Chang Jiechi observó a los hombres de la estancia con ojos calmos bajo sus espesas pestañas: el Fantasma en persona y dos tipos de alguna minoría étnica, uigur o kazak. Como muchos viejos Han, Chang Jiechi se refería a ellos con el nombre de «bárbaros».
El anciano se adentró en la habitación mientras pensaba: cuan largo viaje para encontrar la muerte aquí, en este lugar. También pensó en su hijo Sam Chang, quien confiaba que aún estuviera inconsciente por culpa del té que le había servido, generosamente aderezado con morfina.
—¿Cuál es la única razón por la que un hombre haría lo que estás apunto de hacer, tan insensato y peligroso?
—Por el bien de sus hijos.
No hay padre en el mundo que permita que su hijo vaya al encuentro de la muerte. Cuando Sam Chang había regresado de Chinatown el día anterior, Chang Jiechi había decidido de inmediato que sería él quien fuera allí en su lugar, después de haberle drogado. Sam aún podía disfrutar de la mitad de su vida aquí, en el País Bello. Tenía hijos que educar y ahora, como por un milagro, la hija que Mei-Mei siempre había ansiado. Allí había libertad, allí había paz, allí había una oportunidad para alcanzar el éxito. No permitiría que su hijo se quedara sin nada de todo aquello.
Cuando el té hizo efecto, a Sam Chang se le cerraron los ojos y la taza se le escurrió de las manos. Mei-Mei se había levantado de un salto, alarmada, pero Chang Jiechi le había hablado de la morfina y de lo que tenía intención de hacer. Ella trató de detenerle pero era mujer, además de su nuera: debía someterse a su voluntad. Chang Jiechi había cogido el arma y algo de dinero y, tras abrazar a Mei-Mei y tocar la frente de su hijo por última vez, había dejado el apartamento tras dejar instrucciones para que no se despertara a William bajo ninguna circunstancia. Encontró un taxi y se sirvió del mapa de la furgoneta de la iglesia para indicarle a su conductor adonde debía llevarle.
Ahora entraba erguido en el elegante apartamento del Fantasma. Un bárbaro armado se le acercó y el viejo supo que tendría que deshacerse de él antes de poder tener ocasión de sacar su pistola y meterle una bala en la frente al Fantasma.
—¿Nos conocemos? —le preguntó el cabeza de serpiente, mirándole con curiosidad.
—Tal vez —respondió él, inventándose algo que le pareció razonable y que, supuso, haría que el Fantasma se sintiera menos suspicaz—. Tengo relaciones con los tongs de Chinatown.
—Ah —dijo el Fantasma, que bebía té.
El bárbaro seguía rondando por la habitación y miraba con desconfianza al viejo. Otro joven de tez oscura se sentó al fondo del apartamento.
Tan pronto como el matón que tenía más cerca mirara hacia otro lado dispararía al Fantasma.
—Siéntate, viejo —dijo el Fantasma.
—Gracias. No tengo los pies bien. Tengo humedad y calor en los huesos.
—¿Y también sabes dónde se esconden los Chang?
—Sí.
—¿Cómo sé que puedo fiarme de ti?
Chang Jiechi se rió.
—Hablando de confianza, creo que tengo más motivos de preocupación que tú.
Por favor, rezaba al espíritu de su propio padre, un hombre que murió a la edad de sesenta y cuatro años y que era el primer dios, por encima incluso del mismísimo Buda, en el panteón de Chang Jiechi: Padre, haz que este hombre retire la pistola y dame cinco segundos. Déjame salvar a mi familia. Dame la oportunidad de hacer blanco con una bala: eso es todo lo que pido. Sólo estoy a tres metros, no puedo fallar.
—¿Cómo es que conoces a los Chang? —le preguntó el Fantasma.
—A través de un pariente de Fuzhou.
—Sabes que les deseo lo peor. ¿Por qué razón los traicionas?
—Necesito el dinero para mi hijo. No está bien. Necesita una operación.
El Fantasma se encogió de hombros y le dijo al bárbaro:
—Cachéale. Veamos qué papeles lleva encima.
¡No!, pensó alarmado Chang Jiechi.
El bárbaro se puso en pie y le tapó al Fantasma, impidiéndole así disparar.
Chang Jiechi levantó una mano y detuvo al bárbaro.
