Capítulo 31

¡Eres parte del pasado! ¿Te arrepientes de tus ideas?

El Fantasma estaba mirando por la ventana de su apartamento en el alto edificio de Patrick Henry Street en el Lower Manhattan y observaba los veleros que navegaban por la bahía a cincuenta metros por debajo de él, a un kilómetro de distancia.

Algunos iban deprisa, otros cabeceaban sobre el agua.

Algunos brillaban y otros estaban herrumbrosos como el Fuzhou Dragón.

… parte del pasado. Tu decadente forma de vida da asco…

Le encantaba ver el panorama que quedaba a sus pies. Era raro que gozara de esas vistas en China; aparte de Beijín y las grandes ciudades de Fujián y Guang-dong, no había torres ni rascacielos. Porque había pocos ascensores.

Pero aquélla era una carencia que su padre casi llegó a solventar en los años sesenta.

Su padre era un hombre bendecido con un raro equilibrio entre la ambición para los negocios y unas pautas de conducta sensatas. El rechoncho hombre de negocios se había adentrado en mil iniciativas: vender artículos militares a los vietnamitas, que se armaban para vencer a los norteamericanos en su expansión hacia el sur; sacar partido a los vertederos, prestar dinero, construir edificios privados e importar maquinaria rusa: y lo más lucrativo de esta última actividad eran los ascensores Lemarov, que resultaban baratos, funcionales y que rara vez mataban a nadie.

Bajo los auspicios de la cooperativa de Fuzhou, Kwan Baba (es decir, «Papá» Kwan) había firmado contratos para comprar miles de esos ascensores y venderlos a cooperativas de constructores y traer a técnicos rusos para que los instalaran. Contaba con todos los motivos para creer que sus esfuerzos cambiarían el horizonte de China y le harían aún más rico de lo que ya era.

¿Y por qué no iba a tener éxito? Vestía los trajes unisex al uso, iba a todos los mítines del Partido que podía, tenía el mejor guanxi de todo el sureste chino y su cooperativa, una de las más exitosas de la provincia de Fujián, enviaba regularmente una buena lluvia de yuan a Beijín.

Pero su trayectoria estaba maldita. Y la razón era bien sencilla: un sólido soldado sin sentido del humor, transformado en político y llamado Mao Zedong, cuya caprichosa Revolución Cultural de 1966 incitó a los estudiantes de todo el país a alzarse y destruir las cuatro viejas plagas, las viejas ideas, la vieja cultura, los viejos usos y las viejas costumbres.

La casa del padre del Fantasma, en un barrio elegante de Fuzhou, fue uno de los primeros objetivos de aquellos salvajes jóvenes que tomaron las calles, temblando de idealismo bajo las órdenes del Gran Timonel.

—Eres parte del pasado. ¿Te arrepientes? —gritó el líder—. ¿Te arrepientes? ¿Confiesas estar apegado a los viejos valores?

Kwan Baba se reunió con ellos en la sala de estar que, debido al gran número de jóvenes vociferantes que rodeaban a la familia parecía haber encogido hasta tener las dimensiones de una celda. Los observó no sólo con miedo sino también con desconcierto: desconocía qué maldad había hecho con sus actividades.

—¡Confiesa y busca la reeducación y se te perdonará! —gritó otro—. ¡Eres culpable de tener viejos pensamientos, viejos valores, vieja cultura…!

—¡Has creado un imperio de lacayos sobre las espaldas de los trabajadores!

En realidad, los estudiantes no tenían ni idea de a qué se dedicaba Kwan Baba o si la cooperativa que llevaba se basaba en los principios del capitalismo de J.P. Morgan o en los del comunismo marxista-leninista-maoísta. Sólo sabían que tenía una casa mejor que las suyas y que se podía permitir el lujo de comprar obras de arte de la aborrecible «vieja» era: un arte que no servía de nada a la hora de informar sobre la lucha de la gente contra las fuerzas opresivas de Occidente.

Kwan, su mujer y sus dos hijos (Ang, de doce años y su hermano mayor) estaban mudos ante esa muchedumbre furiosa.

