Capítulo 37

S-O-S

La llamada universal de socorro.

S-0…

¡Alguien estaba vivo! Los guardacostas no habían encontrado a este superviviente. ¿Debería ir a buscar a los otros dos buzos?, se preguntó Sachs.

Pero eso le llevaría demasiado tiempo: Sachs imaginó que, a juzgar por lo desacompasado de los golpes, el aire retenido que el superviviente respiraba estaba a punto de agotarse. Además, el sonido parecía venir de bastante cerca. Encontrar a la persona sólo le llevaría unos minutos.

¿Pero de dónde venían los golpes, exactamente?

Bueno, no venían del puente, que era por donde ella había entrado y tampoco de las cabinas. Tendría que ser de una de las bodegas, o de la sala de máquinas, en la parte inferior del barco. Ahora, con el Dragón de costado, esas zonas quedaban a su izquierda.

¿Sí, no?

Y no podía pedirle consejo a Lincoln Rhyme.

No había nadie para ayudarle ahora.

Dios, ¿de verdad voy a hacer esto?

Menos de 1200 libras de aire.

Así que será mejor que muevas el culo, chica.

Sachs miró la tenue iluminación del lado del puente y luego se alejó de allí hacia la oscuridad y la claustrofobia, deprisa. Seguía los golpes.

S-O-S.

Pero cuando llegó al final del negro pasillo, donde había pensado que nacían los golpes, Sachs no encontró forma de adentrarse en el interior del barco. El pasillo se acababa allí. Puso la cabeza contra la madera y pudo oír el código Morse con claridad.

O-S.

Apuntando la luz hacia la pared descubrió una pequeña puerta. La abrió y una gran anguila pasó junto a ella nadando tranquilamente. Esperó a calmarse, y miró dentro. El hueco correspondía a un montaplatos, supuestamente para llevar cosas desde el vientre del barco hasta el puente. Era como de un metro por un metro.

Al plantearse si debía adentrarse por aquel espacio tan reducido, pensó otra vez en volver para pedir ayuda. Pero ya había perdido demasiado tiempo en el pasillo.

Vaya por Dios…

1000 libras de aire.

Clanc, clanc…

Cerró los ojos y sacudió la cabeza.

No puedo hacerlo.

S-O-S.

Amelia Sachs, perfectamente serena cuando viajaba en su Camaro SS a ciento ochenta, podía despertarse llorando de un sueño en el que se veía atrapada en cámaras, túneles o minas.

No puedo hacerlo, pensó de nuevo.

Luego se adentró en el estrecho espacio y se metió de lleno en el infierno.

Dios, cómo odio esto.

Se impulsó dentro del hueco que era lo bastante amplio como para permitir que pasara con la bombona a la espalda. Cuatro metros. La bombona se le trabó en algo que tenía encima. Luchó contra el pánico y mordió con rabia el regulador bucal. Rotó con lentitud, encontró el cable con el que se había enganchado y se liberó. Se volvió y se encontró una cara amoratada que sobresalía por la puerta del montaplatos.

Dios…

Los ojos del hombre, opacos como gelatina, parecían mirarla y brillaban ante la luz de la lámpara. El cabello flotaba sobre su cabeza como si se tratara de un puercoespín.

Sachs pasó junto al hombre y luchó por olvidarse de la sensación que sintió cuando la corona de pelo del tipo la rozó cuando buceó más allá de él.

S…

El sonido parecía más claro.

O…

Siguió por el hueco del montaplatos hasta llegar al extremo y, mientras alcanzaba la salida y luchaba por olvidarse del pánico, se forzó a sí misma a adentrarse en la cocina del Dragón.

S…

Aquí el agua oscura estaba llena de comida y basura… y había varios cadáveres.

Clanc.

Quienquiera que fuese el que estaba golpeando ya no era capaz de lanzar una señal entera.

Arriba vio la brillante superficie creada por una bolsa de aire y unas piernas que caían hacia abajo. Los pies, con calcetines, se movían un poco. Buceó hacia ellos y salió a la superficie. Un tipo calvo con bigote que estaba golpeando en los estantes pegados a la pared, que ahora eran el techo de la cocina, se dio la vuelta por el susto y por la sensación de la luz que le cegaba los ojos.