—Por favor, soy un viejo y me merezco tu respeto. No me toques. Yo mismo te daré mis papeles.
El bárbaro miró al Fantasma con el ceño fruncido y, cuando hizo lo que Jiechi le pedía, éste sacó el arma del bolsillo y, sin dudarlo un solo segundo, le disparó a la cabeza. Cayó al suelo inerte y quedó tirado sobre un escabel.
Pero el Fantasma reaccionó de inmediato y se ocultó tras un pesado sofá mientras Chang Jiechi volvía a hacer fuego. Aunque el proyectil traspasó el cuero, no tenía forma de saber si había herido al cabeza de serpiente. Se volvió hacia el segundo bárbaro al fondo del apartamento pero el otro ya había sacado su pistola y le apuntaba con ella. Chang Jiechi oyó un tiro y sintió que algo le desgarraba el muslo; cayó hacia atrás. El bárbaro se le acercó. El viejo podría haberle disparado, y probablemente dado en el blanco. Pero, en vez de eso, se volvió hacia el sofá y disparó repetidamente hacia el lugar donde se escondía el Fantasma.
Luego se dio cuenta de que la pistola ya no disparaba.
Se había quedado sin balas.
¿Le habría dado al Fantasma?
Por favor, Guan Yin, diosa de la misericordia, ¡Por favor!
Pero una sombra se deslizó por la pared. El Fantasma se levantó de detrás del sofá, intacto, empuñando su propia pistola. Respirando con dificultad, apuntó la masa negra hacia Chang Jiechi y fue hacia él sorteando los muebles. Echó una ojeada al bárbaro muerto.
—Tú eres el padre de Chang.
—Sí, y tú eres un diablo de vuelta al infierno.
—Pero no serás tú —replicó el Fantasma—, quien me pague el pasaje.
El otro bárbaro, que sollozaba y susurraba histérico en una lengua que Chang Jiechi no lograba entender, se abalanzó sobre el cadáver de su compatriota. Luego se levantó y fue derecho hasta el anciano apuntándole con su pistola.
—No, Yusuf —dijo el Fantasma con impaciencia, haciéndole gestos—. Va a decirnos dónde están los demás.
—Jamás —fue su desafiante respuesta.
—No tenemos mucho tiempo —le dijo el Fantasma a su ayudante—. Alguien habrá oído los disparos. Tenemos que irnos. Usaremos la escalera, no el ascensor. Ten la furgoneta a punto en la puerta trasera.
El hombre, agitado, seguía mirando fijamente a Chang Jiechi; las manos le temblaban de rabia.
—¿Me has oído? —le gritó el Fantasma.
—Sí.
—Entonces vete. Estaré contigo en un minuto. ¡Vete!
Chang Jiechi empezó a arrastrarse desesperadamente hacia la puerta que daba a un dormitorio a oscuras. Miró hacia atrás. El Fantasma estaba en la cocina y cogía de un cajón un largo cuchillo de cocina.
*****
Justo frente a Amelia Sachs, que conducía su Camaro amarillo limón a ciento treinta kilómetros por hora, se alzaba el edificio donde estaba el piso franco del Fantasma. Era un bloque enorme de muchos pisos, muy amplio. Encontrar el apartamento del Fantasma iba a resultar peliagudo.
Entonces sonó un ruido procedente de su Motorola.
—Atención a todas las unidades en la zona de Battery Park City, tenemos un diez treinta y cuatro: aviso de un tiroteo. Estén alerta… A todas las unidades: más noticias sobre diez treinta y cuatro. Tenemos ubicación: es el ocho cero cinco de Patrick Henry Street. Respondan, unidades en la zona…
Era el mismo edificio que ella contemplaba en esos instantes. ¿Sería cosa del Fantasma? ¿Una coincidencia?
Ella no lo creía así. ¿Qué habría sucedido? ¿Tendría a los Chang en el edificio? ¿Los habría atraído allí? La familia, los niños… Pisó el acelerador y presionó el botón del micrófono que tenía agarrado al impermeable.
—Cinco ocho ocho cinco de Escena del Crimen a Central. Me acerco a la escena del diez treinta y cuatro. ¿Se sabe algo más? Cambio.
—Nada más, cinco ocho ocho cinco.