—Sois parte del pasado…

Para el joven Ang la mayor parte de esa noche fue un remolino borroso y terrible.

Pero había una parte que se le había quedado grabada en la memoria y que ahora recordaba con precisión, mientras estaba en aquel lujoso rascacielos y observaba la bahía, a la espera del traidor que le daría la dirección de los Chang.

El líder de los estudiantes, un tipo alto con gafas de cristales ahumados (algo torcidas porque habían sido fabricadas en una de las cooperativas locales), se puso en medio de la sala de estar. Con la boca llena de saliva, se enzarzó en una furiosa lucha dialéctica con el joven Kwan Ang, que se mantenía mansamente al lado de una mesa en forma de riñón sobre la que su padre le había enseñado a usar el ábaco años atrás.

—Eres parte del pasado —le gritó el joven a la cara—. ¿Te arrepientes? —Para dar mayor énfasis a sus palabras, con cada frase blandía un bastón grueso, tan grueso como un palo de criquet, que golpeaba el suelo cutre ellos dos; el golpe que producía era atronador.

—Sí, me arrepiento —dijo el chico con calma—. Pido al pueblo que me perdone.

—¡Debes negar los valores decadentes!

Golpe.

—Sí, negaré los valores decadentes —dijo, aunque desconocía el significado del adjetivo «decadente»—. El pasado es una amenaza para el colectivo popular.

—¡Si conservas tus viejos valores morirás!

Golpe.

—Entonces los negaré.

Golpe, golpe, golpe…

Continuó así durante minutos interminables, hasta que los golpes que el estudiante había dejado caer destrozaron la vida de aquellos a quienes había estado golpeando con el bastón de punta metálica: los padres del Fantasma, que yacían amordazados y atados a sus pies.

El chico no miró ni una sola vez aquel amasijo sangriento mientras repetía el catecismo que aquellos jóvenes estaban deseos de escuchar: «Me arrepiento. Renuncio a lo viejo. Lamento haber sido seducido por pensamientos no beneficiosos y decadentes».

A él lo perdonaron, pero no a su hermano mayor, que había ido hasta la caseta del jardinero para volver con un rastrillo, la única arma que el imprudente joven había logrado encontrar. En cuestión de minutos los estudiantes lo habían reducido a una nueva masa de sangre sobre la alfombra, tan inerte como sus padres.

Los fervientes jóvenes se llevaron al leal Kwan Ang con ellos y le dieron la bienvenida en la Brigada Juvenil de la Gloriosa Bandera Roja de Fuzhou, mientras pasaban el resto de la noche ajusticiando a más perniciosos agentes de lo viejo.

A la mañana siguiente ninguno de los estudiantes advirtió que el joven Kwan Ang se había escapado de su improvisado cuartel general. Daba la impresión de que con tanta reforma que llevar a cabo no había tiempo para acordarse de él.

Por su parte, él sí se acordaba de ellos. El poco tiempo que había pasado como revolucionario maoísta que aborrecía todo lo viejo, apenas unas pocas horas, le había resultado extremadamente útil para memorizar los nombres de los jóvenes que formaban la cuadrilla y planear sus muertes.

Aun así, espero el momento adecuado.

Naixin…

El sentido de la supervivencia del chico era muy fuerte; escapó para esconderse en uno de los vertederos de su padre cerca de Fuzhou y vivió allí durante meses. Merodeaba por el inmenso recinto en busca de ratas y de perros con los que se alimentaba, tras cazarlos con una lanza improvisada y una barra de hierro (el amortiguador oxidado de un viejo camión ruso) entre esqueletos de máquinas y montañas de basura.

Cuando tuvo más confianza en sí mismo y comprobó que los estudiantes no le buscaban empezó a hacer viajes relámpago hacia Fuzhou para robar comida de los cubos de basura de los restaurantes.

