Docenas de luces intermitentes rodeaban el rascacielos. El Fantasma se dio la vuelta y las observó. Yusuf, el silencioso turco, maniobraba alejándose del lugar por Church Street. Su expresión era adusta y cariacontecida por la pérdida de otro compañero, pero conducía con calma para que la furgoneta robada Windstar no llamara la atención.
Después de que el viejo se suicidara sin darle ninguna información (y tampoco tenía nada en los bolsillos), el Fantasma bajó corriendo por las escaleras y se lanzó a la calle desde el aparcamiento, mientras empezaba a oír las primeras sirenas en la parte delantera del edificio. Ahora trataba de recuperar el aliento y de calmar su agitado corazón.
La policía se había presentado demasiado pronto como para que llegaran en respuesta a los disparos efectuados; tenían que saber que él estaba allí. ¿Cómo? Mientras observaba abstraído a la gente que atestaba las calles esa mañana, pensó en ello. No tenía ninguna conexión con ese piso franco. Al final decidió que lo más probable era que lo hubiesen localizado por las llamadas realizadas al y desde el centro uigur de Queens.
Con eso la policía habría averiguado su número de móvil y así fue cómo localizaron el piso franco. No era improbable que tuvieran más pruebas; lo que había averiguado sobre Lincoln Rhyme sugería que era más que capaz de realizar una deducción como ésa; sin embargo, lo que le preocupaba era no haber recibido ningún aviso de que la policía iba a su encuentro. Hasta ese momento había pensado que su guanxi era mucho mejor.
Yusuf dijo algo en su lengua materna y el Fantasma le conminó en inglés a que lo repitiera.
—¿Dónde vas?
El Fantasma tenía otros pisos francos en la ciudad, pero sólo uno de ellos quedaba de camino. Le dio la dirección. Luego le pasó otros cinco mil dólares en dinero verde.
—Vete a buscar a alguien que nos ayude. ¿Lo harás?
Yusuf titubeó.
—Lo siento por tus amigos —dijo el Fantasma, ocultando en su voz el desprecio y tiñéndola de falso pesar—. Pero no sabían cuidarse. Tú sabes cuidarte. Necesito que me ayudes. Habrá otros diez mil para ti. Sólo para ti. No tendrás que compartirlos con nadie.
El uigur asintió.
—Vale, vete a buscar a alguien. Pero no te dirijas al centro. No vuelvas allí. La policía lo estará vigilando. Y consigue otro teléfono móvil. Llámame al mío y dame tu nuevo número. —Le dio el teléfono de un nuevo móvil que había cogido del apartamento, junto con algo de dinero, minutos antes de escapar.
—Déjame en la esquina, por favor.
El turco frenó en una esquina de Canal Street, no lejos del lugar donde habían tratado de asesinar a los Wu el día anterior. El Fantasma se bajó, se acercó a la ventanilla del turco y le obligó a repetir en inglés las instrucciones que le acababa de dar para cerciorarse de que recordaría el número del nuevo móvil del Fantasma.
La furgoneta se alejó.
El Fantasma se estiró mientras miraba a una adolescente china que vestía una blusa ceñida, minifalda y unos tacones imposibles, que la hacían parecer increíblemente alta.
Vio cómo desaparecía entre la gente. No era el único en observarla, pero sospechó que sí era el único que deseaba golpearla con saña antes de follársela.
Se volvió y empezó a andar en dirección contraria por Canal Street. Aún le quedaba una buena caminata hasta llegar a su otro piso franco, aproximadamente un kilómetro en dirección oeste. Mientras andaba, pensó en lo que tenía que hacer. Lo primero era conseguir una nueva arma: algo grande, una SIG o una Glock. Parecía que la carrera para ver quién encontraba antes a los Chang iba a estar muy igualada y si había un tiroteo deseaba tener potencia de tiro. También necesitaba ropa nueva. Y alguna otra cosa.
La batalla se estaba poniendo muy interesante. Pensó en sus días de juventud cuando se escondía de los cuadros de Mao en un vertedero y cazaba paciente ratas y perros para alimentarse. También recordó cómo había buscado a los asesinos de su padre. En esos días aprendió mucho sobre el arte de la caza y su mayor lección fue ésta: el adversario más fuerte es aquél que espera que descubras sus debilidades y te aproveches de ellas, y prepara su defensa de acuerdo con ello. Pero el único modo de ganar a un enemigo así es usar en su contra su fuerza, su fortaleza. Y eso era lo que el Fantasma se disponía a hacer ahora.
¿Naixin?, se preguntó a sí mismo.
No. La hora de la paciencia se había acabado.
*****
Chang Mei-Mei dejó una taza de té enfrente de su marido, que aún estaba atontado. Él parpadeó al ver la taza de color verde pálido pero su atención, así como la de su mujer y sus hijos, se hallaba puesta en el televisor.