—¿El número del apartamento? Cambio.
—Negativo.
—Cambio.
Unos segundos más tarde el Camaro de Sachs se apartaba hacia el arcén para dejar paso a las ambulancias y demás vehículos de emergencia que pronto coparon las inmediaciones del edificio. Mientras entraba y se fijaba en los brillantes suelos de mármol rosa, vio que en las jardineras que adornaban el edificio había montones de mantillo que se había desbordado hasta caer sobre las aceras: era sin duda la fuente de la pista que había encontrado con anterioridad.
No había ningún guarda de seguridad, ni garita de portero, pero mucha gente se agolpaba en el hall y observaba con incertidumbre los ascensores.
Sachs abordó a un hombre maduro que vestía ropa de deporte.
—¿Ha oído los disparos?
—Oí algo. No sé de dónde provenía el ruido.
—¿Alguien lo ha visto? —preguntó Sachs, mientras examinaba a los demás inquilinos.
—Creo que fue por el lado oeste —replicó una señora mayor—. En un piso alto, pero no sé cuál.
Otros dos coches patrullas pararon allí y los agentes uniformados entraron corriendo. Detrás de ellos venían Sellitto, Li y Alan Coe. Apareció una ambulancia y un par de camiones de la Unidad de Servicios de Emergencia.
—Oímos el diez treinta y cuatro —dijo Sellitto—. ¿Es éste el edificio? ¿El del Fantasma?
—Sí —confirmó Sachs.
—Jesús —murmuró el detective de homicidios—. Aquí hay como trescientos apartamentos.
—Doscientos setenta y cuatro —le corrigió la señora.
Sellitto y Sachs cambiaron impresiones. Estaba claro que en el directorio habría un nombre falso. La única forma de localizar al Fantasma era peligrosa, pues consistía en ir puerta por puerta.
Bo Haumann, con su pelo cortado a cepillo, irrumpió en el hall con los agentes de la ESU.
—Hemos cortado todas las salidas —anunció.
Sachs asintió.
—¿Qué piso? —le preguntó a la señora entrada en años.
—Yo estaba en el diecinueve. Ala oeste. Me pareció que estaban muy cerca.
Un joven trajeado se les unió.
—No, no, no —dijo—. Estoy seguro de que venía del decimoquinto. Ala sur, no oeste.
—¿Está seguro? —le preguntó Haumann.
—Completamente.
—Lo dudo —dijo la señora—. Estaban más arriba. Y era definitivamente el ala oeste del edificio.
—Fantástico —dijo Haumann—. Vale, hay que moverse. Podría haber heridos. Lo revisaremos todo.
A Sachs le volvió a sonar el Motorola.
—Central a cinco ocho ocho cinco.
—Hable, Central.
—Conexión con línea terrestre.
—Adelante, cambio.
—Sachs, ¿eres tú? —se oyó la voz de Lincoln Rhyme.
—Sí, dime. Estoy aquí con Lon, Bo y los de la ESU.
—Escucha —dijo el criminalista—. He estado hablando con la gente que ha llamado al número de la policía para informar del tiroteo. Parece ser que los disparos provenían del piso decimoctavo o decimonoveno en la mitad del ala oeste del edificio.
El receptor era un altavoz que Sachs llevaba en el hombro y no el habitual auricular de oreja, por lo que todo el mundo pudo oírlo.
—Vale, ¿habéis oído eso? —preguntó Haumann a sus oficiales.
Ellos asintieron.
—Vamos a barrer la zona, Rhyme —dijo ella—. Te llamaré más tarde.
Haumann dividió a sus oficiales en tres grupos, uno por cada piso, decimoctavo y decimonoveno, y otro para revisar los distintos tramos de escaleras.
Sachs vio a Coe allí cerca. Estaba comprobando su pistola, la formidable Glock con la que había demostrado tirar tan mal, y se había unido a uno de los grupos de ESU. Ella le susurró a Haumann: «Dejadlo fuera. En operaciones tácticas especiales es un desastre».
