Capítulo 36

Está bien, puedo hacerlo.

Amelia Sachs estaba sobre el suelo metálico del helicóptero Sikorsky HH-60J del guardacostas, a unos diez metros de la antena del Evan Brigant y dejaba que la tripulación le pasara un arnés. Cuando había pedido que la llevaran en helicóptero hasta el barco, no se le había ocurrido pensar que la única forma de acceder a él sería descolgándose por medio de un cable.

Bueno pensó, ¿qué otra forma había? ¿Un ascensor?

El helicóptero se mecía con el vendaval y bajo ellos, a través de la bruma, Sachs podía ver cómo el barco rompía las aguas grises entre la espuma blanca.

Vestida con un chaleco naranja y un casco, Sachs se agarró a la manilla que había cerca de la puerta abierta y volvió a pensar: Está bien, puedo hacerlo.

El tipo le gritó algo que no llegó a oír y ella le gritó a su vez que se lo repitiera, cosa que él no oyó, pues se tomó sus palabras como una expresión de asentimiento. Luego ató un gancho al arnés y volvió a comprobarlo todo. El tipo gritó algo más. Sachs se señaló a sí misma, luego afuera y le hicieron una señal de vía libre.

Está bien…

Puedo hacerlo.

Su principal miedo era la claustrofobia, los espacios cerrados, no las alturas. Sin embargo…

Salió, aferrada al cable, aunque recordó que le habían dicho que no lo hiciera. Desde que salió empezó a bambolearse. En un segundo, el movimiento amainó y empezó a bajar, mecida por el viento y las potentes aspas del helicóptero.

Abajo, abajo…

De pronto un jirón de niebla la envolvió y se desorientó. Se encontró colgando en el aire, sin poder ver ni el barco ni el helicóptero. La lluvia le caía sobre la cara y no sabía si estaba haciendo el péndulo o cayendo sobre un barco a cien kilómetros por hora.

Oh, Rhyme…

Pero entonces vio el guardacostas.

El Evan Brigant se bamboleaba con el oleaje, pero quienquiera que fuese el que sostenía el cable, lo hacía perfectamente, a pesar de que las olas eran tan inmensas que parecían irreales, de película. Sus pies tocaron el suelo, pero justo en el momento en que se quitaba el gancho del arnés el barco se hundió por una ola y ella se cayó sobre la borda, de golpe, y sus artríticas piernas se resintieron por el golpe. Dos marineros corrieron a ayudarla y se dio cuenta de que eso era precisamente de lo que le advertía el tipo del helicóptero.

Navegar no es un buen ejercicio para los artríticos, pensó Sachs; tenía que flexionar las rodillas todo el rato para asegurarse la estabilidad a bordo mientras iba hacia el puente de mando. Se imaginó una hipotética conversación con el doctor John Sung, en la que le decía que mucho tendría que mejorar la medicina china para llegar a la altura del Percoset y de los antinflamatorios.

En el puente, el capitán Fred Ransom, de aspecto juvenil, la recibió con una sonrisa y un apretón de manos, y la llevó hasta la mesa donde estaban las cartas de navegación.

—Aquí tiene una foto del barco y de dónde está hundido.

Sachs se concentró en la imagen del navío. Ransom le dijo dónde quedaba el puente y dónde estaban ubicadas las cabinas: en el mismo puente, pero siguiendo un pasillo en la parte de popa.

—Ahora, una cosa, oficial, sólo para advertirle —dijo él con delicadeza—. Entendemos que dentro hay unos quince cadáveres y alrededor se encontrará con… vida marina. Puede resultar desagradable. Algunos miembros de mi tripulación tuvieron una experiencia así y…

En cuanto advirtió la mirada de Sachs se calló.

—Le agradezco la advertencia, capitán. Pero me gano la vida investigando escenas de crímenes.

—Vale, oficial, entendido. Venga, vamos a equiparla.

Volvieron a salir al viento y la lluvia y fueron a popa. En una pequeña cabina en la parte trasera le presentaron a dos oficiales, un hombre y una mujer, que vestían trajes de neopreno amarillos y negros: se trataba del jefe de submarinistas del barco y de su segunda.

—Nos han dicho que hizo PADI —le preguntó él—. ¿Cuántas inmersiones?

—Unas veinticinco, más o menos.

Eso pareció alegrarles.

—¿Y cuándo fue la última vez?

—Hace años.

Esta respuesta tuvo el efecto contrario.