Los habitantes de Fuzhou siempre se han contado entre los más independientes de China, dada su tradición marítima y el contacto continuo con el resto del mundo. El adolescente Kwan Ang se dio cuenta de que el Partido Comunista y los cuadros maoístas jamás iban por el puerto ni los muelles, donde los cabezas de serpiente y los contrabandistas campaban a sus anchas, sin preocuparse por las masas sometidas; allí, hablar de ideología era la forma más rápida de conseguir que te mataran. Estos hombres adoptaron, por decirlo de algún modo, al chico y éste empezó a hacer recados para ellos, ganándose su confianza, hasta que poco a poco le permitieron hacerse cargo de los trabajos de menor envergadura, como controlar a los chorizos de los muelles y las extorsiones a los negocios del centro de la ciudad.

Con trece años mató por primera vez a un hombre, un camello vietnamita que había robado dinero al cabeza de serpiente para el que Ang trabajaba. Y con catorce encontró, torturó y asesinó a los estudiantes que le habían robado la familia.

El joven Ang no era tonto; miraba a su alrededor y veía que los matones para los que trabajaba no ascendían mucho, en su mayor parte debido a su pobre educación. Sabía que tenía que dominar los negocios y el inglés, el lenguaje del crimen internacional. Se metía de tapadillo en las clases de los colegios estatales de Fuzhou, que estaban tan abarrotadas que los maestros no sabían cuál de sus estudiantes estaba o no inscrito de manera oficial.

El chico trabajó duro haciendo dinero, aprendiendo qué tipo de crímenes debía evitar (robar al gobierno e importar droga, pues cualquiera de los dos te aseguraba acabar convertido en la atracción principal de las ejecuciones públicas de la mañana de los martes en el estadio de fútbol local) y qué crímenes eran aceptables: robar a negocios extranjeros que empezaban a dar traspiés en el mercado chino, traficar con armas y con seres humanos.

Su experiencia en los muelles le había convertido en un experto del contrabando, la extorsión y el blanqueo de dinero, y fue de hecho con estas disciplinas con las que empezó a amasar su fortuna, primero en Fuzhou y luego en Hong Kong, para expandirse a través de China hasta el Lejano Oriente. Decidió quedarse fuera de las bambalinas, no permitir que nadie le fotografiase y viajar todo lo que fuera necesario para evitar que le vieran o que le arrestaran. Cuando se enteró de que un agente de policía local le había bautizado como Gui, el Fantasma, se quedó encantado e inmediatamente adoptó ese mote.

Tuvo éxito porque realmente no era el dinero lo que le excitaba, sino, sobre todo, el desafío. Perder era cubrirse de vergüenza. Ganar era glorioso. Lo que movía su vida era la caza. Por ejemplo, en los garitos de juego sólo jugaba a juegos que requiriesen cierta pericia; los imbéciles que apostaban a la ruleta o a la lotería le daban arcadas.

Desafíos…

Como encontrar a los Wu y a los Chang.

La situación de esta caza no le disgustaba. Gracias a sus fuentes, el Fantasma sabía que los Wu se hospedaban en un piso franco especial, no era una dependencia del INS sino que pertenecía al NYPD, algo que nunca se habría esperado. Yusuf había hablado con un colega que le echaría un vistazo al lugar para ver cómo andaba de seguridad y que, de disponer de la oportunidad, aprovecharía para liquidar a los Wu.

Y en cuanto a los Chang… estarían muertos a la caída de la tarde, traicionados por su propio amigo Tan a quien, por supuesto, el Fantasma se disponía a asesinar tan pronto como le hubiera proporcionado la dirección de la familia.

Cuando su fuente le dijo que la policía no estaba teniendo mucha suerte a la hora de seguirle la pista se alegró. La parte del caso de la que se encargaba el FBI andaba renqueante y el peso había caído sobre el NYPD. Su suerte estaba cambiando.

Un golpe en la puerta interrumpió esas meditaciones.

El traidor había llegado.

El Fantasma le hizo una seña a uno de los uigures, que sacó la pistola. Abrió la puerta con cuidado mientras apuntaba al visitante.

—Soy Tan —dijo el hombre del pasillo—. Vengo a ver a un tipo al que llaman el Fantasma. Su verdadero nombre es Kwan. Tenemos negocios pendientes. Es sobre los Chang.

—Entra —dijo el Fantasma—. ¿Quieres té?

—No —replicó el viejo, arrastrando los pies por el piso mientras miraba a su alrededor—. Tengo prisa.