A juicio del jefe de la ESU, Sachs tenía cierta credibilidad, pues la había visto actuar bajo fuego enemigo, así que accedió a su petición. Fue hacia Coe y habló con él. Sachs no oyó la conversación pero, dado que era una operación del NYPD, Haumann debió de aludir al rango jurisdiccional para ordenar al agente del INS que se quedara fuera. Tras unos instantes de acalorada discusión, el rostro del agente del INS estaba casi tan colorado como su pelo. Pero Haumann no había perdido la tozudez, ni el porte, del sargento de ronda que había sido y muy pronto Coe se dio por vencido, a pesar de sus protestas. Dio media vuelta y salió a toda prisa por la puerta mientras sacaba el teléfono móvil, sin duda para protestar ante Peabody o cualquiera del edificio federal del FBI.
El jefe de los ESU dejó a unos pocos hombres para que custodiaran el hall y luego él, Sachs y un grupo de oficiales subieron en los ascensores hasta el piso decimoctavo.
Se retiraron de la puerta cuando ésta se abrió; después uno de ellos, que tenía un espejo adherido a una varita, apuntó al pasillo.
—Limpio.
Salieron moviéndose con cautela sobre la moqueta y tratando de hacer el menor ruido posible aunque su equipo tintineaba como el de los alpinistas.
Haumann les hizo señas con la mano para indicarles que se dispersaran. Dos oficiales armados con ametralladoras MP5 se unieron a Sachs y juntos comenzaron a barrer la zona. Escoltada por ambos hombres, Sachs escogió una puerta y llamó.
Se oyó un ruido sordo, como si estuvieran colocando algo pesado contra la puerta. Ella miró a los de la ESU, que apuntaron las armas hacia ese punto. Con un satisfactorio ruido de velcro, Sachs sacó su arma de la funda y se retiró un poco.
Dentro se oyó otro ruido, como un roce de metal.
¿Qué diablos era eso?
Se oyó el tintineo de una cadena.
Sachs puso unos cuantos kilos de presión nerviosa en la zona contigua al gatillo de su arma y se tensó mientras la puerta se abría.
Una señora bajita de pelo cano los miró.
—Son de la policía, ¿no? —dijo—. Vienen por los petardos, llamé para quejarme. —Se fijó en las grandes ametralladoras que llevaban los dos agentes—. Vaya. Caray. Mira qué cosa.
—Está bien, señora —dijo Sachs, que comprobó que el ruido de antes había sido producido por un taburete que la mujer había colocado en el suelo para subirse a él y mirar por la mirilla.
—Pero si estuvieran aquí por unos petardos no traerían unas armas como ésas, ¿no? —sospechó la señora.
—No estamos seguros de lo que era, señora. Estamos tratando de averiguar de dónde provenía el ruido.
—Creo que es el 18K, por este pasillo. Por eso creí que eran petardos: allí vive un hombre oriental, ¿sabe usted? O asiático, o como quiera que se diga ahora. En su religión usan petardos. Se supone que para asustar a los dragones. O tal vez a los fantasmas. No lo sé.
—¿Hay más asiáticos en este piso?
—No, no lo creo.
—Vale, señora. Muchísimas gracias. ¿Podría entrar en casa y cerrar con llave? Sea lo que sea lo que oiga, no abra.
—Ay, Dios. —Miró de nuevo a los hombres de las ametralladoras y dijo—: ¿No me podría contar qué…?
—Por favor, ahora —dijo Sachs, con sonrisa y voz firme. Agarró la puerta de la señora y la cerró ella misma. Llamó a Haumann en voz baja.
—Creo que es el 18K.
Haumann hizo señas al equipo para que se acercaran a ese apartamento.
Llamó a la puerta a golpes.
—¡Policía, abra!
No hubo respuesta.
Otra vez.
Nada.
Haumann le hizo una seña al oficial encargado de llevar el mazo para forzar puertas. Éste y otro policía tomaron el duro tubo de metal y miraron a Haumann, quien asintió.
Los oficiales agarraron el mazo y golpearon con fuerza la parte de la puerta cercana a la cerradura, que saltó. Dejaron caer la herramienta sobre el suelo de mármol y entraron a toda velocidad en la estancia.
Amelia Sachs también entró deprisa aunque detrás de los otros, que llevaban chalecos antibalas, capuchas Nomex, cascos y visores. Con el arma en la mano, se detuvo en la entrada y estudió el lujoso apartamento pintado en sutiles tonos grises y rosas.
