Capítulo 39

—Fred —dijo Rhyme cuando Dellray, que vestía la camisa del naranja más chillón que el criminalista hubiera visto jamás, entró en el laboratorio de su sala de estar.

—Hey —le saludó Sachs—. ¿Te dejan llevar camisas como ésa? ¿O es que ha desteñido?

—Nos has dado un susto de muerte —dijo Rhyme.

—Imagínate lo que sentí yo con el trasero sobre un montón de cartuchos cortesía del señor Nobel. —Miró a su alrededor—. ¿Dónde anda Dan?

—¿Dan? —preguntó Rhyme.

—¿El ayudante del agente especial al mando? —Al ver sus caras de estupefacción, Dellray se explicó—. El agente supervisor, el tipo que vino por mí. Dan Wong, de nuestra oficina de San Francisco. Le quería dar las gracias por haberse hecho cargo.

Rhyme y Sachs se miraron.

—Nadie se hizo cargo ni te sustituyó —dijo el criminalista—. Aún estamos esperando.

—¿Esperando? —susurró Dellray, incrédulo—. Yo mismo hablé con Dan anoche. Es el tipo que necesitáis. Ha llevado docenas de casos de tráfico de personas. Es una especie de experto en cabezas de serpiente y cultura china. Iba a llamaros y venir hasta aquí en un jet del ejército esta misma mañana.

—No sabemos nada.

La expresión de Dellray pasó del desconcierto a la rabia.

—¿Y qué pasa con los SPEC-TAC? —preguntó con suspicacia—. Están aquí, ¿no?

—No —respondió Sachs.

Maldiciendo, sacó el móvil como si fuera un arma. Pulsó un solo botón de conexión rápida.

—Soy Dellray… Que se ponga… No me importa, que se ponga ahora… Como dije, por si no me has oído: que-se-pon-ga. Ahora. —Lanzó un suspiro disgustado—. Bueno, que me llame. Y dime, ¿Qué pasa con Dan Wong?

Escuchó lo que le decían y colgó sin despedirse.

—Dan tiene un caso de emergencia en Hawai. La orden llegó de Washington, así que no se pudo hacer nada para nuestro pequeño e insignificante asuntillo. Se suponía que alguien me iba a llamar, y ya veis.

—¿Y los SPEC-TAC?

—El ayudante del agente especial al mando va a llamarme luego. Pero si aún no han venido es porque algo anda bien jodido.

—Nos dijeron que estaba en el «orden del día» de una reunión que se iba a celebrar hoy —dijo Rhyme.

—Odio esa forma que tienen de hablar —dijo Dellray—. Voy a encargarme de esto en cuanto llegue a la oficina. No hay excusa que valga.

—Gracias, Fred. Necesitamos ayuda. Tenemos a la mitad del Distrito Quinto a la búsqueda de la imprenta o empresa de pinturas donde se supone que trabaja Chang y no hemos logrado nada de nada.

—Esto no es bueno.

—¿Qué tal os va con tu investigación sobre la bomba? —preguntó Sellitto.

—Ésa es otra de las razones por las que he venido. Es la leche, como buscar una aguja en un pajar. Todos mis confidentes están peinando Brighton Beach pero no han logrado encontrar nada. Nada de nada. Y he atrapado a docenas de tipos allí.

—¿Estás seguro de que se trata de la mafia rusa?

—¿Cuándo estamos seguros de alguna puta mierda?

Eso también era cierto. Rhyme miró la bolsa de papel que traía.

—¿Qué llevas ahí?

Dellray sacó de la bolsa un cartucho amarillo de explosivo y lo lanzó por la estancia hacia Sachs.

Ella lo cogió al vuelo con una sola mano.

—Me cago en…, Fred —protestó.

—Es sólo dinamita. Y si no hubiera sido por lo del detonador, podéis jurar que habría estallado como los puñeteros fuegos artificiales. Hey, ¡Ar!melia, ¿quieres jugar en el equipo de béisbol del FBI? Sabes como coger las cosas al vuelo.

La joven examinó el cartucho de dinamita.

—¿Marcas de fricciones? —preguntó Sellitto.

—Nada. Está limpio.