—Bueno, vamos a recordárselo todo paso a paso —dijo el oficial superior—, como si fuera una novata.

—Estaba esperando oír eso.

—¿A cuánta profundidad? —le preguntó la mujer.

—Unos veinticinco metros.

—Más o menos como aquí. La única diferencia es que esto estará más revuelto: la corriente está agitando el fondo.

El agua no estaba fría, pues aún retenía gran parte del calor estival, pero pasar tiempo bajo la superficie roba calor al cuerpo rápidamente, por lo que iba a necesitar un traje de goma, que la protegería no sólo por la misma goma sino también por la capa de agua que quedaría entre su cuerpo y el traje.

Se cambió detrás de un biombo y trató de ponerse el traje.

—¿Estáis seguros de que no me habéis dado una talla de niño? —dijo, esforzándose por meter caderas y hombros en el traje.

—Eso lo oímos mucho —dijo la mujer.

Luego le dieron el resto del equipo: las pesas, la máscara y la bombona de oxígeno unida al BCD, una especie de chaleco que uno infla o desinfla con un control en la mano izquierda para ascender o hundirse a voluntad.

Junto a la bombona había un regulador primario, por el que ella respiraría, y uno secundario, apodado «el pulpo», que podría ser usado por un compañero al que le faltara oxígeno en su tanque. También llevaba una pequeña linterna en la capucha.

Le recordaron las señales manuales básicas para comunicarse con otros buceadores.

Era mucha, muchísima información y ella se las veía y se las deseaba para retenerla toda.

—¿Llevo cuchillo? —preguntó.

—Tienes uno —le dijo el jefe de buceadores, señalando el BCD. Sacó el cuchillo y vio que era romo: carecía de punta.

—No vas a apuñalar a nadie —dijo la mujer, viendo la cara de perplejidad de Sachs—. Sólo corta. Ya sabes, cable o lo que sea que te aprisione.

—Estaba pensando en tiburones —dijo Sachs.

—No son corrientes en estas aguas.

—Casi nunca —dijo él—. Y en cualquier caso son de los pequeños.

—Me fío de vosotros —replicó Sachs, dejando el cuchillo en su sitio. ¿No era por allí por donde habían filmado Tiburón?

El jefe de buceadores le pasó una gran bolsa de malla para que guardara las pruebas que encontrara. Dentro metió las bolsas de plástico que llevaba para individualizar los restos. Luego los tres cogieron su equipo y, con las aletas en la mano, fueron hacia la popa del inestable barco.

El jefe gritó algo entre el ruido del vendaval:

—Está demasiado movido para saltar desde la cubierta. Nos meteremos en una barca, nos pondremos las aletas y nos dejaremos caer de espaldas al agua. Mantén la máscara y el regulador contra el rostro; la otra mano ponla sobre el lastre.

Se tocó la cabeza: la señal que indicaba «todo bien» y él hizo lo mismo.

Subieron a una lancha amarilla que ya estaba sobre el agua y que se movía como un caballo desbocado; se sentaron a un costado y comprobaron el equipo.

A unos ocho metros había una boya amarilla. El jefe de buceadores la señaló y dijo:

—Allí hay una cuerda que lleva directamente hasta el barco. Nadaremos hasta allí y la seguiremos. ¿Qué es lo que te propones buscar?

—Quiero conseguir pruebas de los restos de la explosión y luego rastrear el puente y las cabinas.

Los otros buzos asintieron.

—El interior lo haré sola.

Esto suponía una infracción de la regla fundamental de buceo que dice que uno debe bucear siempre con compañero. El jefe de buceadores frunció el entrecejo.

—¿Estás segura?

—Tengo que hacerlo.

—Vale —asintió él a regañadientes. Luego prosiguió—: Los sonidos no se transmiten muy bien debajo del agua, uno no sabe de dónde vienen, pero si te encuentras en apuros golpea tu bombona con el cuchillo y te buscaremos. —Le mostró su SPG, el medidor de la cantidad de oxígeno restante—. Tienes tres mil libras de aire. Las quemarás deprisa por la cantidad de adrenalina que vas a soltar. Saldremos de ahí con quinientas. Ni una menos. Esa es una regla que nadie puede saltarse. No hay excepciones. Subiremos despacio: no más deprisa que las burbujas de nuestro regulador y nos detendremos durante tres minutos a unos cuatro metros y medio.

En caso contrario, como ya sabía Sachs, había riesgo de problemas de descompresión.

—Vale y, ¿cuál es la primera regla de un submarinista?

