí, junto a esa puerta.

—Sí, esposo.

Chang se unió al capitán en la trampilla de acceso y, sirviéndose de la navaja de Sen, lograron quitar las tuercas. Chang empujó la trampilla con fuerza y ésta cayó sobre el otro compartimiento casi sin resistencia. El agua también anegaba la sala de máquina, pero no tanto como la bodega. Chang vio por el rabillo del ojo una escalera empinada que conducía hacia la cubierta principal.

A medida que los inmigrantes comprendieron que había una salida, se produjeron gritos: se lanzaron hacia adelante presas del pánico, y algunos se vieron aplastados contra las paredes de metal. Chang golpeó a dos hombres con el puño.

—¡No! —gritó—. Uno a uno o moriremos todos.

Otros hombres se enfrentaron a él con la desesperación en los ojos. Pero el capitán se volvió hacia ellos esgrimiendo la navaja, y retrocedieron. Chang y el capitán Sen se pusieron codo con codo frente a la masa de gente.

—Uno a uno —repitió el capitán—. Id por la sala de máquinas y subid por la escalera. Hay barcas en cubierta. —Hizo una seña a los inmigrantes que estaban más cerca de la trampilla y ellos salieron a gatas. El primero en hacerlo fue John Sung, un doctor y disidente con quien Chang había charlado alguna que otra vez durante la travesía. Sung se puso en pie al otro lado de la trampilla para ayudar a salir a quienes la cruzaban. Un matrimonio joven consiguió pasar a la sala de máquinas y escapar escaleras arriba.

El capitán miró a Chang a los ojos y le dijo:

—¡Vete!

Chang hizo una seña a Chang Jiechi, su padre, y el anciano pasó por la trampilla, ayudado por John Sung, quien le tomó del brazo. Pasaron luego los hijos de Chang: el adolescente William y Ronald, de ocho años. Luego, su esposa. Chang fue el último en salir y señaló a su familia la escalera. Luego volvió para ayudar a Sung y a los demás.

Le tocaba el turno a la familia Wu: Qichen, su esposa enferma, su hija adolescente y su hijo menor.

Chang introdujo la mano por la trampilla para ayudar a otro inmigrante, pero se topó con dos miembros de la tripulación que luchaban por pasar. El capitán Sen los detuvo.

—Sigo estando al mando —gritó furioso—. El Dragón es mío. Primero los pasajeros.

—¿Pasajeros? No digas tonterías, sólo son ganado —replicó uno y, arrojando a un lado a la madre con el rostro marcado y a su pequeña hija, gateó para llegar a la trampilla. El otro le siguió, derribó a Sung y corrió escaleras arriba. Chang ayudó al doctor a ponerse en pie.

—Estoy bien —gritó Sung mientras apretaba un amuleto que le colgaba del cuello y mascullaba una corta oración. Chang oyó el nombre de Chen-Wu, dios del cielo septentrional y protector contra los criminales.

El barco se escoraba cada vez más y comenzaba a hundirse con rapidez. En el pasillo corría el viento nacido del aire desplazado por el agua que inundaba el buque y que llenaba la bodega. Era desgarrador oír los gritos que ya comenzaban a mezclarse con el sonido estrangulado de quienes se ahogaban. Esto se hunde, pensó Chang. En unos pocos minutos, como mucho. A su espalda oyó un sonido sibilante, chispeante. Alzó la vista y vio cómo el agua fluía por la escalera directa hacia las máquinas enormes y mugrientas. Uno de los motores diesel dejó de funcionar y las luces se apagaron. El segundo motor también se paró.

John Sung perdió mano y cayó por el suelo hasta chocar con la pared.

—¡Sal de aquí! —le gritó Chang—. No podemos hacer nada más.

