Capítulo 3

Ahora el viento arreciaba y las altas olas se desparramaban sobre la cubierta del intrépido Fuzhou Dragón.

El Fantasma odiaba las travesías. Era un hombre acostumbrado a los hoteles de lujo, a ser mimado. Los trayectos marítimos de transporte de personas eran sucios, grasientos, fríos y peligrosos. Pensó que el hombre no ha llegado a domesticar la mar, que nunca lo conseguirá. La mar es el manto helado de la muerte.

Miró en dirección a la parte posterior del buque, pero no alcanzó a ver a su bangshou por ninguna parte. Se volvió hacia proa, entrecerró los ojos contra el viento pero tampoco pudo divisar tierra; sólo veía más y más montañas de agua incansable. Subió al puente y tocó en la ventana de la puerta trasera. El capitán Sen alzó la vista y el Fantasma le hizo un gesto.

Sen se puso un gorro de lana y con diligencia salió afuera, a la lluvia.

—Los guardacostas llegarán pronto —gritó el Fantasma a través del viento racheado.

—No —replicó Sen—, voy a poder acercarme lo bastante a la costa como para descargar antes de que nos intercepten. Estoy seguro de poder hacerlo.

Pero el Fantasma miró al capitán con frialdad y le dijo:

—Harás lo que te voy a decir: deja a esos hombres en el puente y tú y el resto de la tripulación bajad con los cochinillos. Escondeos con ellos, y que todo el mundo se oculte en la bodega.

—Pero ¿por qué?

—Pues porque eres un buen tipo —le explicó el Fantasma—. Demasiado bueno para mentir. Me haré pasar por el capitán. Puedo mirar a un hombre a los ojos y éste creerá lo que le diga. Tú no puedes hacer eso.

El Fantasma cogió el gorro de Sen, cuya primera reacción fue alzar el brazo para detenerlo, pero pronto bajó la mano. El Fantasma se lo puso.

—Vale —dijo sin asomo de humor—, ¿parezco un capitán? Creo que tengo pinta de capitán.

—El barco es mío.

—No —replicó el Fantasma—. En esta travesía el Dragón es mío. Y te lo estoy pagando con billetes verdes. —Los dólares americanos eran mucho más apreciados y negociables que los yuan chinos, la moneda utilizada por los cabezas de serpiente de poca monta.

—No te enfrentarás a ellos, ¿no? ¿A los guardacostas?

El Fantasma se rió con impaciencia:

—¿Cómo podría luchar contra ellos? Tienen docenas de marineros, ¿verdad? —hizo una señal hacia los miembros de la tripulación que permanecían en el puente—. Dile a tus hombres que sigan mis órdenes. —Cuando Sen titubeó, el Fantasma se inclinó hacia adelante con esa mirada tan tranquila y fría a un tiempo que desarmaba a quienes les ponía la vista encima—: ¿Es que tienes algo más que decir?

Sen miró hacia otro lado y luego fue al puente a dar instrucciones a su tripulación.

El Fantasma se volvió hacia la popa del barco, otra vez en busca de su asistente. Luego se embutió en el gorro de lana y se dirigió hacia el puente para hacerse cargo del barco que daba bandazos.

*****

Los diez jueces del infierno…

El hombre avanzó a gatas por la cubierta de popa, sacó la cabeza sobre la barandilla del Fuzhou Dragón y le volvieron las arcadas.

Se había pasado toda la noche tirado junto a uno de los botes salvavidas, desde el momento en que la tormenta se había desatado, y había dejado la cubierta maloliente tras expulsar de su cuerpo el vómito provocado por los vaivenes de la embarcación.

Los diez jueces del infierno, volvió a pensar. Los bruscos virajes le habían causado una agonía en el estómago y se sentía mojado, helado y más desdichado de lo que jamás se había sentido en la vida. Se desplomó sobre la barandilla oxidada y cerró los ojos.

Se llamaba Sonny Li, aunque el nombre que su padre le había impuesto era Kangmei, que significaba «Resistir a América». Era corriente que a los niños nacidos bajo la hegemonía de Mao les hubieran puesto nombres tan políticamente correctos y definitivamente vergonzantes. En cualquier caso y, como solía suceder entre los jóvenes de la China costera —Fujián y Guangdong—, él también había adoptado un nombre occidental, el mismo que le habían puesto los chicos de su banda: Sonny, como el hijo violento y malencarado de Don Corleone en la película El Padrino.

Igual que el personaje del que había tomado el nombre, Sonny Li había visto (y también sido la causa de) mucha violencia en su vida, pero nada lo había puesto de rodillas, de forma literal, como aquel mareo.