Sachs recordó el curso de años atrás.

—Nunca contengas la respiración bajo el agua.

—Bien. ¿Por qué?

—Porque te podrían explotar los pulmones.

Le abrieron el aire y ella se puso las aletas y la máscara y apretó el regulador entre los dientes. El jefe de buceadores le volvió a dar otra señal de «vía libre» —el dedo gordo formando un círculo con el índice— y ella respondió de igual manera. Metió algo de aire en su BCD para poder flotar en la superficie. Le hicieron un gesto para que se dejara caer.

Sachs agarró la máscara y el regulador para que no se le soltaran en la caída, y aferró el cinturón con lastre para que si le fallaba el artilugio de estabilidad y se iba al fondo pudiera soltar las pesas y subir a la superficie.

Vale, Rhyme, esto sí que merece un Guinness: el récord de investigación de la escena del crimen más sumergida.

Un, dos, tres…

Cayó de espaldas sobre el agua.

Cuando se estabilizó los otros ya estaban en el agua a su lado y le hacían gestos para ir hacia la boya. Llegaron en pocos minutos. Hicieron señales de vía libre y luego con el pulgar hacia abajo, lo que significaba descender. Cogieron el control de BCD y desinflaron los chalecos.

Inmediatamente el ruido se trocó en silencio, el movimiento en quietud, lo pesado en liviano y fueron bajando por la gruesa cuerda hacia el fondo.

Durante un instante, a Sachs le chocó la paz absoluta de la vida submarina, pero luego la serenidad se rompió cuando miró hacia abajo y vio la tenue silueta del Fuzhou Dragón.

La imagen era aún más aterradora de lo que había pensado: el barco estaba sobre un costado, con un agujero negro en el casco producido por la explosión; la pintura estaba suelta y todo estaba lleno de óxido y lapas. Era oscuro, opresivo, y contenía los cadáveres de demasiados inocentes.

Pensó que era un ataúd: un inmenso ataúd de metal.

Le dolían los oídos: Se agarró la nariz a través del plástico de sus gafas y expulsó aire para estabilizar su presión. Siguieron hacia abajo. Cuando empezaron a acercarse al barco oyeron los ruidos: los chirridos de las planchas metálicas del barco que chocaban con las rocas del fondo.

Odiaba ese ruido… Lo odiaba, lo odiaba. Sonaba como una criatura inmensa al morir.

Sus escoltas eran muy diligentes. A cada rato se detenían para comprobar que ella iba bien; se intercambiaron señales y siguieron descendiendo.

En el fondo, miró hacia arriba y comprobó que la superficie no quedaba tan lejos como había pensado, aunque recordó que el agua actúa como una lente y hace parecer las cosas más grandes. Echó una ojeada al medidor de profundidad. Veintidós metros. Un edificio de nueve pisos. Luego comprobó la presión. Dios, ya había gastado 150 libras de aire en un descenso sin esfuerzo.

Amelia Sachs metió aire en el chaleco BCD para neutralizar su flotabilidad. Primero, señaló el hueco en el casco y los tres bucearon hacia allí. Al contrario que en la superficie, allí las corrientes eran suaves y podían moverse con facilidad.

En el lugar de la explosión, Sachs se sirvió de su cuchillo sin punta para rascar residuos del metal curvado. Los puso en una bolsa de plástico, la selló y la metió en la malla.

Miró las oscuras ventanas del puente a unos cuatro metros de distancia. Vale, Rhyme, allá vamos.

Y el medidor de presión le dio su escueto mensaje: 2350 libras de aire.

Con 500 dejaban el fondo. Sin excepción.

Dado que el barco estaba sobre un costado, la puerta del puente quedaba ahora hacia arriba, hacia la superficie. Era de metal y muy pesada. Los dos oficiales del guardacostas la abrieron con dificultad y Sachs pasó por ella hacia el puente. Ellos la dejaron caer hacia la posición de cierre. Al cerrarse hizo ruido y Sachs se dio cuenta de que estaba atrapada dentro del barco. Sin sus compañeros lo más probable era que no pudiera abrir la puerta sola.

Olvídalo, se dijo, y encendió la luz que tenía sobre la cabeza y que le ofreció un pequeño consuelo. Buceó por el puente hacia un pasillo que llevaba a los camarotes.

En la penumbra sintió un pequeño movimiento. ¿De dónde provendría? ¿Peces, anguilas, jibias?

No me gusta esto, Rhyme.

Pero luego pensó en el Fantasma a la caza de los Chang, en la pequeña Po-Yee, la Niña Afortunada.