Sachs le reconoció: ¿por qué? Enseguida se dio cuenta de que había visto su fotografía en el listado de pruebas en casa de Rhyme, y también en su camarote hacía unos minutos. Era el capitán Sen del Fuzhou Dragón.

El hombre murmuraba algo incomprensible y temblaba. Estaba tan amoratado que parecía cianótico: el color de una víctima por asfixia. Ella escupió el regulador bucal para respirar el aire que había quedado atrapado en la bolsa y así ahorrar algo de su tanque pero la bolsa estaba tan viciada que se sintió desvanecer. Volvió a tomar el respirador bucal y empezó a gastar sus reservas.

Sacó el segundo regulador y se lo metió a Sen en la boca. Él tomó una bocanada y pareció revivir un poco. Sachs apuntó hacia abajo, hacia el agua. Él asintió.

Un rápido vistazo al contador de presión: 700 libras de aire. Y ahora eran dos los que usaban la bombona.

Dejó escapar el aire de su BCD y, agarrando al hombre por el brazo, se hundieron en la cocina mientras apartaban cuerpos y cartones de comida. Al principio no pudo encontrar la puerta del montaplatos. Durante un segundo, tuvo miedo de que el barco se hubiera movido y que la entrada hubiera quedado sellada, pero luego vio que el cuerpo de una joven había quedado flotando frente a la puerta y, retirándolo con suavidad, abrió el montaplatos.

Por ese hueco no cabían los dos a la vez, por lo que ella dejó pasar primero al capitán, con los pies por delante. Con los ojos muy cerrados y aún temblando, él agarró la pieza bucal del regulador con ambas manos. Sachs le siguió, imaginándose lo que sucedería si él tiraba tanto del regulador que le arrancaba el suyo, o las gafas, o la lámpara: atrapada en ese horrible espacio estrecho, presa del pánico mientras tragaba agua salobre y ésta le inundaba los pulmones…

¡No, deja de pensar en eso! Sigue. Aleteó tan fuerte como pudo. Dos veces el capitán quedó atascado y dos veces tuvo que liberarle.

Echó un vistazo al contador: 400 libras.

Saldremos de ahí con quinientas. Ni una menos. Ésa es una regla que nadie puede saltarse. No hay excepciones.

Al final llegaron a la zona de los camarotes y el pasillo que conducía al puente y, más allá, a ese precioso exterior con una cuerda naranja que les llevaría a la superficie y a sus interminables reservas de aire fresco. Pero el capitán estaba aún aturdido y le costó un buen rato hacerle maniobrar a través del hueco y cerciorarse de que seguía con el regulador en la boca.

Al final salieron del montaplatos y fueron por el pasillo principal. Ella buceaba al lado del hombre, agarrándole por el cinturón de cuero. Pero mientras luchaba por salir fuera se quedó parada de pronto. Una parte de su bombona se había quedado atascada con algo. Miró a su espalda y vio que se había trabado con la chaqueta del cadáver que estaba en el camarote del Fantasma.

300 libras de presión.

Maldita sea, pensó, tirando con fuerza, pataleando. Pero el cadáver estaba atascado en el umbral de la puerta y los faldones de su chaqueta se le habían enredado en la bombona. Cuando más tiraba más se enredaba.

La aguja del contador de presión andaba ahora por la zona roja: 200 libras.

Vale, nada que se pueda hacer…

Abrió el velcro de su BCD y se quitó el chaleco. Pero cuando iba a liberar lo que había quedado enredado, el capitán hizo su aparición; pataleaba y le golpeó con una pierna en la cara. Perdió el regulador, se le apagó la lámpara.

Oscuridad, sin aire…

No, no…

Rhyme…

Intentó encontrar el regulador pero flotaba lejos, en algún lugar a su espalda.

No contengas la respiración.

Bueno, voy a tener que…

Rodeaba por la oscuridad, dando vueltas en círculo, manoteando desesperada por asir su regulador…

¿Dónde estaban las niñeras del guardacostas?

Fuera. Porque les he dicho que investigaría yo sola. ¿Cómo podrían saber que se encontraba en peligro?

Rápido, chica, rápido…

Buscó en la bolsa de las pruebas. Sacó la Beretta de nueve milímetros y puso el cañón contra una pared de madera, donde sabía que no iba a herir a Sen. Luego apretó el gatillo. Se vio un chispazo y se oyó una gran explosión. El retroceso por poco le rompió la muñeca y, a través de una nube de pólvora y escombros, dejó caer la pistola.