Jueces del infierno…

Li estaba preparado para que los seres infernales se lo llevaran consigo. Se lo merecía por todo el mal que había causado, por toda la vergüenza que le había granjeado a su padre, por todos sus desaciertos, por todo el daño. Dejemos que el dios T'ai'shan me busque un lugar en el infierno. ¡Pero que termine este mareo de una puta vez! Desfallecido tras dos semanas de poco comer, consumido por el vértigo, fantaseaba pensando que el mar se agitaba por culpa de un dragón que se había vuelto loco; ansiaba sacar la pistola y matar a tiros a la bestia.

Li miró detrás de sí, hacia el puente del barco, y le pareció divisar al Fantasma, pero de pronto sintió una arcada y tuvo que volverse hacia la barandilla. Sonny Li se olvidó del cabeza de serpiente, de su peligrosa vida allá en Fuzhou, de todo salvo de los diez jueces del infierno que se regocijaban mientras urgían a los demonios a que le clavaran sus arpones en las tripas.

Volvió a vomitar.

*****

La imagen de aquella chica alta que se apoyaba en el coche estaba llena de contrastes: su melena pelirroja azotada por el viento junto al amarillo de su viejo Chevy Cámaro y el negro del cinturón de nylon que sujetaba la pistola a su cadera.

Amelia Sachs, vestida con vaqueros y un impermeable con capucha en cuya espalda podían leerse las palabras NYPD ESCENA DEL CRIMEN, miraba las aguas turbulentas del puerto Jefferson, en la costa norte de Long Island. Echó una ojeada al aparcamiento donde se encontraba: Inmigración, el FBI, la policía del condado de Suffolk y ella misma habían acordonado un parking que en un día normal de agosto habría estado atiborrado de familias y quinceañeros ávidos de sol. Sin embargo, la tormenta tropical había alejado a los veraneantes de la costa.

Cerca de allí había dos grandes autobuses del Departamento de Menores y Reformatorios que el INS había tomado prestados para la ocasión; también había media docena de ambulancias y cuatro furgonetas repletas de agentes de las fuerzas especiales de varias agencias gubernamentales. En teoría, para cuando el Dragón arribara, el Evant Brigant ya se habría hecho cargo de la situación, y tanto el Fantasma como su ayudante estarían bajo custodia. Pero había un intervalo, quizás de hasta cuarenta minutos, entre el momento en que el Fantasma avistara el barco de los guardacostas y el abordaje en sí, que daría a aquel criminal y a su bangshou tiempo más que suficiente para hacerse pasar por inmigrantes y ocultar armas, táctica de la que los cabezas de serpiente se servían a menudo. Los guardacostas no podrían registrar tanto a los inmigrantes como el buque antes de que éste llegara a puerto, y existía el peligro de que el cabeza de serpiente y su ayudante quisieran ganar su libertad a tiros.

Incluso Sachs podía estar expuesta a cierto peligro. Su trabajo consistía en «hacer la cuadrícula»: es decir, extraer de la escena del crimen, en este caso, del barco, toda prueba que apoyara los cargos contra el Fantasma y que contribuyera a encontrar a sus correligionarios. Si dicha tarea se realiza cuando ya se ha encontrado un cadáver o se ha efectuado un robo y si en ambos casos el criminal ha huido, existe poco riesgo para el oficial que emprende la investigación. Pero el riesgo es mayor cuando la escena a cubrir es la misma de la detención, y en ella coinciden varios sospechosos cuya descripción no se conoce, en especial en el caso de los traficantes de personas, que suelen tener acceso al armamento más sofisticado.

Sonó su móvil y se sentó en el asiento de su Chevy para contestar la llamada.

Era Rhyme.

—Estamos alerta —le dijo.

—Creemos que nos han visto, Sachs —replicó él—. El Dragón se dirige a tierra. El guardacostas lo alcanzará antes de que lleguen a la costa, pero nos tememos que el Fantasma se está preparando para la pelea.

Ella pensó en la pobre gente del carguero.

Cuando Rhyme se calló, Sachs le preguntó:

—¿Ha llamado?

—Sí, hace diez minutos —contestó Rhyme tras un titubeo—. Me van a hacer una incisión la semana que viene en el Hospital de Manhattan. Ella volverá a llamar para darme los detalles.

—Ah —replicó Sachs.

«Ella» era la doctora Cheryl Weaver, una neurocirujana de renombre que se había mudado a Nueva York desde Carolina del Norte para enseñar durante un semestre en el hospital de Manhattan. Y la «incisión» se refería a una operación de cirugía experimental a la que Rhyme iba a someterse; una intervención que tal vez mejoraría su estado de tetraplejia.

Una intervención a la que Sachs se oponía.

—Yo llevaría más ambulancias a la zona —dijo Rhyme. Su voz era ahora cortante: no le gustaba que los temas personales interfieran en su trabajo.

—Me ocuparé de ello.

—Luego te llamo, Sachs.

La comunicación se cortó.