Ella lo puso donde Rhyme pudiera verlo, y éste se fijó en unos números que llevaba impreso.

—¿Qué habéis averiguado de esos números? —le preguntó a Dellray.

—Nada. Nuestros chicos me dijeron que era demasiado viejo como para rastrearlo. Otro callejón sin salida.

—Todo callejón sin salida puede ofrecernos una puerta de entrada —sentenció Rhyme, quien se dijo que tendría que acordarse de compartir aquella expresión que acababa de acuñar con Li en cuanto éste volviera—. ¿Han buscado marcas químicas?

—No. Me dijeron que también era demasiado viejo como para llevar marcas aditivas.

—Puede ser, pero quiero que lo investiguen. Que lo lleven al laboratorio cuanto antes. —Le gritó a Cooper—. Quiero que lo analicen.

La cromatografía, el proceso analítico para estudiar la dinamita, solía requerir que se quemaran las pruebas y Rhyme no iba a permitir que se prendiera un trozo de explosivo en su propia casa. El laboratorio del NYPD en el centro tenía instalaciones especiales para hacerlo.

Mel Cooper llamó a uno de los técnicos y dio instrucciones para el test; luego le pasó el cartucho a Dellray y le dijo dónde debía llevarlo.

—Haremos lo que podamos, Fred.

Luego Cooper miró el contenido de la segunda bolsa que Dellray había traído. Contenía pilas Duracell cables y un interruptor.

—Todo es genérico, no nos son de ayuda —anunció el técnico—. ¿Interruptor?

Apareció una tercera bolsa; Cooper y Rhyme examinaron lo que quedaba del destrozado trozo de metal.

—Ruso, de procedencia militar —dijo Rhyme.

El detonador no era sino un cebo explosivo que contenía fulminato de mercurio o un explosivo similar y cables, que se calentaban cuando se enviaba una señal eléctrica que hacía estallar un primer explosivo y que desembocaba en la detonación de toda la bomba.

Al ser la única parte de la bomba que de hecho había explotado, no quedaba mucho del detonador. Cooper lo observó en el microscopio.

—No mucho. Las letras rusas A y R. Luego los números 1 y 3.

—¿Y ninguna base de datos tiene algo sobre eso?

—No. Lo hemos comprobado con todo el mundo: NYPD, ATF, DEA y el Departamento de Justicia.

—Bueno, ya veremos qué nos dicen en el laboratorio.

—Te debo una, Lincoln.

—Págame haciendo que alguno de los tuyos venga a echar una mano en GHOSTKILL, Fred.

*****

A cuatro manzanas de la casa de té donde había conocido a la mujer de rojo, Li encontró la dirección del señor Wang.

El escaparate no daba ninguna información acerca de la profesión de sus ocupantes, pero en la ventana se veía una capilla iluminada por una bombilla de luz roja y unas varitas de incienso que habían ardido hacía tiempo. Las letras desvaídas anunciaban en chino: SE LEE LA FORTUNA, SE REVELA LA VERDAD, SE PRESERVA LA SUERTE.

Dentro, una joven china sentada tras un escritorio miró a Li. En otro escritorio había un ábaco y un ordenador portátil. La oficina era cutre, pero el Rolex de diamantes que llevaba la joven sugería que el negocio iba viento en popa. Ella le preguntó si había venido a que su padre le arreglara la casa o la oficina.

—Me gustó mucho un apartamento que creo que hizo su padre. ¿Podría confirmarme si fue él quien lo hizo?

—¿El apartamento de quién?

—Un conocido de otro amigo, quien por desgracia ha tenido que regresar a China. No sé su nombre, aunque sí la dirección.

—¿Y es…?

—El cinco cero ocho de Patrick Henry Street.

—No, no —respondió ella—. Mi padre no trabaja allí. No trabaja tan al sur. Sólo trabaja en la zona alta de la ciudad.

—Pero tienen aquí la oficina.

—Porque es lo que la gente se espera. Todos nuestros clientes viven en el Upper East Side y el Upper West Side. Y muy pocos son chinos.

—¿Y no viven ustedes en Chinatown?

Ella rió.

—Vivimos en Greenwich, Connecticut. ¿Lo conoce?