Gracias a la traducción de William se enteraron de que la noticia principal era sobre dos hombres hallados muertos en el Lower Manhattan.
Uno de ellos era un inmigrante del Turquestán residente en Queens. El otro era un chino de sesenta y nueve años del que se sospechaba que había llegado en el Fuzhou Dragón.
Sam Chang se había despertado de aquel profundo sueño hacía media hora, con la lengua reseca y desorientado. Trató de ponerse en pie pero no pudo y cayó sobre el suelo, lo que atrajo la atención de sus hijos y de su esposa. Cuando se dio cuenta de que faltaba la pistola entendió lo que su padre había hecho y se lanzó hacia la puerta.
Pero Mei-Mei lo detuvo.
—Es demasiado tarde —le dijo.
—¡No! —gritó él, y cayó sobre el sofá.
Se volvió hacia ella. La pérdida, la congoja le hacían hervir la sangre.
—Le has ayudado, ¿no? ¡Sabías lo que se disponía a hacer!
La mujer, que sostenía en la mano el muñeco de Po-Yee, lo miró. No dijo una palabra.
Chang levantó un puño para golpearla. Mei-Mei guiñó los ojos y trató de huir, previendo el golpe. William se balanceaba sobre sus pies y Ronald lloraba. Pero para entonces Chang ya había bajado la mano. Pensaba: les he enseñado a ella y a mis hijos a respetar a sus mayores, sobre todo a mi padre. Chang Jiechi le habrá ordenado que le hiciera caso y ella le habrá obedecido.
Mientras los efectos perniciosos de la droga que había ingerido se le iban pasando, Chang se sentó durante un rato, acuciado por la congoja, esperando lo mejor.
Pero el telediario les confirmó que lo peor había sucedido.
La comentarista anunció que el uigur había muerto de un disparo, mientras que el viejo lo había hecho por una sobredosis de morfina. Se suponía que el lugar de los hechos era un escondite de Kwan Ang, un traficante de personas al que se buscaba por el naufragio del Fuzhou Dragón en la madrugada del día anterior. Kwan había logrado escapar antes de la llegada de la policía y aún andaba suelto.
Ronald seguía llorando y miraba alternativamente a sus padres y al televisor.
—Yeye —decía—. Yeye…
Sentado con las piernas cruzadas, balanceándose adelante y atrás, William tradujo con amargura las palabras de la bella presentadora que, coincidencias del destino, era chino-americana.
Se acabó la noticia y, como si la confirmación televisiva de la muerte del Chang Jiechi hubiera sellado ese instante, Mei-Mei se levantó y fue al dormitorio. Volvió con una hoja de papel. Se la dio a su marido; luego alzó a Po-Yee hasta posarla sobre su cadera y le limpió a la niña la cara y las manos.
Enajenado, Sam Chang tomó el papel doblado y lo abrió. La carta había sido escrita con un lápiz y no con un pincel cargado de tinta, pero los caracteres habían sido realizados con belleza; el viejo le había enseñado a su hijo que un verdadero artista puede sobresalir con cualquier medio, por muy pobre que éste parezca.
Querido hijo:
Mi vida ha sido colmada más allá de mis expectativas. Soy viejo y estoy enfermo. No me consuela buscar vivir uno o dos años más. En vez de eso, encuentro consuelo en mi tarea de regresar al alma de la Naturaleza, a la hora que se me ha asignado en El Registro de los Vivos y los Muertos.
Y ese momento ha llegado.
Podría decirte muchas cosas que resumieran todas las lecciones de mi vida, todo lo que he aprendido de mi padre, de mi madre y de ti, hijo, también de ti. Pero prefiero no hacerlo, la verdad es inquebrantable pero el sendero que conduce hasta ella es un laberinto en el que debemos encontrar nuestra propia orientación. He plantado bambú sano y ha crecido bien. Sigue tu camino desde la tierra hacia la luz y cuida bien de tus semillas. Sé vigilante, como cualquier agricultor, pero dales espacio. He visto sus troncos: crecerán derechos.
Tu padre.
A Sam Chang le invadió una rabia infinita. Se levantó del sofá y, como aún estaba atontado por la droga, se las vio y deseó enderezarse. Arrojó la taza de té a una pared donde se rompió en pedazos. Ronald huyó de su enajenado padre.
—Voy a matarle —gritaba—. El Fantasma morirá.
Su rabia motivó que el bebé se echara a llorar. Mei-Mei les susurró algo a sus hijos. William dudó un instante pero luego le hizo una seña a Ronald para que lo siguiera a la habitación. Cerraron la puerta.
—Le he encontrado una vez y volveré a encontrarle —dijo Chang—. Y esta vez…
—No —le interrumpió Mei-Mei con firmeza.
—¿Qué?
Ella tragó saliva y lo repitió:
—No harás nada de eso.