Bajo el chaparrón se acercó a uno de los agentes de la policía del condado de Suffolk y dispuso que viniera más personal sanitario. Luego volvió al Chevy y se sentó en el asiento delantero, mientras escuchaba cómo la lluvia caía sobre el salpicadero y la capota. La humedad hacía que el interior del coche oliera a plástico, a aceite de motor y a moqueta vieja.

Al pensar en la operación de Rhyme, le vino a la mente una conversación que había mantenido hacía poco con otro doctor, uno que no tenía nada que ver con la intervención de columna vertebral. En aquel preciso instante, no quería pensar en eso, pero lo hizo.

Dos semanas atrás, Amelia Sachs había estado apostada frente a la máquina de café de la sala de espera de un hospital, junto al pasillo que conducía a la sala de consulta donde se hallaba Lincoln Rhyme. Se acordaba del sol de julio que caía inclemente sobre el suelo de azulejo. El hombre vestido con una bata blanca se le había acercado y la había tratado con una solemnidad pasmosa:

—Ah, señorita Sachs, está usted aquí.

—Hola, doctor.

—Acabo de tener una cita con la médico de Lincoln Rhyme.

—¿Y?

—Tengo que decirle algo.

—Por la cara que pone, parecen malas noticias, doctor —dijo ella con el corazón a cien.

—¿Por qué no nos sentamos ahí en la esquina? —le propuso él, con una voz que más parecía la del director de una funeraria que la de un licenciado en medicina.

—Aquí estamos bien —se opuso ella—. Dígame. Le agradeceré que hable claro.

En ese instante una ráfaga de viento sacudió el coche y ella miró de nuevo hacia el puerto, hacia el largo embarcadero donde arribaría el Fuzhou Dragón.

Malas noticias…

Dígame. Le agradeceré que hable claro…

Sachs cambió la frecuencia de su Motorola a la del canal de los guardacostas no sólo para enterarse de lo que estaba pasando, sino para apartar de su mente aquella abrasada y luminosa sala de espera.

*****

—¿A qué distancia estamos de tierra? —preguntó el Fantasma a los dos únicos marineros que quedaban sobre el puente.

—A una milla, tal vez menos —el tipo delgado a cargo del timón echó un rápido vistazo al Fantasma—. Torceremos en los bajíos y trataremos de llegar al puerto.

El Fantasma miró al frente. Desde su posición estratégica, propiciada al hallarse el barco sobre la cresta de una ola, podía distinguir tierra, una línea gris.

—Sigue el curso indicado —dijo—. Vuelvo enseguida.

Salió fuera, preparado para el temporal. El viento y la lluvia le empaparon el rostro mientras bajaba hasta la cubierta de contenedores y desde allí se abría paso hasta la puerta metálica que daba a la bodega. Entró y echó una ojeada a los cochinillos; ellos volvieron los rostros, llenos de miedo y desesperación. Hombres lastimosos, mujeres mal vestidas, niños sucios, incluso chicas inútiles. ¿Por qué se habrían molestado sus estúpidas familias en traerlas?

—¿Qué pasa? —le preguntó el capitán Sen—. ¿Está a la vista el guardacostas?

El Fantasma no contestó. Buscaba a su bangshou entre los cochinillos, pero no se le veía por ningún lado. De mala gana, se dio la vuelta.

—¡Espera! —gritó el capitán.

El Fantasma salió y cerró la puerta. «¡Bangshou!», exclamó.

No hubo respuesta. El Fantasma no se molestó en llamar una segunda vez. Puso el seguro para que la puerta de la bodega no se pudiera abrir desde dentro y se apresuró en volver al camarote, situado en la cubierta del puente. Mientras subía las escaleras sacó del bolsillo una abollada caja negra de plástico, parecida a la que abría la puerta del garaje de su lujosa casa de Xiamen.

La abrió y pulsó un botón y luego otro. La señal de radio viajó por las dos cubiertas hasta llegar a una bolsa de lona que había dispuesto previamente en popa, justo a la altura de la línea de flotación. La señal cerró el circuito y envió una carga eléctrica de una pila de nueve voltios al fulminante que estaba unido a dos kilos de explosivo plástico C4.

La detonación fue colosal, mucho más potente de lo que él esperaba, e hizo brotar una gran tromba de agua, mayor que la mayor de las olas.

El Fantasma cayó sobre la cubierta principal. Quedó tendido de lado, aturdido.

¡Demasiado!, pensó. Demasiado explosivo. El barco ya empezaba a escorar nada más botar sobre el agua. Había pensado que tardaría una media hora en hundirse pero cayó en la cuenta de que sólo serían unos minutos. Miró en dirección al camarote del puente donde tenía sus armas y el dinero, y luego recorrió con la vista las otras cubiertas en busca de su bangshou. Ni rastro. Pero no había tiempo. El Fantasma se levantó y corrió por la cubierta escorada hasta el fueraborda más cercana, y empezó a bajarlo hasta el agua.

El Dragón volvió a inclinarse, ladeándose cada vez más.