—No —dijo él, entristecido—. ¿Podría decirme quién pudo hacer ese apartamento? —insistió—. Era un trabajo de primera.

—Su amigo, ¿es rico?

—Sí, muy rico.

—Entonces será el señor Zhou. Hace la mayor parte de los lugares de ricos en el sur. Aquí tiene su dirección y teléfono. Tiene una oficina en la parte trasera de una tienda mitad herbolario, mitad ultramarinos. Está a cinco manzanas de aquí.

La chica escribió todo en una hoja de papel. Li le dio las gracias y ella volvió a concentrarse en el portátil.

Cuando salió, en busca de un poco de suerte, Sonny Li esperó hasta que el taxi estuviera a unos tres metros y entonces cruzó; el conductor le insultó y le sacó el dedo.

Li se rió. Le había cortado la cola al demonio desde muy cerca y lo había dejado sin fuerzas. Ahora, bendecido por la invulnerabilidad, atraparía al Fantasma.

Volvió a mirar la hoja de papel con la dirección y caminó por la calle en busca de la tienda Lucky Hope.

*****

El Fantasma, que llevaba un impermeable para ocultar su pistola Glock 36, del calibre 45, caminaba por Mulberry Street, mientras bebía la leche de un coco que había comprado en la esquina; del agujero que el vendedor había abierto con un cuchillo salía una pajita.

Acaba de recibir noticias del uigur que Yusuf había contratado para entrar en la casa de protección de testigos del NYPD en Murray Hill donde estaban los Wu: la seguridad era mejor de lo que se esperaba, le habían detectado y había tenido que huir. Sin duda, la policía había trasladado de nuevo a la familia. Era un pequeño contratiempo pero ya lograría encontrarles de nuevo.

Pasó junto a una tienda que vendía estatuas, altares y varillas de incienso. En la ventana estaba una efigie de su protector, el arquero Yi. El Fantasma humilló levemente la cabeza y siguió andando.

¿Creía él en los espíritus?

¿Creía en los dragones que habitaban colinas?

Dudaba que creyera en todo eso. Después de todo, Tian Hou, la diosa de los marineros, no había evitado que murieran mujeres y niños en la bodega del Fuzhou Dragón, ni tampoco había agitado su dedo para calmar el mar tempestuoso.

Y sus propias oraciones a la diosa de la misericordia Guan Yi tampoco habían sido atendidas cuando le pidió que detuviera a aquellos estudiantes que asesinaron a sus padres y a su hermano por el dudoso crimen de formar parte de todo lo viejo.

Por otra parte, el Fantasma creía en el qi: la energía de vida que habita en todos. Había sentido esa fuerza miles de veces. La sentía como un traspaso de energía entre él y la mujer que se follaba, como la fuerza de la victoria cuando asesinaba a alguien, como un aviso de que no debía entrar en una habitación determinada o encontrarse con un hombre de negocios. Cuando se sentía enfermo o en peligro sabía que su qi estaba mal.

Había buen qi y mal qi.

Y eso significaba que uno podía encauzar la fuerza buena y burlar la mala.

Fue por un callejón, por otro, cruzó una calle y luego salió a otra calleja adoquinada.

Por fin llegó a su destino. Acabó la leche del coco y lo tiró a un cubo de basura. Luego se secó las manos con cuidado con un pañuelo y entró por una puerta, saludando al señor Zhou, su experto en feng shui, que estaba sentado en la trastienda del negocio Lucky Hope.

*****

Sonny Li encendió un nuevo cigarrillo y enfiló una calle llamada Bowery.

Li conocía a los cabezas de serpiente y sabía que tenían dinero y una fiera capacidad de supervivencia. El Fantasma debía tener otros pisos francos en la zona y, dado que el feng shui le parecía tan importante, si estaba contento con el trabajo de Zhou, en Patrick Henry Street, también le habría encargado la disposición de sus otras casas.

Se sentía bien. Buenos augurios, poder bueno.

Loaban y él habían hecho sacrificios a Guan Di, el dios de los detectives.

Había cortado colas de demonios.

Y tenía una automática alemana cargada en el bolsillo.