El equipo ESU se desperdigó por toda la vivienda y comprobó todos los ambientes y cualquier posible escondrijo. Sus rudas voces comenzaron a reverberar por todo el lugar: «Limpio… limpio… La cocina está limpia. No hay entrada trasera. Limpio…».
El Fantasma se había largado.
Pero, al igual que había hecho el día anterior en la playa de Easton, dejaba un muerto detrás.
En la sala estaba el cadáver de un hombre que se parecía al que ella había disparado frente al apartamento de los Wu la noche anterior. Otro uigur, pensó. Le habían disparado casi a quemarropa. Estaba tirado junto a un sofá de cuero lleno de impactos de bala. En el suelo, junto al sofá, había una automática cromada barata con el número de serie borrado.
En el dormitorio encontraron otro cadáver.
Se trataba de un chino anciano, boca arriba, con los ojos vidriosos. En la pierna tenía una herida de bala pero el proyectil no había dañado ninguna arteria importante; ni había sangrado mucho. Sachs no pudo ver más, a pesar de que a su lado había un gran cuchillo de cocina. Se puso guantes de goma y le tocó la yugular. No tenía pulso.
Los médicos de los Servicios Médicos de Emergencia llegaron y auscultaron al hombre. Estaba muerto.
—¿Cuál es la causa de la muerte? —preguntó uno de ellos.
Sachs le examinó. Luego vio que el muerto tenía algo en la mano, un frasco de vidrio marrón.
—Lo tengo —dijo, mientras le abría los dedos y lo tomaba. Los caracteres de la etiqueta estaban escritos tanto en chino como en inglés—. Morfina —dijo—. Es un suicidio.
Podría tratarse de uno de los inmigrantes de Fuzhou Dragon que hubiera ido a asesinar al Fantasma; tal vez del mismo padre de Chang. Ella especuló con lo que debía de haber sucedido: el padre había disparado al uigur, pero el Fantasma había saltado detrás del sofá y el viejo se había quedado sin balas. El Fantasma había cogido el cuchillo para torturarle y que le dijera dónde estaba escondida su familia pero el inmigrante se había suicidado.
Haumann escuchó lo que le transmitían y anunció que el resto del edificio estaba limpio: el Fantasma había logrado escapar.
—Oh, no —musitó Sachs.
Aparecieron los de Escena del Crimen: eran dos técnicos que llegaron con grandes maletines de metal que depositaron en el pasillo junto a la puerta del apartamento. Sachs les conocía y les saludó. Luego abrió los maletines, se puso el traje de Tyvek y habló al equipo ESU:
—Necesito investigar la estancia. ¿Podría por favor salir todo el mundo?
Durante media hora examinó la escena del crimen y, aunque logró encontrar ciertas pruebas, ninguna de ellas parecía darles una indicación clara del paradero del Fantasma.
Cuando acababa el examen, Sachs olfateó el humo de un cigarrillo. Alzó la vista y vio a Sonny parado en el umbral de la puerta, echando una ojeada a la estancia.
—Le conozco del barco —dijo Li, sacudiendo la cabeza con mirada desolada—. Es el padre de Sam Chang.
—Me lo imaginaba. ¿Por qué lo habrá intentado? Un viejo contra el Fantasma y sus matones…
—Por familia —dijo Li, lentamente—. Por familia.
—Supongo que también deseas examinar la escena —le preguntó sin asomo de ironía. La acertada predicción de Li sobre Jerry Tang y su aparición de improviso en el apartamento de los Wu habían consolidado su credibilidad como detective.
—¿Qué crees que yo hago ahora, Hongse? Camino la cuadrícula.
Ella se rió.
—Loaban y yo hablamos noche pasada. Él me cuenta sobre caminar la cuadrícula. Sólo que yo camino cuadrícula en mi mente ahora.
Algo muy parecido a lo que hace Rhyme, pensó ella.
—¿Encuentras algo que nos sirva de ayuda?
—Oh, mucho, digo.
Ella volvió a ocuparse de las pruebas más tangibles, escribió las tarjetas de la cadena de custodia y lo guardó todo para su transporte.
En una esquina de la habitación vio un pequeño altar con varias estatuas de dioses chinos. A su mente le llegó el eco de las palabras de la señora del hall.
En su religión usan petardos. Se supone que para asustar a los dragones.
O tal vez a los fantasmas.