El doctor asintió, subió a trompicones por las escaleras y salió. Pero Chang aún se volvió para tratar de salvar una o dos vidas más. Se estremeció, mareado por la estampa que tenía ante sí: el agua que fluía a borbotones por la trampilla y esos cuatro brazos desesperados, extendidos hacia la sala de máquinas, que se retorcían pidiendo ayuda. Chang cogió uno de los brazos, pero el inmigrante estaba tan atrapado entre sus compañeros que no pudo izarle. El brazo se estremeció y Chang sintió que los dedos de la mano quedaban exánimes. A través del agua incansable, que ahora empezaba a anegar la sala de máquinas, pudo distinguir el rostro del capitán Sen. Chang le hizo señas para que tratara de salir fuera pero el capitán desapareció en las tinieblas de la bodega. Sin embargo, unos segundos más tarde reapareció para ofrecerle algo, a través de la trampilla y entre la montaña de agua salobre.

¿Qué era?

Chang se agarró a una tubería para no caerse y metió la mano en el agua gélida para tomar lo que el capitán le daba. Cerró su musculosa mano sobre una prenda y tiró con fuerza. Era una niña pequeña, la hija de la mujer con el rostro marcado. Apareció por la trampilla aferrada a unos brazos inertes. La niña estaba consciente y se atragantaba; Chang la apretó contra su pecho y luego soltó la tubería. A través del agua que llenaba la estancia, nadó hasta las escaleras, que subió mientras una gélida cascada de agua que llegaba de la cubierta caía sobre ellas.

Lo que vio le hizo sobresaltarse: la popa del barco apenas sobresalía del agua y las olas grises y turbulentas anegaban la mitad de la cubierta. Wu Qichen y el padre y los hijos de Chang se esforzaban por soltar una lancha hinchable, un fueraborda naranja situado en la parte de popa. La lancha flotaba, pero corría el peligro de hundirse pronto si no la desataban. Chang se echó hacia adelante, le pasó el bebé a su mujer y se puso a ayudar a los otros en la tarea, pero pronto el nudo que aseguraba el fueraborda estuvo bajo las olas. Chang se metió bajo el agua y trató en vano de tirar del nudo de cuerda de cáñamo, con los músculos doloridos por el esfuerzo. De pronto, una mano se colocó junto a las suyas. Su hijo William blandía un cuchillo largo y afilado que debía de haber encontrado en la cubierta. Chang lo tomó y fue cortando la cuerda hasta que ésta cedió.

Chang y su hijo salieron a la superficie y, con la respiración entrecortada, ayudaron a su familia, a los Wu, a John Sung y a la otra pareja a subir al fueraborda, que las sucesivas olas iban alejando del barco con rapidez.

Se volvió hacia el motor de la embarcación. Tiró de la cuerda para arrancarlo pero no funcionó. Tenían que conseguirlo cuanto antes; sin el control que les brindara un motor, el mar se los tragaría en segundos. Tiró del cordón con fuerza y finalmente el motor rugió.

Chang se colocó al fondo del fueraborda y con rapidez sacó la pequeña lancha a las olas. Se agitaron peligrosamente pero no volcaron. Aceleró con furia y luego maniobró con cuidado en círculo, volviéndose a través de la niebla y la lluvia hacia el barco moribundo.

—¿Adónde vas? —le preguntó Wu.

—Los otros —gritó Chang—. Tenemos que encontrar a los otros. Tal vez alguno haya…

Y entonces una bala surcó el aire a no más de un metro de distancia.

*****

El Fantasma estaba furioso.

Se encontraba en la proa del Fuzhou Dragón a punto de hundirse, con la mano en el acollador de un fueraborda de salvamento, y miró al mar, a unos cincuenta metros, donde acababa de avistar a algunos de esos putos cochinillos que habían logrado escapar.

Volvió a disparar su pistola. Nuevo fallo. Desde esa distancia y con el mar embravecido, era imposible dar en el blanco. Furioso, frunció el ceño cuando su objetivo maniobró hasta ocultarse detrás del Dragón. El Fantasma calculó la distancia hasta el puente donde estaba su camarote, donde guardaba su metralleta y el dinero: más de cien mil pavos en billetes verdes. Durante un segundo sopesó si podría llegar hasta allí.