Piensa en eso y no en la oscuridad y en el confinamiento. Hazlo por ella, por Po-Yee.

Amelia Sachs avanzó y avanzó.

*****

Estaba en el infierno.

No había otro modo de describirlo.

El pasillo oscuro estaba lleno de desechos y residuos, trozos de tela, papeles, comida, peces con ojos saltones de color amarillo. Y sobre su cabeza un brillo como de hielo, la fina capa de aire atrapado encima de ella. Los sonidos eran espantosos: crujidos, chirridos y gemidos. Bramidos como voces humanas de agonía. El golpe del metal contra el metal.

Un pez gris y delgado le pasó cerca. Involuntariamente tragó saliva al sentirlo y lo siguió con la mirada.

Se encontró observando dos ojos humanos sin expresión en un rostro blanco y sin vida.

Sachs gritó por el regulador y aleteó para alejarse. El cuerpo de un hombre descalzo con los brazos sobre la cabeza, como un delincuente cuando se rinde, flotaba allí cerca. Tenía las piernas en posición de carrera y, cuando el pez pasó a toda prisa, se fue volviendo hacia ella.

Clanc, clanc…

No, pensó. No puedo hacerlo.

Parecía que las paredes se cerraban sobre ella. Como sufría de claustrofobia, Sachs no podía dejar de pensar en lo que sucedería si quedaba encerrada allí: se volvería loca.

Tragó dos grandes bocanadas de aire por el regulador.

Pensó en los Chang. Pensó en el bebé.

Y siguió adelante.

El medidor: 2300 libras de aire.

Vamos bien. Sigue.

Clanc.

Ese maldito sonido: como puertas que se cierran.

Olvídalo, se dijo. Nadie está cerrando ninguna puerta.

Las estancias sobre ella, las que quedaban en el costado del Dragón que apuntaba hacia la superficie, no eran, dedujo, las del Fantasma: una debía ser la del capitán (reconoció la imagen del hombre calvo y con bigote por las fotos, iguales a las que estaban pegadas en la pizarra de la sala de Lincoln Rhyme) y otras dos no parecían haber estado ocupadas durante el viaje.

Clanc, clanc, clanc.

Buceó para comprobar los camarotes al otro lado del pasillo, bajo sus pies.

Mientras lo hacía, se le trabó la bombona con un extintor y sintió un ramalazo de pánico al sentirse atrapada.

Está bien, Sachs, le dijo la voz de Lincoln Rhyme, tal como la oía en los auriculares de la radio cuando investigaba una escena: Está bien.

Controló el pánico y se liberó.

El contador le dio 2100 libras de aire.

Tres camarotes no habían estado ocupados por nadie. Sólo le quedaba otro: tenía que ser el del Fantasma.

Un gran chirrido.

Más golpes.

Y luego un crujido tan grande que lo sintió en el pecho. ¿Qué sucedía? ¡El barco se movía! Las puertas se atascarían. Quedaría atrapada para siempre. Ahogándose poco a poco… Moriría sola… Oh, Rhyme…

Pero entonces el chirrido cesó, y se volvieron a oír golpes.

Se detuvo en el umbral del camarote del Fantasma, bajo sus pies.

La puerta estaba cerrada. Se abría para adentro, mejor dicho, para abajo. Agarró la manilla y tiró. La puerta de madera pesada fue cayendo. Miró hacia abajo, a la oscuridad. Los objetos flotaban dentro de la estancia. Dios… sintió un escalofrío y se quedó dónde estaba, oteando el pasillo.

Pero la voz de Lincoln Rhyme, tan clara como si la oyera por los auriculares, sonó en su cabeza:

Es una escena del crimen, Sachs. Eso es todo. Y nos dedicamos a investigar escenas del crimen, ¿recuerdas? Caminas la cuadrícula, investigas, observas y recoges pruebas.

Vale, Rhyme. Pero podría vivir sin las anguilas.

Dejó escapar algo de aire de BCD y se adentró en el camarote.

Dos imágenes la hicieron tragar saliva.

Frente a ella flotaba un hombre con los ojos cerrados y la mandíbula abierta; su chaqueta ondeaba a su espalda. Tenía la cara blanca como el papel.

La segunda cosa que vio era menos macabra, pero más extraña: en la habitación flotaban lo que debían ser unos mil dólares en billetes, como copos en una bola de cristal.