Por favor, pensó. Por favor…

Sin aire…

Sin…

Las luces aparecieron entre el silencio cuando el jefe de buceadores y su ayudante entraron rápidamente por el pasillo. Le metieron un regulador en la boca y Sachs volvió a respirar. El jefe de buceadores le puso su segundo regulador al capitán Sen. La cadena de burbujas era tenue, pero por lo menos respiraba.

Se intercambiaron señales con las manos: vía libre.

Luego los cuatro salieron del pasillo y llegaron a la cuerda naranja. Pulgares hacia arriba: ascensión. Más calmada, ahora que el riesgo de quedar recluida se había acabado, Sachs se concentró en ascender lentamente, no más rápido que sus burbujas, y en respirar, adentro, afuera, mientras los cadáveres del barco quedaban atrás.

*****

Sachs estaba tendida en la enfermería del guardacostas, respirando hondo; había optado por el aire natural y desechado la botella verde de oxígeno que le había ofrecido el enfermero; pensaba que tener algo pegado contra el cuerpo no haría sino hacerle sentirse más recluida, más encerrada.

Nada más llegar al puente se había quitado el traje de neopreno, tan pegado que parecía hacerle sentir aún más claustrofobia, y se había echado encima una gruesa manta. Dos marineros la habían escoltado hasta la enfermería para que le echaran un vistazo a su muñeca, que resultó no estar tan mal.

Finalmente, se sintió lo bastante bien como para subir arriba. Tomó dos pastillas de Dramamine y subió hasta el puente, donde observó que el helicóptero estaba de vuelta y sobrevolaba el barco, aunque no había vuelto a por Sachs sino para evacuar al inconsciente capitán Sen y llevarlo a un centro médico en Long Island.

Ransom le explicó cuál podría ser la causa de que pasaran por alto al capitán en su búsqueda de víctimas.

—Nuestros buzos hicieron una búsqueda intensa y golpearon el casco, pero no obtuvieron respuesta. Más tarde hicimos un rastreo de sonidos y salió negativo. Lo más probable es que Sen quedara inconsciente en la bolsa de aire y se despertara más tarde.

—¿Dónde lo llevan? —le preguntó ella.

—A la estación marítima de Huntington, donde hay un hospital. Allí tienen una cámara hiperbárica.

—¿Cree que se salvará?

—No tiene buena pinta —admitió Ransom—. Pero si ha sobrevivido veinticuatro horas en esas condiciones, supongo que todo es posible.

Poco a poco se le fue pasando el susto. Se secó y se vistió con sus ropas: vaqueros y una sudadera. Luego corrió a llamar a Rhyme. Se negó a contarle sus aventuras submarinas y sólo le dijo que había encontrado algunas pruebas.

—Y tal vez un testigo.

—¿Un testigo?

—Encontré en el barco a uno que aún seguía vivo. El capitán. Parece que cuando el barco se hundió llevó a unos cuantos de los que habían quedado atrapados en la bodega a la cocina, pero ha sido el único superviviente. Si tenemos suerte nos dará algunas pistas sobre la operación del Fantasma en Nueva York.

—¿Ha dicho algo?

—Está inconsciente. Aún no saben si sobrevivirá: tiene hipotermia y problemas de descompresión. Los del hospital llamarán cuando sepan algo. Será mejor que Lon envíe unos canguros para cuidar de él: si el Fantasma se entera de que sigue vivo le perseguirá.

—Date prisa, Sachs. Te echamos de menos.

Ella sabía que ese «nos» mayestático se traducía como: «te echo de menos».

Reunió todas las pruebas que había encontrado bajo el agua y secó la carta oculta en la chaqueta del Fantasma con papel de cocina. Eso la contaminaría pero le daba miedo que el agua salobre la deteriorara y la hiciera ilegible. Por otra parte, Rhyme siempre le decía que el trabajo de escena del crimen implica tener que tomar decisiones.

El capitán Ransom vino por el puente.

—Hay otro helicóptero en camino para ti, oficial.

Llevaba dos vasos de plástico en la mano y le ofreció uno a Sachs.

—Gracias.

Les quitaron las tapas. El de él contenía café negro.

Ella rió. En el suyo había zumo de frutas y algo que indudablemente olía como un buen chorro de ron.