Si este tipo del feng shui sabía que estaba trabajando para uno de los cabezas de serpiente más peligrosos del mundo, no se sentiría precisamente inclinado a hablar. Pero Li sabía cómo conseguir que cantara.

El juez Dee, el personaje de ficción que era detective, fiscal y juez en la vieja China, llevaba sus investigaciones de un modo muy distinto al de Loaban. Sus técnicas eran similares a las que se usan en China en la actualidad, donde se hacía hincapié en el interrogatorio de testigos y sospechosos, no en las pruebas físicas. En China, la clave de la investigación criminal, así como de casi todos los asuntos, era la paciencia, la paciencia y la paciencia. Hasta el brillante y persistente juez Dee volvía a interrogar docenas de veces a sus detenidos hasta que encontraba una fisura en su argumentación o en su coartada. Entonces, el juez deshacía la historia del hombre hasta que se conseguía lo más importante de toda investigación criminal: no un veredicto sino una confesión, seguida por un igualmente importante voto de arrepentimiento. Todo lo que llevara a la confesión era lícito, hasta la tortura: aunque en los tiempos del juez Dee, si uno torturaba a un sospechoso y luego resultaba que era inocente, el mismo juez recibía tortura y una condena a muerte.

Sonny Li había escogido su nombre del gran gánster americano Sonny Corleone, hijo del Padrino Vito Corleone. Era oficial y detective de la Primera Prefectura del Departamento de Seguridad Pública de la República Popular en Liu Guoyuan, provincia de Fujián, había viajado por todo el mundo y era amigo personal del loaban Lincoln Rhyme. Li conseguiría las otras direcciones del Fantasma del experto en Feng shui costara lo que costara.

Siguió por la calle entre la gente, pescaderías llenas de cestas atestadas de cangrejos azules, almejas y pescados; algunos de ellos estaban cortados y sus negros corazones aún no habían dejado de latir.

Llegó a la tienda Lucky Hope, un sitio pequeño pero abarrotado de mercancías: jarras con raíces de ginseng, jibias secas, juguetes y golosinas de Hello Kitty para los niños, fideos y especias, pipas de melón, té para el hígado y los riñones, chicharros secos, salsa de ostras, loto, chicles y gelatina, bollos de té congelados y paquetes de tripa.

En la trastienda encontró a un hombre sentado al mostrador que fumaba y leía un periódico en chino. La oficina, tal como se esperaba Sonny, estaba dispuesta a la perfección: espejos convexos para atrapar la energía negativa, un gran dragón de jade traslúcido (mejor que los de cerámica o madera) y —esto era un detalle importante para el éxito en los negocios— un pequeño acuario contra lo que habría sido la pared norte. Dentro había pececillos negros.

—¿Es usted Zhou?

—Sí.

—Encantado de conocerle, señor —dijo Li—. Estuve en el apartamento de un amigo en el 508 de Patrick Henry Street. Creo que lo dispuso usted.

Zhou entrecerró los ojos un milímetro y luego asintió con cautela.

—De un amigo.

—Eso mismo. Desafortunadamente, necesito contactar con él y ha dejado ese apartamento. Esperaba que usted pudiera decirme dónde puedo localizarle. Se llama Kwan Ang.

Sus ojos se cerraron un poquito más.

—Lo siento, señor. No conozco a nadie con ese nombre.

—¡Qué mala suerte, señor Zhou! Porque si le conociera y pudiera darme alguna pista sobre su paradero, podría ganar mucho dinero. Es importante que dé con él.

—No le puedo ayudar.

—Sabe que Kwan Ang es un cabeza de serpiente y un asesino, ¿verdad? Sospecho que lo sabe. Puedo verlo en sus ojos.

Sonny Li podía leer caras tan bien como Loaban leía en las pruebas.

—No, se ha confundido. —El señor Zhou empezó a sudar. En la frente le brotaron perlas de sudor. Li prosiguió:

—De modo que todo el dinero que le haya dado está manchado de sangre. Sangre de niños y mujeres inocentes. ¿No le molesta eso?

—No puedo ayudarle. —Zhou observó una pila de papeles sobre su escritorio—. Ahora tengo que volver al trabajo.