—No me hables así. Eres mi esposa.
—Sí —replicó ella con la voz entrecortada—. Soy tu esposa. Y soy la madre de tus hijos. ¿Y qué será de nosotros si mueres? ¿Es que acaso no has pensado en eso? Viviremos en la calle, nos deportarán. ¿Te haces idea del tipo de vida que llevaremos en China entonces? ¿La viuda de un disidente político sin propiedades ni dinero? ¿Es eso lo que deseas para nosotros?
—¡Mi padre ha muerto! —chilló de rabia Chang—. El responsable de su muerte tiene que morir.
—No, no es así —replicó la mujer sin aliento, sacando todo su coraje—. Tu padre era viejo. Estaba enfermo. No era el centro de nuestro universo y debemos seguir adelante.
—¿Cómo te atreves a decir eso? —le contestó él, indignado ante sus palabras—. Él es la razón de mi existencia.
—Vivió su vida y ahora se ha ido. Y tú vives en el pasado, Jingerzi. Nuestros padres se merecen nuestro respeto, sí, pero nada más que eso.
Él se dio cuenta de que le había llamado por su nombre chino. No recordaba que lo hubiera hecho en años, desde que se casaran. Cuando se dirigía a él, siempre empleaba el respetuoso «zhangfu», «esposo».
Mei-Mei siguió hablando con voz calmada:
—No vengarás su muerte. Te quedarás con nosotros y nos esconderemos hasta que capturen o maten al Fantasma. Entonces William y tú iréis a trabajar con Joseph Tan en su imprenta. Y yo me quedaré aquí y educaré a Ronald y a Po-Yee. Estudiaremos inglés, ganaremos dinero… Y cuando haya otra amnistía nos haremos ciudadanos. —Calló un segundo mientras se secaba las lágrimas que le caían por el rostro—. Yo también le quería, lo sabes. Para mí es una pérdida no inferior a la tuya.
Chang se dejó caer en el sofá y estuvo callado por largo rato con la mirada fija en la sucia moqueta roja y negra del suelo. Luego fue a la habitación. William, con Po-Yee en brazos, miraba por la ventana. Chang empezó a hablarle pero cambió de idea y pidió a su hijo menor que le acompañara. El chaval le siguió a la sala de estar y ambos se sentaron en el sofá. Tras un instante, Chang se serenó.
—Hijo, ¿conoces la historia de los guerreros de Qin Shi Huang? —le preguntó a Ronald.
—Sí, Baba.
Hablaba de los millares de estatuas de soldados, aurigas y caballos modelados en terracota a tamaño real encontrados cerca de Xi'an, en la tumba del primer emperador de China del siglo III antes de Cristo. Era el ejército que debía acompañarle en la vida póstuma.
—Vamos a hacer lo mismo con Yeye. —La pena le entrecortaba la voz—. Vamos a enviar cosas al cielo para que tu abuelo pueda tenerlas consigo.
—¿Qué? —preguntó Ronald.
—Cosas que fueron importantes para él cuando estaba vivo. Lo perdimos todo en el barco pero las dibujaremos.
—¿Y funcionará? —preguntó el niño, con cara de curiosidad.
—Sí. Pero necesito que me ayudes.
Ronald asintió.
—Coge papel y ese lápiz. —Señaló la mesa—. ¿Por qué no haces un dibujo de sus pinceles favoritos, el de pelo de lobo y el de carnero? Y de su tintero. ¿Te acuerdas cómo eran?
Ronald cogió el lapicero con su manita.
—Y una botella del vino de arroz que le gustaba —propuso Mei-Mei.
—¿Y también un cerdo? —dijo el niño.
—¿Un cerdo? —preguntó Chang.
—Le gustaba comer arroz con cerdo, ¿recuerdas?
Entonces Chang sintió que había alguien a su espalda. Se volvió y vio a William observando cómo su hermano dibujaba. Con el rostro sombrío, el adolescente dijo:
—Cuando murió la abuela quemamos dinero.
En los funerales chinos es tradición quemar papeles que parezcan billetes de un millón de yuan, emitidos por el «Banco del Infierno», para que los difuntos tengan dinero para gastar en el otro mundo.
—Tal vez yo pueda dibujar unos yuan —dijo William.
Chang se conmovió con estas palabras hasta lo indecible pero no abrazó al muchacho, como deseaba hacer ardientemente. Sólo dijo:
—Gracias, hijo mío.
Cuando los chicos acabaron sus dibujos, Chang llevó a su familia al patio trasero de su nueva casa y, como si fuera el verdadero funeral de Chang Jiechi, puso dos varillas de incienso en el suelo para marcar el lugar donde hubiera estado el cadáver y prendió fuego a los dibujos: vieron cómo el humo ascendía hacia el cielo gris y las cenizas se tornaban en rizos negros.