Casi como si fuera una respuesta a su pregunta, una gran ola de espuma y aire rompió el casco del Dragón y el barco empezó a hundirse aún más deprisa, escorándose cada vez más.

Bueno, aunque aquella iba a ser una pérdida dura de sobrellevar, no valía la pena arriesgar la vida por ello. El Fantasma subió a la lancha y la alejó del barco sirviéndose de un remo. Echó una ojeada a las aguas cercanas con la esperanza de ver algo a través de la niebla y la lluvia. Frente a él, las cabezas de dos hombres emergían y se hundían sucesivamente mientras ellos agitaban frenéticamente los brazos con los dedos agarrotados por el pánico.

—¡Aquí, aquí! —gritó el Fantasma—. ¡Os salvaré! —Los hombres se volvieron hacia él mientras pataleaban con fuerza para mantenerse a flote y que él pudiera verlos mejor. Eran dos de los miembros de la tripulación, los mismos que habían estado en el puente. Levantó su pistola automática del ejército chino modelo 51 y los mató de un disparo a cada uno.

Luego el Fantasma arrancó el motor del fueraborda y, saltando sobre las olas, buscó a su bangshou. Pero no había rastro de él. Su asistente era un asesino despiadado y bravo en los tiroteos, pero también un imbécil cuando se le sacaba de su medio. Era probable que se hubiera ahogado, y todo por no desprenderse de su pesada arma y de la munición. En cualquier caso, el Fantasma tenía otras cosas de las que preocuparse. Condujo la barca hacia el lugar donde había divisado a los cochinillos y puso el motor a toda máquina.

*****

No había habido tiempo para agenciarse un chaleco salvavidas.

No había habido tiempo para nada.

Justo después de que la explosión reventara el casco herrumbroso del Dragón y derribara a Sonny Li, el barco empezó a hundirse; las aguas se le echaron encima y comenzaron a arrastrarlo hacia el océano. De pronto se encontró cayendo por uno de los lados del barco, solo y desvalido entre aquellas gigantescas montañas de agua.

Los jodidos diez jueces del infierno, pensó en inglés con amargura.

El agua estaba fría, espesa, espantosamente salada. Las olas le hacían dar vueltas, después lo alzaban para tragárselo. Li se las arregló para salir a la superficie y miró a su alrededor en busca del Fantasma pero, entre aquellos nubarrones y la lluvia que lo azotaba, no alcanzó a ver a nadie. Li tragó agua y empezó a jadear y toser. Fumaba tres paquetes de cigarrillos al día y bebía litros de cerveza de Tsingtao y de mao-tai: muy pronto estuvo sin resuello y se le agarrotaron dolorosamente los poco ejercitados músculos de las piernas.

A regañadientes, se deshizo de la automática que llevaba en el cinturón: la soltó y se hundió deprisa. Hizo lo mismo con los tres cargadores que llevaba en el bolsillo trasero. Esto le ayudó a seguir a flote, aunque no era suficiente. Necesitaba un chaleco, cualquier cosa que flotara, cualquier cosa que le ayudara a mantenerse en la superficie.

Creyó oír el ruido del motor de un fueraborda y se giró como pudo. A unos treinta metros había un bote naranja. Levantó una mano pero la ola le dio en toda la cara justo cuando tomaba aire y sus pulmones se llenaron de agua helada.

Sintió un dolor agudo en el pecho.

Aire… necesito aire.

Otra nueva ola le cayó encima. Se hundió bajo la superficie, azotado por los músculos inmensos de las aguas grises. Se miró las manos. ¿Por qué no se movían?

Chapotea, menéate. ¡No dejes que el agua te trague!

De nuevo salió a la superficie.

No dejes… Tragó más agua. No dejes

Se le fue nublando la vista.

Los diez jueces del infierno…

Bueno, pensó Sonny Li, parece que no voy a tardar en conocerlos.