Tap, tap…

Li estaba golpeando suavemente el mostrador con su pistola; Zhou lo miró con temor.

—Entonces, creo que se le puede considerar como su cómplice. Tal vez su socio. También es usted un cabeza de serpiente. Creo que podemos decirlo así.

—No, no. De verdad que no sé de qué habla. Yo soy sólo un practicante del feng

—Ah —le cortó Li—. Estoy harto. Llamaré al INS y les diré que se pasen por aquí. Que hablen con su familia y con usted. —Señaló un montón de fotografías dispuestas en la pared, y acto seguido se volvió hacia la puerta.

—¡No hay necesidad de eso! —dijo Zhou con rapidez—. Señor… Mencionó una cierta cantidad de dinero, ¿me equivoco?

—Cinco mil en dinero verde.

—Si él…

—Kwan nunca sabrá nada de usted. La policía le pagará en metálico.

Zhou se secó el sudor con la manga. Recorría el mostrador con la mirada mientras meditaba.

Tap, tap…

Finalmente Zhou dijo:

—No estoy seguro de la dirección. Su ayudante y él me recogieron en su coche y me llevaron hasta allí por callejones. Pero si quiere encontrarle, le diré esto: estaba aquí hace cinco minutos. Salió justo cuando usted entraba.

—¿Qué? ¿Kwan Ang en persona?

—Sí.

—¿Por dónde ha ido?

—Salió y fue hacia la izquierda. Si se da prisa puede alcanzarle. Lleva una bolsa amarilla con el nombre de la tienda. Él… Espere, señor, ¿y mi dinero?

Pero Li ya salía de la tienda.

Afuera, torció a la izquierda y corrió por la calle. Miraba hacia todos lados, frenético. Y luego, a unos cien metros, vio a un hombre de mediana estatura con cabello oscuro, corto, que llevaba una bolsa amarilla. Su paso le era familiar. Sí, pensó Li, con el corazón saltándole en el pecho, es el Fantasma.

Pensó que debería llamar a Loaban o a Hongse. Pero no podía arriesgarse a que el Fantasma escapara. Li corrió hacia él con la mano en la pistola, dentro de su bolsillo.

A todo correr, sin resuello, acortó distancias con rapidez. Estaba jadeando y, cuando se encontraba cerca, el Fantasma se detuvo. Mientras éste se volvía para mirar a su espalda, Li se escondió tras un cubo de basura. Cuando volvió a mirar, el Fantasma seguía caminando por el desierto callejón.

En Liu Guoyuan, Li vestía uniforme azul marino con gorra y guantes blancos, pero aquí parecía un botones. No llevaba nada encima que indicara que estaba trabajando para la policía de Nueva York y para Lincoln Rhyme. Le preocupaba que si alguien le veía arrestando al Fantasma pensara que era un atacante, un bandido, que la policía pudiera arrestarle, y que mientras tanto el Fantasma escapara en medio del barullo.

Así que Li decidió enfrentarse al hombre allí, en medio de un callejón desierto.

Cuando el Fantasma se adentró en el siguiente callejón, Li se cercioró de que no había moros en la costa y corrió hacia el hombre tan deprisa como pudo, con la pistola en la mano.

Antes de que el cabeza de serpiente cayera en la cuenta de que alguien lo perseguía, Sonny Li ya le había agarrado por el cuello y le había puesto la pistola en la espalda.

El asesino dejó caer la bolsa amarilla y se llevó la mano bajo la camisa, pero Li le puso el arma en el cuello.

—¡No te muevas! —Cogió la pistola que el tipo llevaba en el cinturón y se la metió en el bolsillo. Luego le dio la vuelta al cabeza de serpiente de malos modos.

—Kwan Ang —dijo—, quedas arrestado por la violación de las leyes orgánicas de la República Popular China.

Pero cuando iba a continuar con la letanía y decirle la lista de delitos se le cortó la voz. Echó un vistazo al cuello de la camisa del Fantasma, que se le había abierto al intentar coger la pistola.

Li vio un pequeño vendaje en el pecho del hombre. Y, colgando de un cordón de cuero alrededor del cuello del Fantasma, había un amuleto de esteatita en forma de mono.