Los billetes explicaban la muerte del hombre. Tenía los bolsillos llenos de billetes por lo que dedujo que, cuando el Fantasma hizo explotar la bomba, aquel tipo había ido a su camarote a recoger el dinero y eso había significado su muerte.

Se adentró en la habitación, flotando entre billetes.

El dinero resultó un incordio: le impedía ver, oscurecía la habitación como el humo. (Añade esto a tu libro, Rhyme: un exceso de dinero en una escena del crimen puede dificultar la investigación). No podía ver más allá de sus narices. Recogió algunos billetes como prueba y los metió en una bolsa. Yendo hacia el techo de la habitación, que originalmente era una pared, vio un maletín que flotaba en la bolsa de aire. Encontró dentro moneda extranjera que parecía china. Un puñado de esos billetes fue a parar a otra bolsa.

Clanc, clanc.

Dios, esto es extraño. La oscuridad la envolvía y cosas que no podía ver le acariciaban a través del traje de neopreno. Sólo podía ver a poca distancia, a través del tenue tubo de luz que nacía de la lámpara de su cabeza.

Encontró dos armas: una Uzi y una Beretta de nueve milímetros. Las examinó con cuidado: habían borrado el número de serie de la Uzi y la dejó caer. Había un número en la Beretta, lo que significaba que tal vez serviría para localizar al Fantasma. La metió en una bolsa de pruebas. Miró el contador de presión: 1800 libras. Dios, se acababa muy rápido. Respira despacio.

Venga, Sachs, concéntrate.

Vale, perdona, Rhyme.

Clanc, clanc, clanc.

¡Odio ese puto ruido!

Rebuscó en el cadáver. No llevaba cartera.

Otro escalofrío. ¿Por qué aquella escena era tan espantosa, tan horrible? Había investigado cientos de cadáveres. Cayó en la cuenta de una cosa: todos los cuerpos que había visto estaban tirados sobre el suelo como juguetes rotos, inanimados, sobre cemento, sobre hierba, sobre moqueta. No eran reales. Pero aquel hombre no estaba quieto. Tan frío como el agua en la que flotaba, blanco como la nieve, se movía como un elegante bailarín a cámara lenta.

La estancia era pequeña y el cadáver no le iba a dejar investigar. Así que, con un respeto que no habría mostrado nunca fuera de aquel horrible mausoleo, sacó el cuerpo y lo empujó por el pasillo. Luego regresó al camarote del Fantasma.

Clanc, clanc… clanc.

Se olvidó de los chirridos y de los golpes y miró a su alrededor. En una habitación tan pequeña, ¿dónde se podría esconder algo?

Todos los muebles estaban clavados al suelo o a las paredes. Había un pequeño cajón que no contenía sino objetos de baño chinos. Nada que fuera una prueba.

Clanc, clanc…

¿Qué opinas Rhyme?

Que no tienes más de 1400 libras de aire. Si no encuentras algo pronto, lárgate pitando.

No me voy a ir aún, pensó. Volvió a mirar: ¿Dónde escondería algo? Él dejó las armas y el dinero… Eso significa que la explosión también le pilló por sorpresa. Tenía que haber algo allí. Volvió a revisar el armario. ¿En las ropas? Tal vez. Fue hacia allá.

Empezó a buscar una por una. Nada en los bolsillos. Pero siguió buscando y, en una de las chaquetas de Armani, halló un corte que él había hecho en el forro de lino. Dentro encontró un sobre con un documento. Lo observó a la luz. Desconocía si sería o no de ayuda: estaba en chino.

Ya lo veremos en casa. Tráelo, que lo traduzca Eddie Deng. Lo analizaré.

A la bolsa.

1200 libras de presión. Pero que ni se te ocurra dejar de respirar un segundo.

¿Por qué era eso?

Ah, sí: te explotarían los pulmones.

Clanc.

Vale, me largo.

Salió de la habitación y se adentró por el pasillo con las bolsas de pruebas atadas al cinturón.

Clanc. Clanc. Clanc… Clanc… Clanc… Clanc…

Se introdujo por el pasillo interminable, por la ruta que la sacaría de allí. El puente parecía estar a kilómetros de distancia.

El viaje más largo, el primer paso…

Pero entonces se detuvo. Dios, Señor, pensó.

Clanc. Clanc. Clanc…

Amelia Sachs se dio cuenta de que algo en esos extraños golpes le era familiar desde que había entrado en el barco. Tres golpes rápidos, y luego lentos.

Era la señal Morse del S.O.S. Y venía de algún lugar del interior del barco.